jueves, 18 de abril de 2019

Desobedecer



Gros, F., Desobedecer, trad. Juan Vivanco, Taurus, México, 2018, 210 pp.
 
El nuevo libro de Frédéric Gros en castellano es una buena muestra del tipo de ensayo filosófico que se quiere a la vez vivo (en el sentido de “práctico”) y docto. Con un título seductor, este trabajo ofrece un examen algo desenfocado aunque por momentos muy sugerente de la importancia —más aún, de la urgencia— de desobedecer y de desobedecernos. Se sabe: desde un punto de vista tradicionalista, la desobediencia en contextos tradicionales tiene mala prensa. Desobedecer suele implicar, en semejantes contextos, obstinación, imprudencia, egoísmo, división social. La sumisión del individuo (ante el gobierno, las instituciones religiosas, el ejército) suele emparejarse con valores como el civismo, la mansedumbre, el sacrificio propio en aras de un bien común. ¿Por qué entonces desobedecer? 
Gros intenta responder a esta pregunta a través de un recorrido histórico (algo que ya nos había ofrecido en otro libro suyo titulado Andar: Una filosofía, publicado en 2015) y de una exhortación. De la mano de Sófocles, Sócrates, Dostoievski, La Boétie, San Agustín, Rousseau, Kant, Thoreau, Arendt, Foucault y Levinas, entre varios otros, se indaga sobre los significados de la sumisión, la subordinación, el conformismo y el consentimiento (todas formas de obediencia) y varios tipos de responsabilidad: integral, absoluta, infinita y global. En medio de estos análisis, y entrelazado con ellos, encontramos el alegato de Gros en favor de la desobediencia.
Por un lado, obedecer ha sido, al menos en las sociedades modernas, origen de actitudes que van desde la apatía amodorrada hasta la complicidad asesina. Gros disecciona con acierto las fruiciones de la obediencia con el término “desresponsabilidad”. Muy distinto de la irresponsabilidad, la desresponsabilidad es “obrar, ejecutar, cumplir con la seguridad de que, en todo lo que hago, el yo no interviene, yo no soy autor de nada de lo que hace el cuerpo, de lo que calcula la mente” (p. 93). Esta pasividad encuentra fácilmente un ambiente propicio en las sociedades altamente técnicas y administradas, en las que la masificación anula la visualización de nuestros semejantes y embota nuestro sentido moral. De ahí, según Gros, la “estupidez” de un Adolf Eichmann: como menciona Hannah Arendt, no es que no se diera cuenta de lo que hacía; es que el tipo era un estúpido porque no quiso formarse un juicio propio. No se trata de un déficit, de una falta de inteligencia, sino de una renuncia voluntaria (y con efectos monstruosos) a pensar por sí mismo. 
En el núcleo del razonamiento de Gros se encuentra la idea de que hay que desobedecer para ser responsables. No se trata con ello, como suelen pregonar los profesionales de la autoestima y algunos filósofos, de ser fieles a un conjunto de valores eternos ni a nosotros mismos y con magnanimidad y semblante complacido extender la mano al necesitado. La responsabilidad en serio y, con ello, el papel ético que configura la desobediencia pasa no tanto por nuestra singularidad ni por reglas abstractas, sino por ir más allá de las convicciones y basar nuestra desobediencia en “la experiencia de ser insustituibles para los demás y ante nosotros mismos”. Hay que convencerse de que no podemos delegar nuestra responsabilidad en nadie más, ni en personajes imaginarios ni en individuos que juzgamos “más capaces” o “mejor situados”. La responsabilidad es un proceso de subjetivación en el que descubrimos lo que hay de indelegable en cada uno de nosotros. Gros nos recuerda que la formulación completa de esta ética de la responsabilidad ya la había enunciado hace más de dos mil años el eminente rabino Hillel el Sabio: “Si no soy para mí, ¿quién lo será? Si sólo soy para mí, ¿qué soy? Y si no es ahora, ¿cuándo?”
A esta experiencia de ser insustituibles van aparejadas diversas figuras de la responsabilidad, entre ellas la de la responsabilidad infinita, de lo frágil. Ésta surge cuando el otro, con su desamparo mudo o su fragilidad temblorosa, nos manda y sentimos entonces el fardo de nuestra responsabilidad irremplazable. Aquí no somos responsables ante algo que nos supera (Dios, la Sociedad, la Verdad, la Justicia, mi conciencia), sino ante alguien que es más débil, más frágil, un menesteroso. Aquí el libro de Gros gira adopta un tono moralizante al señalar que la magnitud de semejante responsabilidad no tienen la finalidad de “ayudarnos a vivir” sino de “delimitar el lugar de una verdad imposible”. Se habla entonces de “provocaciones necesarias” y  “hogueras éticas” en las que hay que estar dispuesto a quemarse (p. 165). Desde luego, no pretendo discutir aquí si en realidad ese tipo de posicionamiento ético implica un límite infranqueable del pensamiento o si no es nada más que una confusión.
Con todo y sus altibajos y algunas oscuridades (muy en el estilo francés de hoy), vale mucho la pena acercarse a esta obra de Frédéric Gros. Tiene razón, y mucha, cuando expresa su asombro ante la necesidad de justificar la desobediencia en un mundo dominado por el conformismo y las injusticias, al borde de una catástrofe descomunal. En tales circunstancias, nos dice Gros justo al inicio de su ensayo, “el problema no es la desobediencia, el problema es la obediencia”.


lunes, 15 de abril de 2019

Tedium Vitae



¿Qué es el aburrimiento? Todos nos aburrimos. Unos más, otros menos, nadie escapa del ocasional agobio que trae consigo el tedio. Tener que hacer fila para un trámite o conversar sobre el clima son fuentes populares de aburrimiento, pero muchas veces el temible padecimiento reviste formas más idiosincrásicas (por ejemplo: las fiestas infantiles o los domingos de fútbol). Sin embargo, una cosa es aburrirse con algo, con la repetición de una actividad o situación tediosa, y otra muy distinta es estar aburrido, así, en general. El filósofo noruego Lars Svendsen llama con tino tedio situacional al primero y tedio existencial al segundo. Muchos estudiosos opinan que esto de andar aplatanados por la vida (el tedio existencial) es un privilegio de nosotros, los modernos. Pero, ¿acaso no se aburrían los antiguos?

De acuerdo con los doctos, quienes se aburrían en serio en tiempos remotos eran los clérigos y los nobles. Según esto, la gente del común, demasiado ocupada todo el tiempo en seguir viva, al parecer no tenía tiempo para semejante excentricidad. Así que los hastiados de tiempo completo eran los inmersos en sus propios espíritus o en el ocio que otorgaba estatus social. Es en estos estratos donde podemos encontrar los orígenes remotos de nuestro hoy tan democrático aburrimiento.

Aquí va un ejemplo. Se cuenta que, entre los siglos III y IV, el demonio de la acedia visitaba hacia el mediodía a los monjes anacoretas en los desiertos de Siria y Egipto. La soledad, el encierro y el calor agobiante hacían difícil la oración y el brío espiritual cedía lentamente a la pereza, al hastío, al sueño y a los pensamientos impuros. Según el asceta Evagrio Póntico (345–399), “El ojo del acedioso se fija en las ventanas continuamente y su mente imagina que llegan visitas […] bosteza mucho […] y, quitando la mirada del libro, la fija en la pared […] y cae en un sueño no muy profundo, y luego, poco después, el hambre le despierta el alma con sus preocupaciones.” Hoy nos repelen los retiros y nuestros demonios son otros, pero cualquiera puede reconocer en la descripción de las tribulaciones de estos monjes algunos de los rasgos de lo que se considera nuestra forma moderna de padecer el hastío.

De manera sintomática, a partir del siglo XVII las cavilaciones sobre el aburrimiento comienzan a multiplicarse. Ofrezco sólo algunos hitos: para Pascal, echamos mano desesperadamente de diversiones y distracciones para evitar quedarnos solos con nosotros mismos y aburrirnos. El tedio es la condición natural de las personas. Sin Dios, todo es ennui. Con talante prusiano, Kant despacha el asunto más rápidamente: para evitar el aburrimiento, nos exhorta a encontrar alguna ocupación de provecho. Kierkegaard sugiere que, como Dios se aburría, creó al hombre; con mayor patetismo, Schopenhauer piensa que el aburrimiento es la sensación de la futilidad de la existencia, y Heidegger nos pide que nos aburramos, pues el Langeweile nos permite acceder al sentido del Ser.

Desde luego, la tipología del aburrimiento se ha nutrido mucho de la literatura. La mayoría de los grandes escritores rusos desde Pushkin hasta Chejov han ofrecido retratos perdurables del llamado “hombre superfluo”, varón noble que combina talento, desdén, cinismo y un terrible aburrimiento. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, a Eugenio Onéguin o a Gregorio Pechorin? Y, claro, también destaca el célebre y grandísimo perezoso Oblómov, personaje central de la obra de Goncharov que Enrique Vila-Matas calificó de “la mejor novela que se ha escrito sobre la ociosidad”. Pero, aparte de sus relatos y poemas, los escritores también han ofrecido sus propias disquisiciones sobre el fenómeno que nos ocupa: Pessoa, además de llamar al aburrimiento una “niebla del espíritu”, “una borrachera de no ser nada”, nos explica con agudeza que el tedio “pesa más cuando no tiene la disculpa de la inercia. El tedio de los grandes esforzados es el peor de todos.” Y ya antes Flaubert había distinguido, con su habitual precisión, entre el “tedio común” y el “tedio moderno”.

Pienso que David Foster Wallace se une sin reparos con El rey pálido, su novela póstuma, a esta muy ilustre tradición obsesionada por el tedio de la vida. En un mundo sin Dios ni consuelos metafísicos, hiperconectado, burocratizado, inundado de información y en el que toda idea de felicidad apunta hacia el mostrador de una tienda, el autor explora el aburrimiento en su forma más letal: disecciona en más de 500 páginas bien apretadas las vidas y actividades rutinarias de un grupo de empleados de la Agencia Tributaria de Peoria, Illinois. Hay ecos de Pascal y de los monjes del desierto (a quienes, de hecho, menciona en la novela) en su tratamiento del tedio; hay también miradas duras sobre el individualismo, el éxito y otros fetiches de la cultura norteamericana. Pero hay, sobre todo, a través de la aridez de un relato centrado en los pormenores del sistema tributario y de las motivaciones de quienes trabajan para él, un retrato despiadado de la llanura de la vida contemporánea y el doloroso, insufrible aburrimiento que la sustenta.  


El rey pálido no es una lectura fácil, y quizá lo más sorprendente sea que la obra en sí funciona en forma deliberada como un dispositivo… para aburrir al lector. En efecto, Foster Wallace no se contenta con hacernos contemplar el hastío profundo de sus personajes; quiere que lo vivamos con su novela. Es cierto que pueden encontrarse en sus páginas el humor y la agudeza característicos de su autor, salpicado además aquí y allá con pasajes sencillamente luminosos. Pero hay que luchar también con cientos de páginas con descripciones fatigosas de conceptos, rutinas y jerarquías del mundo de los impuestos que, con seguridad, amilanan incluso a lectores muy experimentados. Para complicar el asunto, el relato ofrece un carácter en extremo fragmentario, polifónico y muchas veces al parecer inconexo, en parte debido a que el autor ni terminó de escribirla ni terminó de ordenarla (esas labores corrieron a cargo del editor Michael Pietsch). En buena medida, y como la anterior Broma infinita, el autor sabotea su propia creación pantagruélica y muestra la imposibilidad de decir algo grandioso en formatos tradicionales. Y, sin embargo, lo dice.

Hay algo más, y que quizá sea la verdadera aportación de Foster Wallace a la tradición del aburrimiento. Y es que el autor propone algo así como el único remedio posible al aburrimiento en las sociedades contemporáneas: dejar de huir patéticamente de él y, con un movimiento inverso, entregarnos apasionadamente a aquello que más nos aburre (y que de cualquier forma hemos de enfrentar). No se trata de una vuelta a una ética protestante o a la rudeza del self-made man, sino a una especie de voluntarismo nietzscheano en el que es posible alcanzar el éxtasis y la gratitud por estar vivos en el abandono y la concentración disciplinada e intensa en las cosas menos interesantes y cautivadoras. Al parecer no hay Übermenschen en esta concepción, pero cabe el heroísmo verdadero, el de aquellos que, solos en su puesto de trabajo, son capaces durante minutos, horas, semanas y años “de ejercer la probidad y la meticulosidad en silencio, con precisión y sensatez: sin que nadie los vea ni aplauda. Así es el mundo”. Desde luego, el suicidio del propio Foster Wallace en 2008 es un elemento a considerar en cualquier ponderación de esta propuesta singular.