Georges Rouault en el MUNAL
Para mi Teresa, quien entiende mejor este asunto que yo…
Un poquito arrinconados en una
sala del Museo Nacional de Arte pueden admirarse por estos días, en la
exposición titulada “Los Modernos”, dos bellos cuadros de Georges Rouault
(1871–1858) traídos de un museo de Lyon. En la historia también se relega un poco a este pintor francés, quizá
por el carácter tan individual de su obra. Recibió una fuerte influencia del
simbolista Gustave Moreau, quien lo consideró su discípulo predilecto, pero
también se lo asoció con los fauvistas, y los expresionistas alemanes lo
saludaron como a uno de los suyos. Se advierten además en sus obras rasgos
cubistas y primitivistas. ¿En qué capítulo del arte habría que ponerlo? Es,
desde luego, un pintor moderno, aunque abiertamente religioso —otro aspecto que
dificulta cualquier clasificación fácil. Y luego está la afirmación del famoso
crítico Clement Greenberg, quien lo califica de middlebrow (esto es, de
convencional y accesible, atractivo para las clases medias que buscan adquirir un
barniz de cultura y sofisticación), un aserto que contribuyó a desdibujar aún
más la posición de Rouault. Después llegaron los sesenta, con un gusto por lo
irónico y un talante más festivo… Rouault pareció entonces irremediablemente
una figura menor del pasado.
Es verdad que a Rouault nunca le
interesó la experimentación formal por sí misma, y en parte por ello resulta
“accesible”. Y sus temas se repiten, una y otra vez: payasos, prostitutas, jueces
y escenas de la vida de Cristo, casi siempre en el mismo tono emocional y con una
técnica que no sufrió a lo largo de su vida variaciones mayúsculas. Sin
embargo, ¡cuánta llaneza y compasión hay en sus cuadros! ¡Cómo contempla el
artista con misericordia la condición humana y entrevé los misterios de la
trascendencia! Y la técnica (quizá “convencional” para Greenberg) desempeña en
esto un papel central: si se fija uno bien, los cuadros parecen entre íconos
rusos y vitrales medievales, rasgos que les confieren a la vez una dignidad
artesanal y la severidad del tiempo, la nobleza de un mensaje antiguo y venerable.
El sabor arcaico es palpable, por ejemplo, en la fragmentación que se observa
de los colores brillantes separados por gruesas líneas negras, evocaciones de
los vitrales que Rouault aprendió a crear y a restaurar desde los catorce años,
y en los que los trozos de vidrios coloreados se ensamblan y se separan por
tiras oscuras de plomo. Tampoco el hieratismo y las deformaciones didácticas de
las figuras en el Medioevo son ajenos a los trazos del artista francés, quien siempre
prodigó alabanzas para esos “obreros anónimos de obras grandiosas”, como, por
ejemplo, los constructores de las grandes catedrales y los creadores de
retablos e imágenes piadosas.
La acusación de ser demasiado
“accesible” en contra de Rouault también tiene que ver con su “mensaje”, con lo
que nos dicen sus cuadros acerca de las personas y de Dios. Me pregunto qué tan
cierto es esto. En Francia la historia del catolicismo, como en cualquier otra
parte del mundo, ha visto transcurrir sus luces y sus sombras. (Aunque en
nuestro país me temo que han predominado últimamente las sombras. ¿Desde cuándo
no tenemos un artista cristiano de la talla, por ejemplo, del poeta Carlos Pellicer,
muerto en 1977?) Rouault, quien cultivó una larga amistad con figuras católicas
tan notables como el escritor Léon Bloy y del filósofo Jacques Maritain, imbuye
en sus composiciones un sentido de piedad y humanismo que requieren de un
genuino (y muy profundo) compromiso religioso, lejos de cualquier postura
“accesible” o “convencional”. Por ejemplo, sus cuadros de prostitutas gordas y
de payasos ensimismados presentan figuras abatidas pero que encuentran cierta
dignidad, o al menos cierta conciencia de su miseria, que no vemos en sus imágenes de figuras poderosas, que sólo parecen regodearse en su ridiculez y
desafuero. En esto Rouault me hace recordar a otro artista francés, también
católico y también algo olvidado en nuestros días: el estupendo novelista
François Mauriac. Como Mauriac, Rouault parece decirnos que sólo quien clama
desde el abismo será escuchado.
El rostro de Cristo ocupa un lugar especial en
la obra de Rouault. Le confiere siempre un aspecto de fragilidad, de abandono y
soledad. Está claro que está muerto: flota enmarcado en un fondo blanco, la
mayoría de las veces con los ojos cerrados. Lo hemos matado, sí; pero también
él se ha retirado. Nos deja con lo que somos y lo que podemos ser. Se aparta
tras el misterio de la cruz (o tras su Torá, diríamos los judíos). Ahora nos
toca a nosotros balbucear una respuesta. Los cristos de Rouault me recuerdan al
pastor alemán Dietrich Bonhoeffer, para quien ante Dios, y con Dios, vivimos
sin Dios. Esto es, Etsi deus non daretur, vivir como si Dios no existiera. De ese tamaño es lo que se nos exige.
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