jueves, 7 de julio de 2016

Alles Gute zum Geburtstag Gustav Mahler!




Hoy, 7 de julio, toca recordar a Gustav Mahler, nacido hace 156 años en un pueblito de Bohemia. Se me ocurre entonces solemnizar la ocasión con su tercera sinfonía, escrita entre 1893 y 1896. Es una tarde deliciosa, fresca y sin lluvia, y se presta para escuchar con atención. Un buen café con piquete y a darle… Con sus seis movimientos, la tercera es la sinfonía más larga del compositor y, junto con la octava, la que menos se interpreta en vivo, en buena medida por la gran cantidad de músicos y cantantes que exige sobre el escenario y porque representa un verdadero desafío para cualquier director de orquesta. No hay partitura de Mahler que sea sencilla de ejecutar, pero sospecho que la primera de sus obras que zozobra en manos, no digamos inexpertas, sino insuficientemente talentosas, es esta tercera sinfonía.

Claro, a la música de Mahler siempre se le criticó su carácter excesivo, tanto por la longitud de sus obras como por lo recargado de su dramatismo. En vida fue objeto de muchas burlas por estos motivos y muchos se cebaron en sus sinfonías, a las que calificaron de vulgares, ruidosas,  mareantes y egocéntricas. Como se sabe, Mahler pretendía abarcarlo todo: la naturaleza, el humor, el horror de la guerra, el amor, la muerte y lo sagrado. Sus detractores pensaban que a lo sumo exhibía lastimosamente sus propias penas. Tras escuchar la tercera sinfonía, un crítico encrespado  sugirió que al autor de semejante monstruosidad había que echarle al menos dos años de cárcel.



¿Cómo escuchar esta amalgama de más de hora y media de duración de fanfarrias, tonadas siniestras, marchas tempestuosas, melodías sublimes, parodias, arrebatos de tristeza y encuentros con lo luminoso? Entre el público durante el estreno en Viena se encontraba Arnold Schönberg, quien esbozó con entusiasmo sus impresiones: “Sentí el esfuerzo por encontrar una ilusión; sentí el dolor de alguien desilusionado; experimenté la contienda entre las fuerzas del bien y del mal; escuché la voz de un hombre atormentado esforzándose por alcanzar una armonía interior. Sentí a un ser humano, presencié un drama. Y vislumbré la verdad, ¡la verdad más despiadada!”. Está claro que para Schönberg no hay  disociación que valga entre el compositor que confesaba sus cuitas y el que forjaba obras de una validez universal.

Una pista para quien se aproxima a esta composición gigantesca se encuentra en una carta del propio Mahler en la que expone los títulos de las (originalmente) siete secciones que constituirían su sinfonía:

1.      Entra el verano.
2.      Lo que me dicen las flores en la pradera.
3.      Lo que me dicen las criaturas en el bosque.
4.      Lo que me dice la noche (la Humanidad).
5.      Lo que me dicen las campanas de la mañana (los ángeles).
6.      Lo que me dice el amor.
7.      Lo que me dice el niño.

Mahler se desentendió muy pronto de estos títulos quizá porque deseaba que su sinfonía se defendiera sólo por sus virtudes musicales. Sin embargo, podemos usarlos y después, como la escalera de Wittgenstein, desecharlos. Son una especie de “manifiesto filosófico” del compositor y creo que orientan bastante. Esbozan además una especie de travesía espiritual, de lo inanimado de las fuerzas naturales a la vida ultraterrena vista desde la inocencia infantil. La música evoca de manera muy fuerte cada uno de estos motivos. Por ejemplo, el verano que irrumpe con fuerza suena con un brioso motivo al corno. Se trata de una de esos temas que basta escuchar una vez para jamás olvidarlos:



El cuarto movimiento (el que representaría a la humanidad) es una canción desoladora para mezzosoprano con letra de Nietzsche, un extracto de Así habló Zaratustra. Desde la profundidad de la medianoche se nos recuerda el dolor que colma el mundo y carácter pasajero de placer. El quinto movimiento irrumpe con un coro de niños que anuncian la felicidad celestial y lo que hay que hacer para obtenerla.

Otra estrategia para hincarle el diente a esta partitura es escuchar primero el sexto y último movimiento. Es un adagio arrebatador, sumamente intenso y demandante para el oyente (y que pide una enorme concentración del director y los ejecutantes). Su belleza se compara sin dificultades al mucho más famoso adagietto de la quinta sinfonía. Retoma además trazos de la música de todos los movimientos anteriores, cosa que nos ayuda mucho para volver a escuchar la sinfonía desde el principio y percibir con mayor nitidez el amplísimo arco con en el que se desarrolla. Mahler no compuso nunca el séptimo movimiento que mencionaba en la carta que cité. ¿Debemos entender entonces la música del sexto movimiento como la expresión del amor? O ¿se alude en él también a la visión del cielo prometido en el quinto movimiento? Quizá se trate de una combinación de ambos motivos (aunque el compositor desarrollará la visión beatífica con amplitud y sin ambages en su siguiente sinfonía, es decir, en la cuarta). Mahler no fue en absoluto un religioso convencional. Sin embargo, su búsqueda de lo absoluto lo llevó a reverenciar lo sagrado. Como epígrafe al adagio final de la tercera sinfonía, escribió: “Padre, ¡contempla mis heridas! ¡Que no se pierda ninguna criatura!” Como aseguraba Schönberg,  el drama de Mahler no es otro que el drama de la verdad. El drama de cualquiera.

Termino la sesión y ya es de noche. El adagio mereció una doble escucha (al principio, y otra vez al final, tal como les recomiendo). El esfuerzo es grande pero la recompensa es mucha. El silencio aturde. Y mientras me dura el vuelo nada parece desvaído. Todo se ilumina.



Aquí puede verse y escucharse el último movimiento de la tercer con Claudio Abbado y la Filarmónica de Berlín en el Teatro Comunale di Ferrara (1998): 

https://www.youtube.com/watch?v=3nihShVyqVE

Y para los inciados, la versión completa: 

https://www.youtube.com/watch?v=t-Sqn5IsZ0s 


martes, 5 de julio de 2016

México racista


México racista. Una denuncia es el último libro de Federico Navarrete, recién publicado por Grijalbo en mayo pasado. He seguido con atención y provecho algunos de los trabajos anteriores de este historiador (nacido en la Ciudad de México en 1964) y he podido corroborar los esfuerzos que ha dedicado para desmontar algunos de los mitos que a través de la historia oficial (y muchas veces desde la academia) han asentado la imagen de lo que supuestamente constituye nuestra identidad cultural y racial como mexicanos. Por ejemplo, ha dirigido sus baterías contra el mito de la visión monolítica del pasado indígena en <file:///C:/Users/pcc/Downloads/Navarrete,RuinasyEstado.pdf> y ha cuestionado la idea simplista y tan arraigada entre nosotros de que “nos conquistaron los españoles” en <http://www.letraslibres.com/revista/letrillas/quien-conquisto-mexico>. En casi todos los escritos de Navarrete que conozco, la estrategia que se emplea consiste en tomar algún motivo común del repertorio de la mexicanidad para mostrar su contingencia histórica, su inadecuación como imagen y los intereses políticos que lo idearon y sustentan. Sin embargo, el autor no se conforma con eso, y a menudo nos regala descripciones, análisis, relatos y testimonios que nos permiten vislumbrar esa diversidad que constituye nuestra verdadera realidad como país y que tanto trabajo nos cuesta reconocer y valorar (<file:///C:/Users/pcc/Downloads/Navarrete,Relacionesinter%C3%A9tnicas.pdf >).

En México racista Navarrete nos ofrece en nueve ágiles capítulos una caracterización de nuestro racismo, sus causas, rostros múltiples, efectos y los “caminos” para comenzar a liberarnos de él. Quisiera destacar sólo un par de aspectos de este libro que considero valioso por la gravedad del problema que aborda y fértil para una discusión amplia, más allá de los circuitos académicos. El primero es el énfasis que el autor concede a las consecuencias del racismo en México, pues aunque se esmera en presentar a lo largo de su ensayo un muestrario de los diversos racismos que inundan nuestro paisaje social en los medios de comunicación, en los espacios públicos, laborales, familiares y en muchos de nuestros exabruptos, burlas y desplantes pretendidamente humorísticos, considera que el problema ahora no es tanto que neguemos que exista racismo en nuestro país, sino que tendamos a minimizar su importancia. Coincido con este dictamen. En mi experiencia académica y como participante en diversos foros sobre el asunto encuentro que rara vez se escucha a personas que nieguen de manera tajante la discriminación racial en nuestro país, aunque no es infrecuente que se subestimen sus efectos e incluso se establezcan comparaciones que supuestamente nos favorecen, como la inexistencia en México de leyes raciales o de un apartheid o la idea tan condescendiente de que, a diferencia de nuestros vecinos del norte, aquí no exterminamos a “nuestros” indígenas, sino que nos “mezclamos” con ellos. Contra nociones de este tipo, Navarrete nos recuerda las múltiples formas en que “nuestro racismo es racista” y cómo dista mucho de ser un mero asunto privado, una mera apreciación subjetiva y finalmente inocua. Nos recuerda cómo, por ejemplo, se trata de un factor social, ampliamente extendido, que acentúa la desigualdad económica y los azotes que la acompañan (desnutrición, falta de educación, marginación laboral, etc.). Además, la asociación de la pobreza con la piel morena hace que tendamos a considerar esa condición social como algo natural o inevitable de ciertos grupos humanos. “Si la mayoría de los morenos son pobres y la mayor parte de los pobres son morenos, no es difícil pensar que esa condición es inherente a su aspecto físico, a su forma de ser y de vivir” (p. 90). De ahí que sea una justificación para la marginación de muchísimas personas, a las que se considera que “son ignorantes, son flojos, son ‘nacos’, tienen menos capacidades que los blancos ricos” (p. 90). Dos de los trabajos recientes que cita el autor en relación con este asunto son uno de Rosario Aguilar sobre la exclusión social y política por motivos de apariencia física <http://www.libreriacide.com/librospdf/DTEP-230.pdf> y otro sobre discriminación en el ámbito laboral de Eva Arceo Gómez y Raymundo Campos Vázquez <http://cee.colmex.mx/documentos/documentos-de-trabajo/2013/dt20133.pdf>.

Sin embargo, a juicio del autor, la manifestación más aterradora del desprecio racista en nuestro país tiene que ver con la “invisibilización” de los mexicanos de piel más oscura que “ha facilitado que cientos de miles de nuestros compatriotas hayan sido asesinados, desaparecidos, torturados y secuestrados en las últimas décadas” (p. 23). Todos hemos escuchado (y acaso proferido o pensado) comentarios que pretenden de manera torpe y odiosa atenuar el horror de los crímenes que nos agobian: si los muertos son inmigrantes centroamericanos o habitantes de las comunidades rurales, “eran indios”; si narcotraficantes, “es que se matan entre ellos”; si obreras de Ciudad Juárez, “andaban de putas”. En todos los casos, el racismo mexicano, lejos de ser una variante benigna de este mal, prepara para la violencia al establecer pautas de percepción cultural según las cuales hay grupos que son intrínsecamente superiores a otros para el cultivo de una vida “civilizada” y coherente con una sociedad moderna. Por otro lado, hay grupos que simplemente no encajan en este proyecto y que al parecer prefieren matarse entre sí o vivir sumidos en la pobreza y la ignominia. No son dignos de la misma lástima, del mismo dolor y escándalo que nos produce  el asesinato y la humillación de individuos de otros grupos humanos en nuestro país (y, como se ha visto, de otros países). Por estos días no es difícil encontrar en las redes sociales ejemplos aborrecibles de esta forma de anulación y criminalización de las personas y de sus aspiraciones en quienes se empeñan en descalificar a los maestros de la CNTE con epítetos como “sureños”, “oaxaquitas”, “resentidos”, “terroristas” o “guarachudos”. En este sentido, destaca el capítulo con el que Navarrete inicia su ensayo sobre los normalistas en Ayotzinapa  y que muestra cómo un campaña vigorosa y bien coordinada puede impedir, como se logró en este caso, la invisibilización y criminalización de las víctimas.

La segunda idea de Federico Navarrete que deseo destacar es su tesis de que “Mientras los mexicanos nos sigamos creyendo mestizos, no podremos dejar de ser racistas” (p. 137). Sospecho que este parecer tiene mucho de verdad. El autor apela a la historia para mostrarnos que, a diferencia de lo que pide que creamos la “leyenda del mestizaje”, los mexicanos no somos producto de una mezcla “racial” ni “cultural”, “sino de un cambio político y social que creó una nueva identidad” (p. 130) y que el autor propone llamar la “gran confluencia”. Más aún, nos explica que tal identidad era más afín a la cultura occidental de las élites criollas que de las identidades indígenas, africanas y de otros tipos que convivían en nuestro territorio durante el virreinato. Ya en el siglo XX, la ideología del mestizaje, lejos de ser un factor unificador del país y reflejo de nuestra realidad cultural, es para Navarrete “una fantasía narcisista de las élites que sirven para cimentar su propia posición de privilegio en la sociedad nacional. A partir de ella construyen una visión parcial de nuestro pasado, una concepción racista de nuestro presente y dibujan un futuro imposible que sólo ellos conocen” (p. 168).

Para el autor resulta imperativo dejar de hablar de mestizaje para referirnos a las diversas transformaciones sociales y culturales que han desembocado en la pluralidad de nuestro país, ya que semejante reducción a una dimensión biológica no sólo resulta ser falso, sino que además disimula “las profundas contradicciones y violencia que acompañaron a esta confluencia: las guerras y las matanzas, los despojos y la explotación, la discriminación y la exclusión, la imposición intolerante de una cultura que se definía superior y que devaluaba y buscaba destruir todas las otras tradiciones culturales, la persecución de quienes pensaban diferente” (p. 135). ¿Cuáles son esas otras culturas que, vistas desde la leyenda del mestizaje, no se consideran “propiamente” mexicanas”? En primer lugar, las muy diversas culturas indígenas del presente, pero también los afromexicanos, los mexicanos de ascendencia asiática, libanesa, judía, estadounidense, los menonitas, todas nuestras diversas identidades regionales…

Así, lo imprescindible sería “desracializar” nuestra identidad, hacer “visibles a los invisibles” y darnos cuenta (por fin) de que de lo que se trata es de “que cada vida importe, sin importar el color de la piel ni el origen socioeconómico, ni el género, ni la preferencia sexual, ni la identidad étnica” (p. 184) y construir “refugios seguros donde podamos reconocernos como conciudadanos no a pesar sino a partir de nuestras diferencias” (p. 186). Tarea ardua la que nos aguarda, tan acostumbrados como estamos aún de hablar sin empacho de razas, autenticidades, futuros modernos, raíces y Méxicos “profundos” y “superficiales”. El libro de Navarrete resulta polémico en algunos aspectos (por ejemplo, en ciertos ejemplos de racismo que el autor aduce y que no he mencionado aquí) y se echa de menos por momentos análisis más detallados (como, por citar dos casos, en su sumarísima explicación del nacimiento del racismo o en su atribución al “neoliberalismo”, sin mayores especificaciones, de una serie de males relacionados con el racismo en la actualidad). Sin embargo, ésos no son sino detalles menores y que quizá resultan de elecciones muy conscientes del autor para mantener su ensayo en un nivel menos técnico (cosa agradecible) y con el carácter de “denuncia” que se anuncia en el subtítulo. Lo que importa es que Federico Navarrete nos presenta en su libro un diagnóstico y una crítica moral correctos (o al menos así lo creo) de nuestro racismo y nos ayuda además a imaginar vías de solución que nos desafían a transitar hacia un verdadero pluralismo y a un enriquecimiento de nuestra incipiente (y tambaleante) democracia.