martes, 19 de agosto de 2025

Alfred Brendel o el virtuosismo de la inteligencia

 


Cuando me enteré de que Alfred Brendel había muerto cruzaron por mi mente recuerdos felices de las tantas buenas grabaciones suyas que he disfrutado a lo largo de muchos años. También recordé la admiración que siempre me provocó ese estilo sobrio que, casi una extravagancia en nuestros días, nunca se dejó seducir ni por las modas ni por los alardes técnicos. Pero, además, sentí de manera vaga que perdía a un viejo maestro, a alguien a quien no sólo seguí con gusto en su discografía, sino a un artista con el que realmente aprendí algunas cosas sobre cómo escuchar música. En lo que sigue intento precisar esa impresión, intercalando algunas citas del propio Brendel que tal vez auxilien un poco a estas ideas medio borrosas.

Para empezar, ahí están sus libros y sus muchas conferencias, entrevistas y clases en internet. Son un verdadero tesoro. En ellos se aprende bastante sobre la forma de interpretar de Brendel y sobre algunos otros detalles técnicos, históricos y estéticos de la música, todos desmenuzados por el pianista y escritor con mucha claridad y su proverbial sentido del  humor. Son también testimonios de la hondura, relevancia cultural y persistencia de la música culta occidental. Pocos músicos han escrito y charlado sobre música tan bien como Brendel.

Podemos sucumbir a la música, por así decir, con los ojos cerrados, y simplemente “hacerla”. Podemos formalizarla, intelectualizarla, poetizarla, psicologizarla […] Ha prevalecido en mí la inclinación por confrontar la música conscientemente y por relacionarla con los placeres del lenguaje.

No obstante, mi mayor fuente de instrucción han sido sus discos. Esto se explica porque, por mera casualidad, descubrí muy joven en grabaciones de Brendel varias composiciones que aún admiro y escucho con fervor. Recuerdo en particular que así sucedió con las tres últimas sonatas para piano de Beethoven, algunas de las sonatas y conciertos de Mozart (los últimos siete), la fantasía Wanderer de Schubert y el concierto para piano de Schönberg. Cuando nos enamoramos de una pieza musical siempre guardamos un vínculo especial, mezcla de nostalgia y agradecimiento, con la interpretación que nos la reveló, sin importar que nuestros gustos cambien después. Para Brendel las grabaciones no eran simplemente un mal necesario, como pensaron varios de sus contemporáneos. También las consideró una herramienta indispensable para el desarrollo del pianista moderno y, en consecuencia, grabó varias veces a los largo de su vida un repertorio no demasiado amplio y que consideraba el más apropiado para su visión artística y temperamento.

Para mí [el medio de los discos] fue tremendamente importante ya que me enseñó a escucharme a mí mismo. […] Poder observar cómo una visión interior se corresponde con lo que se toca y reparar en aquello que no lo hace o que no lo hace en absoluto.

Pero está además lo que he aprendido al escuchar cómo toca Brendel, lo que he asimilado al familiarizarme con su estilo. No sé bien cómo expresarlo. Diría que ha moldeado en buena medida mis criterios y expectativas sobre cómo deben sonar en general ciertas obras fundamentales del repertorio pianístico centroeuropeo y sobre cuáles son, o deberían de ser, los compromisos del intérprete al abordarlas. Y no me refiero únicamente a minucias técnicas (por ejemplo, cómo emplear con verdadera pericia el pedal de resonancia o cómo construir con paciencia y sin estrépito un crescendo vigoroso, detalles en los que Brendel se destacó), sino a algo más amplio (y más significativo para quienes sólo somos melómanos). Quizá pueda describirse como una manera de enfocar la atención y de entender cómo suena la integridad en una interpretación; cómo es posible que un ejecutante sirva con un respeto casi religioso al compositor sin que suene ni apocado ni repetitivo.

La modestia innata del intérprete es de vital importancia […] Por definición, un intérprete no puede ser un genio […] Si tiene suerte, se disuelve en la música. Reina y sirve.

Por lo común esperamos de un pianista que, además de ser apto, nos conmueva con su forma de tocar o que nos maraville con su destreza. De esos pianistas hay muchos (por fortuna, supongo). Otra cosa es combinar la necesaria destreza manual con una penetración intelectual y una disposición moral que haga que sea la composición misma la que ocupe toda nuestra atención, que sea su arquitectura y la manera en que encajan sus partes lo que nos hable más fuerte, que sintamos que entendemos la obra y nos apasionemos sin apenas distraernos con la personalidad, aspecto o maña del intérprete (dicho de un modo aún más oscuro: que la escuchemos desde una perspectiva que ilumine la obra desde adentro).

Intento aquí caracterizar de manera tosca dos formas distintas de entender el virtuosismo. Digamos que el pianista virtuoso habitual logra conmovernos con su precisión, expresividad, colorido y agilidad (medida según la cantidad de notas que toque por segundo). Y nunca faltan los espectadores que se dejan llevar por las contorsiones y gestos del intérprete, sobre todo de esos solistas que, para su propio envanecimiento, tratan a su instrumento como el domador a sus fieras para gran júbilo de quienes van a los conciertos de música clásica a mirar antes que a escuchar.

Se debe sentir la emoción sin perder el control. No hay que emocionarse abiertamente y en el piano tener los ojos llenos de lágrimas. Si pasa, que sea el público el que llore. […] Los sentimientos ocultos a veces producen un efecto más poderoso que los que se exteriorizan.

Sé que exagero un poquitín cuando contrasto a estos virtuosos más, digamos, “románticos”, y en cuyas filas hay sin duda artistas tremendos (como Vladímir Horowitz, para acabar pronto, o quizá también Marta Argerich), con el pianismo “serio” de otros que, como Brendel, apelan más al control, a la claridad de las texturas, al equilibrio y la solidez del argumento musical, y que evitan el sentimentalismo, el relumbrón, los fraseos amanerados y los cambios bruscos de intensidad (pienso en pianistas como Backhaus, Fischer, Kempff, Pollini, Schiff y, en cierto sentido, Claudio Arrau, un caso notable que conjugó como nadie los dos estilos). Si enfatizo de más la oposición entre estos dos estilos, es únicamente para explicarme un poco.

Desde luego que, como cualquier otro pianista de prestigio, Brendel ofreció “su” exégesis de las obras que tocaba, pero siempre trataba de, como se dice, dejar que la música “hable por sí misma”. Tocar así no tiene nada que ver con “seguir al pie de la letra” el texto musical (siempre incompleto, ningún intérprete está exento de tener que tomar muchas decisiones propias) ni con una estilo apacible o poco imaginativo. Al contrario. Algunas de las versiones más convincentes, pero también más avasalladoras, provienen de las y los obsesivos que estudian una y otra vez algunas cuantas partituras, convencidos de que son inagotables.

A veces se tiene la impresión de que la obra se interpreta por sí sola, y esa impresión no es aburrida en absoluto. Por el contrario, es una revelación.

Es frecuente escuchar que se pinte a Brendel como un “pianista intelectual” (o, con mayor malicia, como un “intelectual pianista”). Cierto es que fue una persona muy culta y que su manera de concebir y de hacer música reflejan algo de ese bagaje. Pero nunca se consideró un “pensador”, aunque se describió como un “empirista”, “liberal y escéptico”, cultivó la poesía (cómica) y fue amigo de Isaiah Berlin y de Ernst Gombrich. Prefería los aforismos a los sistemas cerrados de pensamiento y aborrecía todos los fanatismos. Concebirlo como un artista calculador y enemigo de la espontaneidad es juzgarlo mal. Más bien buscó alcanzar una forma de equilibrio que, en las composiciones que más frecuentaba, no necesariamente desemboca en una música sosegada, sino en una expresividad concentrada y cautamente vigorosa, un fraseo nervioso y, en ocasiones, una tristeza agridulce. Vale recordar además su defensa del humor y hasta del sarcasmo en varias páginas de compositores que resultan incomprensibles si no se escucha con claridad ese ingrediente de socarronería (en las Variaciones Diabelli, por ejemplo, o en tantos y tantos pasajes de Haydn). Así que, contrario a lo que su “formalismo” podría sugerir, fue un pianista sumamente atento a la variedad de caracteres y emociones que expresan las partituras, y ciertamente expresó con fuerza los elementos perturbadores de muchas obras maestras, aunque sin perder el equilibrio.

Soy un músico intuitivo que se aprovecha de la reflexión para dominarse […] En una obra de arte, el caos debiera brillar a través del velo del orden […] En gran medida me inclino por el caos, es decir, por lo emocional. Pero lo único que hace que funcione la obra de arte es el velo del orden.

Alfred Brendel nación el 5 de enero de 1931 y murió el 17 de junio de 2025. No fue un niño prodigio ni en su familia hubo músicos destacados. Tuvo varios maestros particulares, se inscribió al Conservatorio de Graz, recibió la influencia de figuras tan importantes como Edwin Fischer y Eduard Steuermann, pero en gran medida fue un artista que se formó a sí mismo. Dejó varios discípulos destacados, como Paul Lewis, Kit Armstrong y Till Fellner, que aún desarrollan sus carreras. También dejó una legión de admiradores, el respeto de la mayoría y algunos detractores más bien benévolos. Pero al revisar los muchos mensajes en la red que lamentaron su muerte (de numerosos colegas, amigos, alumnos, seguidores, críticos musicales, compañías disqueras, políticos, instituciones de cultura, escuelas de música y universidades) me percaté de que no sólo fue una personalidad muy respetada, una referencia fija y quizá un poco rutinaria entre los pianistas y el público. También fue muy querido. Abundan en las condolencias las referencias al hombre generoso, amigable, chispeante, siempre curioso y comprometido con su arte. Me conmovió en particular toparme con un texto del pianista, compositor y poeta Juan Carlos Garvayo para la revista musical Scherzo, de España. Ahí refiere que Brendel, unos meses antes de fallecer, le envió su último libro con una nota en alemán que me atrevo a citar aquí: “Querido Juan Carlos, He aquí un libro para terminar. Es hora de parar. La vida ya ha sido demasiado buena conmigo”. Y cierra con estos versos felices: “Dank für alles / Freundlichkeit und / Freundschaft / Seien Sie beide / Umarmt! (Gracias por todo / ¡Amabilidad y / Amistad se abrazan / mutuamente!)”. Gracias por todo, Alfred Brendel.

 


 

 

lunes, 29 de julio de 2024

Esos tipos extraños llamados intelectuales


 Ahora la Maroma del Piojo ejecuta piruetas y contorsionaes en la pista de Polifonía Sonora <Inicio - Polifonia Sonora>, un esfuerzo admirable por dignificar la red a cargo del buen Ramón Zavala. Pase y asómbrese:

Articulo_HectorIslas190624 - Polifonia Sonora

El 20 de mayo de 2024 un grupo de más de 250 integrantes de la comunidad intelectual y científica del país pidieron mediante un  manifiesto votar por la candidata Xóchitl Gálvez para atajar lo que llamaron un “peligro de una regresión autoritaria” en el país. Más allá del debate electoral, el hecho atizó reacciones en los medios impresos y en las redes sociales que llaman mucho la atención, en particular por el asunto de qué son o quiénes pueden con derecho llamarse en México “intelectuales”. La soberbia y el sarcasmo de tanto los detractores como de los defensores de los abajo firmantes del manifiesto recuerdan una más de esas querellas que, antes que reflexiones, así sean modestas, exhiben sólo buenas dosis de obcecación. Simplifico aquí un poco los términos de la disputa: para unos, esos dizque intelectuales son en realidad impostores pagados por los poderes fácticos de este país, por lo que, antes que escucharlos, leerlos o debatir con ellos, basta con denunciarlos; para los otros, semejante grosería no es más que una muestra de un oscurantismo plebeyo que esconde un resentimiento de clase. Como ocurre en estos debates que en realidad no son debates, sino un barullo de vituperios que se arrojan a la cara del adversario, conviene detenerse a recoger del piso una que otra idea para tratar de entender aunque sea un poco el asunto.

Para empezar, resulta ingenuo reclamar una definición claramente delimitada de lo que significa ser un “intelectual” (lo que no significa que sea inútil discutir los varios significados del término). Una o un intelectual será lo que es dependiendo en gran medida de muchos factores como la época, el clima cultural, el sistema político, el lugar en que se trabaja… No son enteramente lo mismo el intelectual cortesano, el profesor, el activista, la científica, la crítica literaria, la columnista de algún diario, los que laboran en una consultoría o quien secretamente depura sus poemas en la soledad de su estudio. En su famoso libro La traición de los intelectuales, Julien Benda reivindicó la figura romántica del intelectual sereno que sólo se compromete con criterios eternos de verdad y justicia. Antonio Gramsci, por citar otro ejemplo conocido, recorre reflexivamente en sus Cuadernos de la cárcel una sucesión de perfiles que va desde la consigna “todos los hombres son intelectuales” y a los que llama “intelectuales tradicionales”, hasta llegar a la multitud abigarrada de “intelectuales orgánicos” que personifican, a sabiendas o no, los intereses de una clase social específica. Y en unas páginas plenas de lucidez, Edward Said sostiene que el principal deber del intelectual es independizarse de las presiones culturales y políticas para ser “un exiliado y marginal”, “el autor de un lenguaje que se esfuerza por decirle la verdad al poder”.

Por otro lado, la mala fama que abruma a los intelectuales corre pareja con la historia misma de estos personajes. Al parecer, casi siempre han resultado chocantes, tanto para los poderosos como para las gentes sencillas, y no pocas veces han padecido la saña criminal de quienes los desprecian o consideran inconvenientes: Sócrates, Cicerón, Tomás Moro, Giordano Bruno, Rosa Luxemburgo, García Lorca, Dietrich Bonhoeffer, Roque Dalton, Isaac Babel o Anna Politkóvskaya, entre tantos que no menciono, nos recuerdan que reflexionar y alzar la voz contra el poder de uno o de la mayoría puede resultar letal. Y no olvidemos a los muchos, muchos más, que viven hoy presos, amenazados, exiliados, protegidos por la policía u ocultos. De ellos me vienen a la mente: Orhan Pamuk, Salman Rushdie, Lydia Cacho, Sergio Ramírez, Svetlana Aleksiévich… Por su parte, el vulgo siempre ha visto con suspicacia a esa minoría distinguida de especímenes librescos que se arrogan el derecho de opinar sobre casi todo. Además su cosmopolitismo, les reprochan el lenguaje extravagante, esos aires de superioridad y la agilidad que muchos de ellos tienen para acomodarse a los pareceres de los dueños del poder político o del dinero. Entre nosotros, el filósofo Carlos Pereda ha diseccionado con pasión algunos de nuestros vicios intelectuales en su libro Crítica de la razón arrogante. Ahí se nos recuerda de una “arrogancia académica” que promueve un “analfabetismo disciplinario” que se cultiva en feudos impenetrables (universidades y centros de investigación) y de una “arrogancia antiacadémica” que a su vez fomenta un “analfabetismo periodístico” ajena a las lecturas de largo aliento (a eso que aún llamamos “clásicos”) y que con frecuencia cae presa de los entusiasmos identitarios más obtusos. Otro mexicano, Enrique Serna, recorre con agudeza la historia universal de esos personajes tan recelosos y enredados en su ensayo Genealogía de la soberbia intelectual.

No cabe duda: los intelectuales siempre han sido bichos raros y antipáticos aquí y en cualquier otro lugar del mundo; también han sido capaces de mutaciones asombrosas para adaptarse a sus tiempos y encontrar una forma de sobrevivir. Nada nuevo agregamos a esta vieja historia cuando criticamos a los nuestros porque encuentran acomodo en el gobierno en turno o porque algunos patalean cuando pierden ingresos por publicidad oficial o espacios en organismos culturales (lo que es algo muy distinto a criticar a uno que otro por recibir dinero público bajo la mesa). Tampoco vale la pena detenerse demasiado en las exasperantes guerras de cifras (los “otros datos”), las contradicciones y explicaciones indolentes, las predicciones muy fallidas y las medias verdades esgrimidas de manera lastimosa por quienes adoptaron abiertamente una posición a favor de una u otra de las candidatas presidenciales. De hecho, estas críticas, si bien no son del todo ociosas, pierden de vista lo realmente importante y que, en última instancia, justifica o condena a los intelectuales. Me refiero a que ese griterío nos impide muchas veces escuchar qué es lo que ellos y ellas tienen que decirnos. Y no es cosa sólo de una negligencia de nuestra parte o de una falla lógica elemental (la de aplicar sistemáticamente la falacia ad hominen a cualquier comentarista o teórico que no concuerde con lo que pensamos o que simplemente nos cae mal), sino de algo mucho más generalizado. Y es que, tanto en ámbitos académicos muy formales hasta en el mundo periodístico más relajado habría que, si algo queremos sacar del trabajo de quienes se dedican a pensar y escribir, resistir esa maquinal y fatigosa perspectiva posmoderna que nos empuja a evadir lo que se dice para mejor desenmascarar el poder que (presumiblemente) está detrás de lo que se dice. Descalificar a un intelectual por su posición política (para lo cual recurrimos con algarabía a dicterios como “facho” o “chairo”) no es nunca una buena idea; atender a sus tesis y argumentos y decidir por cuenta propia si nos parecen válidos y pertinentes sí que lo es. Y un agregado muy, muy importante: no hay que olvidar que para los problemas políticos y morales no hay nunca una única respuesta correcta.

Si me viera obligado ahora a mencionar algunas de las virtudes (reales o deseables) de los intelectuales, nombraría cosas como éstas: veracidad (que no “verdad” a secas), amor por la libertad y la justicia, pasión por compartir el conocimiento. También, y aunque habría que matizar mucho, estarían: independencia (que no siempre es un objetivo realista), compromiso (¡pero hay que elegir bien con qué o con quiénes nos comprometemos!), mucha claridad de expresión (cuántas veces evadimos la crítica tras un fárrago de términos fastuosos) proporción moral (existen tantas cosas que valen más que nuestras causas políticas), responsabilidad (hay ideas que por luminosas que nos parezcan guardan consecuencias desastrosas), autocontención (algo muy distinto a la autocensura; me refiero más bien a la capacidad para lidiar con las pasiones y emociones que nos pueden cegar). Desde luego que hay más, varias o muchas más, y lo único que quizá está claro es que cultivar tantas virtudes nos exige bastante más que una buena formación intelectual en alguna institución de prestigio.

Me detengo apenas un poco en la última de las virtudes mencionadas, la autocontención (autocontrol, moderación; o también: “prudencia”). Cuando un intelectual se pronuncia públicamente y con estrépito a favor de algún político o de alguna acción política controvertida vemos a veces, aunque no siempre, que su nivel de discusión tiende a flaquear (por ejemplo, comienza a pasar por alto aspectos que antes le parecían cruciales, magnifica los problemas que sus adversarios políticos no han podido resolver, apela con más frecuencia a los argumentos de autoridad, etcétera). Lo que sí no parece menguar nunca es la confianza que ese o esa intelectual tiene en sus poderes mentales y en su capacidad para descubrir la verdad. Esta actitud (esta “arrogancia”) seguramente tiene varias raíces, y una de ellas es el hecho de que, como sabemos desde los antiguos griegos, el conocimiento implica una forma de poder. Si dejamos de lado las ambiciones apenas reprimidas de tantos y tantas en busca de un puesto académico, de una asesoría o de plano un escaño, o de quienes simplemente buscan el aplauso de unos pocos correligionarios, el hecho de tener conocimientos probados (por ejemplo, en algún aspecto de la política o de la economía) constituye una tentación permanente de ver esos conocimientos reflejados en la realidad. Pensamos entonces que cualquier persona razonable debería compartir nuestras perspectivas y soluciones, que éste o cualquier otro país jamás resolverán sus problemas si no adopta nuestras ideas, que quienes guardan posiciones contrarias a las nuestras sólo pueden estar engañados o quieren sabotearnos. Y si llegamos a congeniar así sea un poco con algún príncipe o mecenas que nos guiñe el ojo, la tentación se torna irresistible. Perdemos entonces la comunicación y el respeto con nuestros colegas, con el público al que se supone que nos dirigimos y empezamos a confundir nuestras fantasías privadas con hechos reales, y nuestro éxito con la verdad o con lo justo. Hacia el final de un libro sobre los intelectuales que apoyaron o justificaron algunas de las peores tiranías del siglo pasado, el politólogo e historiador de las ideas Mark Lilla repasa el famoso episodio de las infructuosas andanzas de Dion y Platón en Siracusa (para tratar de convencer al tirano Dionisio que dejara de cometer barbaridades y se convirtiera a la filosofía). El autor nos dice que la “tentación de Siracusa” es muy poderosa para cualquier hombre o mujer que ejerza como intelectual. Siguiendo a Platón, señala que esa fascinación por entronizar nuestras ideas no es nada más un rasgo mezquino de algunos individuos, sino que “existe una conexión en la mente humana entre el anhelo de saber y el deseo de contribuir” al ordenamiento político de una sociedad. Para Lilla, una de las enseñanzas más valiosas de Platón consiste justamente en reconocer ese impulso como algo que puede convertirse en una pasión desordenada que nos arrastra a la filotiranía y a activar un mecanismo potencialmente destructivo que puede apartarnos definitivamente de una vida política e intelectual sana.

Tildados de arrogantes o admirados, ninguneados o convertidos en oráculos, acomodaticios o estoicos, atendamos más a nuestros intelectuales para aprovecharlos más y exigirles lo mejor. 


Referencias bibliográficas:

 

Lilla, Mark, The Reckless Mind. Intellectuals in Politics, New York Review Books, Nueva York, 2001.

 

Maclean, Ian, A. Montefiore y P. Winch, The Political Responsibility of Intellectuals, Cambridge University Press, Cambridge, 1990.

 

Pereda, Carlos, Crítica de la razón arrogante. Cuatro panfletos civiles, Taurus, México, 1999.

 

Said, Edward, D., Representaciones del intelectual, trad. Isidro Arias, Paidós, Barcelona, 1996.

 

Serna, Enrique, Genealogía de la soberbia intelectual, Debolsillo, México, 2015.

 

 

martes, 18 de junio de 2024

"Auschwitz", los nacionalismos y los crímenes de Gaza



Mi amigo y colega Mauricio Pilatowsky ha conseguido escribir un textito comedido sobre el conflicto actual en Gaza. Vale la pena leerlo con calma e intentar conjurar el griterío de quienes primero condenan y después, a veces, tratan de entender qué es lo que pasa y por qué. Haga click en el siguiente enlace:

«Auschwitz», los nacionalismos y los crímenes de Gaza – CRÓNICA SONORA (cronicasonora.com)

viernes, 1 de marzo de 2024

Botticelli (1445–2024)

Primero de marzo, cumpleaños 579 de Sandro Botticelli. Comparto aquí este temple sobre madera, no tan conocido, restaurado apenas en 2018 o 2019 (creo). Se sabe que proviene del taller de Botticelli y lo más probable es que sea obra suya (o acaso de algún alumno aventajado). Actualmente se encuentra en The National Gallery, Londres. Gracia, melancolía, líneas rotundas, entusiasmo por el cuerpo, suave afectación (¡miren las manos de la virgen!). La Madonna ofrece su pecho al niño en el centro de la imagen. A la izquierda un San Juan Bautista casi niño y a la derecha un ángel, agachaditos para encajar bien en el tondo. Observen ahora el rostro de la virgen: hermosísima, abstraída de todo, su ternura contrasta con la gravedad de sus pensamientos. En la tradición pictórica cristiana, el ensimismamiento de la virgen que carga al niño (y en ocasiones en el rostro de éste mismo, lo que le otorga un semblante casi adulto y muy perturbador) se debe a que medita sobre la no muy lejana pasión y muerte del Redentor. Sin ser yo mismo mismo cristiano, vuelvo de continuo a Botticelli para interrumpir un momento la zafiedad y el griterío de nuestros tiempos.



miércoles, 15 de noviembre de 2023

Mi kit de emergencia para discutir sobre Medio Oriente

 Estas líneas, nacidas del desánimo, aparecieron antes en la Crónica Sonora del gran Benyi: 

Mi kit de emergencia para discutir sobre Medio Oriente – CRÓNICA SONORA (cronicasonora.com)

En estos días se me ha hecho muy difícil evadir lecturas, discusiones y algún pleitecito a propósito de la situación en Medio Oriente. Confieso que algunos de esos intercambios han resultado ser muy útiles y hasta diría que consoladores (la lucidez de algunas personas siempre apacigua en momentos difíciles), pero otros sólo me alarman y angustian por los prejuicios de los que hacen gala, el desconocimiento que exhiben o por la combinación de ambas cosas. Desde luego que no me pasa por la cabeza que ande por ahí sin descubrir una manera diáfana de exponer el conflicto y su posible solución; por el contrario, además de embrollado, en un asunto como éste influyen mucho, siempre y de manera inevitable, nuestras ansias y sesgos de naturaleza política, religiosa o ideológica. Para los actores directos, les va también lo que consideran su identidad y hasta su miedo a perderse como naciones. Y a todos nos puede ganar en mayor o menor medida la tristeza, el azoro y aturdimiento ante tanta simple crueldad. A mí me deprime no entender casi nada y sentir que debo resignarme a que el dolor, el odio y la muerte pronuncien siempre la última palabra. Por eso me irrita toparme (y peor: discutir) con quienes llegan blandiendo recetas facilonas para acabar con el problema y que con arrogancia emiten veredictos de culpabilidad o inocencia, nos dicen quiénes son víctimas y quiénes verdugos, quiénes sufren más y merecen nuestra compasión y a quiénes debemos desaprobar con repugnancia.

En estas formas distorsionadas de percibir los hechos hay, cómo no, mucha mala ideología; de ésa que, aunque tengamos una perspectiva más o menos clara de los hechos, trastorna nuestra brújula moral y diluye nuestra empatía. También hay ignorancia, prejuicios y esquemas de análisis demasiado simples. Cuesta mucho por todo ello mantener con cabeza despejada y en una misma balanza tantos agravios y reclamos, tantas voces que se gritan y las innumerables razones, buenas y malas, que han llevado a que las negociaciones para la paz fracasen una y otra vez y a que el mal se imponga.

Así que (de manera bastante impulsiva, lo reconozco) expongo a continuación una lista de cuestiones que creo que envician de entrada y terminan por descarrilar cualquier discusión medianamente fructífera del conflicto al reducirla a un vano intercambio de eslóganes que no nos ayudan a pensar (pero que, eso sí, halagan bien sabroso nuestros egos: nada como sentir que estamos del lado de los jodidos y de la Historia). Son sólo los que se me ocurrieron, algunos que me han expresado y otros que he advertido que forman parte de los presupuestos de algunos de mis interlocutores. La mayoría son concepciones muy generales y, desde luego, hay varias que se me han escapado. Así que, de toparme con un antagonista hipotético, le diría algo así como, mira, en verdad no me interesa discutir contigo el asunto del conflicto árabe-israelí si:

1)     Sostienes que Israel no tiene derecho a existir o piensas que las aspiraciones nacionales de los palestinos no son igualmente legítimas.

2)     No condenas incondicionalmente la violencia de los grupos terroristas contra la población israelí o consideras que se pueden justificar o minimizar los bombardeos sobre la población civil palestina.

3)     Afirmas que Israel no tiene derecho a defenderse y que los ataques que sufre por parte de militantes palestinos no son graves, o que los llamados a “aniquilar” al otro de parte de políticos y militantes de ambos bandos son mera palabrería.

4)     Niegas que los pobladores de Gaza y Cisjordania sufren sistemáticamente de abusos, despojos y discriminación por parte de las autoridades israelíes y te indignas (o te parece inconcebible) que reaccionen de forma violenta.

5)     Confundes a los judíos con los israelíes.

6)     Equiparas a Israel con la Alemania nazi.

7)     Igualas a Hamás o a Hezbolá con los palestinos.

8)     Supones que todos o muchos palestinos son terroristas o que apoyan a terroristas.

9)     Crees que el castigo colectivo a una población, mediante bloqueo o bombardeo, no es injusto y que es un método eficaz para debilitar a un gobierno enemigo.

10)  Te imaginas que Israel es un proyecto colonialista que debería ser “desmantelado” o que los árabes de Gaza y Cisjordania deberían ser reubicados en Egipto, Jordania o en algún otro lugar.

11)  Piensas que los gobernantes israelíes son soberbios y expansionistas porque son judíos o supones que los dirigentes palestinos son violentos y atrasados porque son árabes.

12)  Piensas que los asentamientos judíos en Cisjordania no son un obstáculo para la paz.

13)  Niegas el empleo de escudos humanos por parte de grupos radicales en Palestina.

14)  Concibes que es posible sentar en una mesa a negociar a terroristas y a nacionalistas religiosos.

15)  Reaccionas como si la vida de un niño palestino valiera menos que la de un niño israelí (o al revés).

16)  Estimas que en todo esto hay sólo una víctima y sólo un victimario; si no aceptas o no estás dispuesto a vislumbrar la realidad de dos tragedias.

17)  Sientes que Israel o Palestina deben “portarse bien” para tener derecho a un hogar en el mundo.

18)  Citas la Biblia para explicar tu posición sobre el conflicto.

19)  Crees que puedes saber “quién tiró la primera piedra” y además juzgas que algo así zanjaría el asunto, o que todo se reduce a ver “quién llegó primero”.

20)  Reivindicas el “derecho” del actual régimen iraní a poseer armas nucleares.

21)  Estás seguro de que este conflicto nunca se solucionará.


jueves, 14 de septiembre de 2023

Giulini devela el misterio de Bruckner

Anton Bruckner
Sinfonía no. 9 en re menor
(Edición Leopold Nowak)
Filarmónica de Viena
Carlo Maria Giulini (director)
Deutsche Grammophon
1988
Calificación: 10/10

 


A casi doscientos años del natalicio de Josef Anton Bruckner (1824–1896) parece como si apenas comenzamos a conocerlo. Salvo los bruckneritas de pro que lo veneran como a un santo y no dudan de su evangelio, cualquiera que desee entender con un mínimo de ecuanimidad el carácter y la música de este artista peculiar se topará sin remedio con un alud de estudios biográficos e históricos, además de un laberinto de ediciones de su música que sigue dividiendo las opiniones tanto de musicólogos como de intérpretes. ¿Cómo era Bruckner? ¿Era en realidad ese tipo inseguro de sí mismo, cándido, rústico, mojigato, tan poca cosa? Y si así fuera, ¿cómo compaginar un personaje así con esas composiciones increíblemente sofisticadas y ambiciosas? Y su música, ¿mira más hacia el pasado o más hacia el futuro? ¿Hay que interpretarlo enfatizando sus elementos clásicos y románticos o hay que resaltar más bien su modernismo y misticismo? ¿Un Bruckner más desgarrado y pasional o más objetivo y contemplativo? Desde luego que no me pondré a tratar de responder estas cuestiones (y otras anejas como, por ejemplo, la manera en que la recepción nazi distorsionó su imagen para convertirlo en prototipo del “artista ario”), pero creo que vale la pena que las tengan en mente quienes se interesen en escuchar por primera vez esta música. Y añado algo más para los novicios: la tarea es trabajosa, y lo más probable es que la primera (y la segunda, y quizá la tercera) vez que lo escuchen se sientan nada más que apabullados por la gigantez, el estruendo de las masas sonoras, las disonancias y la amplitud de las estructuras; pero las recompensas son increíbles para quienes persistan.

La novena sinfonía de Bruckner, la última que compuso (aunque el cuarto movimiento quedó incompleto), es la única que, al menos de manera explícita, el compositor dedicó “dem lieben Gott” (“al amado Dios”). Describirla es un poco insensato, así que me limito a apuntar las siguientes observaciones borrosas: el primer movimiento, “Feierlich, misterioso” (“Solemne, misterioso”), presenta en plan monumental tres grupos temáticos (una manera típica de Bruckner de expandir la forma sonata hasta volverla casi irreconocible) e impone por su gran poderío y la alternancia de episodios oscuros (“misteriosos”) y pasajes afirmativos. El segundo movimiento, un scherzo, es bastante peculiar no por su forma (que presenta la acostumbrada estructura tripartita “ABA”; es decir, un tema, un trío y de nuevo el primer tema), sino por su contenido: suena perturbador, maquinal (¿o quizá “diabólico?), como un bramido que augura los terribles acontecimientos por surgir a la vuelta del siglo. Y el tercer movimiento, “Adagio —Langsam, feierlich” (“Adagio —Lento, solemne”), es simplemente uno de los momentos más conmovedores de la música occidental. Bruckner la llamó “Abschied vom Leben” (“Adiós a la vida”). Comienza con un tema tortuoso, de tonalidad indefinida, casi expresionista y que anticipa a Mahler. Apenas en siete compases ese tema nos lleva de la zozobra a la serenidad más luminosa. Más adelante, los episodios introspectivos son casi borrados por la irrupción de un tutti colosal que es como una voz cósmica o como el anuncio del mysterium tremendum del que se habla en la fenomenología de la religión (ya les decía yo que esta música es casi imposible de definir en términos que no sean meramente técnicos, que tampoco dicen mucho). Tras más turbulencias, el movimiento cierra con una cadencia de lo más serena que se balancea con suavidad a lo largo de los últimos compases. A veces el gran arte nos fuerza a rebajar nuestro ego y a alcanzar perspectivas grandiosas, que pueden parecer paradójicas (por el carácter polisémicos de la música misma) pero que nos alejan de la autoindulgencia y del sentimentalismo y, quién sabe, quizá sí nos lleven en nuestros mejores momentos a tener visiones de lo bueno y de lo posible. Con Bruckner eso puede sucedernos a la vuelta de cada página.


A diferencia de la mayoría de sus sinfonías, la novena de Bruckner cuenta con varios registros discográficos excelentes. Están los de Eugen Jochum (sobre todo la que hizo con Dresde), Günter Wand (de preferencia con Berlín), Daniel Barenboim (también con Berlín), Sergiu Celibidache (obviamente la de Munich), Claudio Abbado (con Lucerna; creo que fue el último disco que grabó)… Bueno, hasta Karajan tiene una versión más que decente (la de 1966). Pero si tuviera que quedarme con sólo una, elegiría sin duda la de Carlo Maria Giulini con la Filarmónica de Viena de 1988 (puede escucharse aquí: Bruckner - Symphony No.9 Giulini Wiener - Bing video). Se trata de una interpretación más serena y objetiva de la obra, alejada de las visiones cataclísmicas de, por ejemplo, Fürtwangler y otros directores de la primera mitad del siglo XX. Creo que Giulini, si seguimos con las imágenes religiosas, revela el evangelio completo, el mensaje completo de la sinfonía. El maestro italiano tiene todas las herramientas: un fraseo refinado, equilibrios perfectos, colores medio oscuros, tempi bien juzgados, expresividad, potencia, humanismo y, sobre todo, la cohesión estructural necesaria para ir construyendo una obra con un empuje y fuerza irresistibles. Esto último es crucial porque Bruckner escribía agrupando sus temas en grandes bloques o módulos, muchas veces separados por silencios. De la habilidad de un director para unir con coherencia estos bloques depende que podamos tener una experiencia casi trascendental o nos demos la aburrida de nuestras vidas.

Sugerencias para empezar a escuchar a Bruckner: Quizá la séptima sinfonía sea la más “accesible” (y es también una de las más bellas). O intenten con la cuarta, una de las más tocadas, o la primera. Si una sinfonía completa resulta ser demasiado, puede intentarse la escucha de uno de los scherzi. Por ejemplo, el scherzo de la misma séptima, o el de la tercera o el de la sexta… Y de ahí puede pasarse a uno de los movimientos lentos de cualquiera de las sinfonías, que muchas veces son el núcleo emocional de la obra entera. También es importante que esta música se escuche a buen volumen con buenas bocinas; fue escrita para sobrecogernos y no para arrullarnos.

miércoles, 6 de septiembre de 2023

Bryars y su Titanic envejecen mal

 Y bien, continúa esto de las reseñas musicales. Va aquí la tercera entrega.

Gavin Bryars
The Sinking of the Titanic/Jesus’ Blood Never Failed Me Yet
The Cockpit Ensemble
Producido por Brian Eno
Virgin
1975/1998 (remasterización)
CDVE 938 7423 8 45970 2 3
Calificación: 6/10

Durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado, John Cage y después muchos otros en Europa y Norteamérica comenzaron a ensanchar al máximo lo que entendemos como música. Durante las dos décadas siguientes, una serie abigarrada de corrientes musicales florecieron en un movimiento que hoy agrupamos, de manera vaga, con la etiqueta de “música experimental”: música concreta, improvisación libre, minimalismo, eclecticismo, empleo de medios electrónicos, orientalismo, composición aleatoria, amateurismo… Los blasones de identidad fueron la libertad, el atrevimiento y cualquier cosa que fuera fiel a la sentencia “Todo es música” y contrario a las muy doctas pretensiones de control total de los parámetros musicales de la Escuela de Darmstadt.

Gavin Bryars (n. 1943) es un compositor y contrabajista británico que formó parte de la etapa tardía de la fiesta experimentalista. Después de tocar en un trío de free jazz se interesó por la composición y en 1969 escribió The Sinking of the Titanic, para ensamble de cuerdas y cinta magnética. Escuchamos en esta pieza un himno episcopal (Otoño, supuestamente tocado durante el hundimiento mismo del Titanic) y fragmentos de otras piezas sobre un trasfondo de sonidos espectrales (voces, ¿metal retorciéndose?, una cajita de música, ruidos alterados bajo el agua) todos relacionados con el hundimiento del famoso trasatlántico. En 1971 Bryars presentó Jesus’ Blood Never Failed Me Yet, para orquesta y voz grabada. La grabación (el fragmento de un himno religioso cantado por un vagabundo) sirve de loop a lo largo de toda la pieza, mientras que las secciones de la orquesta aportan diversas armonías como “comentarios” a cada repetición de la voz. El resultado en ambos casos pretende ser hipnotizante, quizá a la manera del minimalismo; también debería cautivarnos la ansiedad y poesía de una música que va quedando atrapada en el fondo del océano y la tonada agridulce de un indigente que agradece a Dios. Pero tengo mis reparos. Mi reserva principal es que la mayoría de este tipo de “piezas” fueron más manifiestos que obras; más ideas interesantes que objetos sonoros con pretensiones de permanecer en el repertorio (o en una discoteca). Como tales, su ambiente natural es la interpretación en vivo. Además, al menos en el caso de The Sinking of the Titanic, hay elementos de improvisación, decisiones que pueden tomar los músicos o el compositor que supongo que pueden apreciarse mejor en el momento mismo de su producción. De ahí que el propio Bryars haya ejecutado (y en algunos casos grabado) otras versiones de ambas obras (hay incluso una interpretación de Jesus’ Blood con Tom Waits haciendo la segunda voz).

Me parece que, interesante y todo (y realmente vale la pena escucharse siquiera una vez), el disco (una remasterización de la grabación original de 1975) ha perdido frescura. Por lo que he podido leer y escuchar, durante los años setenta, e incluso un poco después, tuvo su brillo. Pero como arte conceptual o pop art las obras grabadas aquí ya no suenan incisivas ni sugestivas y más bien afloran sus aspectos más dóciles. Qué paradoja: el desarrollo de la música experimental, al menos en casos como éste, hizo que elementos como la tonalidad, la repetición, lo melodioso e incluso cierta sensiblería, todos valores generalmente asociados con el tradicionalismo, volvieran a ser respetables.