miércoles, 8 de agosto de 2018

Diez para llevar




Por invitación de un amigo cajemense que extraño me puse a seleccionar mis diez álbumes favoritos. Si me hubieran pedido que mencionara mis cincuenta álbumes favoritos me habría sentido mucho, pero mucho más cómodo. Pero bueno, ni modo. Van diez. Sin ningún orden en particular; sólo como se me fueron ocurriendo.




1. Nunca he estado seguro de aquello de que el jazz “es la música clásica de Estados Unidos”, pero si hubo un compositor que hizo lo propio por introducir el jazz en la sala de conciertos y por dotarlo de un aura respetable —sea lo que sea que eso signifique— y un contenido ancho —una música que “comenta” la vida entera—, ése fue Duke Ellington. La suite “Black, Brown and Beige” fue compuesta en 1943 y existe registro sonora del concierto en el que se estrenó. Sin embargo, no fue sino hasta 1958 que Duke decidió volver a la partitura y grabarla en estudio. La partitura sufrió varios recortes y contó con la participación, afortunadísima, de la tremenda voz de Mahalia Jackson. Al principio la cantante se mostró reacia a participar en el proyecto: nunca había trabajado con una orquesta de jazz y, lo que es peor, guardaba reservas morales respecto al asunto. “No sé Duke… Mira que nunca he hecho algo así, pero… Bueno, si tú lo dices Duke… Si tú dices que todo estará bien… Ok… Hagámoslo.” Salvado el primer escollo, lo demás consistió en una sesión luminosa de la que surgió uno de los grandes, pero grandes discos de jazz, que encima representa el testimonio político de un artista afroamericano fundamental que comenta sobre los orígenes, tragedias y triunfos de su cultura.

“Black, Brown and Beige” consta de seis partes (en realidad cinco partes y un epílogo), y es una odisea que recorre la historia de los negros estadounidenses desde la esclavitud y el trabajo en los campos agrícolas hasta su emancipación espiritual y cultural. No se encontrarán en la obra momentos de desasosiego, y predominan ampliamente los pasajes gozosos y confiados en los que el compositor comenta con desenfado sobre la vida afroamericana y la fe de los oprimidos en Dios. Con la luminosa melodía “Come Sunday” se expresa la liberación final, y en un sentido político —y, desde luego, musical, por toda la gran tradición de música litúrgica negra en los Estados Unidos— también la apropiación del cristianismo y la inserción con derecho propio en la cultura occidental. El epílogo de la suite es una improvisación de Mahalia Jackson con base en el Salmo 23. Duke le pidió a la cantante que sólo se dejara llevar por el texto bíblico y después le añadió a la voz grabada un discreto acompañamiento orquestal que cierra la obra.




2. Hay ocasiones en que en la grabación de un disco todo marcha sobre ruedas. Éste es uno de esos casos. Un elenco de estrellas y un formidable director (que más o menos empezaba por ese entonces) que, por fin, juegan en equipo. Belleza en las cuerdas, equilibrio perfecto entre lo jocoso y la desdicha y un sentido de teatralidad y de ritmo narrativo que fluye como en ninguna otra versión. ¡Y pensar que el productor (Walter Legge) eligió a Giulini como su tercera opción! Hay grabaciones en las que algunos de los cantantes brillan más o en las que la música resulta más estremecedora. Pero ninguna ofrece la experiencia rotunda y completa del Don Giovanni de Mozart y Da Ponte como esta grabación del otoño de 1959. Para la isla desierta.




3. La lista de los grandes pianistas del siglo XX no es pequeña y hay para todos los gustos. Sin embargo, si me obligaran a elegir a un pianista y sólo a uno, bajo amenaza de muerte o de vivir en un mundo con campañas presidenciales permanentes, elegiría a Dinu Lipatti (Bucarest, 1917–Ginebra, 1950). La portada que les comparto es la de una recopilación de las muy pocas grabaciones que nos dejó en su corta vida. En cualquiera de sus pistas se podrá entender realmente qué significa que un artista colosal ponga toda su técnica e imaginación al servicio de la partitura (y del “espíritu del compositor”, diría Lipatti). Clávense (y para eso cualquier grabación de Lipatti puede servir) en la pureza de su sonido, la transparencia absoluta de las texturas y el completo dominio de la arquitectura de cada pieza. No conozco a otro pianista que entregue unas gemas tan pulidas y que irradien por sí solas (como si el ejecutante hubiera desaparecido detrás de ellas) tanta belleza y dignidad.
Decía Yehudi Menuhin que este pianista rumano “era la manifestación de un reino espiritual, renuente a todo dolor y sufrimiento”. Si sólo se escucha la música de Lipatti, la apreciación de Menuhin parece justa. Pero con esa frase el famoso violinista quiso decir algo más, y en un sentido bastante literal. Las últimas dos pistas del disco que les comparto son dos piezas de Franz Schubert, que Lipatti ejecutó, agotado y con grandes dolores, el 16 de septiembre de 1950 en el Festival Internacional de Música de Besancon. Murió menos de tres meses después, por linfoma de Hodgkin, a los 33 años de edad. Escúchenlas.






4. Bringing it all back home de Bob Dylan salió a la venta en marzo de 1965 y aproximadamente 20 años después escuché por primera vez un par de canciones de ese álbum, gracias a la benevolencia de unos amigos mayores que yo que se preocupaban entonces por ayudarme a dar sentido a mis incipientes y más bien cerriles gustos musicales. Era la primera vez que escuchaba al tal Dylan. Lo primero que golpeó mis oídos fue “Mr. Tambourine Man”, la primera rola del lado dos, y lo que siguió fue un momento de absoluto frenesí combinado con episodios de angustia y pena. Lo primero fue porque, por fin, ahí estaba lo que me imaginé de manera vaga que podía existir: un cantante y una música de rock que combinaba inteligencia, literatura y desparpajo; que nos decía con su voz rasposa y desinhibida qué éramos y qué podíamos ser. La mera neta escupida en nuestra cara. Tuve también la impresión inmediata de haberme topado con la fuente original de la que emanaban como copias borrosas todos los músicos gringos e ingleses que me gustaban en ese momento. Lo segundo que menciono de esta experiencia decisiva se refiere a que, justo esa noche, yo traía puesta una playera de una banda ridícula muy de moda por aquellos días. Para cuando sonaba “Subterranean Homesick Blues” sentí que la playera me picaba y luego que me quemaba. Debo haber escuchado el resto del álbum dándole la espalda a todos o encerrado en el cuarto de baño, no recuerdo bien qué fue lo que hice. Confío en la pésima memoria de aquellos amigos y en mi propio pudor para llevarme a la tumba el nombre de esa agrupación musical calamitosa que esa noche adornaba impúdicamente mi pecho adolescente.




5. De todas las sinfonías, la número 3 en mi bemol mayor (llamada “Heroica”) de Beethoven es la que más me conmueve e intriga. Desde los primeros dos acordes orquestales con que inicia, cualquiera con dos oídos medio puestos se percata de que algo grande ha empezado a sonar (y así lo percibieron muchos músicos posteriores, que quisieron ver en esta sinfonía el inicio mismo de la música romántica). Se conoce muy bien la anécdota que liga la obra con Napoleón (la dedicatoria original, el violento borrón en la partitura y todo eso), pero no siempre se recuerda que el músico la compuso durante el periodo de redacción de su sombrío “Testamento de Heiligenstadt”, lo que también conecta la tercera sinfonía con el drama de la propia vida del compositor, que en ese tiempo se debatía entre suicidarse o aceptar la vida de un músico con una misión pero que fatalmente perdería el oído por completo. Y a eso suena bastante la obra, a un periplo vehemente que nos lleva a través de la desesperación, la angustia y el abandono completo de toda esperanza (¡todo parece perdido durante la fuga del segundo movimiento!) hasta la reafirmación triunfante de la voluntad humana (aunque, ojo, no en un sentido nietzscheano).

Hay montones de grabaciones de la “Heroica”. Curiosamente, y éste es uno de los motivos de la intriga que señalé al inicio, en realidad no son muchas las que convencen por completo. La mayoría no consigue comunicar el hervidero de emociones ni la continua tensión entre lo épico y lo íntimo que presentimos en cada pasaje de esta obra ni a lógica del drama que se despliega ¿Habrá de plano música fuera del alcance de los músicos? ¿Música que sólo podemos imaginar y escuchar en la cabeza? Entre las interpretaciones que se acercan a mi ideal de la “Heroica” están las de Bruno Walter, Otto Klemperer (sobre todo la grabación monoaural de 1956), Carlo Maria Giulini (con la Filarmónica de Los Ángeles) y, claro, las varias grabaciones de Wilhelm Fürtwangler (en particular la grabación de 1944 con la Filarmónica de Viena). En interpretaciones con instrumentos originales, destacaría los registros de Christopher Hogwood y la de Roger Norrington. Tras cavilar un poco, he elegido como mi versión favorita la grabación en vivo de 1987 de Sergiu Celibidache (un director que usualmente no se asocia con Beethoven, lo sé) con la Filarmónica de Múnich. No es una interpretación exenta de controversias, pero es una que me transporta a ese lugar indefinible en el que uno siente que la música nace por primera vez.




6. La obra comienza con un solemne golpe de gong. Tras unos breves acordes y una breve fanfarria aparece el tema principal, primero como ostinato en el bajo y más tarde variado por el saxofón y después cantado: “A Love Su-preme, a Love Su-preme, A Love Su-preme” (mi–sol–mi–la). Lo que maravilla y captura de inmediato los oídos hasta del proverbial artillero es una suite dividida en cuatro partes (Agradecimiento, Resolución, Cumplimiento y Salmo) que acaso constituya la media hora más intensa que pueda encontrarse en cualquier grabación de estudio de la historia del jazz. De la alineación no comento nada, sólo la consigno: John Coltrane en el tenor, McCoy Tyner en el piano, Jimmy Garrison en el bajo y Elvin Jones en la batería (¿se puede pedir más?).

“Mi música es la expresión espiritual de todo lo que soy — de mi fe, mi conocimiento, mi ser—“, mencionó alguna vez Coltrane, y “A Love Supreme” (1964) es una suerte de confirmación y ofrenda de la fe reencontrada (los dos abuelos de Coltrane fueron reverendos y, según él mismo, su fe de la infancia le ayudó a superar sus adicciones a la heroína y al alcohol a finales de los cincuenta) aunque enriquecida con el estudio de fuentes islámicas, judías, hinduistas y budistas. “I believe in all religions”, declaró en las notas de su siguiente disco, “Meditations (1965). Las intenciones religiosas y hasta místicas que quiso plasmar en “A Love Supreme” son explícitas (el disco viene con un poema laudatorio y un breve texto en el que el compositor explica que ha tenido un despertar religioso y que desea con su disco agradecer a Dios) y la música combina elementos orientales y jazzísticos para instaurar una atmósfera extática en el que el saxofón tenor de Coltrane predica con fervor su mensaje. Hay un pasaje muy significativo en el que el saxofonista toca el tema en todas las notas de la escala sin un orden aparente, echando mano de un antiguo artificio con el que se buscaba recrear musicalmente la ubicuidad del Eterno. Y luego está el hermosísimo Salmo con el que concluye la suite: tras arengar a los fieles, el reverendo (sacerdote, imán, rabino) Coltrane desciende del púlpito para desplegar un intenso ejercicio de introspección que debe ser lo más parecido que he escuchado a rezar con un saxofón. No recuerdo muchos álbumes de jazz con inspiración religiosa (y no me refiero para nada a esos petardos del género New Age o “Espiritual”). Aparte de “A Love Supreme” y de los que siguieron influidos por él, como los de Alice Coltrane o de Pharoah Sanders, apenas si me vienen a la memoria algo de Albert Ayler, Don Cherry y Duke Ellington, no mucho más. Ahí les encargo si recuerdan alguno bueno.






7. El ciclo de canciones Dichterliebe (“Amor de poeta”) op. 48 de Robert Schumann fue lo que propició mi actual afición por el arte del lied. Dichterliebe es una secuencia de dieciséis canciones para voz y piano basada en poemas de Heinrich Heine. Lo que me impactó desde un inicio fue la manera en que el compositor hilvana los versos con su música para sumergirse en el complejo mundo interior de un amante no correspondido. Si bien la obra no presenta una narración lineal, las asociaciones puramente musicales y a elección de los poemas contribuyen a formar una unidad que alberga un periplo emocional de lo más variado: desde ensueños y alegrías sencillas, lamentos y sollozos nostálgicos, hasta desvaríos casi místicos y arrebatos de una ironía amarguísima. Hay, sí, hartas menciones a flores, pajaritos, lágrimas, gemidos y sueños (el arsenal obligado del romanticismo) pero todo está contenido en una atmósfera entre irreal y siniestra que en buena medida es producto de la musicalización de Schumann, quien no se contenta con imaginarse “cómo suenan” los versos de Heine, sino que indaga en su sentido más profundo e incluso los “comenta” (¡sobre todo desde el piano!), en un ejercicio que, si vale el anacronismo, sería lo que hoy conocemos como una “deconstrucción”.
Hay hartas versiones del Dichterliebe, pero yo amo esta grabación de Peter Schreier (tenor) y Christoph Eschenbach (piano) del año de 1991. La de Schreier no es la voz más hermosa (para ello recomendaría a Fritz Wünderlich), pero sus interpretaciones suelen ser siempre muy expresivas e inteligentes, y sin duda logra, según yo, captar todos los matices emotivos de la partitura de Schumann y ese espíritu fronterizo tan elusivo en el que se mueve…

Hacia fines de los noventa Peter Schreier se presentó en el Palacio de Bellas Artes para cantar el Dichterliebe. Temiendo lo peor, me había resignado a no asistir debido al costo elevado de los boletos y a que, además, estaba seguro de que ya se habían agotado. Pero una tarde mi esposa me sorprendió con la noticia de que había conseguido dos boletos (ella también es fan del Dichterliebe y de toda la producción musical de Schumann). Lo que presencié aquella noche fue uno de los conciertos que más he disfrutado en mi vida (¡gracias mi amor!). Cierto, Schreier ya no era el de sus mejores tiempos (su voz titubeaba en la notas más altas y, de hecho, se retiró de los escenarios poco después), pero nada de ello impidió disfrutar, deslumbrado, una muestra de cómo se canta lied, ese género aparentemente sencillo pero para el cual se requiere mucho, pero mucho más que una buena voz.




8. Di con Eric Dolphy (Los Ángeles, 1928) en una etapa en que exploraba las vertientes más hoscas del jazz, y su disco “Out to Lunch” (1964) satisfizo mi apetito por una música que, sin ser “free jazz” ni un rompimiento estridente con la tradición, era lo suficientemente libre y, al mismo tiempo, ofrecía un sentido severo de la forma que lo conectaba con compositores como Bartók, Varèse y Stravinski. En “Out to Lunch” Dolphy interpreta los tres instrumentos que mejor dominaba (el saxofón alto, la flauta y el clarinete bajo) y aún disfruto muchísimo sus melodías irregulares, intervalos amplios, sus muchos colores (producidos por su empleo de diversas técnicas extendidas) y la manera en que hace que sus instrumentos chillen, bufen y susurren a imitación de las inflexiones de la voz humana. Todas las composiciones de esta grabación son del propio Dolphy, y encontramos en ellas referencias a Thelonius Monk (que recibe un homenaje en la pieza titulada "Hat and Beard") y ecos de Charles Mingus y Ornette Coleman. La música discurre sofisticada y sin concesiones, pero con el toque justo de swing, bop y hasta una pizquita de funk que vuelven cada pista una delicia. A esto hay que añadir el calibre de la alienación de los músicos que acompañaron a Dolphy en esa sesión: un muy joven Freddie Hubbard en la trompeta, Bobby Hutcherson en el vibráfono, Richard Davis en el contrabajo y Tony Williams en la batería. La combinación Davis/Williams en esta grabación conforma una de las bases rítmicas más sutiles que he escuchado. “Out to Lunch” es una de las cumbres más altas de la vanguardia jazzística de los años sesenta y un disco icónico de la compañía Blue Note. Eric Dolphy falleció sólo cuatro meses después de grabar “Out to Lunch” debido a un coma diabético en Berlín en 1964. Vaya uno a saber de todo lo que nos perdimos por esa tragedia.




9. El volumen VI de las sinfonías de Mozart con The Academy of Ancient Music y la dirección de Christopher Hogwood fue una de las primeras cosas de las que me hice durante la entonces naciente y hoy agonizante fiebre de los discos compactos. Se trata de un álbum de 1983 de tres discos con seis sinfonías del compositor de Salzburgo: la 35 en re mayor, 38 en re mayor, 39 en mi bemol mayor, 40 en sol menor, 41 en do mayor y 31 en re mayor (en sus dos versiones). Para ese entonces ya me había quedado claro que Mozart era como de otro planeta y me comenzaban a interesar además las interpretaciones con instrumentos originales, por lo que no dudé en probar… Nada más al abrir la carpetilla del álbum, descubrí una foto de Hogwood revisando una partitura con pantalones de mezclilla deslavados y una estampa à la Bruce Springsteen. Eso, que no quiere decir nada, quiso decir mucho en aquellos días en que no entendía tanta solemnidad y fantochería alrededor de una música que, para mí, simplemente era la más emocionante y honda que cualquier hijo de vecino podía aspirar a escuchar. Y en cuanto al contenido de los discos pues, bueno, eso es justo lo que me hace volver con cierta frecuencia a estas versiones que conservan aún bastante franqueza y desparpajo y permiten evocar con nitidez la emoción que suscitaron esas interpretaciones pioneras (hasta donde sé, la de Hogwood fue la primera grabación completa de todas las sinfonías de Mozart) que emplearon instrumentos y criterios de ejecución antiguos. Quizá hoy suenen algo toscas (la capacidad de los ejecutantes de los instrumentos originales ha avanzado mucho desde entonces) y ciertamente no son idóneas para quienes precisan de un Mozart circunspecto y trascendental, pero funcionan de maravilla para quienes les interesa un Mozart más arriesgado y más de este mundo. ¿Un Mozart más Mozart?




10. Glenn Gould (1932–1982) grabó las célebres “Variaciones Goldberg” BWV 988 de J.S. Bach en dos ocasiones, en 1955 y en 1981. Respecto a sus razones para abordar de nuevo esa obra durante su madurez, el pianista canadiense mencionó alguna vez en una entrevista que, si bien le parecía que en la primera versión había algunas “cosas buenas”, le daba la impresión de que se trataba de una serie de comentarios independientes del tema original, y que deseaba ahora registrar una ejecución con un sentido más fuerte de cohesión, que explorara con más rigor las relaciones matemáticas entre las diversas partes de la obra. Mencionó además que quería grabar la pieza en estéreo y con el entonces novedoso sistema dolby. Lo que consiguió fue algo apabullante: una mezcla de la lógica más severa con una poesía entre nostálgica y adusta, que dota al conjunto de las treinta variaciones —que, por cierto, tienen la peculiaridad de basarse en la línea, muy sencilla, del bajo y no en la melodía de la hermosa aria— de un efecto de inevitabilidad y que nos deja, en el silencio espeso que sobreviene tras la escucha de la repetición final del aria, con la sensación de lo permanente que contribuye a entrever ese estado de “asombro y serenidad” que es el fin, según Gould, de todo arte.

Circula por ahí un video imperdible de Bruno Monsaingeon en el que podemos ver a Gould durante la grabación de este célebre disco. Lo vemos y escuchamos con algunas de las excentricidades que también lo hicieron famoso: la sillita que nunca cambiaba, el tapete bajo sus pies, el piano colocado a una altura precisa, la cabeza entre las teclas y ese canturreo continuo que hacía rabiar a muchos. También pedía durante sus grabaciones que el estudio estuviera a una temperatura precisa y era sumamente selectivo en cuanto a las obras que interpretaba. No menos sonadas eran sus opiniones sobre otros músicos y compositores. Por ejemplo, sobre Mozart señaló un día que en realidad no había muerto demasiado joven, sino “demasiado viejo” —y de ahí que prefiriera tocar al Mozart temprano y evitara al de madurez—.

Hay muchas versiones disponibles de las “Variaciones Goldberg”, así como varias transcripciones (para cuerdas, guitarra, órgano y hasta mandolina), pero ninguna escapa a su comparación con la versión de Glenn Gould. Recomendaría, además de los dos registros del canadiense, las que nos dejó Tatiana Nicolayeva, la gran matriarca del pianismo ruso, y, entre los más recientes, vale la pena darse una vuelta por la grabación de —la también canadiense— Angela Hewitt, la segunda grabación de András Schiff —en ECM— y, sobre todo, la grabación —para el sello Sony— del año 2000 de Murray Perahia. Entre las grabaciones en clavecín —el instrumento para el que originalmente fue compuesta la obra— prefiero cualquiera de las dos grabaciones que ha realizado el francés Pierre Hantaï.


2 comentarios:

  1. ¡Qué excelente listado y descripción musical te aventaste, maestro!
    En verdad disfruté leyendo tu entrega "Diez para llevar".
    Por cierto, ¿qué grupo era el de la camiseta que dices?

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  2. Eso no se dice... Abrazos, querido Chuy.

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