Para mi hermana Dannia, en su cumpleaños.
La Maroma del Piojo Productions se complace en llevar a su
selectísimo y apasionado grupo de lectores a admirar sus proezas y juegos
malabares ahora también en la carpa de tres pistas de Crónica Sonora http://www.cronicasonora.com/ gracias a
la generosa invitación del aclamado e implacable y villajuarense periodista Benjamín Alonso.
La liga es: http://www.cronicasonora.com/arreola-centenario/Y el texto, completo y con toda especie de horrores, errores y estupores se ofrece, con permiso del señor recién mencionado, a continuación:
De Juan José Arreola aprendí en particular dos cosas: el gusto por la
página perfecta y la falsedad del provincianismo literario. Respecto a lo
primero, no recuerdo bien qué leí primero de él, quizá Varia invención (1949) o La
palabra educación (1973), pero sí recuerdo con nitidez que me hipnotizó,
como sigue haciéndolo hasta hoy, por la concisión y elegancia rotunda de su
lenguaje, por esa voluntad artesanal que adquirió, según él, por su temprano gusto
por la recitación y porque su padre había sido carpintero. Después leí a
Borges, a Reyes, a Rulfo, a Monterroso y a otros prosistas meticulosos de la
lengua española, pero mi intuición original sobre qué constituía una página
perfecta siguió anclada en el ejemplo de Arreola. Con él sentí por primera vez la
mezcla de placer y respeto que provoca un texto literario perfectamente
hilvanado, sin gestos desproporcionados ni adornos superfluos, un objeto autónomo,
pulcro e irreductible. Muchos de mis
actuales gustos y prejuicios literarios provienen de esa experiencia original.
Lo segundo que menciono se refiere a la obsesión por la autenticidad, una
manía que aqueja aún nuestra literatura, y en particular la que se escribe fuera
de la Ciudad de México. La obra de Arreola, o al menos así me pareció en
aquellos años, me confirmó que quien busca deliberadamente ser auténtico en un sentido
importante ya no lo es; que la autenticidad, el color regional de una obra,
viene por sí sola o no viene, y no se la puede definir de antemano. Como se
sabe, el jalisciense se deleitó con temas tan genéricos como animales salvajes,
reyes, Dios, descubrimientos fantásticos, amores platónicos y trenes que, como
la vida misma, nos conducen a destinos inesperados. Y aunque también desarrolló
cierta vena costumbrista, sobre todo en su única novela, La Feria (1963), hecha de retazos y brincos en el tiempo y en la
que el verdadero protagonista es Zapotlán el Grande (“Un pueblo que de tan
grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años”), Arreola es más conocido
por sus cuentos y miniaturas que no parecen provenir de ningún sitio en
particular (o que parecen ser, en todo caso, de cualquier lugar en el que se aprecie
el buen español) . Con todo, y a pesar de lo que dijeron algunos de sus
primeros críticos (que Arreola no era otra cosa que un “estilista”
especialmente dotado), incluso en sus narraciones más “atemporales” y de mayor
rudeza modernista se puede percibir, quizá por la elección de algunos vocablos
arcaicos o por la parquedad de la expresión, el habla de los arrieros y los
silencios de los pueblos y las amplias planicies de la provincia mexicana. He
ahí, pensé, un escritor muy nuestro y a la vez muy de todos. Supe entonces que muchas
veces (¿o siempre?) ahondar en lo propio a través del lenguaje no nos conduce a expresar
lo que nos hace únicos, sino lo que nos hermana con los otros. La inquietud por
lo auténtico (en la elección de temas, de lenguaje o, peor aún, de convicciones
políticas) tiende a producir obras acartonadas que reproducen imágenes de lo
local que invariablemente contrastan mucho con nuestra diversidad cultural y
con nuestra universalidad humana.
Agregaría que Arreola fortaleció también en mis inicios como lector mi
devoción por los clásicos. Cierto que él llevó las cosas al extremo, tanto en
su vestimenta como en su rechazo de casi toda la literatura contemporánea. Pero
supo afirmar y encarnar (como declamador y actor) la defensa de ciertos valores
literarios que aun hoy se rebajan en el afán por leer y celebrar todo lo
novedoso y de escribir según las pautas de la cultura pop. En los inicios de la avalancha posmodernista que me tocó
padecer, persistía en nuestro medio cultural y en la televisión esa figura algo
ridícula y ciertamente demodé que nos recordaba con insistencia que Homero,
Quevedo y Jaufré Rudel eran tan o más nuestros contemporáneos que Auster,
Kundera, o Perec (por mencionar sólo algunos de los novelistas cuya obra
discutíamos a fines de los ochenta del, ¡ay!, siglo pasado). Recuerdo también
que, en un programa que protagonizaba Arreola en Radio Educación, la locutora
(Fernanda Tapia), algo desesperada porque el anciano escritor llevaba tres
emisiones hablando de sólo uno de sus libros predilectos (El otoño de la Edad Media, de Johan Huizinga) y aturdida ya de
tantas princesas, caballeros, iglesias y escenas de amor cortés le preguntó:
“Pero díganos ya, maestro, ¿no le gusta, por ejemplo, Vargas Llosa, Carlos
Fuentes o García Márquez?’”. Arreola contestó: “No, no me interesa leer
periodistas”. La frase, después de provocarme una risa breve, y tras pensarla
un buen rato, me pareció apenas exagerada, y me ha perseguido hasta hoy.
Hay por último otra gran herencia de Arreola: las quizá miles de horas de
Arreola en radio y televisión prodigándose en lo que, junto con escribir, sabía
hacer mejor: hablar. “Yo”, solía decir, “soy un ‘hablista’. No un ‘hablador’,
pues eso podría dar lugar a malinterpretaciones”. Tampoco la etiqueta de
“conversador” le venía bien, pues lo suyo era el monólogo, la improvisación, el
espectáculo con el que se cautivaba a sí mismo y a los que lo pudimos (y podemos
aún) escuchar y ver. Simplemente no sé de ningún escritor contemporáneo suyo que
haya sido tan capaz de hablar y hablar, con tal desenvoltura, de las muchas
cosas que sabía e incluso (como él mismo lo confesó) de lo que desconocía. Para
rescatar, clasificar y conservar este patrimonio de la prosa oral hace falta un
gran trabajo de edición que, para empezar, haga de lado las muchas horas en
que, ya muy viejo, pasó de mago de las palabras a bufón telonero de programas bobos
de televisión (porque, díganme, ¿qué diablos tenía que andar Arreola
discutiendo con Thalía y Verónica Castro?)
Lo vi una vez, en una abarrotada aula Magna de la Facultad de Filosofía y
Letras, en uno de los muchos homenajes que la Universidad Nacional le organizó.
El pelo ensortijado, la mirada astuta aunque un tanto distraída, el rostro hinchado
y muy colorado. El maestro lucía cansado y quizá agobiado por la presencia de
tanta gente en un espacio tan chico. Eso sí, lucía ese brillo que siempre tuvo
en los ojos. Comenzó a hablar, con voz no muy fuerte y, tras algunos titubeos
que presagiaban una charla más bien breve, se empezó a animar y discurrió
largamente con gracia y erudición deslumbrantes sobre los temas que amaba, y
aun de otros: las palabras, la educación, los grandes y pequeños poetas de
España, Miguel de Cervantes, la poesía provenzal, Ramón López Velarde, Xavier
Villaurrutia, Marcel Proust, el ajedrez, Zapotlán el Grande, el ping-pong. Murió pocos años después, un
3 de diciembre de 2001, y el pasado 21 de septiembre habría cumplido cien años.
Por último, deseo compartir un pequeño texto que cuento entre los mejores
de Arreola y que, además, si hacemos caso al poeta José Emilio Pacheco (y no veo
razón para dudar de su palabra), pertenece a una obra (Bestiario, 1972) que le fue dictada (en su totalidad o en buena
parte) por el propio Arreola, quien tenía prisa por terminarla porque había
recibido ya del Fondo de Cultura Económica un anticipo para su entrega. Salvo,
quizá, por la última oración que comienza con una conjunción y frena un poco la
resolución del texto, esta descripción de un hipopótamo en el zoológico de
Chapultepec es un magnífico ejemplo de esa perfección de la que hablé, conmovido,
líneas atrás.
EL HIPOPÓTAMO
Jubilado por la naturaleza y a falta de pantano a su medida, el hipopótamo se sumerge en el hastío.
Potentado biológico, ya no tiene qué hacer junto al pájaro, la flor y la gacela. Se aburre enormemente y se queda dormido a la orilla de su charco, como un borracho junto a la copa vacía, envuelto en su capote colosal.
Buey neumático, sueña que pace otra vez las praderas sumergidas en el remanso, o que sus toneladas flotan plácidas entre nenúfares. De vez en cuando se remueve y resopla, pero vuelve a caer en la catatonía de su estupor. Y si bosteza, las mandíbulas disformes añoran y devoran largas etapas de tiempo abolido.
¿Qué hacer con el hipopótamo, si ya sólo sirve como draga y aplanadora de los terrenos palustres, o como pisapapeles de la historia? Con esa masa de arcilla original dan ganas de modelar una nube de pájaros, un ejército de ratones que la distribuyan por el bosque, o dos o tres bestias medianas, domésticas y aceptables. Pero no. El hipopótamo es como es y así se reproduce: junto a la ternura hipnótica de la hembra reposa el bebé sonrosado y monstruoso.
Finalmente, ya sólo nos queda hablar de la cola del hipopótamo, el detalle amable y casi risueño que se ofrece como único asidero posible. Del rabo corto, grueso y aplanado que cuelga como una aldaba, como el badajo de la gran campana material. Y que está historiado con finas crines laterales, borla suntuaria entre el doble cortinaje de las ancas redondas y majestuosas.