jueves, 25 de abril de 2013

Pensando en Ella



 

Me encuentro en el “doodle” de Google con que hoy, 25 de abril, es cumpleaños de Ella Fitzgerald. El nonagésimo sexto, para ser exactos. Celebro que se la recuerde y celebro además que a los de Google les tenga sin cuidado que sean 96 los años a los que llegaría la cantante (y no, digamos 90 o 100) y que, muy al estilo de Borges, no sucumban a la superstición de los números redondos ni al culto al sistema métrico decimal. Naturalmente, cualquier día es bueno para celebrar a Ella Jane Fitzgerald.
Algo que siempre me ha asombrado de Ella es, diría, el carácter gallardo de su voz, que proyectaba con tanto donaire y soltura que parecía que sólo podía salir de alguien dichoso, de un individuo que se la ha pasado estupendamente, y no de esa mujer que fue la niña a la que abandonó su padre, que a los quince años perdió a su madre en un accidente de tráfico, que fue enviada a un reformatorio donde padeció maltratos hasta que escapó para sobrevivir mal en las calles, que tuvo que dejar a su primer marido tras descubrir que éste ocultaba un pasado criminal, la que, como tantos colegas suyos en aquel tiempo, fue víctima de la discriminación por el color de su piel, que sufrió diversas enfermedades, incluido un mal cardiaco por el que tuvo que ser operada en 1986 y tras lo cual todos dijeron que no volvería a los escenarios, pero que volvió y cantó hasta que, en 1993, ya casi ciega por la diabetes, le fueron amputadas ambas piernas, y quiso cantar más, pero tuvo que retirarse a su casa en Beverly Hills para morir poco después, un 15 de junio de 1996.
En ello difiere de otra grande, Billie Holliday. Cuando escuchamos a Billy, a Lady Day, escuchamos las quejas de un alma atormentada, de una vida puntualmente escarnecida por la misma sociedad que la escucha con embeleso. Esto no sucede con Ella; ella nunca exhibe sus heridas, transita a menudo On the sunny side of the street, a veces en un entusiasmo altivo, pero incluso en sus momentos más umbríos, en los que hace gala de los tonos mate y grises de su opulento timbre, hay siempre como un albor de dulzura, tan alejado del regodeo en la truculencia como de la complacencia fácil.
Ella pasó con la misma destreza por el estilo swing de las big bands, la balada, el scat singing del bebop y el blues. También nos regaló esporádicas incursiones en el soul y el rock. Imitaba con gracia casi cualquier instrumento de la orquesta gracias a su portentoso  registro y grabó alrededor de doscientos discos, algunos de cancioneros de compositores como Gershwin, Porter, Berlin o Kern que se consideran hoy tesoros nacionales de la música estadounidense. Algunas de esas canciones, a veces musicalmente modestas, cuando no irremediablemente cursis, mudan con Ella en piezas de un atractivo rotundo y duradero. El propio Gershwin confesó una vez, en un cumplido sólo un poco exagerado, que únicamente cuando escuchó sus composiciones con Ella se dio cuenta de que realmente eran buenas.
           Una voz, en fin, como espejo, pulida y refulgente, que para mí simplemente ha sido la mejor. El epíteto The First Lady of Song no es otra cosa que la constatación, al menos en el mundo del jazz, y me atrevo a decir que un poco más allá, de un hecho llano para los oídos de cualquiera.

La religión a través de sus críticos



Han pasado ya más de tres siglos desde que los humanistas del siglo XVII y, más tarde, los pensadores ilustrados comenzaron a identificar la religión con una creencia endeble y carente de fundamentos suficientes. También pensaron que la creciente visión científica del mundo habría de erradicar por completo esos sistemas atávicos de pensamiento. Pero se equivocaron: a pesar del avance de las ciencias, la religión continúa teniendo una gran fuerza social. En Occidente, por ejemplo, muchos países se consideran de mayoría cristiana; sin embargo, pocos políticos arriesgarían su aceptación popular confesándose ateos, y en algunos casos mezclan incluso el discurso político con el religioso.
Este volumen recoge algunas de las críticas más célebres que se han hecho a la religión, como doctrina explicativa o como forma de vida. El abanico de críticas planteadas por pensadores como Montaigne, Kant, Hume, Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud o Weber abarca los aspectos principales de las religiones y, fundamentalmente, de la tradición religiosa central en Occidente: el judeocristianismo.

Para leer una reseña mía de este libro en la revista Diánoia, vaya a:

La última de Saramago





Después de muchas evasivas, por fin logré sumergirme en las páginas de Caín, la última novela publicada de José Saramago (1922-2010). Nunca he sido aficionado a este escritor portugués, pero me interesaba el tema sugerido por el título y, desde luego, sentía una curiosidad morbosa tras la campaña mediática que acompañó al lanzamiento del libro. Se recordará que, como ya había ocurrido con otra de Saramago (El evangelio según Jesucristo, de 1991), Caín fue hostigado por críticas de la iglesia católica y por diversas reacciones que incluyeron hasta la gansada de un diputado portugués que exigió al autor que renunciara a su nacionalidad.
          La historia de Caín, es, por supuesto, la del personaje bíblico que asesina a su hermano Abel por culpa, según Saramago, del propio Yahvé. El relato del Génesis nos dice que, tras el crimen, Yahvé condena a Caín a vagar por el mundo a la vez que lo protege de ser asesinado. Aprovechando este planteamiento, Saramago pone además a Caín a viajar por el tiempo, por lo que se convierte en testigo y juez andarín de varios episodios tremebundos del Antiguo Testamento, tales como la expulsión del Edén, el sacrificio de Isaac, la historia de Job y el diluvio universal. Así, el planteamiento del autor es simple y, al menos en principio, atractivo: volver a contarnos esas mismas historias a través de los ojos de Caín.
          Pues bien, me temo que, como suele ocurrir con tantos productos culturales hoy día, el envoltorio fue lo más deleitable del producto. Más interesante que la novela fueron los ataques de los detractores de Saramago, así como las insólitas réplicas del autor, difundidos por diversos medios electrónicos e impresos. Sucede que Caín combina de manera notable una prosa fluida y lisonjera con una carencia total de ideas módicamente interesantes sobre el asunto de que trata. El dictamen es de por sí rancio: Dios es malvado, caprichoso y berrinchudo; reacciona con violencia, permite prosperar a los malos y mortifica a los buenos. La Biblia es una historia de horror y un “manual de malas costumbres”. De ahí la osadía trágica de Caín, que resulta enaltecido en el libro por plantarse ante Yahvé y reclamarle por los niños muertos en Sodoma y Gomorra o por la destrucción de la humanidad en las aguas del diluvio.
Hay que ser de plano entusiasta de Saramago para soportar el tonito de autosuficiencia moral del autor, o para celebrar las interpretaciones tan rústicas del Antiguo Testamento. Así que, quienes gocen de la riqueza literaria de la Biblia mejor absténganse. Quienes sean ateos pero les aburre andar espantando santurrones, de plano absténganse. Y lo mismo para quienes encuentren solaz y riqueza espiritual en la Biblia.  ¿En serio habrá que recordar a los incondicionales que el mismo libro que denuesta Saramago es también uno de los orígenes de la insistencia en la libertad y equidad moral de cada ser humano, de la inmoralidad de la mentira, la envidia, el asesinato y la posibilidad de edificar un orden social superior al presente? ¿Habrá que señalar que, como el mismo autor aceptaba, la Biblia es más un reflejo de lo que somos y que, por lo tanto, la maldad no emana tanto de un escrito sino de otra parte? ¿De nosotros mismos, por ejemplo? ¿De veras hay que volver a hablar sobre todo esto?
Pero no, en Caín la única lectura que vale es la literal (¿advirtió el autor en ello su afinidad con los fundamentalismos religiosos?); buscar símbolos, lecturas menos obvias o mensajes renovados es “forzar las historias” (¿un premio Nobel que exige austeridad a la imaginación literaria?). Cualquier virtud que pudiera tener el libro se ve socavada por la machacona ramplonería de un autor preocupado por hacernos llegar su sermón aliñado con dosis de un humor sólo compartible por quienes ya comulgan con su ideario. No hay áreas grises en la vida, los buenos están de un lado, los malos de otro, y la malignidad, la verdadera perversidad que nos hace descubrir algo más en cada uno de nosotros, que nos trastorna y remueve certezas, esa, brilla por su ausencia.
Conmueve leer entrevistas en las que el autor decía que esperaba una reacción airada de la comunidad hebrea por meterse con el Antiguo Testamento, “el libro de los judíos” según él. Ya una vez le había resultado un ardid publicitario similar al comparar la política de ocupación del Estado de Israel en Gaza con los campos de concentración nazis. El hecho de que sus detractores saltaran casi exclusivamente del bando católico evidencia, entre otras cosas, su ignorancia respecto a cómo los judíos leen la Torá (para eso quizás le hubiera resultado mejor un ataque al Talmud), y su ingenuidad en suponer que “el libro de los católicos” es el Nuevo Testamento, y que por ello no debieran “tener motivos para enojarse”. Buscó ser lapidado pero una vez más resultó crucificado. Pero qué importa, si la iglesia católica volvió a hacer su trabajo y convirtió en best seller un libro sacrílego.
A Saramago le placía decir que escribía para “desasosegar”. Y en la página de la editorial Alfaguara Pilar del Río (su esposa y traductora) advertía que Caín provocaría en sus lectores desconcierto y angustia. El ateísmo militante de Saramago ni espanta ni mueve a la reflexión, y me imagino perfectamente su libro escondido bajo el ropón de algún monaguillo, un buen sitio sin duda para una lectura de chamacos traviesos, divertida e inocua. Las invectivas de las autoridades religiosas sólo manifiestan debilidad propia, así como una muy mala opinión de la sagacidad de los sus feligreses, a quienes se empeñan en seguir tratando como a menores de edad.

José Saramago, Caín, 2009, México, Alfaguara, 189 páginas.

lunes, 22 de abril de 2013

Cantinflas y el conflicto magisterial



Entre tanto lío con la CETEG y el SNTE vale la pena recordar las certeras palabras de Cantinflas en una vieja película. Al parecer, no mucho ha cambiado desde entonces en el terreno del magisterio.

"No es justo camarada secre, que a un hombre que se ha pasado la vida repartiendo la incultura inadecuada a la niñez se le abandone en esa forma. ¿Por qué? ¿Qué es eso? No hay derecho... ¡No lo voy a permitir! Moveré mis influencias, moveré mis resortes, pero como ciudadano independiente, como elector con su itinerario y como hombre libre por falta de méritos, protesto. Y exijo que se me desoiga para que así y en esa forma todo quede como debe de quedar, por una sociedad sin clases y lo que es pior, sin maistro."

El portero (1949)