martes, 11 de junio de 2013

La guerra se adormila, con un ojo siempre abierto






 
 Para Mauricio Pilatowsky, que de estas cosas sabe mucho.

Hacia el final del documental Noche y niebla (1956) de Alain Resnais sobre la planeación, puesta en marcha y resultados del Holocausto, escuchamos la frase “La guerra se adormila, con un ojo siempre abierto”. La idea se expone al mismo tiempo que recorremos imágenes de los campos abandonados, cubiertos de hierba, y las ruinas de un crematorio. Nos parece, añade el narrador, como si aquello hubiera ocurrido “sólo en una época y en un solo país”. En un pasado fijo que se aleja cada vez más de nosotros. Pero ¿es así? ¿Es el Holocausto algo que “ya pasó” y yace enterrado en una época y en una cultura ajena, cada día más extraña para nosotros? ¿Nada más que un dato “histórico” destinado al escrutinio de especialistas o al morbo de los que se complacen con los testimonios de la crueldad humana?
Un síntoma relacionado con la extrañeza anterior tiene que ver con el hecho de que los testimonios de los sobrevivientes, o al menos los de los sobrevivientes que se atrevieron a hablar por primera vez, fueron muchas veces minimizados, poco difundidos, cuando no rechazados abiertamente. Se consideraron increíbles, exagerados. Incluso, como todavía sucede, hay quienes los consideran falsificaciones, documentos forjados con intenciones económicas o de propaganda malintencionada. Algunas de esas víctimas ignoradas prefirieron morir antes que continuar como fantasmas en un mundo que no quiere escuchar, que voltea la cara ante el asesinato del inocente y la deshumanización. Tal fue el caso de Primo Levi, autor del que quizá sea el documento testimonial escrito más impactante sobre la vida y la muerte en los campos, Si esto es un hombre, publicado en 1947 (aunque la obra no se hizo conocida sino hasta la década de los sesenta).
La industria cinematográfica también ha puesto de su parte para debilitar el recuerdo de lo sucedido. Su estrategia ha sido, a propósito o no, la inversa de los negacionistas: la difusión desmesurada. Lo difícil ahora es evitar conocer algo sobre el Holocausto; a todos nos toca ver con cierta frecuencia películas “de nazis” o “sobre los judíos”, hoy géneros por derecho propio. En esas cintas, de calidad sumamente desigual, no se niega nada y se muestra mucho, e incluso se realizan esfuerzos conscientes por hacer llegar el mensaje de las víctimas, por denunciar la injusticia. Sin embargo, su efecto en los espectadores resulta ambiguo, por decir lo menos. La saturación de imágenes y sonidos, los trucos de cámara para sumar “espectacularidad”, los guiones complacientes y moralistas (no faltan quienes tienen la osadía de insertar “finales felices”) cooperan para la “normalización” del Holocausto, si no en los anales de la historia sí en la cotidianeidad del esparcimiento y la trivia, de los domingos frente al televisor (“¿Qué prefieres, una de judíos o una de risa?”). El Holocausto como entretenimiento nos lo devuelve como un fenómeno domesticado, perfectamente familiar y conocido pero a la vez opaco, sin capacidad alguna de interpelarnos y de sacudir nuestras convicciones, mucho menos de hacer que nos preocupemos por honrar a las víctimas y que denunciemos la injusticia y a los verdugos del presente.
Incluso las películas sobre el tema que se consideran bien hechas pueden producir secuelas muy equívocas. Recuerdo haber leído sobre las encuestas de salida que se aplicaron tras el estreno de La lista de Schindler, el famoso largometraje de Steven Spielberg de 1993. En ese instrumento hubo quienes expresaron de distintas formas la idea básica de que “Ahora ya sé lo que se sintió estar en un campo de concentración”. ¿Qué puede significar eso? ¿Que ya no es necesario que se le recuerde a alguien lo que se sintió, ahora que ya lo sabe? Pero, hay que preguntar, ¿Se puede realmente saber lo que pasó? Y ¿cómo podemos pretender sentir lo que sintieron los que estuvieron allí? Y si soy capaz de compartir realmente el dolor de alguien más, ¿eso alivia en algo al que sufre?
La cinta de Resnais tiene la virtud de introducirnos en el corazón de la barbarie mediante imágenes rotundas y un texto que, más que interpretar o explicar lo que vemos, nos mueve a reflexionar sobre lo que no vemos ni escuchamos: la agonía, los gritos de dolor, los asesinatos en las cámaras de gas; pero también: las ideas, los métodos y estructuras organizativas que hicieron “razonable” y viable las fábricas de cadáveres, el exterminio masivo. Se trata de un relato “minimalista” bastante efectivo, que busca adoptar un punto de vista muy “objetivo” sobre el asunto que aborda sin dejar de ser por ello provocativo. Tras la descripción del sistema de arrestos y deportaciones de judíos, la organización y función económica de los campos, los métodos de tortura, las formas de asesinar y el destino de los cadáveres, se presenta una secuencia con ruinas de los campos y se incita a una reflexión final sobre quiénes fueron los responsables del Holocausto y sobre si debemos imaginarlo como un hecho pasado. Entonces aparece la frase “La guerra se adormila, con un ojo siempre abierto”. Con ella se nos advierte del peligro de suponer que el Holocausto ha concluido definitivamente, que los seres humanos hemos aprendido la lección y que jamás tendremos que enfrentarnos a algo similar, al menos no en el mundo “civilizado”. Sin embargo, es, como se nos dice en el documental, la “mala memoria” la que hace que el sueño de la guerra sea poco profundo y que el “monstruo” dormite aún bajo los escombros. A esa mala memoria contribuyen la ignorancia, la insensibilidad, la negación, el consumismo y el espectáculo. Hace falta hacer memoria, intensamente y con respeto. No pretender justificar ni entender; mucho menos comparar nuestro sufrimiento con el de los prisioneros de los campos. Debemos escuchar con atención los testimonios de las víctimas y tratar de recordar, aún cuando sea imposible hacerlo de manera literal, a quienes fueron borrados sin dejar rastro. Hacer memoria es, en este caso, un imperativo moral.
Otra  pregunta inquietante que se nos formula en Noche y niebla es: “¿Quiénes entre nosotros vigilan esta extraña atalaya para advertir de la llegada de nuevos verdugos?” Y: “¿Son sus caras de verdad diferentes de las nuestras”. No olvidar, mantener viva la memoria, implica el compromiso de que nada parecido a Auschwitz vuelva a suceder jamás. Por desgracia, nuestra “mala memoria” ha permitido ya Ruanda, Camboya, los Balcanes. Está permitiendo ahora mismo Darfur. No hemos sido capaces de “advertir de la llegada de nuevos verdugos”, y menos aún de reconocernos en ellos al menos en parte, en lo que nos toca por ignorantes, por desmemoriados, por indolentes, por no saber reconocer los signos del mal y de la injusticia y actuar en consecuencia.
           Documentos como el de Resnais nos ayudan a desarrollar un entendimiento de las ramificaciones del prejuicio, del racismo y de los estereotipos de una sociedad. Nos permite desarrollar una conciencia del valor del pluralismo y nos anima a la tolerancia en una sociedad diversificada y plural. Nos enseñan también que las instituciones y los valores democráticos no se sostienen por sí mismos, sino que necesitan ser apreciados, cuidados y protegidos. El silencio y la indiferencia hacia el sufrimiento de otros o la violación de los derechos civiles en cualquier sociedad pueden, aun sin intención, perpetuar los problemas y conducir a la violencia. Ésa es la atalaya desde la cual debemos estar atentos “para advertir la llegada de nuevos verdugos”, y quizás sea la mejor forma en que podemos honrar y cultivar la memoria de las víctimas. Noche y niebla puede verse completa y subtitulada al español en youtube.

Memoria de Robert Schumann




A raíz de una escucha reciente de la Kreisleriana de Schumann en una portentosa versión de Vladimir Horowitz (muchas veces criticado por efectista y pirotécnico pero que, en esta obra, está realmente fabuloso o, en todo caso, su estilo le va muy bien a la pieza), revivo un texto sobre el compositor alemán que escribí no hace tanto, cuando se cumplieron 150 años de su muerte. En relación con lo que sostengo a continuación, creo que algo —aunque quizá no demsiado—ha cambiado en relación con Schumann en años recientes. Su persistencia en el catálogo discográfico a pesar de la crisis de la industria musical, la ejecución y grabación de obras suyas que antes se ninguneaban —como sus cuartetos, oberturas y música sacra— así como la progresiva desaparición de la costumbre de ejecutar sus sinfonías con orquestaciones de otros, nos permite hablar de una afianzamiento de su figura en el canon musical, más allá de su repertorio pianístico.


MEMORIA DE ROBERT SCHUMANN

Hace unos días se recordó el 150 aniversario de la muerte de Robert Alexander Schumann, ocurrida el 29 de julio de 1856 en un asilo psiquiátrico cerca de Bonn cuando el compositor tenía apenas 46 años de vida. De todos los grandes compositores que integran el canon de la música occidental, el caso de Schumann destaca por el hecho de que su música, tanto en la época en que fue concebida como en nuestros días, ha sido objeto de críticas que incluso pretenden restarle méritos y considerarla no tanto la obra de un artista consumado como la producción caprichosa y perdidamente romántica de un amateur talentoso y proclive al sentimentalismo fácil, con más entusiasmo que recursos técnicos o ideas expresivas claras. Su misma biografía —repleta de episodios febriles— y su final hundimiento en la locura seguramente han contribuido a fomentar esta imagen ramplona.
Sería muy sencillo declarar falsa esta interpretación bajo el cargo de ignorancia e invitar a los críticos a escuchar con más atención. Pero lo cierto es que el trabajo de Schumann no se presta a consideraciones fáciles ni a juicios unánimes; la suya es una música que a menudo suena trabajosa, que es intransigente hacia el escucha y que acaso nos pide cierta complicidad para captar sus —profusas— riquezas. Con lo de “trabajosa” me refiero a esa persistente densidad de textura, a sus extensas síncopas, irisados arabescos, fluctuaciones armónicas, sucesiones de acordes macizos y saltos enérgicos de registro, entre otras características recurrentes. Pero nada de esto debería bastar para suponer que estamos ante un músico desprovisto de disciplina formal, productor de música amorfa, como muchos críticos lo consideraron en sus días. Tampoco concuerdo con la otra imagen romántica de una música “que se desprende de los socavones de la demencia”, como se lee en el poema De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios de Francisco Hernández. El verdadero drama de Schumann y su locura consiste justamente en su lucha por no sucumbir a ella, y si bien es cierto que, hacia el final de su vida, decía que escuchaba melodías que le dictaban personalmente Schubert y Mendelssohn, bien muertos para entonces, lo habitual en esos últimos años era su conciencia de la enfermedad que lo aquejaba y de la manera progresiva en que iba acabando con sus facultades creadoras y con su capacidad para relacionarse con las personas. Hay que recordar que fue él mismo quien pidió, tras un intento de suicidio, ser internado en el asilo. Y, como han visto algunos de sus biógrafos, quizás su cultivo tardío de fugas, corales y otras formas musicales muy estrictas en términos formales, no obedecía a la exigencia de perfeccionarse en una carrera, cuyo fin ya presentía, sino a la necesidad de una terapia para tratar de frenar su inminente desintegración.
Lo aparentemente “confuso” en el arte de Schumann puede intentar explicarse en términos estilísticos, pero me parece que responde también al contenido de la música. En cuanto a lo primero, Schumann carecía del talento — o quizás sólo del interés— arquitectónico de los grandes sinfonistas que le precedieron; lo suyo era la idea rápida, el pasaje fugaz, la trama caleidoscópica, la sucesión de imágenes y sentimientos. El patchwork antes que el desarrollo lineal. Él mismo rechazó de manera explícita la rigidez formal que se esperaba en la música de su época: “¡Como si todas las imágenes mentales debieran subordinarse a una o dos formas! ¡Como si cada idea no naciera de su forma preestablecida! ¡Como si cada obra de arte no tuviese su propio sentido y por consiguiente su propia forma!” Es cierto que también trabajó en obras con estructura narrativa. Piénsese por ejemplo en Carnaval, op. 9, en las Davidbündlertänze, op. 6, o en sus hermosos ciclos de canciones, como el Dichterliebe, op. 48, o el Liederkreis, op. 39. Pero la unidad alcanzada en estos trabajos no es una unidad formal, basada de manera estricta en la forma sonata, el desarrollo de motivos o de progresiones armónicas. Ni siquiera, en el caso de las canciones, por el significado de los versos. Se trata más bien de una unidad “poética” o afectiva, no una impuesta sólo por procedimientos de escritura. De hecho, Schumann desdeña la jerarquía del recurso basado en un tema y su desarrollo e incluso, muchas veces, parece prescindir de la idea misma de una melodía con acompañamiento cuando presenta sus pensamientos como ideas armónicas y melódicas a la vez. La coherencia la proporciona, sobre todo, la unidad de la experiencia subjetiva del artista expresada en el flujo sonoro. La Fantasía, op. 17 para piano es ejemplar en este sentido. La estructura fluye directamente de las ideas musicales y de su significado personal, aunque toma de la forma sonata el “gesto”, la apariencia. Los temas se presentan no como inicios de algo, sino que se invocan, flotan y vuelven a diluirse en el tejido de la obra, no de acuerdo con su posición lógica en la trama de los sonidos, sino en función de su cualidad expresiva. En la ausencia de jerarquías formales percibo un ideal de simultaneidad en las notas y los motivos antes que un discurso que se desarrolla a plenitud conforme se avanza. Y ¿qué mantiene unidas a las ocho siniestras fantasías para piano que integran la Kresleriana, op. 16, que constituyen un todo homogéneo a pesar de los humores opuestos que las habitan? No hay melodías que predominen, la armonía es indecisa; si acaso el ritmo se presta por momentos como eje organizador de la escritura. Y el final, vivace e scherzando, desconcierta por la forma en que la música sale de escena a hurtadillas. No es para nada la conclusión ineludible dictada por la estructura precedente: es el estado equívoco, entre la incredulidad y el alivio, de quien despierta de una pesadilla.
Roland Barthes sostuvo en un famoso ensayo sobre las Kreisleriana que no escuchaba en esas piezas ninguna obra con un plan inteligible, sino el cuerpo mismo de Schumann que late, que golpea. Ciertamente hay demasiado Schumann en la música de Schumann. Diría que es algo casi obsceno. Él no es capaz de tomar una distancia objetiva respecto a su escritura. No hay momentos complacientes en sus composiciones y su música incomoda como nos incomoda una persona demasiado espontánea. Me resulta difícil creer que haya alguien a quien no le agrade la figura de Schumann pero sí su música. Uno puede, como suele suceder, odiar a Richard Wagner y amar sus óperas; desinteresarse de la vida de Mozart y vivir con su música. De ahí que quizás conocer algo de la vida de Schumann sea requisito para apreciarlo a cabalidad.
Se ha dicho de Schumann que él no reza, como Bach, no canta, como Schubert, no dialoga, como Mozart, no afirma, como Bruckner. Schumann habla, nos habla a cada uno de nosotros, al que quiera oírlo. Y lo que nos dice tiene poco de edificante: su testimonio es de perplejidad. Uno de los más grandes melodistas de la historia no se complace ni busca reconfortarnos con su canturreo. Emplea sus dotes para preguntarse quién es, qué siente, si es digno, si ama lo suficiente y con el corazón puro. Y lo que se pregunta de inmediato resuena en nosotros y se convierte en incertidumbre propia. Al explorarse, Schumann nos empuja a explorarnos. No conozco a otro músico tan capaz de hundirnos en nosotros mismos como él. Al mismo tiempo, el contenido de sus ideas musicales, la cualidad de sus temas y la inquietud de su ritmo nos hablan de una aterradora ausencia de límites, de límites entre la alegría y la pena, lo trivial y lo sublime, la risa y el llanto, la niñez y la madurez, la vigilia y el sueño, lo real y lo fantástico, lo absurdo y lo serio, lo ridículo y lo grave. Quizás también por ello incomoda. Uno se cierra ante Schumann como ante una persona demasiado explícita. No faltan en sus obras arranques de júbilo manchados por un dejo de melancolía; momentos de triunfo acompañados por una mueca burlona.
Música hecha de enigmas y de dobles sentidos, precursora temprana del expresionismo, de una belleza extraña e inquietante, la música de Schumann aún espera su verdadero reconocimiento, aquel que lo lleve a ocupar un puesto más allá de las genealogías académicas, de su posición como un eslabón importante para explicar a otros músicos y a otras músicas. Escuchemos más a Schumann.

viernes, 7 de junio de 2013

Entrevista con Política y Rock and Roll



A continuación comparto una entrevista que no sé bien por qué me pidieron de la estación comunitaria Política y Rock and Roll, de Hermosillo, Sonora. Muchas gracias a los amigos tan queridos de Hermosillo por pensar en mí. Allá ellos.


P y RR: Entre los políticos y tecnócratas profesionales no goza de buena salud la variable o dimensión moral en el momento de diseñar o implementar políticas públicas. ¿Qué aprendizajes se pueden recuperar de dicha experiencia?
H. I: Desde un punto de vista ético, esa subestimación (cuando no desdén) hacia el componente moral incita desde luego a la crítica de la razón instrumental, es decir, a la crítica de un discurso que exalta la eficacia de las medidas adoptadas en detrimento del debate en torno de los objetivos o la adecuación de los medios. Pero cuidado, no se trata de criticar o descartar en bloque a las prácticas tecnócratas. El saber técnico especializado es insustituible en muchas áreas de la vida pública, por ejemplo en el terreno económico. El problema surge cuando los técnicos pasan de ser un grupo de asesores y se erigen en una tecnocracia, que es cuando empiezan a tomar decisiones políticas en asuntos en que deberían prevalecer, o al menos figurar, razones de índole prudencial y moral. Por otro lado, las formas de concebir y de practicar la política de muchos sectores más liberales y también de izquierda no están a salvo de esa visión que por lo común se asocia con dogmas económicos del neoliberalismo. En algunos sectores radicales, por ejemplo, los daños económicos o las violaciones a los derechos de terceros pasan a ser precios a pagar, “males menores”, un medio legítimo para alcanzar objetivos políticos. En el límite, este enfoque ha conducido a prácticas que apuestan al fracaso o a la debacle del “sistema” para hacer avanzar agendas partidistas o simplemente aspiraciones personales. Es otra forma de poner entre paréntesis valores fundamentales de las personas en aras de seguir una lógica que nos trasciende a todos y desestima nuestras necesidades y deseos aquí y ahora.
        Sin salir del terreno de la ética también es fácil advertir que esa mala salud se manifiesta en el abuso del vocabulario moral por parte de los políticos cuando se pretende sustituir el discurso de los derechos y valores por los atributos del homo economicus, esto es, de la concepción de la persona como un ser egoísta y básicamente preocupado por maximizar sus utilidades como consumidor, o cuando desde vertientes populistas se nos promete transitar a través de elecciones y de instituciones terrenales a una República en que todos nos amaremos. Este tipo de fraudes sólo vacían de contenido al discurso moral, desvirtúan los alcances de la política y, en el peor de los casos, degradan nuestra condición de ciudadanos y de personas.
 
 
 ¿Es posible conciliar la acción política con la diversidad moral, sin caer en la inmovilidad o las simulaciones?
Creo que la pregunta más bien apunta hacia un objetivo que debemos tratar de alcanzar. Sin embargo, es necesario matizar aquí el verbo “conciliar”. “Conciliar” tiene el sentido de ajustar, de hacer concordar posturas contrarias. Pero en una democracia verdaderamente tolerante y plural esto no es ni deseable ni posible. En ese tipo de sociedad siempre existirán tensiones y conflictos, en ocasiones fuertes, entre los intereses colectivos, de grupo o individuales. Un verdadero pluralismo de los valores consiste en la idea de que los valores fundamentales son irreduciblemente plurales (y quizás inconmensurables). La libertad, la igualdad jurídica, la dignidad, la propiedad o el derecho a elegir una profesión son bienes intrínsecos que no pueden ser ni jerarquizados de manera absoluta ni traducidos a un denominador común. Un corolario importante de esto es que no es posible (y sería sumamente dañino) que un individuo aislado (o un grupo cerrado de individuos) pretenda definir de manera imparcial el bien colectivo o común. Por ello, en una sociedad liberal, diría John Rawls, lo único universalmente bueno es que existan principios y reglas básicas que permitan a cada uno tratar de obtener lo que considera que es bueno respetando la misma aspiración en los demás. Ahora bien, desde luego que sería ingenuo suponer que semejante mecanismo pueda operar sin roces, colisiones y compromisos. Además, la posibilidad de que grupos desfavorecidos puedan tratar de obtener lo que consideran bueno para sus vidas pasa necesariamente por su empoderamiento, por la eliminación de las barreras económicas y sociales inmediatas que impiden que puedan ejercer sus derechos en igualdad de condiciones jurídicas y materiales. El solo reconocimiento formal únicamente refuerza la simulación y la posición de impotencia de estas personas ante las jerarquías sociales y políticas.
 
 
 Los movimientos sociales han venido incorporando en su discurso un fuerte cuestionamiento a los valores de la práctica política dominante. ¿Percibes en esos movimientos capacidades discursivas éticas alternativas a la hegemónica?
Temo (y lamento) que mi respuesta sea negativa. El alejamiento, casi divorcio, entre la sociedad y la clase política no se ha traducido en una alternativa en el discurso moral que permita insuflar valores nuevos en la práctica política dominante. Por el contrario, el hartazgo y el desencanto que produjo el hecho de que la llegada de la democracia no trajera consigo un despertar de la conciencia cívica ha provocado más bien una distorsión de la práctica política, cuando no su rechazo y sustitución por otras formas de ejercer la vida pública. Cito a Francesc Messeguer, estudiante de la Universidad Iberoamericana y participante del movimiento #YoSoy132, uno de los movimientos más significativos de los últimos años, así sea sólo por la atención con que lo siguieron los medios: “A un año de su surgimiento, ya no se trata tanto de contabilizar el número de marchas o miembros del colectivo sino de reflexionar acerca de un movimiento que innovó en la forma de hacer protesta. Con poesía y performance, el 132 no fue sino un inmenso festival cultural, cuyas constantes fueron la alegría de salir a bailar y cantar a la calle, y la esperanza de pensar que uno pertenece al movimiento como último acto de resistencia ante un mundo que está por comérselo”. Respecto al carácter festivo de la protesta, intuyo que Messeguer no conoce bien (pues quizás no le ha tocado) el ambiente que se vive en las manifestaciones, marchas, discursos y demás de los grupos de izquierda, en los que lo que predomina, en buena medida como manifestación de impotencia política, son justo esos elementos que ensalza el estudiante de la Ibero. (Es curioso cómo en nuestro país la izquierda domina ampliamente el ámbito cultural, mas no el político.) Pero lo que más me llama la atención es la última observación, la que coloca el acto público en un marco apocalíptico. Desde luego que los entusiastas del análisis posmoderno podrán exaltar la lucidez que se esconde tras esa actitud de sentirse participante del último de los actos de resistencia en el planeta. Sin embargo, en términos de impulsar cambios necesarios para mejorar el país y las condiciones de vida de millones de mexicanos pobres, el experimento de crear una organización absolutamente horizontal, sin ideario político, alegre y festivo, y que en el mejor de los casos podía aspirar únicamente a alcanzar una autoridad moral efímera, termina extinguiéndose (supongo que entre buenas tocadas y reventones) para reforzar lo que ya temíamos: que en este país la política es un trabajo irremediablemente sucio y que no hay más que la clase política que tenemos. Otro movimiento que ha despertado interés es el que encabeza el poeta Javier Sicilia, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. En él descubrimos una acción política que apela a la dignidad intrínseca de todos los seres humanos, a la no violencia y que “intenta golpear con actos la conciencia y el corazón del enemigo”, como aclara el mismo poeta en una entrevista concedida a Letras Libres en marzo de 2013. Esto lo interpreta Sicilia literalmente como una experiencia evangélica y poética. Al igual que en el discurso de #YoSoy132, se trata de romper con los argumentos “ideológicos” (los de los políticos) para posicionarse desde la moral. Ahora bien, no dudo de algunas de las bondades de estos movimientos. En particular, me parece muy importante y de una gran sensibilidad el trabajo que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad ha realizado por y con las víctimas y los familiares de las víctimas, protagonistas casi olvidados en la espiral de violencia que azota a nuestro país. Y quién duda que, por ejemplo, el EZLN, otro movimiento que ha apelado a la poesía, haya vuelto a poner a los indígenas —los eternos olvidados en este país— en la agenda de discusión pública, y reavivado el debate en torno a las autonomías y a los usos y costumbres. Lo que quiero decir es que, por su concepción misma, e incluso hasta por sus objetivos, estos movimientos se han colocado en las antípodas de las prácticas políticas que rigen a este país y, por ello, no se han erigido (y a veces ni pretenden hacerlo) como alternativas reales. Me parece que muchas veces funcionan más para satisfacer aspiraciones personales, muy legítimas, pero poco ayudan a transformar las condiciones de lo público. Además, la polarización que provoca sus discursos de pureza moral no nos ayudan a comprender los mecanismos institucionales que permitirían sanear y seguir de manera más cercana la actuación de los políticos en términos morales, a través de procedimientos de control y rendición de cuentas. En cambio, contribuye a la idealización de la sociedad civil y oculta el hecho de que las patologías de la clase política de este país (corrupción, favoritismo, machismo, homofobia, fatalismo, prepotencia) no son para nada ajenas a las del resto de la sociedad mexicana. Apelar a conversiones, exámenes de conciencia o mayor cultura literaria entre los políticos es sumamente infantil. Si nos quedamos esperando a que lleguen al poder “los buenos”, me temo que nos quedaremos esperando. Tampoco puedo dejar de mencionar el hecho de que ya sabemos, o deberíamos de saber, el tipo de consecuencias explosivas en términos de miseria humana que acarrean las mezclas del poder político con la religión o la exaltación estética. Por último, el convencimiento de que las convicciones políticas de uno son las únicas avaladas por la Moral Verdadera alimenta de una forma perversa, y con las mejores intenciones si se quiere, un mal que en buena medida es causante del atraso de México. Me refiero al escaso respeto que los mexicanos manifestamos por el cumplimiento de las leyes. No creo que haya muchos países que, como en el nuestro, los principales partidos políticos firmen un documento en el que se comprometen a cumplir con las leyes emanadas de la Constitución, como ocurrió recientemente con el caso de la adenda al Pacto por México. Reservarnos el derecho de obedecer o no, de cumplir o no, con una ley desde nuestra atalaya moral es una de las causas de la baja calidad de nuestra democracia. No se trata de defender una postura positivista a rajatabla: hay ocasiones extremas en que no cumplir la ley es incluso moralmente obligatorio. Aquí lo ideal es que las leyes se ajusten paulatinamente a nuestras intuiciones morales, deliberadas públicamente, con nuestras mejores razones, imaginación (en un ambiente festivo, si se quiere) a través de los canales institucionales que hemos creado para el caso.