A
mí no me tocó la Revolución cubana. Cuando la descubrí durante mi adolescencia —a
principios de los años ochenta— tenía un aire de hecho consumado pero que, a la
vez, necesitaba expandirse por el resto de América Latina para afianzarse y crear
por fin ese “hombre nuevo” que pregonaba el Ché Guevara. Por ello, para mi
generación el triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional en 1979, y
su posterior lucha contra los contrarrevolucionarios financiados por el
gobierno de Ronald Reagan, fue lo que nos proveyó de motivos para pensar que nuestras
sociedades podían cambiar y nos ofreció sustancia para imaginar un futuro
resplandeciente. Después vinieron las elecciones de 1990, el gobierno de Violeta
Chamorro y el desconcierto ante un movimiento que, en aquellos años, nos
parecía que de plano se había hecho el harakiri. Además, acababa de caer el
Muro de Berlín, los cimientos de la Unión Soviética comenzaban a crujir y en
Cuba arrancaba el llamado “periodo especial”. Fue entonces que muchos de mi
edad volteamos a ver, ahora sí en serio, qué ocurría en la isla de Fidel
Castro.
Lo
que fui averiguando a través de los años difería mucho de la idea que había heredado.
Antes conocí la imagen de la Cuba de los circuitos progres y artísticos de la
Ciudad de México. Era la Cuba de las peñas, las canciones de Pablo y Silvio
(“Vivo en un país libre/cual solamente puede ser libre…”), de los festivales y
plantones solidarios, posters del Ché, gorras y chaquetas verde oliva (lo ideal
entonces era traer pinta de estar listo para irse a meter al monte en cualquier
momento). Leíamos entonces con fruición a José Martí (cuya apropiación por la
Revolución cubana siempre me pareció forzada), así como, entre otros, a Alejo
Carpentier, Nicolás Guillén, el periódico Granma
y los discursos de Fidel, siempre tan estrambóticos como estimulantes. Creer en
y apoyar a Cuba significaba en ese entonces, sobre todo, creer en la liberación
del yugo del capitalismo imperial mediante la organización popular, la
propaganda, la pureza de motivos y, llegado el caso, la lucha armada —algunos
de mis conocidos recibieron entrenamiento con guerrilleros mexicanos; otro
viajaron y se educaron en países del bloque soviético o en la misma Cuba con la
intención de regresar y contribuir a la causa en México—. El periódico La Jornada (fundado en 1984) y las
revistas Nexos (en ese entonces
identificado con el marxismo y no, como ahora, con el pri) y Proceso nos
ayudaban a reforzar esa interpretación redentorista de la Revolución. Cuba, se
sabe, era como el jovencito David quien, como se narra en I Samuel 17, fue el único entre los
israelitas que se atrevió a enfrentar al malvado gigante Goliat con sólo una
honda y cinco piedras. El propio Castro no hizo mucho por excluir estas
descripciones religiosas de la lucha que encabezaba, e incluso en más de una ocasión
se comparó a sí mismo con Cristo.
Recuerdo
que Fidel tenía entonces para muchos de nosotros un aura de titán, de coloso
magnánimo cuyos ocasionales delirios y arrebatos histriónicos no eran nada comparados
con su liderazgo en el continente y con las posibilidades que abría con su mano
dura para fundar una sociedad más justa. Sin embargo, como decía, yo no conocí la
Revolución cubana durante sus años triunfales, de manera que las gestas de los
barbudos de Sierra Maestra y de Playa Girón me parecían ya muy lejanas, en los
albores míticos —y debidamente oficializados— de la epopeya en la que tanto nos
empeñábamos en creer, y algunos comenzábamos a sentir recelos ante la estampa del
héroe revolucionario que comenzaba a envejecer, cada vez más solo en el poder,
con sus mismas fobias, sus mismas rabietas y su mismo uniforme militar. Lo
primero que no me cuadró con la imagen que heredé en mi juventud fue el hecho
innegable del exilio cubano. ¿Cuánta gente había abandonado la isla desde 1959?
Un cálculo conservador propone una cifra algo mayor a un millón de personas. Algunos
opositores al régimen se atreven a hablar de más de tres millones. Sea cual sea
la cifra real, ¿cómo era posible que tanta gente prefiriera abandonar —aun
arriesgando sus vidas— la sociedad del futuro para ir a malvivir a la Estados
Unidos, España o —peor aún— México? Y ¿por qué prácticamente nadie, ni los pobres
de Latinoamérica, buscaban emigrar hacia allá? Las imágenes y los testimonios
de los miles de balseros que se aventuraban —y que continúan aventurándose— a
cruzar el Estrecho de la Florida no podían seguirse interpretando como mera
propaganda antirrevolucionaria, ni mucho menos resultaban admisibles los
términos con que se denigraba y descalificaba —y que tristemente aún se emplea
en ciertos sectores de la izquierda— a toda esa gente: “escoria”, “lacras”,
“degenerados”, “gusanos”, “antisociales” (términos que, por cierto, no hace
mucho habían manejado con soltura otros mandones siniestros al otro lado del
Atlántico). Más tarde descubrí que ese afán por injuriar a los “escapados” tuvo
su origen durante una de las oleadas más famosas de exiliados, el éxodo de
Mariel de 1980, cuando Castro permitió la salida de todos los “elementos antisociales”
e incluso ordenó vaciar algunas cárceles de delincuentes comunes para
incluirlos en los botes de quienes partían. El estigma que ello causó en los
miles que huyeron (en total, más de 125 mil en siete meses, de los cuales se
calcula que un 15% lo constituían esos presos liberados) fue muy doloroso. Hoy,
sin embargo, la mayoría de los “marielitos” y sus descendientes viven
integrados sin problemas en la sociedad norteamericana. Independientemente de
los números, ese recurso de deshumanizar a quienes piensan o viven de manera
distinta empleando la fuerza estatal suscitó en mi mente analogías obvias con
las peores tiranías del siglo xx.
Hay
que recordar que, en aquellos años, la información nos llegaba con una lentitud
que hoy resulta pasmosa. Tampoco podíamos, como ahora, confirmar y comparar fuentes
con facilidad. Una de las primeras publicaciones que nos ofreció retratos
discordantes de lo que nosotros suponíamos un paraíso fue la revista Vuelta de Octavio Paz (también recuerdo
la importancia que tuvo para mi visión del socialismo en el mundo el encuentro
La Experiencia de la Libertad, organizado por el propio Paz y Enrique Krauze en
1990). Confieso, no sin pena, que leer Vuelta
en aquel tiempo en los círculos de izquierda no era algo para andar divulgando así
como así. Hacía tiempo que Paz había caído de la gracia del progresismo
nacional —e incluso quemado en efigie— y a muchos la apertura hacia el
escenario internacional y el liberalismo explícito del grupo de artistas e
intelectuales que rodeaban al poeta los hacía sospechosos de ser —claro está—
“proyanquis” y compinches del gobierno en turno. En todo caso, en las páginas
de Vuelta (y después de Letras Libres) fui descubriendo a los
espléndidos escritores de la disidencia cubana como Guillermo Cabrera Infante,
José Lezama Lima, Severo Sarduy, Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas. Todos
ellos, y algunos más, habían caído en desgracia en su país y muchos padecieron
los rigores de la cárcel y del exilio. Además, para mi sorpresa, ninguno era adulador
del capitalismo norteamericano. Fue así que me comencé a familiarizar con
muchos críticos (cubanos y de otras latitudes) del régimen de Castro que distaban
mucho de ser propagandistas de derecha o contrarrevolucionarios resentidos.
Reconocí lo obvio: denunciar los males en Cuba no implicaba aplaudir las
injusticias en otros lugares.
Castro
afirmó con plena seguridad que la historia lo absolvería. Pero la evaluación de
su figura, al menos en el corto plazo, enfrenta sombras difíciles de disipar. Al
paso de los años algunos comprobamos con inquietud que el Comandante en Jefe se
quedaba solo: ¿dónde quedaron Camilo Cienfuegos, Huber Matos y otros líderes del
Movimiento 26 de Julio? ¿Por qué dejó al Ché a su suerte en Bolivia? Mediante
la cárcel, el exilio, el paredón o “accidentes”, Castro eliminó
sistemáticamente cualquier viso de oposición, cualquier obstáculo para
controlar personalmente todo lo que ocurría en la isla. En poco tiempo sólo
quedaban él y Raúl, su discreto y disciplinado hermano. La “Cuba de Castro” dejaba
de ser una perífrasis para convertirse en una descripción inequívoca de lo que
ocurría en la isla. El juicio y fusilamiento del general Arnaldo Ochoa y de
otros tres militares en 1989 —acusados de narcotráfico—dejó una huella
importante en muchos de mi generación, y comprobaba la arbitrariedad del
régimen y el crudo significado de
“Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada”. Después
aprendí que el fin del idilio de muchos intelectuales del mundo con el
castrismo había comenzado años antes, en 1971, con el vergonzoso caso del poeta
Heberto Padilla, acusado de atacar en sus versos a la Revolución y obligado a
acusarse a sí mismo en público. Poco después del juicio del general Ochoa, tuvo
lugar en 1991 el Cuarto Congreso del Partido Comunista de Cuba. Castro sostuvo entonces
que la isla “antes se hundiría” que abandonar el marxismo-leninismo, y con ello
quedaba claro que enterraba cualquier posible acercamiento con la perestroika de Gorbachov que había
provocado no pocas ilusiones entre muchos de nosotros.
Tratar
de hacerse una idea del desempeño económico y social de Cuba desde fuera no es tan
fácil. Si bien hay a la mano trabajos académicos sobre el asunto —y no se diga cuantiosas
páginas en Internet dedicadas tanto a denostar como a ensalzar al régimen
cubano—, los datos de los que parten los análisis no suelen ser confiables ni
completos, y a veces no son de fácil interpretación. La evidencia anecdótica
suele confundirse con los datos “duros” y las acusaciones de falsear
información son muy frecuentes entre los interlocutores. Sin embargo, incluso
defensores tenaces del régimen cubano han tenido que admitir las carencias y
ataduras que se padecen en la isla. Lo que ocurre, nos aclaran, es que el embargo
económico impuesto por Estados Unidos ha obligado a tomar medidas de austeridad
y control político. De esta manera, el argumento basado en el embargo —que es
real, cínico e inmoral, no me cabe la menor duda— ha permitido a muchos
relativizar los graves atropellos a los derechos humanos en Cuba. No puedo
coincidir con este razonamiento. Basta echar un ojo, así sea de manera
superficial, a la historia reciente para ver que las libertades en Cuba
comenzaron a desvanecerse desde el primer año de la Revolución. Mientras que Castro
encabezaba en 1959 una importante reforma agraria, expropiaba los bienes mal habidos
durante la era de Batista y ordenaba convertir cuarteles militares en escuelas,
al mismo tiempo desaparecía organizaciones estudiantiles, cerraba todos los
periódicos no oficialistas, cooptaba los sindicatos y prohibía los partidos
políticos. También comenzó por deshacerse de cualquier posible contrapeso
político, comenzando por los personajes moderados agrupados alrededor del
gobierno de Manuel Urrutia, nombrado por los rebeldes presidente provisional de
Cuba. Todo esto ocurría poco antes del rompimiento con Estados Unidos y la
imposición del embargo económico total a la isla. Por lo demás, ¿realmente justifica
el embargo los fusilamientos, las terribles umap,
los encarcelamientos, la prohibición de salir del país, las desigualdades
económicas entre la nomenclatura y el resto de la población y, en fin, el
control sistemático por parte del Estado de la vida de los cubanos? ¿Es razón,
por ejemplo, para la persecución de homosexuales ejercida por el gobierno de
Casto —los “enfermitos” como les decía— y su reclusión en campos de trabajos
forzados? Tampoco, en el terreno económico, el embargo parece disculpar al
Comandante del voluntarismo económico que ejerció durante la era de apoyo
soviético y, después, con los petrodólares de Chávez, y que, en el mejor de los
casos, legó un país estancado y sin autonomía alimentaria.
Los cuestionables logros
en materia educativa, sanitaria y deportiva, tan cacareados por el gobierno
cubano, no son suficientes para paliar los daños que causa a su población un
régimen totalitario. Los éxitos en ésos y otros rubros de la Unión Soviética,
mucho más impresionantes que los de Cuba, no sirvieron para justificar el Gulag
ni para evitar la autodestrucción de ese sistema tiránico. Tampoco el
desarrollo económico durante la dictadura de Pinochet —menos longeva que la de
Castro y que además terminó con un plebiscito— disculpa un ápice las
atrocidades cometidas durante ese tiempo contra el pueblo chileno. No hay
bienestar posible sin libertad —ni, desde luego, libertad sin bienestar—. El
desplome del “socialismo real” fue algo más que la afortunada desaparición de
un conjunto de despotismos: fue también la despedida de muchas de nuestras
certezas, de ideas que muchos considerábamos indisputables. Comenzamos entonces
a adoptar, no sin desconcierto, otras nociones, quizá menos luminosas, como que
las libertades y los valores democráticos no admiten aplazamientos, o que combatir la pobreza era más importante que
desaparecer la desigualdad. Sobre todo, vislumbramos que existían diferencias sociales
irreductibles. No existía el dichoso fin de la historia y ciertamente no había
dictaduras benevolentes. Ante este panorama, algunos de mis amigos y yo
abandonamos definitivamente el catecismo revolucionario cubano y adquirimos una
perspectiva más bien sombría de la guerra entre los dos grandes bloques
políticos que se disputaban el mundo y nuestras mentes. Veíamos, por un lado,
el capitalismo norteamericano que empleaba la fachada de las libertades los
derechos humanos para imponer su agenda política y económica en el resto de
América; por el otro, un dictador que se defendía con la retórica antiyanqui
mientras se empeñaba en utilizar a la isla como finca personal. Y, en medio,
claro está, la gente común de Cuba que cómodamente nos habíamos empeñado en
tildar de héroes cuando en realidad ni habían elegido su situación ni, por lo
visto, muchos la deseaban. No celebramos el triunfo de ningún bando en la
guerra ideológica que llegaba a su fin con la caída de la Unión Soviética, el
descrédito de Castro y el auge del neoliberalismo. La sensación que teníamos
era más de consternación ante la perspectiva de tener que resignarnos a una
vida de consumismo atolondrado y de indiferencia hacia la suerte de nuestros
congéneres. Con todo, hubo algo que nos permitió recoger los restos del
naufragio y comenzar a imaginar otra forma de vida: éramos, digamos,
modestamente libres. Una de las primeras declaraciones del escritor Reinaldo
Arenas al llegar a la Florida tras salir de Cuba —bajo una identidad falsa y en
calidad de homosexual— fue: “La diferencia entre el sistema comunista y el
capitalista es que, aunque los dos nos dan una patada en el culo, en el
comunista te la dan y tienes que aplaudir, y en el capitalista te la dan y uno
puede gritar: yo vine aquí a gritar”. No nos había pasado por la cabeza que, en
efecto, gritar no es poca cosa.
Excelente análisis de un régimen, que a mi juicio, ni siquiera merece el tiempo que ha empleado el autor en escribir un solo párrafo, aunque comprendo que sea de gran interés general. Nada pues tendría yo que añadir, pues mi opinión es ciertamente más radical, evidentemente que en contra de este nefasto período para una tierra que cualquier español llevamos en nuestro corazón como propia y cercana, quizás la más de todas las que se hallan más allá de las fronteras que marcan esta piel de toro llamada España.
ResponderBorrarPero quiero resaltar algunos razonamientos brillantes que hace el autor. El primero de ellos es preguntarse por el motivo de por qué,siendo aquella la tierra prometida de los desheredados, ninguno de ellos quiso irse a disfrutar de aquel paraíso. El segundo es respecto a la frase castrista de "la historia me juzgará ", curiosamente casi calcada de la que dijo Hitler en los últimos momentos de su maldita vida allí en aquella ratonera que fue su búnker del Reischtag. Por último la genial frase de Reinaldo Arenas al llegar a La Florida explicando la diferencia entre una dictadura y una democracia..., absolutamente certera, que eso aquí en España bien que lo sabemos.
Mi más sinceras felicitaciones por este excelente artículo.