miércoles, 31 de octubre de 2018

¿A quiénes odian los antisemitas?



El responsable de la matanza en la sinagoga de Pittsburgh, un tal Robert Bowers, pensaba, como millones de personas, que los judíos controlan el mundo. ¿Y cómo lo hacen? ¿Cómo es posible semejante proeza? Según uno de los disparates del antisemitismo (esa mala palabra que pretende templar lo que verdaderamente es: Judenhass, odio a los judíos) lo hacen controlando las mentes de los gentiles con ideas que inculcan culpa y sumisión entre los individuos de las “razas superiores”. ¿Como cuáles? Como “derechos”, “dignidad humana” o “compasión”. Se trata de un recurso que Hitler aprovechó al máximo para avivar su teoría de la conspiración judía y reducir la identidad cultural alemana al antisemitismo. De ahí también que el verdadero poder judío no residiera tanto, según el malhadado Führer, en su poder material, sino en las mentes (el vehículo de esas ideas malignas) de los judíos y de quienes se habían contagiado con ellas (que habían caído víctimas del “judío interior” que a todo amenaza). La “higienización” de la cultura mediante el exterminio de los judíos y sus secuaces fue la conclusión trágica de esta lógica retorcida.
Robert Bowers había enviado amenazas poco antes de su crimen a la organización HIAS (Hebrew Immigrant Aid Society), llamaba “invasores” a los inmigrantes y “enemigos de los blancos” a los judíos. Dado que no podía soportar ver cómo se “asesinaba” a su pueblo, concluyó: “Todos los judíos deben morir”. No es sino una lógica ligeramente distinta de la que tracé en el párrafo anterior. Representar (y defender) a los inmigrantes como portadores de derechos y dignidad se percibe como una amenaza para la integridad de un “pueblo” cuya fuerza se “debilita” y “contamina” con elementos extraños. ¿Basta con denunciar este tipo de perspectivas como meros prejuicios anquilosados o consecuencias indeseables de la globalización? “Screw your optics. I’m going in”, fue el último mensaje que tecleó Bowers momentos antes de entrar a la sinagoga con un rifle de asalto y tres pistolas.
Desde luego que apoyarse en conspiraciones tiene la ventaja para el victimario de que le permite convertirse en víctima (como Bowers, quien “defendía” a su pueblo). Porque tampoco es fácil confesar que odiamos, que somos presa de una pasión incontrolable y a menudo denigrante. Además, el mecanismo del odio (o al menos de este tipo de odio) parece indicarnos que nunca odiamos a quien consideramos inferior a nosotros. Si algo de esto es cierto, un antisemita, por muy orgulloso que se muestre por su raza, su pueblo, sus costumbres o lo que sea, alberga en su mente la creencia, inconfesable, de que considera al judío más poderoso que él. El blanco del odio casi siempre es una representación, una idea de quién es o quiénes son los que odiamos. Para el caso del antisemitismo, todos los judíos equivalen a cualquier judío, a éste o a aquel, al conocido o al desconocido. Todos deben morir.
Me pregunto si, en la plenitud de la idiotez que colmó este indignante suceso, el vicepresidente Mike Pence no sucumbió a esa lógica cuando invitó a orar para recordar a las víctimas de Pittsburgh a un rabino mesiánico. Al parecer tenía más de sesenta opciones según el directorio de rabinos del área de Michigan en el que se encontraba y eligió traer justo al que, para los propios judíos, es en realidad un cristiano (y quizá antisemita, según la interpretación que muchos judíos hacen del movimiento mesiánico). “Tráiganme un judío, al que sea” ¿Serían ésas las palabras de Pence al emitir su orden?

martes, 16 de octubre de 2018

Bicentenario de Ignacio Ramírez, El Nigromante. Invocación mínima.

Ahora con ustedes, un interludio espiritista. Semejante incursión en el mundo de lo oculto también puede admirarse en Crónica Sonora gracias a la enigmática amabilidad de su hechicero mayor, Don Benjamín Alonso: http://www.cronicasonora.com/invocacion-nigromante/



El destacado intelectual y político Juan Ignacio Paulino Ramírez Calzada (1818–1879) nació hace doscientos años en San Miguel el Grande, hoy San Miguel de Allende, Guanajuato. De los personajes notables del siglo XIX mexicano los protagonistas de la Reforma son, sin duda, los menos favorecidos por el fervor popular. De ese periodo levantisco y pródigo en traiciones y mutaciones patrias, la figura de Benito Juárez reina casi solitario en la imaginación colectiva arropado en los inciensos oficiales y el relato moralizante del indio oaxaqueño que logra convertirse en presidente de su país. Le siguen, algo lejos, la figura tragicómica del malogrado Maximiliano de Habsburgo y la de Antonio López de Santa Anna, el villano indiscutible de la época. Pero poco se recuerda y se celebra de los Alamán, Comonfort, Iglesias, Ocampo, Prieto, Ramírez, Riva Palacio, Zarco y una pléyade más que persisten más como nombres de calles, poblados, escuelas, en billetes de lotería y en las fachadas de una que otra biblioteca somnolienta.

Es verdad que hoy la Reforma se estudia tanto como casi cualquier otro periodo histórico, aunque leer  a sus autores no resulta una tarea tan sencilla para el profano: las ideas a menudo parecen diluirse en una multitud de escritos de ocasión, disputas e intercambios epistolares interminables, documentos oficiales, artículos periodísticos, discursos, folletos y textos literarios en las que muchas veces los personajes criticados y los que critican se envuelven en seudónimos y acontecimientos puntuales que sólo los más curtidos aciertan a identificar con precisión. A todo esto puede agregarse el estilo farragoso de la época que produjo muchos textos ilegibles a causa, en palabras de Carlos Monsiváis, “de la hinchazón retórica y sentimental (por no hablar de la franca cursilería)”. Con todo, y una vez superado el agobio inicial, el lector osado puede alcanzar a vislumbrar entre un rosario interminable de planes, intrigas, felonías, asonadas y balazos el protagonismo de las ideas y de los ensueños con los que liberales y conservadores invocan a la Patria añorada y cómo ésta, remolona, se hace del rogar. Son años de definiciones, divisiones profundas y gobiernos calamitosos. Aún hoy, muchos de los ideales políticos, económicos y culturales de la Reforma circulan —no sin fricciones— en los proyectos sociales de este país que simplemente no termina por definirse.

El historiador Luis González apenas exagera cuando define a los contendientes de la Reforma con la siguiente imagen: “Los del partido liberal eran personas de modestos recursos, profesión abogadil, juventud y larga cabellera. La mayoría de los conservadores eran más o menos ricos, de profesión eclesiástica o militar, poco o nada juveniles y clientes asiduos de las peluquerías.” Y ambos, según el mismo González, “coincidían en la creencia de la grandeza natural de su patria y de la pequeñez humana de sus paisanos”. Pues bien, Ignacio Ramírez, quien adoptó para sí el mote de “El Nigromante” para firmar sus escritos, sirvió con fervor en el bando liberal y fue, cómo no, un abogado de aspecto desaliñado que básicamente vivió en la pobreza —aunque al parecer sí llevaba el pelo corto—. También se entregó con celo misionero a la tarea de ilustrar al pueblo mexicano para situarlo a la altura de lo que consideraba su glorioso destino, el de una gran República Liberal: laica, científica, moderna, federalista, independiente, democrática y próspera.

Lo primero que sorprende de Ignacio Ramírez es la amplitud de sus intereses y la severidad con que busca satisfacerlos: política, historia, jurisprudencia, geografía, astronomía, biología, economía, filosofía, lingüística, pedagogía, filología… lo que, desde luego, implicó su desdoblamiento en múltiples facetas: abogado, profesor, periodista, orador, científico, ensayista, poeta, diputado, ministro de la Suprema Corte, soldado… Además de la ingente erudición del Nigromante, asombra también la coherencia con que quiso agrupar todos esos saberes y habilidades, y la manera en que los fundió en su persona y en sus actos. Otros liberales compartieron con él las mismas ansias intelectuales y ganas de redimir a un país que no se parecía casi en nada a lo que aquellos jóvenes leían y discutían en tertulias y cafés; pero pocos o ninguno de ellos alcanzaron la plenitud intelectual y vital de Ignacio Ramírez, el “hombre representativo de su tiempo”, según lo definió Antonio Caso; el liberal más “puro”, según lo vieron otros. Esa “pureza” —un término que hoy saca chispas—, ese afán de coherencia extrema, no concitó, desde luego, la admiración unánime de sus contemporáneos: también le valió la cárcel, el destierro, la enfermedad, una sentencia de fusilamiento —que no se ejecutó—, el oprobio y la pobreza.


Lo que aglutina tantos intereses y les otorga un ímpetu categórico es el naturalismo ilustrado de los franceses y el utilitarismo de los ingleses. A partir de esa plataforma, el Nigromante aborda por igual la Aurora Boreal que los estudios metafísicos, el origen de las lenguas que las costumbres mexicanas, los salarios de los trabajadores que el paso de venus. En todos los casos desarrolla un rechazo a cualquier tipo de causas trascendentales en favor de un materialismo sin reservas, una fidelidad a los hechos y la habilidad para pasar de los asuntos más abstractos a los más puntuales. En uno de sus Diálogos, “La verdad y el lenguaje” (1871), se califica a sí mismo con los siguientes términos: “Yo soy positivista: todo hombre que no es infalible, absoluto, ni intolerante, debe ser positivista; es decir, debe buscar la realidad de las cosas”. El blanco natural, y el más persistente, de su inquina ilustrada fueron las religiones, y en particular el catolicismo y sus taras culturales. Es muy conocida la descripción de Guillermo Prieto del explosivo debut intelectual de un jovencísimo Ramírez en 1837 en su discurso de presentación ante el pleno de notables de la Academia de Letrán:

Ramírez sacó del bolsillo del costado un puño de papeles de todos tamaños y colores: algunos impresos por un lado, otros en tiras como recortes del molde de vestido, y avisos de toros o de teatro. Arregló aquella baraja y leyó con voz segura e insolente el título que decía: “No hay Dios”.

El escándalo fue mayúsculo. Hay que recordar que, en aquel tiempo, salvo en algunos salones parisinos, declararse ateo en público no era cosa de todos los días. Pero a esta entrada estrepitosa siguió una vida completa de fidelidad a un universo —natural y social— vacío de consuelos divinos y, más por su retórica arrebatada que por sus ideas, la entrada a la prestigiosa Academia de Letrán. También el ateísmo y sus desencantos inspiraron algunos de sus mejores versos:

Madre naturaleza, ya no hay flores
por do mi paso vacilante avanza:
nací sin esperanza ni temores;
vuelvo a ti sin temores ni esperanza.

La adopción del apodo de “Nigromante” como nom de plume confirma esta vocación iconoclasta al combinar con ironía al personaje siniestro con el visionario y crítico social. “Nigromante” es quien ejerce la nigromancia, la adivinación mediante la invocación de los muertos. Si bien, como explica la crítica e investigadora Liliana Weinberg, el término tiene una connotación negativa, también sugiere una trayectoria literaria “de manera jocosa como arte del desengaño que permite descubrir el lado oculto de las cosas, y de allí, por extensión, el lado secreto de las costumbres reprobables”. Resulta también sintomático de su personalidad como autor el hecho de que su escritura nunca abandonara los moldes de la retórica cristiana, aunque los contenidos religiosos cedieran su lugar a los laicos y científicos y a la fe en la humanidad y en el progreso. Casi al final de su vida seguía predicando —el verbo es apenas exagerado— sobre la “santidad” de las instituciones liberales y sobre la Constitución, ese “dios revelado”. Y en uno de sus furores líricos-teológicos nos anuncia la nueva trinidad que se cierne sobre el mundo: “electricidad, vapor, imprenta”.

Con ese mismo celo escribió sobre la causa política más urgente a la que se entregó: la defensa de los pobres, de los marginados de siempre, de los obreros, los indígenas, las mujeres. Para Ramírez, la redención de estos grupos es tanto un imperativo económico como cultural y espiritual, el rescate de un pueblo postrado y a merced de los lastres coloniales —y en particular de los eclesiásticos— y de la explotación de políticos, caudillos militares y capitalistas. “El grande, el verdadero problema social, es emancipar a los jornaleros de los capitalistas”, prorrumpió ante el Congreso, según Francisco Zarco. Sólo en la democracia son todos “iguales” y la voluntad del pueblo es la fuente de todo poder público. Fiel a su perspectiva inmanentista, Ramírez cree comprender al pueblo y a las fuerzas internas que lo impulsan. Se ilusiona con la grandeza moral de las muchedumbres, con el genio del pueblo: “La sabiduría de una nación suele reflejar uno de sus rayos sobre la frente de una Aristóteles, sobre la cumbre de una pirámide, en los versos de un poeta, en las hazañas de un guerrero; pero nunca brilla entera sino en la masa de todos sus individuos”. También confía en su natural propensión a organizarse en formas civilizadas: “el pueblo, entregado a sus instintos, tarde o temprano se inclina en el regazo de la democracia”. Si por algo se recuerda al Nigromante, es por este fervor, y quizá por ello su liberalismo —otro término que hoy suele sacar chispas— suele atemperarse casi siempre con el calificativo de “social”.


Hasta aquí la leyenda oficial, el Ignacio Ramírez de los libros de texto, la estatua fundida en bronce. Pero, como se sabe, vistas de cerca, todas las estatuas de bronce presentan manchas salinas y vetas corrosivas que afectan en mayor medida el aspecto homogéneo del material y hasta su integridad. No ocurre otra cosa con los héroes de bronce de nuestra historia. De cerca, muchas veces nos muestran aspectos nada agradables e incluso repulsivos, aunque otras veces el efecto es el opuesto, y los personajes históricos se nos aparecen más complejos, volubles, en ocasiones irascibles o débiles, confundidos o equivocados. Menos lejanos de nosotros y, si se quiere, más entrañables. Así, no es de sorprender que, cuando se escudriñan los textos del Nigromante, y se indaga un poco en las peripecias de su vida, salta a la imaginación, más allá del elogio ritual, la figura, sí, del intelectual portentoso y comprometido, pero mucho más rico en matices, en razones y contradicciones, menos dogmático y más pragmático.

Los ejemplos abundan. Ante el Congreso Extraordinario Constituyente de 1856 declara: “Señores, nosotros formemos una Constitución que se funde en el privilegio de los menesterosos, de los ignorantes, de los débiles, para que de este modo mejoremos nuestra raza y para que el poder público no sea otra cosa más que la beneficencia organizada”. La frase parecería contener un programa radical ligado a las incipientes ideas socialistas que comenzaban a circular en nuestro país por aquellos años. Pero que nadie se llame a engaño: esto es liberalismo puro y duro. El poder público como nada más que “beneficencia organizada” se opone a la idea de un Estado rector, y lo que el Nigromante tiene que decir respecto al cómo se habrá de privilegiar a los “menesterosos, ignorantes y débiles” —dejemos de lado por el momento el objetivo, hoy impresentable, de mejorar “nuestra raza”— no deja dudas respecto a lo que él consideraba que se debía realizar. En una carta de octubre de 1875, a Carlos Olaguíbel y Arista, defiende con ardor el librecambismo y, en un lance algo desproporcionado, sostiene que, para no seguirle dando vueltas al asunto, “la historia mexicana no se compone sino de luchas en favor del libre cambio. La guerra de nuestra independencia, desnuda del oropel poético y patriotero, se propuso libertar nuestra industria, agricultura y comercio del monopolio de la España”. Excesos aparte, la postura del Nigromante es de un realismo crudo y escéptico: “y para socorrer la indigencia se inventan mil medios, todos buenos con tal que no ataquen el principio de no intervención de la autoridad en la producción y el consumo […] Deploro como vd. La suerte de los desgraciados, pero creo insensato sacrificarles las instituciones sociales. ¿Y, si los pobres hacen una revolución? Al día siguiente sólo habrá un cambio de ricos”. De hecho, el Nigromante llegó a declararse en 1871 anticomunista, con un juicio que aún hoy reclama atención: “Yo estoy contra el comunismo por la misma causa que no admito el absolutismo político y religioso; estoy por la independencia individual […]”. Y antes, en ese mismo texto, exclama, férvido: “el individuo es un Dios”. ¿Y dónde queda lo de “emancipar a los jornaleros de los capitalistas”? En mejores salarios, derechos sindicales y alguna forma de compartir las utilidades. Nada más, pero nada menos.

Otro gran objeto de la reflexión y acción del Nigromante fue el de los pueblos indígenas. El temprano artículo “A los indios” (publicado en 1850 en el periódico Don Simplicio) es tanto una pieza encendida de proselitismo político como un diagnóstico certero de la condición de la entonces mayoría del país. Es también un llamado a la defensa de la dignidad humana. En él, el escritor se dirige de manera directa a sus compatriotas indígenas, a quienes exhorta a no confundir el origen de su esclavitud: “Vuestros enemigos os quitan vuestras tierras, os compran a vil precio vuestras cosechas, os escasean el agua aun para apagar vuestra sed, os obligan a cuidar como soldados sus fincas, os pagan con vales, os maltratan, os enseñan mil errores, os confiesan y casan por dinero, y os sujetan a obrar por leyes que no conocéis”. También encontramos en esta pieza observaciones adelantadas respecto a la necesidad de que las leyes para los indígenas emanen de sus propios usos y costumbres y de que la lucha indígena se empareje con la de los “indígenas” de otras latitudes en todos los continentes. Fiel a su perspectiva liberal y a sus lecturas de John Locke, el Nigromante insinúa lo que parecería la verdadera solución para este escenario de desamparo: la rebelión. Según Ignacio Manuel Altamirano —su discípulo y uno de sus primeros biógrafos—, ese artículo “hubiera sido el levántate y anda para esta raza paralítica, si la suspicacia del gobierno no hubiera impedido su circulación”. La publicación le valió a su audaz articulista el arresto, la prisión y el cierre de Don Simplicio. Con todo, es posible matizar este enfoque justiciero con otras opiniones del propio Ramírez. Durante muchos años la leyenda oficial quiso ver en el Nigromante un indígena “puro”, algo desmentido ya y, es de esperarse, considerado irrelevante para discutir la validez de sus ideas. Pero lo que tiene que decir el autor sobre los indígenas no es siempre grato para nuestros actuales discursos emancipadores. Compartía, como prácticamente la totalidad de sus compatriotas, prejuicios sobre las capacidades intelectuales de los indígenas, sobre el valor de sus ideas y costumbres y simplemente no creía en su supervivencia como culturas. Si bien acierta casi siempre en sus diagnósticos respecto al origen de los males económicos que los aquejaban, su admisión a la República Liberal pasaba por su transmutación radical: “para contar con ellos como ciudadanos, hemos de comenzar por hacerlos hombres”. Tampoco fue proclive (como hoy se estila) a ensalzar las culturas prehispánicas en detrimento de los indígenas actuales. Los aztecas, mayas y demás no seducen su imaginación debido a su espíritu belicoso, supersticiones, gobiernos teocráticos y “antropofagia”. De nuevo, conviene aquí un poco de indulgencia: muchas de las opiniones del Nigromante conocen, como no podía ser de otra forma, las limitaciones de su propio tiempo, que alcanzan incluso muchas de sus ideas más avanzadas, como las que esgrimió en su defensa de los derechos de las mujeres o la dignidad del trabajo físico.

Afín a lo anterior, otra de las grandes preocupaciones del Nigromante fue la definición de lo mexicano, de los mexicanos. Si el mundo indígena se revela como una ruta en vías de extinción, voltear hacia Europa sería —al menos en esa coyuntura— un error:

¿De dónde venimos?, ¿adónde vamos?, éste es el doble problema cuya resolución buscan sin descanso los individuos y las sociedades; descubierto un extremo se fija el otro, el germen de ayer encierra las flores de mañana; si nos encaprichamos en ser aztecas puros, terminaremos por el triunfo de una sola raza, para adornar con los cráneos de las otras el templo del Marte americano; si nos empeñamos en ser españoles, nos precipitaremos en el abismo de la reconquista; ¡pero no!, ¡jamás!, nosotros venimos del pueblo de Dolores, descendemos de Hidalgo, y nacimos luchando, como nuestro padre, por los símbolos de la emancipación, y como él luchando por la santa causa desapareceremos de sobre la tierra. (Discurso cívico, 16 de septiembre de 1861).

Dos años después, la solución que se propone para un país incuestionablemente diverso no deja lugar a dudas:

Durante medio siglo, el pueblo se ha estudiado y ha podido conocerse; ha descubierto en sus venas la sangre azteca, la sangre africana, la sangre asiática y la sangre europea, y para no mutilar sus miembros ha proclamado la igualdad de todos los hombres. (Discurso del 5 de febrero de 1863)

Una solución, como se ha señalado, que se limita a ser política, y nos deja con la misma inquietud con que nos dejó el “México mestizo” del programa cultural de la Revolución, otro intento fallido por definir mediante decreto lo que somos y lo que queremos ser.

También encontramos tachaduras puntuales en los discursos laudatorios que parecen producto del pudor patrio de nuestros gobernantes y funcionarios. Por ejemplo, se minimiza al máximo sus críticas a Juárez —a quien, después de servir como ministro, acusó en numerosas ocasiones de autoritarismo, corrupción y hasta de asesinato— y —¡horror de horrores!— su apoyo a la candidatura presidencial de Porfirio Díaz —quien, es verdad, por aquel entonces aún no mostraba sus delirios característicos—. Otro episodio poco celebrado fue cuando, siendo jefe superior político del territorio de Tlaxcala durante la guerra contra los franceses, el Nigromante prohibió que se realizara la procesión anual de la Virgen de Ocotlán, por considerar que semejantes esfuerzos y recursos debían invertirse en asuntos más urgentes. La oposición de los pobladores fue formidable, y la descripción que nos ofrece Altamirano de la conclusión del aprieto deja entrever una “graciosa huida”:



Semejantes bríos [los del pueblo] que hubieran sido mejor empleados frente al enemigo extranjero, no hicieron transigir al gobernante liberal, que prefirió abandonar el territorio, puesto que no contaba con elementos de resistencia, a ceder a aquella demanda tan antipatriótica como ridícula, arriesgando en ello su vida, pero salvando su honra como buen mexicano. 




Importa acudir a elementos como los señalados porque importa rescatar la vigencia de las propuestas liberales del Nigromante, las ideas de un pensador vivo, tenaz e inteligente. También interesa rescatar al individuo que rio y sufrió a partes iguales según sus profecías políticas se frustraban o cumplían. Tampoco hay que olvidar sus poemas pues, aunque sólo a veces alcanzan grandes alturas, nos ofrecen vistazos invaluables a su interior, como cuando, en uno de los últimos sonetos en que repasa su vida, el Nigromante nos confiesa:


Donde el teocalli tlaltelolca yace,
Humilde cruz de piedra se levanta;
Allí mi juventud sus penas canta,

Y en ver risueño el porvenir se place.

Eterno movimiento hace y deshace
Tantos horrores y belleza tanta
Donde el hombre ya tiembla, ya se espanta;
Donde el requiescat perderá su in pace.



¡Ay de mí! Desde entonces mil historias
En otros monumentos ha dejado
Escritas con mi sangre el Hado mio.



Hoy vuelvo aquí buscando mis memorias,
Y al verme solo entre la cruz y mi hado,
De mi, del hado y de la cruz me rio.

Leer al Nigromante supone hoy una terapia que nos devuelve la confianza en el peso palpable de la reflexión rigurosa e intensa —sin renunciar al ocasional proyectil retórico— y en la pertinencia de traspasar aduanas académicas que muchas veces sólo asfixian. También nos recuerda sobre el influjo provechoso que sobre la inteligencia ejerce la ironía irrestricta. Por último, pero no menos importante, los escritos de Ignacio Ramírez constituyen una oportunidad magnífica para recuperar un poco el filo subversivo del liberalismo, al parecer hoy tan desgastado, ensoberbecido por el poder, confundido por los delirios identitarios y atrapado entre la Escila y Caribdis del populismo y la tecnocracia.




Post scriptum para los lectores sonorenses (y demás curiosos): El Nigromante conoció en su tránsito hacia California —durante su destierro en 1864— tierras de Sonora. Tenemos noticias suyas en Álamos, Guaymas, Hermosillo (donde incluso editó el periódico La Insurrección) y Ures. En sus cartas dirigidas a Fidel (Guillermo Prieto) recoge algunas de sus impresiones. Menciona, por ejemplo, que en esas tierras el “hombre es bien desarrollado [y] la mujer admirablemente hermosa”, aunque agrega de inmediato: “y todo va en rápida decadencia. ¿Las causas?, sospecho dos: la frugalidad y la falta de poesía.” Como buen adelantado, también se le adelanta a Vasconcelos y a su supuesta e infame frase, y nos deja la siguiente sentencia “¡Pobre Golfo, sin mesa y sin lira!” Y en un poema suyo, “Tipos provinciales”, vuelve a mencionar el asunto de la comida:


Mira a los de Sonora. Tienen llena
de harina cada bolsa. Es su pinole;
su desayuno, su comida y cena;
su agua fresca, tortilla, pan y atole.
A veces comen carne, pero ajena;
les gusta asada; y, para boda, en mole.
Más ilustrados son en Sinaloa;
suelen comer la carne en barbacoa.


Pregunto: Alguien de ustedes, amigos y amigas sonorenses, ¿conoce o conoció un guiso de carne asada con mole que se sirva en las bodas? ¿La confundiría el poeta con la barbacoa que atribuye a los “más ilustrados” sinaloenses? ¿O será que al Nigromante simplemente le falló la musa y no se le ocurrió nada más que rimara con “pinole”? Me consume la duda.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Lo que aprendí de Juan José Arreola

Para mi hermana Dannia, en su cumpleaños.

La Maroma del Piojo Productions se complace en llevar a su selectísimo y apasionado grupo de lectores a admirar sus proezas y juegos malabares ahora también en la carpa de tres pistas de Crónica Sonora http://www.cronicasonora.com/ gracias a la generosa invitación del aclamado e implacable y villajuarense periodista Benjamín Alonso.
La liga es: http://www.cronicasonora.com/arreola-centenario/

Y el texto, completo y con toda especie de horrores, errores y estupores se ofrece, con permiso del señor recién mencionado, a continuación:



De Juan José Arreola aprendí en particular dos cosas: el gusto por la página perfecta y la falsedad del provincianismo literario. Respecto a lo primero, no recuerdo bien qué leí primero de él, quizá Varia invención (1949) o La palabra educación (1973), pero sí recuerdo con nitidez que me hipnotizó, como sigue haciéndolo hasta hoy, por la concisión y elegancia rotunda de su lenguaje, por esa voluntad artesanal que adquirió, según él, por su temprano gusto por la recitación y porque su padre había sido carpintero. Después leí a Borges, a Reyes, a Rulfo, a Monterroso y a otros prosistas meticulosos de la lengua española, pero mi intuición original sobre qué constituía una página perfecta siguió anclada en el ejemplo de Arreola. Con él sentí por primera vez la mezcla de placer y respeto que provoca un texto literario perfectamente hilvanado, sin gestos desproporcionados ni adornos superfluos, un objeto autónomo,  pulcro e irreductible. Muchos de mis actuales gustos y prejuicios literarios provienen de esa experiencia original.

Lo segundo que menciono se refiere a la obsesión por la autenticidad, una manía que aqueja aún nuestra literatura, y en particular la que se escribe fuera de la Ciudad de México. La obra de Arreola, o al menos así me pareció en aquellos años, me confirmó que quien busca deliberadamente ser auténtico en un sentido importante ya no lo es; que la autenticidad, el color regional de una obra, viene por sí sola o no viene, y no se la puede definir de antemano. Como se sabe, el jalisciense se deleitó con temas tan genéricos como animales salvajes, reyes, Dios, descubrimientos fantásticos, amores platónicos y trenes que, como la vida misma, nos conducen a destinos inesperados. Y aunque también desarrolló cierta vena costumbrista, sobre todo en su única novela, La Feria (1963), hecha de retazos y brincos en el tiempo y en la que el verdadero protagonista es Zapotlán el Grande (“Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años”), Arreola es más conocido por sus cuentos y miniaturas que no parecen provenir de ningún sitio en particular (o que parecen ser, en todo caso, de cualquier lugar en el que se aprecie el buen español) . Con todo, y a pesar de lo que dijeron algunos de sus primeros críticos (que Arreola no era otra cosa que un “estilista” especialmente dotado), incluso en sus narraciones más “atemporales” y de mayor rudeza modernista se puede percibir, quizá por la elección de algunos vocablos arcaicos o por la parquedad de la expresión, el habla de los arrieros y los silencios de los pueblos y las amplias planicies de la provincia mexicana. He ahí, pensé, un escritor muy nuestro y a la vez muy de todos. Supe entonces que muchas veces (¿o siempre?) ahondar en lo propio a través del lenguaje no nos conduce a expresar lo que nos hace únicos, sino lo que nos hermana con los otros. La inquietud por lo auténtico (en la elección de temas, de lenguaje o, peor aún, de convicciones políticas) tiende a producir obras acartonadas que reproducen imágenes de lo local que invariablemente contrastan mucho con nuestra diversidad cultural y con nuestra universalidad humana.

Agregaría que Arreola fortaleció también en mis inicios como lector mi devoción por los clásicos. Cierto que él llevó las cosas al extremo, tanto en su vestimenta como en su rechazo de casi toda la literatura contemporánea. Pero supo afirmar y encarnar (como declamador y actor) la defensa de ciertos valores literarios que aun hoy se rebajan en el afán por leer y celebrar todo lo novedoso y de escribir según las pautas de la cultura pop. En los inicios de la avalancha posmodernista que me tocó padecer, persistía en nuestro medio cultural y en la televisión esa figura algo ridícula y ciertamente demodé que nos recordaba con insistencia que Homero, Quevedo y Jaufré Rudel eran tan o más nuestros contemporáneos que Auster, Kundera, o Perec (por mencionar sólo algunos de los novelistas cuya obra discutíamos a fines de los ochenta del, ¡ay!, siglo pasado). Recuerdo también que, en un programa que protagonizaba Arreola en Radio Educación, la locutora (Fernanda Tapia), algo desesperada porque el anciano escritor llevaba tres emisiones hablando de sólo uno de sus libros predilectos (El otoño de la Edad Media, de Johan Huizinga) y aturdida ya de tantas princesas, caballeros, iglesias y escenas de amor cortés le preguntó: “Pero díganos ya, maestro, ¿no le gusta, por ejemplo, Vargas Llosa, Carlos Fuentes o García Márquez?’”. Arreola contestó: “No, no me interesa leer periodistas”. La frase, después de provocarme una risa breve, y tras pensarla un buen rato, me pareció apenas exagerada, y me ha perseguido hasta hoy.


Hay por último otra gran herencia de Arreola: las quizá miles de horas de Arreola en radio y televisión prodigándose en lo que, junto con escribir, sabía hacer mejor: hablar. “Yo”, solía decir, “soy un ‘hablista’. No un ‘hablador’, pues eso podría dar lugar a malinterpretaciones”. Tampoco la etiqueta de “conversador” le venía bien, pues lo suyo era el monólogo, la improvisación, el espectáculo con el que se cautivaba a sí mismo y a los que lo pudimos (y podemos aún) escuchar y ver. Simplemente no sé de ningún escritor contemporáneo suyo que haya sido tan capaz de hablar y hablar, con tal desenvoltura, de las muchas cosas que sabía e incluso (como él mismo lo confesó) de lo que desconocía. Para rescatar, clasificar y conservar este patrimonio de la prosa oral hace falta un gran trabajo de edición que, para empezar, haga de lado las muchas horas en que, ya muy viejo, pasó de mago de las palabras a bufón telonero de programas bobos de televisión (porque, díganme, ¿qué diablos tenía que andar Arreola discutiendo con Thalía y Verónica Castro?)

Lo vi una vez, en una abarrotada aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras, en uno de los muchos homenajes que la Universidad Nacional le organizó. El pelo ensortijado, la mirada astuta aunque un tanto distraída, el rostro hinchado y muy colorado. El maestro lucía cansado y quizá agobiado por la presencia de tanta gente en un espacio tan chico. Eso sí, lucía ese brillo que siempre tuvo en los ojos. Comenzó a hablar, con voz no muy fuerte y, tras algunos titubeos que presagiaban una charla más bien breve, se empezó a animar y discurrió largamente con gracia y erudición deslumbrantes sobre los temas que amaba, y aun de otros: las palabras, la educación, los grandes y pequeños poetas de España, Miguel de Cervantes, la poesía provenzal, Ramón López Velarde, Xavier Villaurrutia, Marcel Proust, el ajedrez, Zapotlán el Grande, el ping-pong. Murió pocos años después, un 3 de diciembre de 2001, y el pasado 21 de septiembre habría cumplido cien años.

Por último, deseo compartir un pequeño texto que cuento entre los mejores de Arreola y que, además, si hacemos caso al poeta José Emilio Pacheco (y no veo razón para dudar de su palabra), pertenece a una obra (Bestiario, 1972) que le fue dictada (en su totalidad o en buena parte) por el propio Arreola, quien tenía prisa por terminarla porque había recibido ya del Fondo de Cultura Económica un anticipo para su entrega. Salvo, quizá, por la última oración que comienza con una conjunción y frena un poco la resolución del texto, esta descripción de un hipopótamo en el zoológico de Chapultepec es un magnífico ejemplo de esa perfección de la que hablé, conmovido, líneas atrás.






EL HIPOPÓTAMO

Jubilado por la naturaleza y a falta de pantano a su medida, el hipopótamo se sumerge en el hastío.

Potentado biológico, ya no tiene qué hacer junto al pájaro, la flor y la gacela. Se aburre enormemente y se queda dormido a la orilla de su charco, como un borracho junto a la copa vacía, envuelto en su capote colosal.

Buey neumático, sueña que pace otra vez las praderas sumergidas en el remanso, o que sus toneladas flotan plácidas entre nenúfares. De vez en cuando se remueve y resopla, pero vuelve a caer en la catatonía de su estupor. Y si bosteza, las mandíbulas disformes añoran y devoran largas etapas de tiempo abolido.

¿Qué hacer con el hipopótamo, si ya sólo sirve como draga y aplanadora de los terrenos palustres, o como pisapapeles de la historia? Con esa masa de arcilla original dan ganas de modelar una nube de pájaros, un ejército de ratones que la distribuyan por el bosque, o dos o tres bestias medianas, domésticas y aceptables. Pero no. El hipopótamo es como es y así se reproduce: junto a la ternura hipnótica de la hembra reposa el bebé sonrosado y monstruoso. 

Finalmente, ya sólo nos queda hablar de la cola del hipopótamo, el detalle amable y casi risueño que se ofrece como único asidero posible. Del rabo corto, grueso y aplanado que cuelga como una aldaba, como el badajo de la gran campana material. Y que está historiado con finas crines laterales, borla suntuaria entre el doble cortinaje de las ancas redondas y majestuosas.

jueves, 9 de agosto de 2018

Nagasaki, un día después


Entre el 6 y el 9 de agosto importa recordar con fuerza los bombardeos atómicos en Hiroshima y Nagasaki. No hay cómo escapar en estos días del repaso histórico, del pasmo, de la indignación entumecida por la arbitrariedad y dimensión de la tragedia, del rumiar una y otra vez cómo pudo ocurrir y cuántas justificaciones se esgrimieron, y se esgrimen aún hoy, para hacer parecer razonable una de las peores atrocidades de una guerra especialmente pródiga en horrores.

Hace unos días terminé de leer “Sarinagara”, novela-ensayo-autoficción de Philippe Forest (Sajalín editores, 2009). El capítulo sexto es una semblanza del fotógrafo Yōsuke Yamahata quien, comisionado por el Ejército Imperial para documentar la magnitud del ataque atómico, se trasladó a Nagasaki y captó las únicas imágenes que existen de lo que quedó de la ciudad y de sus habitantes un día después del bombardeo. Forest se imagina a un Yamahata rebasado por lo que contempla, incapaz de sentir nada y que, no obstante, o quizá gracias a ello, ejecuta su labor con destreza. A continuación comparto tres fotografías de Yamahata con sendos pasajes de la obra de Forest.





“El suelo que fotografía Yamahata está cubierto de cadáveres: como objetos insólitos que han perdido casi por completo su capacidad de conmover, pedazos de materia ennegrecida a los que la combustión de la carne ha dado una apariencia casi abstracta. La intensidad del calor nuclear lo ha carbonizado todo al instante: los cuerpos parecen víctimas de una catástrofe muy antigua, muertos de hace varios milenios, fósiles o momias que la tierra hubiera puesto al descubierto por un capricho repentino.” (p. 217)


“La puerta (el torii) de un templo no ha caído aún. Sigue milagrosamente intacto en medio de ninguna parte. Se adivinan todavía algunos ideogramas grabados en los pilares, que sostienen un arco perfecto con la ojiva dirigida al cielo. Allí se abre un umbral. Pero ya no existe ni dentro ni fuera, ni delante ni detrás. El templo se ha esfumado, igual que el barrio que lo circundaba. Sólo queda esa puerta que da al vacío y que delimita un marco más pequeño dentro del marco de la fotografía. En chino —y por tanto en japonés—, el ideograma que significa “pregunta” toma prestado su dibujo de la forma ritual del torii. Esta palabra, suspendida sin respuesta, flota en el silencio calcinado de la ciudad.” (pp. 213–214)


“Yamahata conoce su oficio. Sabe que no puede dejar pasar una fotografía como esa. La imagen ya está hecha. Sólo hay que retratarla. Lo dice todo. Es la única imagen aceptable del desastre. De hecho, será la más célebre. El aire melancólico y casi extraviado de la joven, su mirada vacía, expresan un dolor sin límites, inmenso hasta abrazar todo el desamparo que el universo pueda contener. Pero el gesto inmemorial de dar el pecho, el abandono confiado del niño entre sus brazos, la incomprensible impresión de fuerza que se desprende de dos cuerpos tiernamente aferrados el uno al otro, su íntegra y singular belleza, expresan por encima de todo, y con mayor intensidad todavía, el deseo obstinado de vivir.” (p. 228)

miércoles, 8 de agosto de 2018

Diez para llevar




Por invitación de un amigo cajemense que extraño me puse a seleccionar mis diez álbumes favoritos. Si me hubieran pedido que mencionara mis cincuenta álbumes favoritos me habría sentido mucho, pero mucho más cómodo. Pero bueno, ni modo. Van diez. Sin ningún orden en particular; sólo como se me fueron ocurriendo.




1. Nunca he estado seguro de aquello de que el jazz “es la música clásica de Estados Unidos”, pero si hubo un compositor que hizo lo propio por introducir el jazz en la sala de conciertos y por dotarlo de un aura respetable —sea lo que sea que eso signifique— y un contenido ancho —una música que “comenta” la vida entera—, ése fue Duke Ellington. La suite “Black, Brown and Beige” fue compuesta en 1943 y existe registro sonora del concierto en el que se estrenó. Sin embargo, no fue sino hasta 1958 que Duke decidió volver a la partitura y grabarla en estudio. La partitura sufrió varios recortes y contó con la participación, afortunadísima, de la tremenda voz de Mahalia Jackson. Al principio la cantante se mostró reacia a participar en el proyecto: nunca había trabajado con una orquesta de jazz y, lo que es peor, guardaba reservas morales respecto al asunto. “No sé Duke… Mira que nunca he hecho algo así, pero… Bueno, si tú lo dices Duke… Si tú dices que todo estará bien… Ok… Hagámoslo.” Salvado el primer escollo, lo demás consistió en una sesión luminosa de la que surgió uno de los grandes, pero grandes discos de jazz, que encima representa el testimonio político de un artista afroamericano fundamental que comenta sobre los orígenes, tragedias y triunfos de su cultura.

“Black, Brown and Beige” consta de seis partes (en realidad cinco partes y un epílogo), y es una odisea que recorre la historia de los negros estadounidenses desde la esclavitud y el trabajo en los campos agrícolas hasta su emancipación espiritual y cultural. No se encontrarán en la obra momentos de desasosiego, y predominan ampliamente los pasajes gozosos y confiados en los que el compositor comenta con desenfado sobre la vida afroamericana y la fe de los oprimidos en Dios. Con la luminosa melodía “Come Sunday” se expresa la liberación final, y en un sentido político —y, desde luego, musical, por toda la gran tradición de música litúrgica negra en los Estados Unidos— también la apropiación del cristianismo y la inserción con derecho propio en la cultura occidental. El epílogo de la suite es una improvisación de Mahalia Jackson con base en el Salmo 23. Duke le pidió a la cantante que sólo se dejara llevar por el texto bíblico y después le añadió a la voz grabada un discreto acompañamiento orquestal que cierra la obra.




2. Hay ocasiones en que en la grabación de un disco todo marcha sobre ruedas. Éste es uno de esos casos. Un elenco de estrellas y un formidable director (que más o menos empezaba por ese entonces) que, por fin, juegan en equipo. Belleza en las cuerdas, equilibrio perfecto entre lo jocoso y la desdicha y un sentido de teatralidad y de ritmo narrativo que fluye como en ninguna otra versión. ¡Y pensar que el productor (Walter Legge) eligió a Giulini como su tercera opción! Hay grabaciones en las que algunos de los cantantes brillan más o en las que la música resulta más estremecedora. Pero ninguna ofrece la experiencia rotunda y completa del Don Giovanni de Mozart y Da Ponte como esta grabación del otoño de 1959. Para la isla desierta.




3. La lista de los grandes pianistas del siglo XX no es pequeña y hay para todos los gustos. Sin embargo, si me obligaran a elegir a un pianista y sólo a uno, bajo amenaza de muerte o de vivir en un mundo con campañas presidenciales permanentes, elegiría a Dinu Lipatti (Bucarest, 1917–Ginebra, 1950). La portada que les comparto es la de una recopilación de las muy pocas grabaciones que nos dejó en su corta vida. En cualquiera de sus pistas se podrá entender realmente qué significa que un artista colosal ponga toda su técnica e imaginación al servicio de la partitura (y del “espíritu del compositor”, diría Lipatti). Clávense (y para eso cualquier grabación de Lipatti puede servir) en la pureza de su sonido, la transparencia absoluta de las texturas y el completo dominio de la arquitectura de cada pieza. No conozco a otro pianista que entregue unas gemas tan pulidas y que irradien por sí solas (como si el ejecutante hubiera desaparecido detrás de ellas) tanta belleza y dignidad.
Decía Yehudi Menuhin que este pianista rumano “era la manifestación de un reino espiritual, renuente a todo dolor y sufrimiento”. Si sólo se escucha la música de Lipatti, la apreciación de Menuhin parece justa. Pero con esa frase el famoso violinista quiso decir algo más, y en un sentido bastante literal. Las últimas dos pistas del disco que les comparto son dos piezas de Franz Schubert, que Lipatti ejecutó, agotado y con grandes dolores, el 16 de septiembre de 1950 en el Festival Internacional de Música de Besancon. Murió menos de tres meses después, por linfoma de Hodgkin, a los 33 años de edad. Escúchenlas.






4. Bringing it all back home de Bob Dylan salió a la venta en marzo de 1965 y aproximadamente 20 años después escuché por primera vez un par de canciones de ese álbum, gracias a la benevolencia de unos amigos mayores que yo que se preocupaban entonces por ayudarme a dar sentido a mis incipientes y más bien cerriles gustos musicales. Era la primera vez que escuchaba al tal Dylan. Lo primero que golpeó mis oídos fue “Mr. Tambourine Man”, la primera rola del lado dos, y lo que siguió fue un momento de absoluto frenesí combinado con episodios de angustia y pena. Lo primero fue porque, por fin, ahí estaba lo que me imaginé de manera vaga que podía existir: un cantante y una música de rock que combinaba inteligencia, literatura y desparpajo; que nos decía con su voz rasposa y desinhibida qué éramos y qué podíamos ser. La mera neta escupida en nuestra cara. Tuve también la impresión inmediata de haberme topado con la fuente original de la que emanaban como copias borrosas todos los músicos gringos e ingleses que me gustaban en ese momento. Lo segundo que menciono de esta experiencia decisiva se refiere a que, justo esa noche, yo traía puesta una playera de una banda ridícula muy de moda por aquellos días. Para cuando sonaba “Subterranean Homesick Blues” sentí que la playera me picaba y luego que me quemaba. Debo haber escuchado el resto del álbum dándole la espalda a todos o encerrado en el cuarto de baño, no recuerdo bien qué fue lo que hice. Confío en la pésima memoria de aquellos amigos y en mi propio pudor para llevarme a la tumba el nombre de esa agrupación musical calamitosa que esa noche adornaba impúdicamente mi pecho adolescente.




5. De todas las sinfonías, la número 3 en mi bemol mayor (llamada “Heroica”) de Beethoven es la que más me conmueve e intriga. Desde los primeros dos acordes orquestales con que inicia, cualquiera con dos oídos medio puestos se percata de que algo grande ha empezado a sonar (y así lo percibieron muchos músicos posteriores, que quisieron ver en esta sinfonía el inicio mismo de la música romántica). Se conoce muy bien la anécdota que liga la obra con Napoleón (la dedicatoria original, el violento borrón en la partitura y todo eso), pero no siempre se recuerda que el músico la compuso durante el periodo de redacción de su sombrío “Testamento de Heiligenstadt”, lo que también conecta la tercera sinfonía con el drama de la propia vida del compositor, que en ese tiempo se debatía entre suicidarse o aceptar la vida de un músico con una misión pero que fatalmente perdería el oído por completo. Y a eso suena bastante la obra, a un periplo vehemente que nos lleva a través de la desesperación, la angustia y el abandono completo de toda esperanza (¡todo parece perdido durante la fuga del segundo movimiento!) hasta la reafirmación triunfante de la voluntad humana (aunque, ojo, no en un sentido nietzscheano).

Hay montones de grabaciones de la “Heroica”. Curiosamente, y éste es uno de los motivos de la intriga que señalé al inicio, en realidad no son muchas las que convencen por completo. La mayoría no consigue comunicar el hervidero de emociones ni la continua tensión entre lo épico y lo íntimo que presentimos en cada pasaje de esta obra ni a lógica del drama que se despliega ¿Habrá de plano música fuera del alcance de los músicos? ¿Música que sólo podemos imaginar y escuchar en la cabeza? Entre las interpretaciones que se acercan a mi ideal de la “Heroica” están las de Bruno Walter, Otto Klemperer (sobre todo la grabación monoaural de 1956), Carlo Maria Giulini (con la Filarmónica de Los Ángeles) y, claro, las varias grabaciones de Wilhelm Fürtwangler (en particular la grabación de 1944 con la Filarmónica de Viena). En interpretaciones con instrumentos originales, destacaría los registros de Christopher Hogwood y la de Roger Norrington. Tras cavilar un poco, he elegido como mi versión favorita la grabación en vivo de 1987 de Sergiu Celibidache (un director que usualmente no se asocia con Beethoven, lo sé) con la Filarmónica de Múnich. No es una interpretación exenta de controversias, pero es una que me transporta a ese lugar indefinible en el que uno siente que la música nace por primera vez.




6. La obra comienza con un solemne golpe de gong. Tras unos breves acordes y una breve fanfarria aparece el tema principal, primero como ostinato en el bajo y más tarde variado por el saxofón y después cantado: “A Love Su-preme, a Love Su-preme, A Love Su-preme” (mi–sol–mi–la). Lo que maravilla y captura de inmediato los oídos hasta del proverbial artillero es una suite dividida en cuatro partes (Agradecimiento, Resolución, Cumplimiento y Salmo) que acaso constituya la media hora más intensa que pueda encontrarse en cualquier grabación de estudio de la historia del jazz. De la alineación no comento nada, sólo la consigno: John Coltrane en el tenor, McCoy Tyner en el piano, Jimmy Garrison en el bajo y Elvin Jones en la batería (¿se puede pedir más?).

“Mi música es la expresión espiritual de todo lo que soy — de mi fe, mi conocimiento, mi ser—“, mencionó alguna vez Coltrane, y “A Love Supreme” (1964) es una suerte de confirmación y ofrenda de la fe reencontrada (los dos abuelos de Coltrane fueron reverendos y, según él mismo, su fe de la infancia le ayudó a superar sus adicciones a la heroína y al alcohol a finales de los cincuenta) aunque enriquecida con el estudio de fuentes islámicas, judías, hinduistas y budistas. “I believe in all religions”, declaró en las notas de su siguiente disco, “Meditations (1965). Las intenciones religiosas y hasta místicas que quiso plasmar en “A Love Supreme” son explícitas (el disco viene con un poema laudatorio y un breve texto en el que el compositor explica que ha tenido un despertar religioso y que desea con su disco agradecer a Dios) y la música combina elementos orientales y jazzísticos para instaurar una atmósfera extática en el que el saxofón tenor de Coltrane predica con fervor su mensaje. Hay un pasaje muy significativo en el que el saxofonista toca el tema en todas las notas de la escala sin un orden aparente, echando mano de un antiguo artificio con el que se buscaba recrear musicalmente la ubicuidad del Eterno. Y luego está el hermosísimo Salmo con el que concluye la suite: tras arengar a los fieles, el reverendo (sacerdote, imán, rabino) Coltrane desciende del púlpito para desplegar un intenso ejercicio de introspección que debe ser lo más parecido que he escuchado a rezar con un saxofón. No recuerdo muchos álbumes de jazz con inspiración religiosa (y no me refiero para nada a esos petardos del género New Age o “Espiritual”). Aparte de “A Love Supreme” y de los que siguieron influidos por él, como los de Alice Coltrane o de Pharoah Sanders, apenas si me vienen a la memoria algo de Albert Ayler, Don Cherry y Duke Ellington, no mucho más. Ahí les encargo si recuerdan alguno bueno.






7. El ciclo de canciones Dichterliebe (“Amor de poeta”) op. 48 de Robert Schumann fue lo que propició mi actual afición por el arte del lied. Dichterliebe es una secuencia de dieciséis canciones para voz y piano basada en poemas de Heinrich Heine. Lo que me impactó desde un inicio fue la manera en que el compositor hilvana los versos con su música para sumergirse en el complejo mundo interior de un amante no correspondido. Si bien la obra no presenta una narración lineal, las asociaciones puramente musicales y a elección de los poemas contribuyen a formar una unidad que alberga un periplo emocional de lo más variado: desde ensueños y alegrías sencillas, lamentos y sollozos nostálgicos, hasta desvaríos casi místicos y arrebatos de una ironía amarguísima. Hay, sí, hartas menciones a flores, pajaritos, lágrimas, gemidos y sueños (el arsenal obligado del romanticismo) pero todo está contenido en una atmósfera entre irreal y siniestra que en buena medida es producto de la musicalización de Schumann, quien no se contenta con imaginarse “cómo suenan” los versos de Heine, sino que indaga en su sentido más profundo e incluso los “comenta” (¡sobre todo desde el piano!), en un ejercicio que, si vale el anacronismo, sería lo que hoy conocemos como una “deconstrucción”.
Hay hartas versiones del Dichterliebe, pero yo amo esta grabación de Peter Schreier (tenor) y Christoph Eschenbach (piano) del año de 1991. La de Schreier no es la voz más hermosa (para ello recomendaría a Fritz Wünderlich), pero sus interpretaciones suelen ser siempre muy expresivas e inteligentes, y sin duda logra, según yo, captar todos los matices emotivos de la partitura de Schumann y ese espíritu fronterizo tan elusivo en el que se mueve…

Hacia fines de los noventa Peter Schreier se presentó en el Palacio de Bellas Artes para cantar el Dichterliebe. Temiendo lo peor, me había resignado a no asistir debido al costo elevado de los boletos y a que, además, estaba seguro de que ya se habían agotado. Pero una tarde mi esposa me sorprendió con la noticia de que había conseguido dos boletos (ella también es fan del Dichterliebe y de toda la producción musical de Schumann). Lo que presencié aquella noche fue uno de los conciertos que más he disfrutado en mi vida (¡gracias mi amor!). Cierto, Schreier ya no era el de sus mejores tiempos (su voz titubeaba en la notas más altas y, de hecho, se retiró de los escenarios poco después), pero nada de ello impidió disfrutar, deslumbrado, una muestra de cómo se canta lied, ese género aparentemente sencillo pero para el cual se requiere mucho, pero mucho más que una buena voz.




8. Di con Eric Dolphy (Los Ángeles, 1928) en una etapa en que exploraba las vertientes más hoscas del jazz, y su disco “Out to Lunch” (1964) satisfizo mi apetito por una música que, sin ser “free jazz” ni un rompimiento estridente con la tradición, era lo suficientemente libre y, al mismo tiempo, ofrecía un sentido severo de la forma que lo conectaba con compositores como Bartók, Varèse y Stravinski. En “Out to Lunch” Dolphy interpreta los tres instrumentos que mejor dominaba (el saxofón alto, la flauta y el clarinete bajo) y aún disfruto muchísimo sus melodías irregulares, intervalos amplios, sus muchos colores (producidos por su empleo de diversas técnicas extendidas) y la manera en que hace que sus instrumentos chillen, bufen y susurren a imitación de las inflexiones de la voz humana. Todas las composiciones de esta grabación son del propio Dolphy, y encontramos en ellas referencias a Thelonius Monk (que recibe un homenaje en la pieza titulada "Hat and Beard") y ecos de Charles Mingus y Ornette Coleman. La música discurre sofisticada y sin concesiones, pero con el toque justo de swing, bop y hasta una pizquita de funk que vuelven cada pista una delicia. A esto hay que añadir el calibre de la alienación de los músicos que acompañaron a Dolphy en esa sesión: un muy joven Freddie Hubbard en la trompeta, Bobby Hutcherson en el vibráfono, Richard Davis en el contrabajo y Tony Williams en la batería. La combinación Davis/Williams en esta grabación conforma una de las bases rítmicas más sutiles que he escuchado. “Out to Lunch” es una de las cumbres más altas de la vanguardia jazzística de los años sesenta y un disco icónico de la compañía Blue Note. Eric Dolphy falleció sólo cuatro meses después de grabar “Out to Lunch” debido a un coma diabético en Berlín en 1964. Vaya uno a saber de todo lo que nos perdimos por esa tragedia.




9. El volumen VI de las sinfonías de Mozart con The Academy of Ancient Music y la dirección de Christopher Hogwood fue una de las primeras cosas de las que me hice durante la entonces naciente y hoy agonizante fiebre de los discos compactos. Se trata de un álbum de 1983 de tres discos con seis sinfonías del compositor de Salzburgo: la 35 en re mayor, 38 en re mayor, 39 en mi bemol mayor, 40 en sol menor, 41 en do mayor y 31 en re mayor (en sus dos versiones). Para ese entonces ya me había quedado claro que Mozart era como de otro planeta y me comenzaban a interesar además las interpretaciones con instrumentos originales, por lo que no dudé en probar… Nada más al abrir la carpetilla del álbum, descubrí una foto de Hogwood revisando una partitura con pantalones de mezclilla deslavados y una estampa à la Bruce Springsteen. Eso, que no quiere decir nada, quiso decir mucho en aquellos días en que no entendía tanta solemnidad y fantochería alrededor de una música que, para mí, simplemente era la más emocionante y honda que cualquier hijo de vecino podía aspirar a escuchar. Y en cuanto al contenido de los discos pues, bueno, eso es justo lo que me hace volver con cierta frecuencia a estas versiones que conservan aún bastante franqueza y desparpajo y permiten evocar con nitidez la emoción que suscitaron esas interpretaciones pioneras (hasta donde sé, la de Hogwood fue la primera grabación completa de todas las sinfonías de Mozart) que emplearon instrumentos y criterios de ejecución antiguos. Quizá hoy suenen algo toscas (la capacidad de los ejecutantes de los instrumentos originales ha avanzado mucho desde entonces) y ciertamente no son idóneas para quienes precisan de un Mozart circunspecto y trascendental, pero funcionan de maravilla para quienes les interesa un Mozart más arriesgado y más de este mundo. ¿Un Mozart más Mozart?




10. Glenn Gould (1932–1982) grabó las célebres “Variaciones Goldberg” BWV 988 de J.S. Bach en dos ocasiones, en 1955 y en 1981. Respecto a sus razones para abordar de nuevo esa obra durante su madurez, el pianista canadiense mencionó alguna vez en una entrevista que, si bien le parecía que en la primera versión había algunas “cosas buenas”, le daba la impresión de que se trataba de una serie de comentarios independientes del tema original, y que deseaba ahora registrar una ejecución con un sentido más fuerte de cohesión, que explorara con más rigor las relaciones matemáticas entre las diversas partes de la obra. Mencionó además que quería grabar la pieza en estéreo y con el entonces novedoso sistema dolby. Lo que consiguió fue algo apabullante: una mezcla de la lógica más severa con una poesía entre nostálgica y adusta, que dota al conjunto de las treinta variaciones —que, por cierto, tienen la peculiaridad de basarse en la línea, muy sencilla, del bajo y no en la melodía de la hermosa aria— de un efecto de inevitabilidad y que nos deja, en el silencio espeso que sobreviene tras la escucha de la repetición final del aria, con la sensación de lo permanente que contribuye a entrever ese estado de “asombro y serenidad” que es el fin, según Gould, de todo arte.

Circula por ahí un video imperdible de Bruno Monsaingeon en el que podemos ver a Gould durante la grabación de este célebre disco. Lo vemos y escuchamos con algunas de las excentricidades que también lo hicieron famoso: la sillita que nunca cambiaba, el tapete bajo sus pies, el piano colocado a una altura precisa, la cabeza entre las teclas y ese canturreo continuo que hacía rabiar a muchos. También pedía durante sus grabaciones que el estudio estuviera a una temperatura precisa y era sumamente selectivo en cuanto a las obras que interpretaba. No menos sonadas eran sus opiniones sobre otros músicos y compositores. Por ejemplo, sobre Mozart señaló un día que en realidad no había muerto demasiado joven, sino “demasiado viejo” —y de ahí que prefiriera tocar al Mozart temprano y evitara al de madurez—.

Hay muchas versiones disponibles de las “Variaciones Goldberg”, así como varias transcripciones (para cuerdas, guitarra, órgano y hasta mandolina), pero ninguna escapa a su comparación con la versión de Glenn Gould. Recomendaría, además de los dos registros del canadiense, las que nos dejó Tatiana Nicolayeva, la gran matriarca del pianismo ruso, y, entre los más recientes, vale la pena darse una vuelta por la grabación de —la también canadiense— Angela Hewitt, la segunda grabación de András Schiff —en ECM— y, sobre todo, la grabación —para el sello Sony— del año 2000 de Murray Perahia. Entre las grabaciones en clavecín —el instrumento para el que originalmente fue compuesta la obra— prefiero cualquiera de las dos grabaciones que ha realizado el francés Pierre Hantaï.


jueves, 22 de marzo de 2018

El logos me da risa





Vuelve el piojo maromero y ofrece ahora sus piruetas y contorsiones también en la revista Shandy, a cargo del afamado escritor Félix Franco. Va el enlace:

http://www.shandy.mx/filosofia-literatura/ 

Y acá el texto completo:


Claro que no es fácil confesar que se es filósofo. A la mirada indulgente o de intriga —del médico en el consultorio, del padre de la muchacha que rondamos o la que se refleja en el espejo retrovisor del taxi— se suma no pocas veces la expectativa de que debemos de tener una respuesta ingeniosa para casi cualquier pregunta. “¿Qué nos hace falta para levantar el país?”, “¿podemos obtener lo que deseamos con el poder de la mente?” o “¿por quién debo votar en las próximas elecciones?” son algunas de las nobles cuestiones con las que nos toca lidiar —o al menos a mí me ha tocado enfrentar— en esos trances. Pero ninguna tan temible como “¿qué hacen los filósofos?” o “¿qué es la filosofía?” Ahí sí nos las vemos negras y, cuando ofuscados por el celo profesional— o sólo por ser amables— se nos ocurre ofrecer una respuesta más o menos seria, y endilgamos a nuestro interlocutor un brevísimo panorama de las complejidades actuales de la disciplina, de los problemas en los que trabaja y rematamos con el sagaz comentario de que definir qué es la filosofía es en sí mismo un problema filosófico, lo que suele seguir es un largo silencio que quisiéramos interpretar como respetuoso pero que, sospechamos, oculta más bien cierta compasión e intenta reprimir… una tremenda risotada.


Desde que Tales de Mileto se cayó en un pozo por ir hurgando los misterios del firmamento, la filosofía ha sido objeto de tenaz escarnio. Cuenta Platón que en aquella ocasión el venerable sabio provocó con su peripecia la ironía de una sirvienta tracia, intrigada porque el filósofo quisiera “conocer la cosas del cielo, pero se olvidaba de las que tenía adelante y a sus pies” (Teeteto, 174a). Por su parte, Aristófanes se cebó en su coetáneo Sócrates en su obra Las Nubes, estrenada en el año 423. Entre otras burlas, el comediógrafo presenta como muestra indisputable del genio del pensador ateniense su descubrimiento de que los mosquitos no zumban por la boca, sino por el culo (160–164). La filosofía aún era relativamente joven y ya Cicerón se había animado a escribir, en el año 44 antes de la era común, aquello de que “no se puede decir nada tan absurdo que no haya sido dicho ya por un filósofo”. Y Erasmo de Róterdam también se mofó de Sócrates —al que censura por “medir los saltos de las pulgas, mirar las nubes y seguir el vuelo de las moscas”— y de otros pensadores a quienes tacha de inútiles y acusa de enzarzarse en “interminables disputas acerca de las cosas más simples”.


Nubes, pulgas, moscas y mosquitos. ¿Será que los antiguos se regodeaban en materias demasiado sutiles para la mente contemporánea? Pues bien, una mirada veloz —y, si se me permite, superficial— de cualquier manual al uso aún maravilla e inquieta al lector desprevenido. Que el mundo externo es real, que los números existen o que bien podríamos ser todos cerebros en cubetas —sí, como en The Matrix— son preocupaciones actuales de muchas de nuestras mentes más astutas de la filosofía. Y cuando, tembloroso, el profano se acerca a esta vanidosa disciplina para recibir guía en los asuntos que lo desvelan, las revelaciones que obtiene revisten muchas veces el carácter de oráculos. Por ejemplo, a la pregunta sempiterna sobre si se puede creer en un Dios, un filósofo reciente ha respondido que no hay tal, pero que podría existir en el futuro.


La profesionalización del oficio en universidades e institutos tampoco ha ayudado mucho a mejorar nuestra imagen —sólo ha añadido la preocupación de los contribuyentes por el destino de sus impuestos— y menos aún la reciente manía de pensar que la verdadera filosofía es sólo la que se escribe para publicarse en revistas especializadísimas y de preferencia extranjeras. Para entender lo que se hace hoy en filosofía, el incierto “lector interesado” al que antaño nos dirigíamos requiere hoy mínimo una maestría —y leer en inglés of course— para seguirnos el paso.

Y así andamos. Tenaz e inverosímil, la figura del filósofo sigue provocando el asombro y desdén de científicos, artistas, taxistas y de no pocos —y afligidos— padres de familia. Por supuesto, habría cosas que decir en descargo de los filósofos. Una de ellas es que la extrañeza de la filosofía no nos es en absoluto ajena —sí, ya sé; esto no es mucho, pero es tal vez un indicio de que no estamos todos chiflados—. Hume, Kierkegaard, Nietzsche, Russell y Wittgenstein, entre otras lumbreras, se han reído o al menos han encontrado consuelo al invocar las extravagancias propias o las de sus colegas. “Se moquer de la philosophie, c’est vraiment philosopher”, nos recuerda Blaise Pascal. No se trata de una marrullería más de filósofo. Por algo será que, después de 2500 años, acá seguimos, entre burlas y veras, penas propias y ajenas, convencidos de que la apuesta por la racionalidad y el cultivo del asombro son misiones tan imposibles como indispensables… aunque demos y nos dé risa. O acaso gracias a la risa: ¿no somos más lúcidos y percibimos mejor nuestra suerte cuando nos carcajeamos, con mucha ciencia o sin ella, de nosotros mismos?