domingo, 12 de mayo de 2013

Tillykke med fødselsdagen Søren Kierkegaard




Tome cualquier libro de Kierkegaard. No haga mucho caso del título; algunos (por ejemplo el de Postcriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas. Compilación mímico-patético-dialéctica. Una contribución existencial) espantan a cualquiera. Ábralo donde sea, en cualquier párrafo, en cualquier renglón. Comience a leer con mucha atención, detenidamente… No se inquiete si al principio no entiende mucho, ni le queda claro pronto qué ideas se quieren defender ni con qué argumentos. Paciencia; no es como leer a otros filósofos, eso seguro ya lo advirtió. ¿Qué quiere decirnos Kierkegaard? ¿Cómo se “inserta” su discusión en los debates filosóficos de su tiempo? ¿Discute con Hegel o con seguidores de éste? Y, ¿realmente sostiene el filósofo alemán eso que se critica tan acremente? Calma; ni la cita precisa ni la interpretación más fiel son los fuertes de Kierkegaard. Pero eso realmente no importa mucho, ya verá. ¿Que no se entienden los chistes? Bueno, recuerde que el humor escandinavo puede llegar a ser un misterio insondable. Tampoco se angustie si no está seguro de si es el propio Søren quien escribe o uno de sus seudónimos o un personaje creado por uno de sus seudónimos. Eso sucede con frecuencia. A Kierkegaard le gusta ocultarse. No se asuste tampoco cuando el autor, o quien sea que parezca dirigirse a usted, declare de pronto que nunca podrá entender nada sobre aquello de lo que escribe, o cuando nos espeta justo la tesis contraria que parecía afirmar en algún capítulo anterior. Cuidado: no falta tampoco que, tras descifrar ya muy emocionados trescientas, cuatrocientas páginas, se nos avisa que todo lo que hemos leído es superfluo. No se desanime. A estas alturas ya entendió, sin duda, que no nos están tratando de convencer de algo sencillo ni de una manera convencional. Y, si continúa leyendo pese a todo, y logra abrirse paso por un tiempo, digamos, razonable, a través de esa íntima espesura de ironías, anécdotas, exhortos, bromas amargas, frases fulgurantes, tecnicismos y citas bíblicas, podrá sin duda reconocer no sólo a una de las voces filosóficas más originales, sino, diría, más… punzantes. Acudo a diccionario y leo la siguiente definición: “Punzante (Del ant. part. act. de punzar). Punzar: 4. Dicho de algo que aflige el ánimo: Hacerse sentir interiormente.” Justo es eso, hacerse sentir interiormente. No hay forma de ser indiferentes con esos libros. Nos punzan. Nos incomodan desde dentro. Apabulla el sentido de urgencia con el que Kierkegaard busca hacernos sentir que lo que nos dice no es lo más importante, sino lo único importante en nuestras vidas. Impresiona cómo se distancia de la actitud profesoral, de aquel que llega con todo resuelto y que con espíritu despegado nos expone cómo son las cosas. No percibimos al instructor moralizante ni ese dejo tan habitual entre los filósofos de “¡vean qué listo soy!” (aunque el danés es endemoniadamente listo). No nos resulta ajeno tampoco el paisaje moral en ruinas que describe una y otra vez y que no está muy alejado de nuestras actuales manías consumistas. Pero, sobre todo, ¡qué inquietante resulta la forma en que se dirige a uno, a uno mismo, a ese lector, como siempre escribía, en singular, tan apartado del público y sus frivolidades! Nos obliga a través de los medios más tortuosos a entender que nada de lo que sepamos o creamos saber acerca de nosotros y del mundo resuelve en un ápice la tarea tremenda de ser un individuo existente, de renunciar a las inercias y comodidades y comprometernos realmente con ser todo lo que podemos ser, lo que para Kierkegaard pasa finalmente por animarnos a dar el paso y enfrentarnos solos a Dios (y por ello estimaba más a los verdaderos ateos que a los cristianos de domingo, a los que por simple costumbre o convivencia social pasaban por tales). Nada de esto puede expresarse de manera fácil ni directa. Por eso se batalla con Kierkegaard, y a ratos nos exaspera, a ratos nos cautiva. Si dijera lo que tiene que decirnos en sentencias redondas y ordenadas con pulcritud simplemente falsearía su pensamiento, dándonos la impresión de que las verdades acerca de la vida pueden ser el producto ingenuo de un sistema de pensamiento o de unas cuantas premisas sencillas. Por eso también resultan desalentadores los resúmenes de su pensamiento que encontramos en manuales y libros de historia. Pero lo que consigue en quienes no se permiten sucumbir ante las dificultades de su lectura es intenso, precioso, aunque poco reconfortante: experimentar cómo el autor parece desvanecerse tras su parloteo y puyas para dejarnos, terriblemente solos, ante el abismo que hay que decidirse a sortear de una vez para ser, al fin, personas. Søren Aabye Kierkegaard nació en Copenhague, un cinco de mayo, hace ya doscientos años. Tillykke med fødselsdagen. Feliz cumpleaños.

sábado, 4 de mayo de 2013

¿Que cómo dijo?


Imposible no reparar en un altercado menor que derivó en algo mayor, algo así como cuando de niños nuestros padres o maestros nos castigaban a todos por la malevolencia o picardía de uno o dos de nuestros camaradas. Cito:

“La discusión comenzó, de acuerdo al diario El Universal, cuando en el estado de Puebla Armando Prida, dueño del diario Síntesis, demandó a Enrique Núñez del periódico Intolerancia porque en una columna de 2009 lo llamó justamente ‘puñal’ y ‘maricón’. Dos tribunales en este estado mexicano aprobaron un derecho de indemnización y Núñez puso un amparo para evitar cualquier sanción, la cual le otorgaron.”

Primero, el autor de la nota no aclara en qué sentido de “justamente” le endilgaron los epítetos al quejoso. (Dos sentidos posibles: o el reportero está de acuerdo con los apelativos o el agraviado los considera muy apropiados para su condición pero le disgustó la forma en que se los recordaron.) Segundo, a mí me dieron más bien ganas de demandar al tal Enrique Nuñez por el nombre de su periódico pues, como bien dicen, los únicos que se merecen nuestra completa intolerancia son, precisamente, los intolerantes. Tercero, el asunto llegó hasta la Suprema Corte de Justicia, la cual resolvió dos cosas. Por un lado, que las palabras “puñal” y “maricón” son homofóbicas, cosa que no añade nada a lo que ya sabemos o deberíamos saber. Segundo, y aquí la cosa adquiere dimensiones más preocupantes, la SCJN razonó que, al ser expresiones homofóbicas pertenecen por ello a los discursos del odio, y por lo tanto no están más protegidos en el principio de la libertad de expresión. Y esto, me temo, equivale a su virtual prohibición. La Corte optó por el camino más fácil, se erige ahora en policía de las palabras y abre la puerta a prejuzgar casos en los que se emplean los términos en cuestión pero sin ningún afán de descalificar a alguien por sus preferencias sexuales o de incitar al odio contra ciertos grupos. Y ¿por qué no prohibir de una vez las palabras “joto” y “puto”? Y ya entrados en gastos, ¿Por qué no vetar también “indio”, “naco”, “negro”, “gordo”, “enano”, “gringo”, “vieja” y “hembra”?
Por un lado, tengo la impresión de que prohibir palabras tendría básicamente los mismos resultados que tiene la ley seca en evitar el consumo de alcohol. O sea ninguno, o casi ninguno. Por otro lado, el asunto no tiene que ver exactamente con las palabras, quiero decir, con las palabras solas, sino con las palabras empleadas en sus contextos particulares. Lo que se determina, o debiera determinarse, son los casos en los que sí se discrimina y en los que no se discrimina. Y eso no puede establecer simplemente señalando la presencia de tal o cual palabra. Si así fuera, habrá que esconder bajo el tapete muchísimos de nuestros chistes, albures e insultos, y qué decir de otros tipos de discursos, como los literarios y cultos. Más de un poema maravilloso de, por ejemplo, Francisco de Quevedo, en los que se emplean muchas palabras de las que no le gustan a nuestra Corte (y, peor aún, que se emplean en un sentido francamente discriminatorio), tendrán que prohibirse o restringirse su uso a ámbitos académicos y políticamente correctos.
            Lo que en el fondo me indigna es el talante antiliberal de la resolución de la SCJN. Por supuesto que no se trata de defender que la libertad de expresión debe prevalecer en todos los casos, pues no puede ser así. Como en toda forma real de libertad, es necesario que tenga límites para que adquiera sentido y pueda ejercerse. Está claro que no puede expresarse cualquier cosa en cualquier contexto. No es posible difamar, distorsionar públicamente información de carácter oficial ni incitar a la violencia contra terceros. Y es necesario y urgente combatir los discursos del odio en diversos ámbitos y también aplicar medidas legislativas que protejan y empoderen a los grupos más discriminados. Así que intervenir en el lenguaje para ejercer alguna forma de control no es algo inusual o impensable; lo verdaderamente impensable es pretender trazar alguna línea definitoria precisa y fija entre los usos injuriosos del lenguaje y lo que forman parte de la libre circulación de ideas y que, por lo tanto, deben recibir protección por parte de la ley. Como suele sucede con todas las visiones simplificadoras de la vida social, ésta de la Suprema Corte redunda en una mengua de nuestras libertades.