jueves, 9 de marzo de 2023

Un libro para abrir bien los oídos

 


Asegura Eduardo Huchín Sosa (Campeche, 1979) que no hay razón para avergonzarnos si no sabemos de música y que “los que dicen que saben tampoco es que sepan mucho”. Vale la pena creerle y leer su más reciente libro Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles (Turner, 2022, 236 pp.), una variopinta colección de escritos amenísimos que muestran que, en efecto, eso de “saber de música” y de averiguar “quiénes saben de música” no es algo tan obvio. El autor explora en siete capítulos (más un epílogo) las conexiones, a menudo sorprendentes, entre diversos géneros de música y entre músicos que usualmente se mantienen celosamente separados detrás de muros sociales o etiquetas académicas, y con ello pone en entredicho varias de nuestras nociones rutinarias acerca del arte y del entretenimiento.

Para mí no hay muchos pasatiempos más sabrosos que el de charlar con los amigos sobre música (desde luego, escuchar música tendría que ser uno de ellos), y Calla y escucha transcurre muchas veces como una de esas conversaciones. En sus páginas he podido enterarme, por mencionar sólo algunas de las cosas que no sabía, que tras escuchar un disco de Art Tatum que le había puesto su padre, Oscar Peterson exclamó: “¡Es una genialidad! ¿Quiénes son esos dos que tocan?” (p. 67), que Paul McCartney admiró y procuró a Luciano Berio (p. 131) o que a ni más ni menos Georg Philipp Telemann le dijeron (¿sus padres?) que, si seguía componiendo, terminaría de “malabarista, equilibrista, músico itinerante o entrenador de monos” (p. 164). Y le estaré siempre agradecido al autor por ponerme al tanto de la existencia del pianista Bruno Gelber, de la cantante de góspel Arizona Dranes y de la fabulosa Wanda Jackson, la “primera rockera de la historia”. Debo mencionar también que el capítulo III reanimó mi gusto por Les Luthiers con el análisis de la desternillante “aria agraria” y el “tarareo conceptual” de, obviamente, el insólito Johann Sebastian Mastropiero (p. 93).

Con todo, y aunque deleitoso y muy informativo, el autor recurre al anecdotario más bien como un espacio para la extrañeza y el cuestionamiento de verdades recibidas en torno a qué significa “saber de música”, cómo hay que escribir sobre ella, de qué manera se debe escuchar, qué determina el éxito de una pieza musical, cómo surge una revolución en la historia de la música, cómo se relaciona ésta con el mercado, con la religión, con lo visual, con el humor… A Huchín Sosa no le interesa (ni, supongo, considera posible) descubrir respuestas terminantes para estas incógnitas. En lugar de eso, lo que surge de la lectura son insinuaciones, pistas que nos hacen recordar que eso que llamamos “música” no es para nada una entidad homogénea y que nuestras formas de aproximarnos a ella (de disfrutarla, analizarla, tocarla, consumirla, evaluarla…) son literalmente inabarcables y muchas veces, como ilustra el libro, impredecibles. En definitiva, no hay cómo agotar el misterio de la música; pero, como el propio autor nos recuerda que recomienda el crítico Greil Marcus, “en vez de resolver en su totalidad un misterio, importa volverlo un misterio mejor” (p. 24).

A ver, ¿quiénes saben realmente de música? ¿Los músicos “académicos”? ¿Los intérpretes? ¿Los productores? ¿El público? ¿Sabe más de música quien lee con fluidez la partitura de una pieza y comprende su estructura que quien sólo escucha esa misma pieza con pasmo y experimenta con ello un cambio en su vida? Me atreveré a ensayar aquí una respuesta a lo Huchín Sosa. Hace poco veía una entrevista que el pianista, compositor y director de orquesta André Previn le hacía a Ella Fitzgerald. “Y dígame, ¿cómo escoge usted a los pianistas que la acompañan? ¿Qué características busca en ellos?” La cantante, un poco como disculpándose y con esa voz de niña siempre encantadora, comenzó a responder: “Pues mire, como yo no soy música, ya sabe, no sé leer partituras y esas cosas, pues…” Y en ese momento Previn alza la mano para interrumpirla, firme, aunque amablemente, y para preguntarle asombrado: “¿Será necesario que rebata eso?” 

Destaco también el epílogo, de apenas cinco páginas, cuyo subtítulo revela mucho del espíritu de la obra: “Elogio del intermediario”. Los intermediarios serían, en este caso, todos aquellos que se interponen con su propio ruido entre nosotros y la música: intérpretes, fans, críticos, productores, biógrafos, “los musicólogos que explican una sinfonía, los que auditan con lupa un riff de los Stones, los que le encuentran sentido a un video de Iron Maiden” (p. 214). El autor concluye que ese “ruido de fondo” es el que paradójicamente nos puede enseñar a escuchar mejor. Para quienes nos acercamos a la música desde la curiosidad intelectual, la búsqueda de deleite o, para decirlo con Borges, la inminencia de una revelación; para quienes no analizamos partituras ni tocamos instrumentos, ese ruido de fondo nos ofrece elementos para abrir más los oídos.

Como pilón encontramos una bibliografía comentada en la cual puede leerse lo siguiente: “los buenos libros de música llevan a leer, escuchar, releer” y a “escuchar de nuevo” (p. 217). No creo equivocarme si digo que esta publicación de Eduardo Huchín Sosa es uno de esos buenos libros.

miércoles, 8 de marzo de 2023

David Bowie, la filosofía y unos zapatos amarillos

 


Hace unos días tuve de nuevo el deleite de participar en vivo en la radio gracias a Rubén Pineda y a Edmundo Armenta, quienes me invitaron a colaborar en un programa para conmemorar la muerte del fabuloso David Bowie a través de la frecuencia de Política y Rock & Roll Radio (106.7 FM) en Hermosillo. Lo que sigue es más o menos algo de lo que improvisé en esa ocasión.

Qué buena idea ha sido ésta de recordar el aniversario luctuoso de David Bowie (1947–2016) a través de la lista de las 100 lecturas favoritas del músico inglés y que recoge el periodista John O’Connell en su libro El club de lectura de David Bowie, publicado apenas el año pasado en nuestro idioma. En esa lista hay, previsiblemente, más o menos de todo: desde clásicos como Homero y Dante, modernos y contemporáneos como Flaubert, Eliot, Camus, Burgess, Mishima, Kerouac, Amis y DeLillo, hasta tiras cómicas de los cincuenta y ochenta. También hay obras de reflexión sobre asuntos culturales, políticos y artísticos. De este último grupo me llamó la atención de inmediato el libro de un filósofo del arte: Más allá de la Caja BrilloLas artes visuales desde la perspectiva posthistórica, de Arthur C. Danto.  Pero, ¿qué tienen que ver —me pregunté— Bowie y un pensador más bien académico como Danto? Pues Andy Warhol, desde luego. Ambos fueron subyugados por las innovaciones y el hálito glamoroso del artista de las latas de sopa Campbell’s y el peluquín plateado.

En la obra Más allá de la Caja Brillo Warhol es el héroe de una reflexión que concluye ni más ni menos que con la proclamación del fin del arte. Según Danto, todo ocurrió con la exposición de 1964 en la Stable Gallery de Nueva York. En ella, Warhol presentó unas cajas de madera de los productos de limpieza Brillo que resultaban prácticamente indiscernibles de las cajas originales que se apilaban entonces en cualquier supermercado. Con ello, el artista visual literalmente igualó a los objetos artísticos con los objetos cotidianos y detuvo de una vez por todas cualquier pretensión de “desarrollo” o “sentido histórico” en el mundo del arte. A partir de entonces, todo podía ser arte, y los creadores no estaban ya obligados a entender nada, explicar nada, ni a expresar nada. Tampoco los espectadores que visitaban entre incrédulos y divertidos la exposición requerían de un conocimiento especial para entender lo que pasaba ahí porque lo que veían eran objetos muy familiares de su entorno. Libertad, pluralismo y accesibilidad fueron las nuevas consignas, y algunas de esas actitudes persisten aún hoy en el mundillo del arte.




En 1972 apareció el álbum Hunky Dory, de David Bowie. Es uno de mis discos favoritos del de Brixton y resulta que contiene una canción sobre Andy Warhol. Dice Bowie que comenzó a admirar a Warhol desde muy joven y que se entusiasmó muy pronto por sus propuestas estéticas (y quizá también por la historia del hijo de inmigrantes pobres que alcanzó la cúspide del éxito en Nueva York). Según el propio músico, la canción pretendía ser una oda (algo oscura, si se quiere) a Warhol y la compuso antes de conocerlo. “Andy Warhol looks a Scream / Hang him on my wall / Andy Warhol, Silver Screen / Can’t tell them apart at all”, repite el estribillo. Cuando por fin pudo estar frente a su ídolo, y con el afán algo inocente de hacer buenas migas, se le ocurrió presentarle la canción. Fue en septiembre de 1971. Ahí estaba Andy, con su tez cadavérica rodeado de su séquito habitual de jóvenes hermosos. Todos escucharon con atención, pero a Andy no le gustó en absoluto. Al terminar la pieza, simplemente se puso de pie y se marchó a atender otros asuntos. Uy. Mal rollo. “¿Qué no sabes que él es muy quisquilloso con cualquier mención sobre su aspecto?” Al poco tiempo Andy regresó a la habitación y esta vez sí congeniaron. Pero no fue la música de Bowie lo que llamó la atención de artista norteamericano, sino sus extravagantes zapatos amarillo canario con hebillas doradas estilo Mary Jane. O algo así; vaya uno a saber cómo serían exactamente. Resulta que, antes de ser Warhol, Andrew Warhola (su verdadero nombre) fue un artista comercial de éxito y una de sus ocupaciones predilectas consistió en diseñar anuncios para calzado. Charlaron un rato sobre zapatos y otros temas simplones, y Warhol hasta aprovechó la ocasión para sacar varias fotografías del atractivo rostro del joven y (me imagino) de sus esplendorosos zapatos. Tiempo después, en alguna entrevista, Bowie afirmó que ni los que conocieron a Warhol conocieron realmente a Warhol. El tipo era un enigma.

Warhol murió en 1987, y unos años después tanto Danto como Bowie volvieron a establecer un vínculo significativo con su ídolo; el primero con un libro y el segundo como actor en una película. Danto publicó en 2009 Andy Warhol, que no es precisamente una biografía, sino “un estudio sobre aquello que hace de Warhol un artista fascinante desde una perspectiva filosófica”. También es, podría decirse, una ofrenda de gratitud y un recuento maravillado de la “experiencia transformadora” que, de acuerdo con Danto, “me convirtió en filósofo del arte”; un filósofo del arte, cabe añadir, que hoy puede considerarse uno de los más importantes de la segunda mitad del siglo XX.

Por su parte, Bowie participó como actor en 1996 en la estupenda película Basquiat, del neoyorquino Julian Schnabel. La cinta trata sobre la vida del artista callejero, autodestructivo y muy talentoso Jean-Michel Basquiat, quien alcanzó cierta fama durante los ochenta y fue protégé de Warhol. Bowie aparece, por supuesto, como el mismísimo Warhol. Y ahí lo podemos ver, batallando con sus (hay que decirlo) exiguas cualidades histriónicas, interpretando con respeto y devoción a su ídolo de juventud. Sin embargo, hay algo que me parece muy rescatable en esta actuación de Bowie, y es que muestra a un Warhol otoñal y algo desvalido que revela lo que han afirmado muchos biógrafos y fans del gurú del pop, a saber, que detrás de la fachada del astro refulgente, del sujeto frívolo, fiestero y autoritario se escondía un individuo profundamente solo, inseguro de sí mismo y necesitado de amor. El niño enfermizo de mamá, el chico pobre de Pittsburgh, víctima de la crueldad de sus compañeritos de escuela y de la pobreza extrema. En sus diarios, a menudo Warhol se describía a sí mismo sin ninguna piedad: “La gracia difractada, la decadente palidez, el glamour que arranca de la desesperación”. “Aún estoy obsesionado por la idea de verme en el espejo y no ver a nadie, nada”.

Habría mucho más que decir sobre las afinidades entre la figura de Warhol y la estética de Bowie, así como de las interpretaciones tan sugerentes de Danto sobre la relevancia de las creaciones del primero. Por lo pronto subamos el volumen de nuestra radio y deleitémonos con las gozosas estridencias de “Andy Warhol”, canción de 1972 del álbum Hunky Dory. Con ustedes, el gran camaleón, Ziggy Stardust, el Duque Blanco, David Jones, David Bowie.