lunes, 12 de diciembre de 2016

Recuerdos de Fidel



A mí no me tocó la Revolución cubana. Cuando la descubrí durante mi adolescencia —a principios de los años ochenta— tenía un aire de hecho consumado pero que, a la vez, necesitaba expandirse por el resto de América Latina para afianzarse y crear por fin ese “hombre nuevo” que pregonaba el Ché Guevara. Por ello, para mi generación el triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional en 1979, y su posterior lucha contra los contrarrevolucionarios financiados por el gobierno de Ronald Reagan, fue lo que nos proveyó de motivos para pensar que nuestras sociedades podían cambiar y nos ofreció sustancia para imaginar un futuro resplandeciente. Después vinieron las elecciones de 1990, el gobierno de Violeta Chamorro y el desconcierto ante un movimiento que, en aquellos años, nos parecía que de plano se había hecho el harakiri. Además, acababa de caer el Muro de Berlín, los cimientos de la Unión Soviética comenzaban a crujir y en Cuba arrancaba el llamado “periodo especial”. Fue entonces que muchos de mi edad volteamos a ver, ahora sí en serio, qué ocurría en la isla de Fidel Castro.

Lo que fui averiguando a través de los años difería mucho de la idea que había heredado. Antes conocí la imagen de la Cuba de los circuitos progres y artísticos de la Ciudad de México. Era la Cuba de las peñas, las canciones de Pablo y Silvio (“Vivo en un país libre/cual solamente puede ser libre…”), de los festivales y plantones solidarios, posters del Ché, gorras y chaquetas verde oliva (lo ideal entonces era traer pinta de estar listo para irse a meter al monte en cualquier momento). Leíamos entonces con fruición a José Martí (cuya apropiación por la Revolución cubana siempre me pareció forzada), así como, entre otros, a Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, el periódico Granma y los discursos de Fidel, siempre tan estrambóticos como estimulantes. Creer en y apoyar a Cuba significaba en ese entonces, sobre todo, creer en la liberación del yugo del capitalismo imperial mediante la organización popular, la propaganda, la pureza de motivos y, llegado el caso, la lucha armada —algunos de mis conocidos recibieron entrenamiento con guerrilleros mexicanos; otro viajaron y se educaron en países del bloque soviético o en la misma Cuba con la intención de regresar y contribuir a la causa en México—. El periódico La Jornada (fundado en 1984) y las revistas Nexos (en ese entonces identificado con el marxismo y no, como ahora, con el pri) y Proceso nos ayudaban a reforzar esa interpretación redentorista de la Revolución. Cuba, se sabe, era como el jovencito David quien, como se narra en I Samuel 17, fue el único entre los israelitas que se atrevió a enfrentar al malvado gigante Goliat con sólo una honda y cinco piedras. El propio Castro no hizo mucho por excluir estas descripciones religiosas de la lucha que encabezaba, e incluso en más de una ocasión se comparó a sí mismo con Cristo.

Recuerdo que Fidel tenía entonces para muchos de nosotros un aura de titán, de coloso magnánimo cuyos ocasionales delirios y arrebatos histriónicos no eran nada comparados con su liderazgo en el continente y con las posibilidades que abría con su mano dura para fundar una sociedad más justa. Sin embargo, como decía, yo no conocí la Revolución cubana durante sus años triunfales, de manera que las gestas de los barbudos de Sierra Maestra y de Playa Girón me parecían ya muy lejanas, en los albores míticos —y debidamente oficializados— de la epopeya en la que tanto nos empeñábamos en creer, y algunos comenzábamos a sentir recelos ante la estampa del héroe revolucionario que comenzaba a envejecer, cada vez más solo en el poder, con sus mismas fobias, sus mismas rabietas y su mismo uniforme militar. Lo primero que no me cuadró con la imagen que heredé en mi juventud fue el hecho innegable del exilio cubano. ¿Cuánta gente había abandonado la isla desde 1959? Un cálculo conservador propone una cifra algo mayor a un millón de personas. Algunos opositores al régimen se atreven a hablar de más de tres millones. Sea cual sea la cifra real, ¿cómo era posible que tanta gente prefiriera abandonar —aun arriesgando sus vidas— la sociedad del futuro para ir a malvivir a la Estados Unidos, España o —peor aún— México? Y ¿por qué prácticamente nadie, ni los pobres de Latinoamérica, buscaban emigrar hacia allá? Las imágenes y los testimonios de los miles de balseros que se aventuraban —y que continúan aventurándose— a cruzar el Estrecho de la Florida no podían seguirse interpretando como mera propaganda antirrevolucionaria, ni mucho menos resultaban admisibles los términos con que se denigraba y descalificaba —y que tristemente aún se emplea en ciertos sectores de la izquierda— a toda esa gente: “escoria”, “lacras”, “degenerados”, “gusanos”, “antisociales” (términos que, por cierto, no hace mucho habían manejado con soltura otros mandones siniestros al otro lado del Atlántico). Más tarde descubrí que ese afán por injuriar a los “escapados” tuvo su origen durante una de las oleadas más famosas de exiliados, el éxodo de Mariel de 1980, cuando Castro permitió la salida de todos los “elementos antisociales” e incluso ordenó vaciar algunas cárceles de delincuentes comunes para incluirlos en los botes de quienes partían. El estigma que ello causó en los miles que huyeron (en total, más de 125 mil en siete meses, de los cuales se calcula que un 15% lo constituían esos presos liberados) fue muy doloroso. Hoy, sin embargo, la mayoría de los “marielitos” y sus descendientes viven integrados sin problemas en la sociedad norteamericana. Independientemente de los números, ese recurso de deshumanizar a quienes piensan o viven de manera distinta empleando la fuerza estatal suscitó en mi mente analogías obvias con las peores tiranías del siglo xx.

Hay que recordar que, en aquellos años, la información nos llegaba con una lentitud que hoy resulta pasmosa. Tampoco podíamos, como ahora, confirmar y comparar fuentes con facilidad. Una de las primeras publicaciones que nos ofreció retratos discordantes de lo que nosotros suponíamos un paraíso fue la revista Vuelta de Octavio Paz (también recuerdo la importancia que tuvo para mi visión del socialismo en el mundo el encuentro La Experiencia de la Libertad, organizado por el propio Paz y Enrique Krauze en 1990). Confieso, no sin pena, que leer Vuelta en aquel tiempo en los círculos de izquierda no era algo para andar divulgando así como así. Hacía tiempo que Paz había caído de la gracia del progresismo nacional —e incluso quemado en efigie— y a muchos la apertura hacia el escenario internacional y el liberalismo explícito del grupo de artistas e intelectuales que rodeaban al poeta los hacía sospechosos de ser —claro está— “proyanquis” y compinches del gobierno en turno. En todo caso, en las páginas de Vuelta (y después de Letras Libres) fui descubriendo a los espléndidos escritores de la disidencia cubana como Guillermo Cabrera Infante, José Lezama Lima, Severo Sarduy, Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas. Todos ellos, y algunos más, habían caído en desgracia en su país y muchos padecieron los rigores de la cárcel y del exilio. Además, para mi sorpresa, ninguno era adulador del capitalismo norteamericano. Fue así que me comencé a familiarizar con muchos críticos (cubanos y de otras latitudes) del régimen de Castro que distaban mucho de ser propagandistas de derecha o contrarrevolucionarios resentidos. Reconocí lo obvio: denunciar los males en Cuba no implicaba aplaudir las injusticias en otros lugares.

Castro afirmó con plena seguridad que la historia lo absolvería. Pero la evaluación de su figura, al menos en el corto plazo, enfrenta sombras difíciles de disipar. Al paso de los años algunos comprobamos con inquietud que el Comandante en Jefe se quedaba solo: ¿dónde quedaron Camilo Cienfuegos, Huber Matos y otros líderes del Movimiento 26 de Julio? ¿Por qué dejó al Ché a su suerte en Bolivia? Mediante la cárcel, el exilio, el paredón o “accidentes”, Castro eliminó sistemáticamente cualquier viso de oposición, cualquier obstáculo para controlar personalmente todo lo que ocurría en la isla. En poco tiempo sólo quedaban él y Raúl, su discreto y disciplinado hermano. La “Cuba de Castro” dejaba de ser una perífrasis para convertirse en una descripción inequívoca de lo que ocurría en la isla. El juicio y fusilamiento del general Arnaldo Ochoa y de otros tres militares en 1989 —acusados de narcotráfico—dejó una huella importante en muchos de mi generación, y comprobaba la arbitrariedad del régimen y el crudo significado de  “Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada”. Después aprendí que el fin del idilio de muchos intelectuales del mundo con el castrismo había comenzado años antes, en 1971, con el vergonzoso caso del poeta Heberto Padilla, acusado de atacar en sus versos a la Revolución y obligado a acusarse a sí mismo en público. Poco después del juicio del general Ochoa, tuvo lugar en 1991 el Cuarto Congreso del Partido Comunista de Cuba. Castro sostuvo entonces que la isla “antes se hundiría” que abandonar el marxismo-leninismo, y con ello quedaba claro que enterraba cualquier posible acercamiento con la perestroika de Gorbachov que había provocado no pocas ilusiones entre muchos de nosotros.

Tratar de hacerse una idea del desempeño económico y social de Cuba desde fuera no es tan fácil. Si bien hay a la mano trabajos académicos sobre el asunto —y no se diga cuantiosas páginas en Internet dedicadas tanto a denostar como a ensalzar al régimen cubano—, los datos de los que parten los análisis no suelen ser confiables ni completos, y a veces no son de fácil interpretación. La evidencia anecdótica suele confundirse con los datos “duros” y las acusaciones de falsear información son muy frecuentes entre los interlocutores. Sin embargo, incluso defensores tenaces del régimen cubano han tenido que admitir las carencias y ataduras que se padecen en la isla. Lo que ocurre, nos aclaran, es que el embargo económico impuesto por Estados Unidos ha obligado a tomar medidas de austeridad y control político. De esta manera, el argumento basado en el embargo —que es real, cínico e inmoral, no me cabe la menor duda— ha permitido a muchos relativizar los graves atropellos a los derechos humanos en Cuba. No puedo coincidir con este razonamiento. Basta echar un ojo, así sea de manera superficial, a la historia reciente para ver que las libertades en Cuba comenzaron a desvanecerse desde el primer año de la Revolución. Mientras que Castro encabezaba en 1959 una importante reforma agraria, expropiaba los bienes mal habidos durante la era de Batista y ordenaba convertir cuarteles militares en escuelas, al mismo tiempo desaparecía organizaciones estudiantiles, cerraba todos los periódicos no oficialistas, cooptaba los sindicatos y prohibía los partidos políticos. También comenzó por deshacerse de cualquier posible contrapeso político, comenzando por los personajes moderados agrupados alrededor del gobierno de Manuel Urrutia, nombrado por los rebeldes presidente provisional de Cuba. Todo esto ocurría poco antes del rompimiento con Estados Unidos y la imposición del embargo económico total a la isla. Por lo demás, ¿realmente justifica el embargo los fusilamientos, las terribles umap, los encarcelamientos, la prohibición de salir del país, las desigualdades económicas entre la nomenclatura y el resto de la población y, en fin, el control sistemático por parte del Estado de la vida de los cubanos? ¿Es razón, por ejemplo, para la persecución de homosexuales ejercida por el gobierno de Casto —los “enfermitos” como les decía— y su reclusión en campos de trabajos forzados? Tampoco, en el terreno económico, el embargo parece disculpar al Comandante del voluntarismo económico que ejerció durante la era de apoyo soviético y, después, con los petrodólares de Chávez, y que, en el mejor de los casos, legó un país estancado y sin autonomía alimentaria.

Los cuestionables logros en materia educativa, sanitaria y deportiva, tan cacareados por el gobierno cubano, no son suficientes para paliar los daños que causa a su población un régimen totalitario. Los éxitos en ésos y otros rubros de la Unión Soviética, mucho más impresionantes que los de Cuba, no sirvieron para justificar el Gulag ni para evitar la autodestrucción de ese sistema tiránico. Tampoco el desarrollo económico durante la dictadura de Pinochet —menos longeva que la de Castro y que además terminó con un plebiscito— disculpa un ápice las atrocidades cometidas durante ese tiempo contra el pueblo chileno. No hay bienestar posible sin libertad —ni, desde luego, libertad sin bienestar—. El desplome del “socialismo real” fue algo más que la afortunada desaparición de un conjunto de despotismos: fue también la despedida de muchas de nuestras certezas, de ideas que muchos considerábamos indisputables. Comenzamos entonces a adoptar, no sin desconcierto, otras nociones, quizá menos luminosas, como que las libertades y los valores democráticos no admiten aplazamientos, o que  combatir la pobreza era más importante que desaparecer la desigualdad. Sobre todo, vislumbramos que existían diferencias sociales irreductibles. No existía el dichoso fin de la historia y ciertamente no había dictaduras benevolentes. Ante este panorama, algunos de mis amigos y yo abandonamos definitivamente el catecismo revolucionario cubano y adquirimos una perspectiva más bien sombría de la guerra entre los dos grandes bloques políticos que se disputaban el mundo y nuestras mentes. Veíamos, por un lado, el capitalismo norteamericano que empleaba la fachada de las libertades los derechos humanos para imponer su agenda política y económica en el resto de América; por el otro, un dictador que se defendía con la retórica antiyanqui mientras se empeñaba en utilizar a la isla como finca personal. Y, en medio, claro está, la gente común de Cuba que cómodamente nos habíamos empeñado en tildar de héroes cuando en realidad ni habían elegido su situación ni, por lo visto, muchos la deseaban. No celebramos el triunfo de ningún bando en la guerra ideológica que llegaba a su fin con la caída de la Unión Soviética, el descrédito de Castro y el auge del neoliberalismo. La sensación que teníamos era más de consternación ante la perspectiva de tener que resignarnos a una vida de consumismo atolondrado y de indiferencia hacia la suerte de nuestros congéneres. Con todo, hubo algo que nos permitió recoger los restos del naufragio y comenzar a imaginar otra forma de vida: éramos, digamos, modestamente libres. Una de las primeras declaraciones del escritor Reinaldo Arenas al llegar a la Florida tras salir de Cuba —bajo una identidad falsa y en calidad de homosexual— fue: “La diferencia entre el sistema comunista y el capitalista es que, aunque los dos nos dan una patada en el culo, en el comunista te la dan y tienes que aplaudir, y en el capitalista te la dan y uno puede gritar: yo vine aquí a gritar”. No nos había pasado por la cabeza que, en efecto, gritar no es poca cosa.

jueves, 7 de julio de 2016

Alles Gute zum Geburtstag Gustav Mahler!




Hoy, 7 de julio, toca recordar a Gustav Mahler, nacido hace 156 años en un pueblito de Bohemia. Se me ocurre entonces solemnizar la ocasión con su tercera sinfonía, escrita entre 1893 y 1896. Es una tarde deliciosa, fresca y sin lluvia, y se presta para escuchar con atención. Un buen café con piquete y a darle… Con sus seis movimientos, la tercera es la sinfonía más larga del compositor y, junto con la octava, la que menos se interpreta en vivo, en buena medida por la gran cantidad de músicos y cantantes que exige sobre el escenario y porque representa un verdadero desafío para cualquier director de orquesta. No hay partitura de Mahler que sea sencilla de ejecutar, pero sospecho que la primera de sus obras que zozobra en manos, no digamos inexpertas, sino insuficientemente talentosas, es esta tercera sinfonía.

Claro, a la música de Mahler siempre se le criticó su carácter excesivo, tanto por la longitud de sus obras como por lo recargado de su dramatismo. En vida fue objeto de muchas burlas por estos motivos y muchos se cebaron en sus sinfonías, a las que calificaron de vulgares, ruidosas,  mareantes y egocéntricas. Como se sabe, Mahler pretendía abarcarlo todo: la naturaleza, el humor, el horror de la guerra, el amor, la muerte y lo sagrado. Sus detractores pensaban que a lo sumo exhibía lastimosamente sus propias penas. Tras escuchar la tercera sinfonía, un crítico encrespado  sugirió que al autor de semejante monstruosidad había que echarle al menos dos años de cárcel.



¿Cómo escuchar esta amalgama de más de hora y media de duración de fanfarrias, tonadas siniestras, marchas tempestuosas, melodías sublimes, parodias, arrebatos de tristeza y encuentros con lo luminoso? Entre el público durante el estreno en Viena se encontraba Arnold Schönberg, quien esbozó con entusiasmo sus impresiones: “Sentí el esfuerzo por encontrar una ilusión; sentí el dolor de alguien desilusionado; experimenté la contienda entre las fuerzas del bien y del mal; escuché la voz de un hombre atormentado esforzándose por alcanzar una armonía interior. Sentí a un ser humano, presencié un drama. Y vislumbré la verdad, ¡la verdad más despiadada!”. Está claro que para Schönberg no hay  disociación que valga entre el compositor que confesaba sus cuitas y el que forjaba obras de una validez universal.

Una pista para quien se aproxima a esta composición gigantesca se encuentra en una carta del propio Mahler en la que expone los títulos de las (originalmente) siete secciones que constituirían su sinfonía:

1.      Entra el verano.
2.      Lo que me dicen las flores en la pradera.
3.      Lo que me dicen las criaturas en el bosque.
4.      Lo que me dice la noche (la Humanidad).
5.      Lo que me dicen las campanas de la mañana (los ángeles).
6.      Lo que me dice el amor.
7.      Lo que me dice el niño.

Mahler se desentendió muy pronto de estos títulos quizá porque deseaba que su sinfonía se defendiera sólo por sus virtudes musicales. Sin embargo, podemos usarlos y después, como la escalera de Wittgenstein, desecharlos. Son una especie de “manifiesto filosófico” del compositor y creo que orientan bastante. Esbozan además una especie de travesía espiritual, de lo inanimado de las fuerzas naturales a la vida ultraterrena vista desde la inocencia infantil. La música evoca de manera muy fuerte cada uno de estos motivos. Por ejemplo, el verano que irrumpe con fuerza suena con un brioso motivo al corno. Se trata de una de esos temas que basta escuchar una vez para jamás olvidarlos:



El cuarto movimiento (el que representaría a la humanidad) es una canción desoladora para mezzosoprano con letra de Nietzsche, un extracto de Así habló Zaratustra. Desde la profundidad de la medianoche se nos recuerda el dolor que colma el mundo y carácter pasajero de placer. El quinto movimiento irrumpe con un coro de niños que anuncian la felicidad celestial y lo que hay que hacer para obtenerla.

Otra estrategia para hincarle el diente a esta partitura es escuchar primero el sexto y último movimiento. Es un adagio arrebatador, sumamente intenso y demandante para el oyente (y que pide una enorme concentración del director y los ejecutantes). Su belleza se compara sin dificultades al mucho más famoso adagietto de la quinta sinfonía. Retoma además trazos de la música de todos los movimientos anteriores, cosa que nos ayuda mucho para volver a escuchar la sinfonía desde el principio y percibir con mayor nitidez el amplísimo arco con en el que se desarrolla. Mahler no compuso nunca el séptimo movimiento que mencionaba en la carta que cité. ¿Debemos entender entonces la música del sexto movimiento como la expresión del amor? O ¿se alude en él también a la visión del cielo prometido en el quinto movimiento? Quizá se trate de una combinación de ambos motivos (aunque el compositor desarrollará la visión beatífica con amplitud y sin ambages en su siguiente sinfonía, es decir, en la cuarta). Mahler no fue en absoluto un religioso convencional. Sin embargo, su búsqueda de lo absoluto lo llevó a reverenciar lo sagrado. Como epígrafe al adagio final de la tercera sinfonía, escribió: “Padre, ¡contempla mis heridas! ¡Que no se pierda ninguna criatura!” Como aseguraba Schönberg,  el drama de Mahler no es otro que el drama de la verdad. El drama de cualquiera.

Termino la sesión y ya es de noche. El adagio mereció una doble escucha (al principio, y otra vez al final, tal como les recomiendo). El esfuerzo es grande pero la recompensa es mucha. El silencio aturde. Y mientras me dura el vuelo nada parece desvaído. Todo se ilumina.



Aquí puede verse y escucharse el último movimiento de la tercer con Claudio Abbado y la Filarmónica de Berlín en el Teatro Comunale di Ferrara (1998): 

https://www.youtube.com/watch?v=3nihShVyqVE

Y para los inciados, la versión completa: 

https://www.youtube.com/watch?v=t-Sqn5IsZ0s 


martes, 5 de julio de 2016

México racista


México racista. Una denuncia es el último libro de Federico Navarrete, recién publicado por Grijalbo en mayo pasado. He seguido con atención y provecho algunos de los trabajos anteriores de este historiador (nacido en la Ciudad de México en 1964) y he podido corroborar los esfuerzos que ha dedicado para desmontar algunos de los mitos que a través de la historia oficial (y muchas veces desde la academia) han asentado la imagen de lo que supuestamente constituye nuestra identidad cultural y racial como mexicanos. Por ejemplo, ha dirigido sus baterías contra el mito de la visión monolítica del pasado indígena en <file:///C:/Users/pcc/Downloads/Navarrete,RuinasyEstado.pdf> y ha cuestionado la idea simplista y tan arraigada entre nosotros de que “nos conquistaron los españoles” en <http://www.letraslibres.com/revista/letrillas/quien-conquisto-mexico>. En casi todos los escritos de Navarrete que conozco, la estrategia que se emplea consiste en tomar algún motivo común del repertorio de la mexicanidad para mostrar su contingencia histórica, su inadecuación como imagen y los intereses políticos que lo idearon y sustentan. Sin embargo, el autor no se conforma con eso, y a menudo nos regala descripciones, análisis, relatos y testimonios que nos permiten vislumbrar esa diversidad que constituye nuestra verdadera realidad como país y que tanto trabajo nos cuesta reconocer y valorar (<file:///C:/Users/pcc/Downloads/Navarrete,Relacionesinter%C3%A9tnicas.pdf >).

En México racista Navarrete nos ofrece en nueve ágiles capítulos una caracterización de nuestro racismo, sus causas, rostros múltiples, efectos y los “caminos” para comenzar a liberarnos de él. Quisiera destacar sólo un par de aspectos de este libro que considero valioso por la gravedad del problema que aborda y fértil para una discusión amplia, más allá de los circuitos académicos. El primero es el énfasis que el autor concede a las consecuencias del racismo en México, pues aunque se esmera en presentar a lo largo de su ensayo un muestrario de los diversos racismos que inundan nuestro paisaje social en los medios de comunicación, en los espacios públicos, laborales, familiares y en muchos de nuestros exabruptos, burlas y desplantes pretendidamente humorísticos, considera que el problema ahora no es tanto que neguemos que exista racismo en nuestro país, sino que tendamos a minimizar su importancia. Coincido con este dictamen. En mi experiencia académica y como participante en diversos foros sobre el asunto encuentro que rara vez se escucha a personas que nieguen de manera tajante la discriminación racial en nuestro país, aunque no es infrecuente que se subestimen sus efectos e incluso se establezcan comparaciones que supuestamente nos favorecen, como la inexistencia en México de leyes raciales o de un apartheid o la idea tan condescendiente de que, a diferencia de nuestros vecinos del norte, aquí no exterminamos a “nuestros” indígenas, sino que nos “mezclamos” con ellos. Contra nociones de este tipo, Navarrete nos recuerda las múltiples formas en que “nuestro racismo es racista” y cómo dista mucho de ser un mero asunto privado, una mera apreciación subjetiva y finalmente inocua. Nos recuerda cómo, por ejemplo, se trata de un factor social, ampliamente extendido, que acentúa la desigualdad económica y los azotes que la acompañan (desnutrición, falta de educación, marginación laboral, etc.). Además, la asociación de la pobreza con la piel morena hace que tendamos a considerar esa condición social como algo natural o inevitable de ciertos grupos humanos. “Si la mayoría de los morenos son pobres y la mayor parte de los pobres son morenos, no es difícil pensar que esa condición es inherente a su aspecto físico, a su forma de ser y de vivir” (p. 90). De ahí que sea una justificación para la marginación de muchísimas personas, a las que se considera que “son ignorantes, son flojos, son ‘nacos’, tienen menos capacidades que los blancos ricos” (p. 90). Dos de los trabajos recientes que cita el autor en relación con este asunto son uno de Rosario Aguilar sobre la exclusión social y política por motivos de apariencia física <http://www.libreriacide.com/librospdf/DTEP-230.pdf> y otro sobre discriminación en el ámbito laboral de Eva Arceo Gómez y Raymundo Campos Vázquez <http://cee.colmex.mx/documentos/documentos-de-trabajo/2013/dt20133.pdf>.

Sin embargo, a juicio del autor, la manifestación más aterradora del desprecio racista en nuestro país tiene que ver con la “invisibilización” de los mexicanos de piel más oscura que “ha facilitado que cientos de miles de nuestros compatriotas hayan sido asesinados, desaparecidos, torturados y secuestrados en las últimas décadas” (p. 23). Todos hemos escuchado (y acaso proferido o pensado) comentarios que pretenden de manera torpe y odiosa atenuar el horror de los crímenes que nos agobian: si los muertos son inmigrantes centroamericanos o habitantes de las comunidades rurales, “eran indios”; si narcotraficantes, “es que se matan entre ellos”; si obreras de Ciudad Juárez, “andaban de putas”. En todos los casos, el racismo mexicano, lejos de ser una variante benigna de este mal, prepara para la violencia al establecer pautas de percepción cultural según las cuales hay grupos que son intrínsecamente superiores a otros para el cultivo de una vida “civilizada” y coherente con una sociedad moderna. Por otro lado, hay grupos que simplemente no encajan en este proyecto y que al parecer prefieren matarse entre sí o vivir sumidos en la pobreza y la ignominia. No son dignos de la misma lástima, del mismo dolor y escándalo que nos produce  el asesinato y la humillación de individuos de otros grupos humanos en nuestro país (y, como se ha visto, de otros países). Por estos días no es difícil encontrar en las redes sociales ejemplos aborrecibles de esta forma de anulación y criminalización de las personas y de sus aspiraciones en quienes se empeñan en descalificar a los maestros de la CNTE con epítetos como “sureños”, “oaxaquitas”, “resentidos”, “terroristas” o “guarachudos”. En este sentido, destaca el capítulo con el que Navarrete inicia su ensayo sobre los normalistas en Ayotzinapa  y que muestra cómo un campaña vigorosa y bien coordinada puede impedir, como se logró en este caso, la invisibilización y criminalización de las víctimas.

La segunda idea de Federico Navarrete que deseo destacar es su tesis de que “Mientras los mexicanos nos sigamos creyendo mestizos, no podremos dejar de ser racistas” (p. 137). Sospecho que este parecer tiene mucho de verdad. El autor apela a la historia para mostrarnos que, a diferencia de lo que pide que creamos la “leyenda del mestizaje”, los mexicanos no somos producto de una mezcla “racial” ni “cultural”, “sino de un cambio político y social que creó una nueva identidad” (p. 130) y que el autor propone llamar la “gran confluencia”. Más aún, nos explica que tal identidad era más afín a la cultura occidental de las élites criollas que de las identidades indígenas, africanas y de otros tipos que convivían en nuestro territorio durante el virreinato. Ya en el siglo XX, la ideología del mestizaje, lejos de ser un factor unificador del país y reflejo de nuestra realidad cultural, es para Navarrete “una fantasía narcisista de las élites que sirven para cimentar su propia posición de privilegio en la sociedad nacional. A partir de ella construyen una visión parcial de nuestro pasado, una concepción racista de nuestro presente y dibujan un futuro imposible que sólo ellos conocen” (p. 168).

Para el autor resulta imperativo dejar de hablar de mestizaje para referirnos a las diversas transformaciones sociales y culturales que han desembocado en la pluralidad de nuestro país, ya que semejante reducción a una dimensión biológica no sólo resulta ser falso, sino que además disimula “las profundas contradicciones y violencia que acompañaron a esta confluencia: las guerras y las matanzas, los despojos y la explotación, la discriminación y la exclusión, la imposición intolerante de una cultura que se definía superior y que devaluaba y buscaba destruir todas las otras tradiciones culturales, la persecución de quienes pensaban diferente” (p. 135). ¿Cuáles son esas otras culturas que, vistas desde la leyenda del mestizaje, no se consideran “propiamente” mexicanas”? En primer lugar, las muy diversas culturas indígenas del presente, pero también los afromexicanos, los mexicanos de ascendencia asiática, libanesa, judía, estadounidense, los menonitas, todas nuestras diversas identidades regionales…

Así, lo imprescindible sería “desracializar” nuestra identidad, hacer “visibles a los invisibles” y darnos cuenta (por fin) de que de lo que se trata es de “que cada vida importe, sin importar el color de la piel ni el origen socioeconómico, ni el género, ni la preferencia sexual, ni la identidad étnica” (p. 184) y construir “refugios seguros donde podamos reconocernos como conciudadanos no a pesar sino a partir de nuestras diferencias” (p. 186). Tarea ardua la que nos aguarda, tan acostumbrados como estamos aún de hablar sin empacho de razas, autenticidades, futuros modernos, raíces y Méxicos “profundos” y “superficiales”. El libro de Navarrete resulta polémico en algunos aspectos (por ejemplo, en ciertos ejemplos de racismo que el autor aduce y que no he mencionado aquí) y se echa de menos por momentos análisis más detallados (como, por citar dos casos, en su sumarísima explicación del nacimiento del racismo o en su atribución al “neoliberalismo”, sin mayores especificaciones, de una serie de males relacionados con el racismo en la actualidad). Sin embargo, ésos no son sino detalles menores y que quizá resultan de elecciones muy conscientes del autor para mantener su ensayo en un nivel menos técnico (cosa agradecible) y con el carácter de “denuncia” que se anuncia en el subtítulo. Lo que importa es que Federico Navarrete nos presenta en su libro un diagnóstico y una crítica moral correctos (o al menos así lo creo) de nuestro racismo y nos ayuda además a imaginar vías de solución que nos desafían a transitar hacia un verdadero pluralismo y a un enriquecimiento de nuestra incipiente (y tambaleante) democracia.

miércoles, 8 de junio de 2016

La Fantasía op. 17 de Robert Schumann





Hoy toca celebrar el cumpleaños de Robert Schumann, quien nació un 8 de junio de 1810 en Zwickau, Alemania. Es sin duda mi compositor predilecto del periodo romántico, y uno de los cuatro o cinco músicos a cuya obra vuelvo obstinadamente, siempre con fervor y afecto. Para recordarlo me gustaría compartir algo deslumbrante: la Fantasía para piano en do mayor op. 17, compuesta entre 1836 y 1838.

Como otras obras de Schumann, esta Fantasía tiene más de un mensaje guardado entre sus notas. Es, por un lado, una expresión de amor hacia Clara y una imagen del estado de ánimo del propio Robert, quien por esos días perdía toda esperanza de casarse con la mujer que amaba debido a la enérgica oposición del padre de ésta, Frierdrich Wieck, quien no sólo se opuso al matrimonio entre los dos jóvenes, sino que incluso prohibió cualquier tipo de comunicación entre ellos. Por otro lado, la pieza pretendía ser también un homenaje a Beethoven, y puede escucharse incluso una cita (que en realidad es una referencia doble, como puede deducirse) de una de las canciones del ciclo An die ferne Geliebte (“A la amada lejana”) del genio de Bonn. Finalmente, la edición publicada de la Fantasía op. 17 lleva una dedicatoria a Franz Liszt quien, si no recuerdo mal, estrenó la pieza en presencia del propio Schumann. Al parecer sólo Liszt estaba a la altura en términos técnicos para interpretar en esa época algunos de los complicados pasajes de la obra, como esa endiablada coda del segundo movimiento. ¿Cómo se relacionan en una sola obra Clara Schumann, Beethoven y Liszt? Para quienes quieran ahondar en el asunto les recomiendo la obra de Nicholas Marston (Schumann: Fantasie, op. 17, Oxford University Press, 1992), donde al parecer se aclaran de manera definitiva los detalles de la génesis de la Fantasía op. 17 y se explican las yuxtaposiciones que he mencionado.

La Fantasía es, además, una pieza revolucionaria en términos puramente musicales, y no faltan en ella los contrastes emocionales de Eusebio y Florestán, esos personajes  inventados por Schumann para designar a las dos naturalezas artísticas que habitaban en su alma y que se expresaban en su música. Eusebio es meditativo y lírico; Florestán, impetuoso y afirmativo. Puede decirse que, en el primer movimiento de la Fantasía (que despega con un acompañamiento vehemente y un tema de octavas descendentes muy apasionado), ambos personajes comparten el escenario (Eusebio encuentra su voz en el episodio intermedio, nostálgico y evocativo de un pasado épico, de caballeros, castillos y doncellas). En el segundo  movimiento es Florestán quien domina por completo, en una marcha grandiosa de acordes amplísimos contra los “filisteos”, como designaba Schumann a los enemigos del nuevo y valeroso arte que él y sus amigos impulsaban. Finalmente, Eusebio vuelve en el movimiento final, un himno poético y evocador, agónico por momentos, pero que finalmente encuentra la paz. Se trata de uno de los momentos más hermosos y hondos de toda la música de Schumann.

Además de la dedicatoria a Liszt, en la edición de la Fantasía Schumann incluyó el siguiente fragmento del poeta (e hispanista) F. Schlegel:

Durch alle Töne tönet
Im bunten Erdentraum
Ein leiser Ton gezogen
Für den, der heimlich lauschet.

[Entre todos los sonidos
Del colorido sueño de la Tierra
Hay una suave nota que percibe
Quien escucha secretamente. ]

“Esa nota”, escribió Robert a Clara, “tienes que ser tú”.


Prácticamente todos los grandes pianistas han interpretado y grabado (algunos más de una vez) esta pieza de Schumann. Destacan las versiones de M. Argerich, S. Richter, W. Kempff, V. Horowitz, W. Backhaus, C. Arrau y M. Pollini, entre otros monstruos similares. Les dejo por acá dos versiones. La primera video es con el brasileño Nelson Freire en Múnich y otra (sólo en audio) es mi versión favorita, con Catherine Collard, una enorme pianista que me parece que entendió mejor que muchos otros pianistas a Schumann y que sin duda habría obtenido un mayor reconocimiento de la crítica mundial de no ser por su prematura muerte, a los 46 años, víctima del cáncer. 


https://www.youtube.com/watch?v=op-W-amR1vU


martes, 19 de abril de 2016

El Monje Loco



El siguiente post en realidad es algo de Facebook de octubre del año pasado. Lo vuelvo a subir sólo por le gusto de compartir y para que no se me pierda y quede archivado por acá:

¿Y qué gran músico cumpliría años hoy? Pues ni más ni menos que Thelonius Monk, el Monje Loco, el Sumo Sacerdote del Bebop. Hoy Monk ocupa un lugar eminente en cualquier historia de la música como uno de los iniciadores del jazz moderno (justamente del estilo bebop, de ese estilo individualista y técnicamente demandante que supuso una ruptura furiosa con respecto al viejo swing de las big bands). Pero en su tiempo los críticos más bien se preguntaban “¿Qué le pasa a este tipo?” Fíjense cómo toca. Aporrea las teclas con las manos extendidas, es lento, tosco, parece incapaz de ligar las notas para producir una melodía, se olvida casi por completo del pedal y, en fin, que el pobre piano le suena como si se estuviera desbaratando. Para colmo, cuando toca en grupo se levanta durante las pausas de su instrumento y… digamos que baila un poco como poseso (o como si estuviera buscando con urgencia un baño), con la boca abierta y la mirada perdida. Asusta. Pero escúchenlo de nuevo. ¿Por qué logra atraparnos tan fácilmente, más allá de las rarezas que menciono? Creo que, si se ha escuchado a Dizzy Gillespie o a Charlie Parker, se puede comprender un poco cómo funciona Monk, porque hace lo mismo que ellos, sólo que de manera mucho más espaciada y con armonías algo más atrevidas. Su música transcurre y se enriquece entre silencios largos, pocas notas (no le interesa saturar los compases) y un sentido del ritmo único, que sin ser machacón extiende un arco amplísimo que nos hace sentir la inevitabilidad y delicia con que transcurre cada pieza. Notas esparcidas y destempladas, música que parece rebotar burlonamente y bailar de manera extraña (¿como baila el propio Monk?). Aquí les dejo un concierto buenísimo y completo de Thelonius Sphere Monk, que así se llamaba, grabado en 1966 con Charlie Rouse en el sax tenor, Larry Gales en el bajo y Ben Riley en la batería. 

https://www.youtube.com/watch?v=SzGm0qOooJ4

lunes, 18 de abril de 2016

Das Wiener Blues



Mucho del encanto de Viena reside en su bipolaridad: tras los cuidados jardines y palacios, las carrozas con turistas boquiabiertos por las calles, los valses de Strauss y el Apfel Strudel mit Schlag, asoman por aquí y por allá señales de esa otra Viena, igual o más fascinante, que el escritor y periodista Karl Kraus describió a principios del siglo XX como el “laboratorio del fin de mundo”. Bajo su cascarón Biedermeier, en la Viena tradicionalista, tan pagada de sí misma y que aún suspira por su Sisi, se perciben los perfiles de esas corrientes artísticas, intelectuales e ideológicas que marcaron, para bien y para mal, el trazado de la cultura occidental del siglo XX: el psicoanálisis, el fascismo, la Sezession, el positivismo lógico, la arquitectura moderna, el expresionismo musical, el sionismo… La capital austriaca incubó por décadas bajos sus oropeles y bailes de salón una cultura antiburguesa y contradictoria, y no pocos abismos en los que muchos se despeñaron.

Sólo en un lugar así podía haber nacido, en 1930, un artista tan singular como Friedrich Gulda, que lo mismo representó lo más culto y exquisito de la tradición musical vienesa que la sensualidad y desenfado (e incluso la vulgaridad) de la música popular contemporánea. El  “terrorista del piano”, como algunos lo llamaron, fue un inconformista que con la misma convicción transitó de Beethoven al jazz, del folk a la libre improvisación o de Mozart al rave. Ya en la década de los cincuenta y sesenta era célebre tanto por su manera de tocar como por sus extravagancias. Acostumbraba presentarse a sus recitales sin un programa definido, y lo mismo comenzaba tocando a Chopin para terminar con algo de jazz o improvisación, que empezaba con Bach y remataba con sus propias variaciones sobre el tema Light my fire de, por supuesto, The Doors. Claro que todo esto todo esto era motivo de caras largas y/o alarma entre el rancio público de las salas de concierto que no podía entender cómo uno de sus más excelsos ejecutantes de Mozart y Beethoven podía echar a perder la velada con tales disparates. A los más jóvenes el asunto no les parecía quizá tan desatinado, y muchas veces Gulda buscó entre ellos a su verdadero público. Para unos un genio, para otros un payaso provocador, él simplemente se definía, con su habitual petulancia, como el más grande músico austriaco de la segunda mitad del siglo XX. Sea como sea, no sé de nadie que haya cuestionado con seriedad sus dotes como pianista.

El núcleo de las interpretaciones de Gulda lo constituyen los clásicos vieneses, con especial énfasis en Mozart y Beethoven. También incursionó en el arte de otros compositores, como Chopin y Debussy. Para mí es uno de los más grandes mozartianos de todos los tiempos, y fue Mozart justo el músico que más amó y al que estudió durante toda su vida. También interpretó mucho a Bach, aunque no lo grabó tanto. El otro día me topé con su disco de 1972 del Libro I del Clave bien temperado, y casi de inmediato se convirtió en mi versión favorita. Con poco empleo del pedal, un estilo percutido, ritmos precisos, líneas vocales cristalinas y un sentido apabullante de la estructura, esa versión alcanza una objetividad que permite el milagro de que la música “hable por sí sola”. Esa audición, y las muchas que han seguido de esa misma grabación, me han llevado a recordar aquella verdad que dice que la de Bach es “la música de las esferas”.

No pocos músicos se han animado a traspasar las fronteras entre el clásico y el jazz. Lo han intentado con mayor o menor éxito artistas como André Previn, Keith Jarret, Branford y Wynton Marsalis, Itzhak Perlman, Chick Corea, Benny Goodman o Paquito D’Rivera. Sin duda, el pianista más dotado que ha cruzado esa barrera es Friedrich Gulda. Empezó a escuchar jazz por la radio con su padre durante los años de la Segunda Guerra Mundial. Como semejante música “degenerada”, obra de negros y judíos, era algo oficialmente prohibido por las autoridades alemanas, él y su padre (un maestro de ideas socialistas que perdió su empleo durante el nazismo) sintonizaban a escondidas las estaciones británicas y norteamericanas en busca de esos sonidos fascinantes. Después, con su amigo de la infancia Josef Erich Zawinul (el mismo que tocaría después con Cannonball Adderley, Miles Davis y Weather Report), comenzó a interpretar jazz de manera habitual y hasta aprendió a tocar el saxofón barítono. Después, en la década de los cincuenta, se propuso a toda costa desarrollar de manera paralela una carrera como jazzista, y con frecuencia se le veía llegar muy tarde en las noches a los clubes de jazz tras haber tocado a Beethoven o a Mozart en alguna de las salas más importantes de Berlín o de Nueva York. Se ganó el respeto de grandes autoridades del jazz, con quienes grabó varios discos: Dizzy Gillespie, Freddie Hubbard, Chick Corea,  Herbie Hancock y el ya mencionado Joe Zawinul son algunos de los que me vienen a la mente. También le dio por cantar, aunque para ello inventó un personaje, Albert Golowin, y por años engañó a todo el mundo con grabaciones en las que supuestamente cantaba ese personaje, a quien describió como “un marginado, cierto tipo de vienés, un diletante muy talentoso, un barítono fallido con una aversión hacia la sala de conciertos”. En cierta ocasión incluso se disfrazó como Golowin para grabar una entrevista y mantener el engaño.

Estrafalario hasta el fin, y convencido de que "para ser famoso en Austria primero hay que estar muerto", hizo difundir en 1999 la noticia de su fallecimiento para cumplir después con un concierto en la Konzerthaus de Viena que, según él, serviría como "fiesta de resurrección". Friedrich Gulda se volvió a morir, esta vez en serio, debido a un ataque al corazón el 27 de enero de 2000 en su casa en Wiessenbach, Austria. 

miércoles, 13 de abril de 2016

Jonathan Sacks habla sobre el Medio Oriente



El martes 23 de febrero de 2016 el rabino Jonathan Sacks (escritor, conferencista, rabino en jefe de las United Hebrew Congregations of the Commonwealth de 1991 a 2013 y galardonado recientemente con el Premio Templeton http://www.templetonprize.org/currentwinner.html) intervino en un debate en la Casa de los Lores sobre el tema del Medio Oriente. Vea el discurso http://www.rabbisacks.org/rabbi-sacks-speaks-in-the-house-of-lords-about-the-middle-east/ o lea la siguiente transcripción en español.


Mis lores, agradezco al noble lord Grade por introducir este debate, al cual deseo añadir una observación. La democracia no se alcanza simplemente concediéndoles a todos el derecho al voto. La libertad no se alcanza simplemente derrocando a un tirano. Ambas requieren de un esfuerzo sostenido de educación y un suministro equilibrado de información. Sin esto, la democracia puede convertirse en la ley de la calle y de ahí en una nueva tiranía, exactamente como Platón pensó que podría suceder. Después de cuatro años, los resultados de la Primavera Árabe son un testimonio trágico de esta verdad.

La libertad democrática se sostiene a través de medios de comunicación que asumen como propia la tarea de presentar más de una perspectiva de un problema complejo, y por universidades que comprendan la importancia de la libertad académica, la cual significa escuchar respetuosamente enfoques que difieren del propio.

Hoy esos valores están siendo minados. El Internet y las redes sociales permiten que la gente pueda ir por la vida sin enfrentarse con puntos de vista con los que no concuerdan. Algunas universidades han permitido a sus estudiantes que prohíban de hecho la presentación de perspectivas con los que no están de acuerdo. Una cultura de eslóganes dificulta que las personas comprendan las complejidades de un conflicto político.

La mente humana encuentra difícil lidiar con la complejidad moral y política y puede fácilmente evitarla dividiendo el mundo entre los buenos y los demonios, y de ahí concluir que todo lo que tienes que hacer para resolver un problema es primero silenciar, y después eliminar, a los malos. A menudo en el pasado a los malos se los llamó judíos. Hoy se los llama el Estado de Israel. Eso no es bueno para el futuro de la libertad en el Medio Oriente. Quisiera exhortar al gobierno a que haga todo lo que pueda para asegurarse de que nuestras instituciones de educación e información honren el principio de que la justicia implica “audi alteram parte”, lo cual significa “deja también que se escuche la otra parte”.


Traducción: Héctor Islas Azais

lunes, 11 de abril de 2016

Longe da te, cor mio... Madrigales de Monteverdi


Para Rivka (TPB)

Claudio Monteverdi publicó su Cuarto libro de madrigales en 1603. En esta obra se desarrollan ya elementos de la llamada seconda prattica, un nuevo estilo secular en el madrigal con el que el compositor nacido en Cremona en 1567 y muerto en Venecia en 1643 llevó el lenguaje polifónico renacentista a una nueva expresividad con frases más libres y “declamadas” y sorprendentes disonancias. Con éstos y otros recursos Monteverdi manifiesta su enorme capacidad para responder a las posibilidades poéticas de los textos y contribuye así al advenimiento de la sensibilidad barroca y el canto monódico. Además de 9 libros de madrigales, sobrevivieron hasta nuestros días diversas obras de música religiosa (¡el Vespro della Beata Virgine!) y tres óperas portentosas (desgraciadamente, la mayoría se perdieron) que marcaron cómo habría de cultivarse el género en los años por venir. Mi admiración por Monteverdi es mayúscula, y simplemente lo considero el más grande músico italiano de todos los tiempos.

Ahora bien, llevado por el entusiasmo y el amor que profeso hacia cierta personita, ofrezco aquí en castellano los madrigales del Libro cuarto. Las versiones del “itañol” son mías. Me declaro a la vez afecto e ignorante de la lengua italiana, de modo que ahí les encargo si descubren errores de traducción (que seguro los hay, como también habrá fealdades estilísticas y otros defectos). Así que advertidos están. Procuré interpretar un poco el carácter apasionado y epigramático de los textos y quizá con ello contribuya un poco para que, quienes no conozcan la música de Monteverdi, puedan disfrutarla y comprenderla un poco mejor…

Hay en la red muchos videos de los madrigales de Monteverdi (algunos de interpretaciones en vivo, otros con subtítulos). Les dejo aquí este enlace de una excelente versión del libro cuarto con el Concerto Italiano:

https://www.youtube.com/watch?v=GrqO_ipHPMM

Y, ahora sí, agárrense, que van mis traducciones: 

Ah dolente partita (Giovanni Battista Guarini)

¡Oh dolorosa partida!
¡Oh fin de mi vida!
¿Te abandono y no muero?
Y, con todo, experimento
La herida de la muerte,
Y al separarnos
Siento una agonía vivificante
Que mantiene vivo mi dolor
¡Para que mi corazón muera eternamente!


Cor mio, mentre vi miro (Guarini)

Corazón mío, mientras te miro
Visiblemente me transformo en ti;
Y trocado así
En un solo suspiro exhalo mi alma.
¡Oh belleza mortal!
¡Oh belleza vital!
Pues un corazón tan pronto
Nace por ti, que por ti muere.


Cor mio, non mori? e mori! (Anónimo)

Corazón mío, ¿no mueres? ¡Muere!
Tu ídolo te es arrebatado
Y pronto estará en brazos de otro.
¡Ah, rómpete corazón mío!
Deja la vida y el ardor
Pues no puedes mantenerte vivo
Sin esperanza ni ayuda.
Vamos, corazón ¡muere! Yo muero, yo parto, adiós
Dulcísimo bien.


Sfogava con le stelle (Ottavio Rinuccini)

Desahogando con las estrellas
Un enfermo de amor
Bajo el cielo nocturno su dolor,
Decía mirándolas fijamente:
“Oh bellas imágenes del ídolo que adoro,
Si, como me han mostrado
Mientras brillan
Su rara belleza,
Así pudieran mostrarle
Mis flamas ardientes
La harían con vuestro semblante áureo
Misericordiosa, como a mí me hacéis amoroso.


Volgea l'anima mia soavemente (Guarini)

Mi amor, suavemente,
Esa querida y radiante
Mirada, toda belleza y deseo,
Me dirigió, centellante, y parecía decirme:
“Dame tu corazón, que no vivo sin otra cosa”.
Y mientras mi corazón vuela a donde fue invitado
Por esa belleza infinita,
Suspirando grité: “Mísero de mí. Despojado así,
¿quién me dará vida?”
Me responde ella con un suspiro de amor:
“Yo, que soy tu corazón”.


Anima mia perdona (Guarini)

Alma mía perdona
A quien es cruel sólo porque
Misericordiosa no ha podido ser; perdona a quien
Sólo en las palabras y en el semblante
Parece tu enemiga
Pero en el corazón
Es tu amante más tierno;
Y, si aún deseas venganza
¡ah! ¿Qué mayor venganza podrás obtener
Que tu propio sufrimiento?

Pues si tú eres mi amante
Como en verdad lo eres
Pese al cielo y la tierra,
Cuando lloras y suspiras
Esas lágrimas tuyas son mi sangre,
Esos suspiros el aliento que me da vida,
Y las penas y el dolor que sientes
Son mis tormentos, no los tuyos.


Luci serene e chiare (Rodolfo Arlotti)

Luces serenas y claras,
Vosotras me incendiáis, pero mi corazón
Siente placer en el fuego, no dolor.
Dulces y queridas palabras,
Vosotras me herís,  pero mi pecho
No siente dolor en la herida, sino placer.
Oh milagro de amor:
Un alma que es toda fuego y toda sangre
Se consume sin dolor, muere y no languidece.


La piaga c’ho nel core (Aurelio Gatti)

La herida que tengo en el corazón
Mujer, y que te deleita,
Es culpa mía y de tus ojos.
Mis ojos te vieron,
Los tuyos me hirieron.
Pero ¿cómo puede ser común la falta
y el dolor sólo mío?


Voi pur da me partire (Guarini)

En verdad me abandonas, inclemente,
Y el partir no te duele.
¡Ah! Es una muerte cruel
¿Y te regocijas en ello?
Se acerca la hora suprema
Y tú no la sientes.
Oh maravilla de dureza extrema:
¡Ser el alma de un corazón
Y separarte sin sufrir dolor!


A un giro sol (Guarini)

Con una mirada sola de esos bellos luceros
El aire alrededor sonríe,
el mar y los vientos se aquietan
y el cielo se adorna con nueva luz.
Sólo yo tengo ojos tristes.
En verdad, cuando naciste,
Tan cruel e insensible,
Nació la muerte mía.


Ohimé, se tanto amate (Guarini)

¡Ay! Si tanto te complace
Escuchar la palabra “ay”, entonces
¿Por qué matar a quien la dice?
Si muero, un solo, lánguido y doloroso,
“ay” podrás escuchar;
Pero si, corazón mío, deseas
Que haya vida de ti para mí, y de mí para ti,
Tendrás miles y miles de dulces “¡ay!”


Io mi son giovanetta (anónimo)

“Yo soy una jovencita
¡y río y canto en la nueva estación!”
Cantaba mi dulce pastora
Cuando, de pronto,
Ante aquel canto mi corazón
Entonó una melodía como un pajarillo alegre:
“¡Yo también soy joven
Y río y canto en la dulce y bella
Primavera del amor
Que florece en tus ojos bellos!”
“Huye”, me dice, “si eres sensato del fuego.
¡Huye!, pues en esos ojos
Nunca habrá primavera para ti”.


Quell’augellin, che canta (Guarini, Il pastor fido I, 1)

Este pajarillo que canta
Dulcemente y sin motivo
Vuela del abeto a la haya,
Y de la haya al mirto.
Si tuviese alma humana
Diría: “Ardo de amor, ardo de amor”.
Y apenas arde en su corazón
Llama a su Deseo
Quien le responde:
“Yo también ardo de amor”.
Bendito seas
Amoroso y gentil pajarillo.


Non piú guerra, pietate (Guarini)

No más guerra, piedad,
¡Mis ojos bellos, mis ojos triunfantes!
¿A qué vas armada
Contra un corazón capturado y rendido?
Liquida a los rebeldes
Liquida a los que se arman y defienden
No a quien, vencido, te adora.
¿Quieres que muera?
Moriré tuyo, y el sufrimiento de la muerte
será mío, pero la pérdida será tuya.


Sí ch’io vorrei morire (Maurizio Moro)

Sí, que me quiero morir
Cuando beso, amor,
La bella boca de mi amado.
Oh, dulce y adorada lengua
¡Dame tantos besos húmedos
Hasta que de dulzura en este seno me extinga!
Ah, vida mía, en este blanco pecho
Estrújame hasta que desmaye.
Ah, boca, besos, lengua, me hacen decir:
Sí, que me quiero morir.


Anima dolorosa che vivendo (anónimo)

Alma dolorosa que en vida
Tanto dolor y suplicio  soportas
Cuando escuchas, hablas, piensas, ves o sientes,
¿Aún respiras? ¿Qué esperas? ¿Te aferras aún
A esta muerte en vida, a este infierno eterno
De tus penas?
¡Muere, miserable, muere!
¿Por qué te demoras? ¿Qué haces?
¿Por qué, muerta para el placer, vives para el dolor?
¿Para qué vivir para la muerte?
Consume el dolor que te consume a ti
Esta muerte que pretende ser vida.
Muere, mezquina, a tu morir muriendo.


Anima del cor mio (anónimo)

Alma de mi corazón,
Puesto que me abandonas (¡miserable de mí!)
Si desearas en algo aliviar mi martirio
No te niegues, al menos, a que te siga
Sólo con mis suspiros
Y para recordarte
Que con tantas penas y tan mala fortuna
Quedo como verdadero ejemplo de amor y fidelidad.


Longe da te, cor mio (anónimo)

Lejos de ti, corazón mío,
Me consume el dolor,
La dulzura del amor.
¡Vuelve ahora, vuelve! Y si el destino
Dispone que sufra aún junto a ti
Deja que tus bellos ojos resplandezcan
Para que yo arda en ellos y muera feliz.


Piagn’e sospira (Torquato Tasso, La Gerusalemme conquistata)

Llora y suspira, y cuando los rayos del sol
Apremian al rebaño hacia la dulce sombra,
En la corteza de los pinos y las hayas
Escribió el nombre del amado de mil formas.
Y de su destino los graves ultrajes
Y varios infortunios  grabó en dura corteza.
Y al releer sus propias notas
Sus ruborosas mejillas cubrió con lágrimas.