En
el conjunto reciente de obras académicas que examinan la realidad de nuestro
país y auguran su estrella, el breve libro de Guillermo Hurtado México sin
sentido (Siglo XXI-UNAM, 2011) destaca por la llaneza de sus ideas y por la
transparencia de su discurso, a medias entre el análisis filosófico y la arenga
política y social. En poco menos de 80 páginas ligeras, el autor presenta sin
gran opulencia académica un diagnóstico de nuestros problemas como nación,
propone una salida y nos invita a replantearnos nuestro proyecto de futuro.
Hurtado, doctor en filosofía por Oxford e investigador de la UNAM , adopta en su opúsculo
un tono a menudo vehemente que sorprende a quienes estamos más habituados a estudios
comedidos, atiborrados de citas y tecnicismos y, sobre todo, mucho, pero mucho
más modestos, por no decir vacilantes, en sus opiniones. De ahí el asombro que
puede causar que el autor de México sin
sentido no tema dirigirse a sus “compatriotas”, invoque “los intereses de la
patria” y que incluso nos exhorte, al final de la obra, a que “emulemos a
Hidalgo y entremos con paso firme en el recóndito camino de nuestra libertad”.
Sin embargo, al avanzar un poco en la lectura se entiende que este efecto es
perfectamente deliberado, pues con él y con la temática que se aborda el texto
busca inscribirse en una tradición de pensamiento sobre México de cara ante “la
nación” (y no, digamos, ante un comité evaluador o alguna camarilla de colegas).
Durante el siglo pasado, figuras como Vasconcelos, Caso y Ramos, entre varios
otros, cultivaron ese tipo de reflexión en la que se combinaba erudición y
mucha imaginación filosófica con una fuerte vocación social, y en la que se
buscaba no tanto agotar un objeto de estudio como sacudir conciencias y cambiar
al país. Después de un proceso intenso de profesionalización y especialización
de las Humanidades a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, tales
discursos, a pesar de que difícilmente podemos negar la trascendencia de los
asuntos que analizan, nos parecen más adecuados para políticos, columnistas,
locutores, literatos o intelectuales “orgánicos”; de personajes que, en todo
caso, son ajenos a la academia o actúan por fuera de ella. El texto de Hurtado
es, en este sentido, un oportuno recordatorio de lo erróneo de esta apreciación.
Tras un repaso breve en el primer capítulo de los problemas
que han aquejado a nuestro país en las últimas décadas, el diagnóstico que
alcanza Hurtado es tajante: “Bajo nuestros problemas políticos, económicos y
sociales subyace una crisis del sentido de nuestra existencia colectiva. Con
esto quiero decir que nos falta cohesión, dirección y confianza” (p. 10). De
ahí el “sin sentido” del título de la obra, producto de un rompimiento, tanto con
el pasado como con el futuro de nuestra historia, que nos ha dejado en un
“presentismo asfixiante”, con la sensación de “no ir a ningún lado”. (La
comparación que hace el autor entre las celebraciones del centenario y del
bicentenario de la
Independencia es reveladora al respecto.) El discurso de la Revolución Mexicana
ha muerto (o se encuentra en proceso de liquidación), y no tenemos todavía un
relato que la sustituya; la transición democrática no ha sido todo lo que
esperábamos y la violencia se ha enseñoreado del país. ¿Hacia dónde voltear
para recuperar la ruta perdida?
No se encontrarán indicaciones precisas a este respecto en
el libro de Hurtado. Para él, esta búsqueda de un “sentido” no nos exige que
indaguemos de nuevo, como los miembros del Hiperión hace más de medio siglo, en
nuestro ser. No se trata de que tengamos que perfilar los contornos definitivos
de nuestra idiosincrasia ni de andar a la caza de alguna condición recóndita en
el mexicano. El nuevo sentido, nos dice, debe considerarse más bien una “función integradora que incid[a] en la
orientación de las prácticas de la mayoría de los miembros de [la] colectividad”
(p. 17) y, como tal, nos toca construirlo a
todos. Así, deberá ser en nuestras formas de convivencia política y social donde
se manifieste de manera inmanente “el nuevo sentido de nuestra existencia
colectiva” (p. 25). Por ello el autor considera la democracia una condición
necesaria para la configuración de este nuevo sentido; no ciertamente una
democracia como la actual —a su juicio “electorera”—, sino considerada una
“forma de vida en común basada en cierto tipo de ideales y valores” (p. 10). La
vía de la democracia representativa es ya irrenunciable a estas alturas y habrá
que evitar retrocesos o recaídas en populismos y autoritarismos con cada vez
más democracia; de otra forma sólo cabrá esperar que el nuevo sentido nos venga
impuesto por algún grupo político o personaje iluminado que se haga del poder.
Espero no equivocarme si digo que esos llamados de Hurtado a
no desesperar de la democracia, a combatir sus insuficiencias con aún más
democracia y a buscar en esa responsabilidad colectiva un sentido social
renovado constituyen un motivo capital en todo su ensayo y preludian además una
de sus su propuestas centrales, a saber, una defensa del papel de la filosofía en
la transformación nacional. Además de su función teórica, Hurtado le reclama a
la filosofía una función práctica: “además de una filosofía de la
democracia necesitamos una filosofía para la democracia” (p. 11). Incluso,
más adelante, pide que la filosofía deje de lado su arrogancia y sea “una obrera
de la democracia” (p. 56). El lugar más adecuado para que la filosofía cumpla
con ese trabajo (aunque ciertamente no el único) es, de acuerdo con el autor,
la escuela, a la que llama “el taller de la democracia” (p. 57), y en
particular en el nivel medio superior, donde se “debe instruir a los jóvenes en
las diversas habilidades conceptuales, críticas y hermenéuticas que son
centrales para la práctica democrática” (p. 58). Debido a su carácter crítico y
al tipo de entrenamiento conceptual que implica, la filosofía es una actividad privilegiada
para la preservación y difusión de los argumentos, valores e ideales de la
democracia. Con esto Hurtado se suma a propuestas similares que desde otras latitudes
han formulado con elocuencia Amy Gutmann —en la teoría política— y Martha
Nussbaum —en la filosofía y la literatura—, por mencionar dos casos destacados.
Consignemos entonces estas dos recomendaciones de Hurtado:
que los filósofos atendamos más nuestra realidad social y que nos preparemos
para enseñar filosofía a más personas (cabe advertir: a personas que no
estudiarán para ser filósofos) con el objetivo de edificar una sociedad cada
vez más democrática. Esto no significa, desde luego, que el autor esté a favor
de una forma única y excluyente de hacer filosofía, y aclara que no piensa que
todos los filósofos mexicanos tengamos la obligación ineludible de ocuparnos de
los asuntos de nuestro entorno público. Cultivar la filosofía como un fin en sí
mismo, enfrascarnos, digamos, en problemas alejados de la realidad social y política
no son intereses que Hurtado desprecie o ignore; muy por el contrario, los ha
cultivado con destreza en diversos momentos de su carrera y sin duda reconoce
su valor. Sin embargo, tal vez su aquiescencia encierra una opinión más severa,
pues también asegura en su libro que “si los filósofos mexicanos tienen una
conciencia moral, social y política, no podrán ignorar los problemas de su
realidad inmediata” (p. 52). Pero, como resulta ser, muchos filósofos mexicanos
—¿acaso la mayoría?— en efecto ignoran en sus estudios “su realidad inmediata”,
entonces, por modus tollens, debemos
concluir que esos filósofos no tienen “una conciencia moral, social y
política”. Y esto ya suena a una crítica menos benévola.
El cuarto y último capítulo de libro consiste en una
reflexión sobre el bicentenario, y es, me parece, el menos rotundo en sus
conclusiones. Su objetivo, en palabras del autor, es ofrecer “[a] partir de una
reflexión sobre el significado de la conmemoración del bicentenario de la
independencia”, […] una manera de articular nuestra democracia y nuestra
filosofía con una comprensión de la historia patria” (p. 70). Es de destacar
que Hurtado, en consonancia quizá con su recomendación de dejar a un lado la
arrogancia de la filosofía, es respetuoso con las creencias y manifestaciones
populares relacionadas con la historia —como “el grito” y los desfiles—, y
considera, me parece que correctamente, erróneo e inútil pretender sustituirla
con una versión académicamente saneada de “lo que verdaderamente ocurrió” —además
de que nos advierte de los peligros políticos que semejante pretensión
encierra—. Para él, hay que “elegir democráticamente” la versión de nuestra
historia nacional —que no es lo mismo que la historia oficial— tomando en
cuenta, además de su solidez académica, “el factor de integración social y
orientación colectiva de la versión elegida” (p. 80).
En esta propuesta encuentro una tensión entre el talante
liberal que creo percibir en Hurtado y su interés en un sentido renovado de
nuestra historia, y aun de nuestro patriotismo. ¿Exige una verdadera cultura
democrática algo más que la socialización de todos los ciudadanos en un una
cultura política común? ¿Necesita apoyarse en alguna concepción de un origen étnico o cultural o en
cualquier tipo de discurso histórico homogéneo? Es verdad que Hurtado indica
claramente que no se trata de invocar rasgos que se consideren esenciales de la
comunidad ni destinos manifiestos (p. 64), sino de ideales transitorios; pero, si
el ingrediente patriótico, como sea que se interprete, es necesario en
cualquier proceso de democratización y construcción de ese sentido de
“cohesión, dirección y confianza” que se añora, ¿no ha de entrar en conflicto
con el modelo de educación para la democracia que defiende Hurtado? Quizás el
autor tiene en mente aquí una forma de patriotismo en el que el amor a la
libertad y a la justicia se considera compatible con el amor a la patria —un
patriotismo republicano—; pero, suponiendo que sí sea, resulta por lo menos
discutible si en esa forma de patriotismo atenuado no persiste un conflicto entre
los derechos del individuo y la consecución del bien común, en detrimento de
las libertades básicas de aquél. ¿No debió inclinarse el autor por defender una
suerte de cosmopolitismo, el cual, no sólo es compatible, sino que además
parece derivarse de los valores democráticos?
Con estas observaciones generales y muy
apresuradas no busco reprobar ninguna de las ideas vertidas en México sin sentido, sino más bien aceptar
las invitaciones para continuar reflexionando sobre estos asuntos, importantes
si los hay, que a lo largo de sus páginas nos hace su autor. La mayor virtud de
México sin sentido, además de la
limpieza con que expone sus ideas, es recordarnos que la filosofía puede ser
todo lo rigurosa que se quiera y, al mismo tiempo, ocuparse de asuntos
públicos, aspirar a un número grande de lectores y ser no sólo un demoledor de teorías
y creencias, una fuente de embrollos, sino un constructor de ideales, de confianzas
y quizá hasta de certezas para enmendar los errores que han arruinado muchos
aspectos de nuestra existencia colectiva. Mientras sigamos contemplando con
repulsión las miserias argumentativas y la inconsecuencia de los actores públicos
desde el encierro de nuestros cubículos y bibliotecas, seguiremos asistiendo al
deterioro de nuestra cultura y habremos contribuido con nuestro ensimismamiento
a esa decadencia y a perpetuar la imagen de inanidad que se le ha endilgado a
la filosofía.
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