jueves, 17 de octubre de 2019

Travesía de invierno


En una de mis colaboraciones habituales para “La Caja de Resonancia”, programa de radio de la Universidad de Sonora, presenté una obrita del compositor ucraniano Valentín Silvéstrov (n. Kiev, 1937) basado en un poema de Alejandro Pushkin. Se trata de una muestra de sus “Silent Songs”, una serie de notables canciones interpretadas sotto voce por un barítono con acompañamiento de piano. Sobre Silvéstrov y su música ya me ocuparé después; esta vez quisiera únicamente compartir el poema de Pushkin que me atreví a traducir, o a conjeturar en español, o quizá nada más a arruinar,  para esa ocasión. Si hay un gran poeta casi desconocido en nuestra lengua ése es Pushkin. Ya Vladímir Nabokov lo declaró francamente intraducible y Roman Jakobson advirtió sobre los “infinitos matices” semánticos que resultan inseparables de esos versos en su lengua original. Y alguna vez tuve la fortuna de tener una alumna rusa quien con mucha paciencia y no menos candor trató de explicarme con poemas aprendidos de memoria cómo la textura sonora de Pushkin contribuye casi a cada momento al sentido de los versos. No obstante todo esto que digo, cuelgo por aquí este poema lírico que espero al menos insinúe vagamente la desnuda sencillez y belleza inmediata del gran Pushkin.

Travesía de Invierno
La niebla se apretuja sobre el camino
Y la luna tímida apenas aflora.
Se atenaza a las llanuras desoladas
Y deja caer migajas de luz opaca.

El trineo se desliza desbocado
Por el crudo camino invernal
Con el repique obstinado
De su monótona campanilla.

Hay un resabio de algo querido
En las interminables canciones del cochero.
Acaso de fiestas retumbantes y salvajes;
Acaso de una pena en el corazón.

Ni una hoguera, ni una choza ennegrecida.
Sólo nieve y silencio… Y adelante  
Millas y millas ganadas a punta de pala
A través de la mudez afligida de la noche.

Ansia y tristeza… Al amanecer, Nina,
Me reencontraré contigo.
Me arrellanaré junto a la chimenea
Y te contemplaré con sosiego.

Qué amargo resulta este camino.
El cochero ahora calla somnoliento
Y la campanilla abruma con su repiqueteo
Y la luna se sofoca tras la niebla.

¡Jessye Norman en Álamos!


El pasado 30 de septiembre de 2019 se nos murió la majestuosa Jessye Norman. Tuve la fortuna de escucharla muy cerquita cuando vino a Álamos hace ya nueve años. Rescato sin cambios del baúl de los recuerdos esta pequeña nota que escribí entonces para consignar esa noche mágica.

Lo que gozamos durante la velada inaugural del FAOT 2010 en Álamos fue una muestra del arte de una especie en extinción: el arte de la diva. Hoy el mundo cuenta con algunas grandes voces y muchos cantantes solventes, pero ya prácticamente han desparecido las divas. Quedan, eso sí, muchas artistas con arranques de diva, pero eso no significa nada frente a una verdadera diva. La soprano dramática Jessye Norman (Augusta, Georgia, 1945–) fue y sigue siendo una auténtica diva, en el sentido pleno del término, es decir, se trata de una cantante poseedora de una presencia escénica majestuosa, un ego arrollador, genio encrespado, voz potentísima y que se pavonea sobre el escenario para ser venerada por sus hipnotizados fieles.

La voz de Norman es extraordinaria en muchos sentidos, destacando quizás su registro impresionante que pasa sin problemas por las tesituras de soprano, mezzosoprano e incluso roza la de contralto. Al escucharla, sobre todo en su registro más grave, uno recuerda esas etiquetas ampulosas de los enólogos en las que se describe la complejidad del sabor de un vino, pues se trata de un instrumento con un timbre rico en matices, suntuoso, profundo y fuerte. Posee una voz deliciosa incluso cuando habla, enfatizado por un extrañísimo acento de ninguna parte y coloreado quizás por su gran dominio de idiomas como el alemán, el francés y el italiano.

Su fuerte ha sido, como se sabe, la ópera, de la que se ha retirado desde hace algunos años para concentrar sus energías en recitales y conciertos. Los críticos han destacado de manera unánime la integridad de sus interpretaciones, meticulosamente preparadas y ensayadas. Nunca ha ejecutado pieza alguna en el estudio de grabación ni en vivo sin antes haber estudiado a fondo el idioma de la letra de la composición y las características de su estilo. Posee una dicción casi perfecta (¡incluso cuando canta en ruso!) y, en lo particular, aparte del color de su registro bajo me impacta toda la energía contenida que transmite en sus pianissimos, es decir, cuando canta muy bajo. Y nos ha dejado registros sonoros de referencia, sobre todo en papeles de obras de Wagner, Berlioz, Schoenberg y Richard Strauss, es decir, de compositores que han creado algunos de los papeles más demandantes para la voz de todo el repertorio musical.

Pero, ¿puede cantar jazz? ¿O spirituals? Porque eso fue lo que en gran medida escuchamos la noche del jueves, en un recorrido por algunas de las cúspides del cancionero norteamericano, con piezas de Bernstein, Rodgers, Gershwin, Hammerstein y Duke Ellington, además de algunos spirituals. La duda surge porque para cantar I’ve got Rythm o Another Man Done Gone (un par de las piezas que escuchamos esa noche) no se requiere precisamente una gran voz, ni una gran técnica, aunque sí un estilo particular, capacidad de improvisación, flexibilidad rítmica, swing y quizás algo más. Los verdaderos entusiastas a veces señalan que los cantantes de jazz y de blues nacen, jamás se hacen.

Pues bien, en mi opinión Jessye Norman aporta algo genuino (además de su enorme voz, claro está) al repertorio mencionado, algo que la hace destacar fácilmente entre tanta mala música crossover que se aprovecha de un público incauto para venderles como gran arte productos complacientes y de muy dudoso gusto. Es verdad: si realmente queremos escuchar de lo que es capaz Norman, no es éste el repertorio al que debemos acudir. No pocas veces incomoda, a pesar de sus esfuerzos por disminuir la escala de su voz, la excesiva intensidad con que aborda melodías que son mejores si suenan desenfadadas, y uno puede tener de pronto la impresión que con ese calibre de voz el jazz deja de ser una animada conversación entre amigos para convertirse en algo más bien intimidante y sombrío.

Sin embargo, la conexión de Norman con el jazz, y la música afroamericana en general, no es ni reciente ni casual. No llega a esa música desde el exterior, por así decirlo. No sólo su origen étnico habla en este sentido, sino que ella misma comenzó a cantar de pequeña (a los 4 años) gospel en el templo bautista de su ciudad natal. Y a lo largo de su carrera no ha estado nunca muy alejada de la música negra y de sus cantantes (como Dinah Washington, Billie Holiday y Nat “King” Cole, a quienes ha mencionado entre sus influencias). Recientemente, en marzo de 2009, curó un festival de música afroamericana en el Carnegie Hall de Nueva York con piezas que van desde spirituals hasta hip hop, pasando por el jazz, el gospel, el soul y el rhythm and blues. Y luego está el simple y bruto hecho de que su voz es inconfundiblemente negra, algo que siempre ha subrayado con orgullo. “A la gente siempre le gusta escuchar spirituals” declaró en una entrevista en el programa televisivo 60 minutes, “y les gusta escucharlos cantados por una boca negra”.

Algo debe aceptarse: a Jessye Norman le falta swing. Pero el ritmo offbeat del jazz no le ofrece dificultad alguna, su voz encaja sin problemas en la gran tradición de la música negra de su país y además añade un sentido de dignidad y de arte elevado que realza aún más las cualidades intrínsecas del repertorio norteamericano. No es (ni jamás ha pretendido ser) una verdadera cantante de jazz; sin embargo, su aportación enriquece aún más el arte musical de los Estados Unidos. Ha sido un auténtico privilegio tenerla entre nosotros en lo que, no me cabe la menor duda, fue y será el momento más alto del FAOT 2010.

Por mi parte, me quedo con la Jessye Norman del mundo de la ópera y, en menor medida, la de las canciones de Mahler, Chausson, Richard Strauss y Alban Berg. No es mi cantante predilecta, pero cuando extraño el arte de la diva y volteo a ver un escenario repleto de voces técnicamente inmaculadas pero carentes de expresividad, sin estampa e incapaces de transmitir el sentimiento de exaltación del mundo propio de la ópera, me vuelvo sin dudar hacia Jessye Norman. Entonces me declaro su rendido fan.


jueves, 3 de octubre de 2019

Miguel León-Portilla, filósofo del tiempo mexicano (1926–2019)



Me pide de sopetón Benjamín Alonso, amigo y patrón de Crónica Sonora, que improvise unas cuantas líneas a propósito del lamentable deceso del Dr. León-Portilla. Aquí van.

Miguel León-Portilla era un bólido. No sólo su fecundidad intelectual resultaba admirable (fueron más de cuarenta libros, cientos de artículos y vaya uno a saber cuántas participaciones en coloquios, conferencias, cuerpos colegiados, proyectos editoriales, cursos, traducciones y otras empresas), sino que escucharlo departir (en clases, entrevistas, charlas informales; ahora, tristemente, sólo en grabaciones) provocaba de golpe algo más hondo que un mero interés erudito, pues embelesaba con algo que más bien rondaba el compromiso amoroso y quizá el ímpetu del misionero, no ajeno a quien reconoció como su primer y gran maestro, el padre Ángel María Garibay, y muy en línea con esos humanistas novohispanos que admiró y sobre los que escribió años después: Clavijero, Sahagún, Quiroga, las Casas…

Don Miguel combinó diversas disciplinas humanísticas con virtuosismo y en buena medida redefinió en nuestro país el oficio del historiador, ese “filósofo del tiempo”, es decir, alguien que no sólo inquiere sobre lo ocurrido durante cierto tiempo, sino que trata de integrar una imagen coherente de esos sucesos y hurga a la vez sobre su sentido. Su legado más profundo, qué duda cabe, fue rescatar y propagar la palabra más antigua de Mesoamérica, el impresionante cuerpo literario de la cultura náhuatl y de otros pueblos que habitaron en estas tierras antes de que México fuera México. Desde su tesis doctoral de 1956 en que recopila y analiza los textos filosóficos de los nahuas (y que “hizo mal hígado a algunos”) hasta sus deliciosas disquisiciones sobre la erótica náhuatl (2019) y pasando por su Visión de los vencidos (su bestseller indiscutible), León-Portilla hizo más que nadie por hacernos cercanos y grandiosos a los pueblos prehispánicos, tantas veces deformados por el prejuicio, la ignorancia y las historias oficiales. En sus páginas, y sin rechazar los datos escabrosos ni  la crítica de las fuentes tanto indígenas como españolas, los primeros mexicanos se atavían con prendas que no desmerecen ante los lustres de antiguos griegos y romanos, chinos o persas. Tampoco ante a los conquistadores ibéricos. Y ojo: los indígenas actuales también le merecieron respeto, admiración, años de estudio y hasta de defensa de sus derechos. También creyó ver en algunas de las costumbres e instituciones de los indios un baluarte contra las tendencias más deshumanizantes y depredadoras de la globalización capitalista.

Con respecto a la leyenda negra y el entuerto de la conquista, León-Portilla acuñó aquello del “encuentro de dos mundos”, expresión que le trajo críticas de no pocos nacionalistas empedernidos. Sin embargo, nunca quiso con ella minimizar ni justificar la violencia o el despojo, intrínsecos a todo acto de conquista, según se apresuraba a señalar. “Encuentro” es más bien un término que se quiere amplio para connotar “coincidencia de dos cosas o personas en un mismo lugar”, pero también “choque, enfrentamiento y lucha de quienes combaten; y también acercamiento y aun fusión”. Con ello se buscó tomar en cuenta las acciones y la perspectiva de todos los participantes, de los diversos vencedores y vencidos. Según este enfoque, el Quinto Centenario no podía ser motivo de celebración, aunque sí una oportunidad para “promover la reflexión y el estudio acerca de las múltiples implicaciones” de ese proceso que aún nos confunde.




Para León-Portilla la historia no era ni podía ser un lujo. Al margen de su valor intrínseco (que también defendió), la historia sirve para definirnos, para delimitar nuestra identidad. Varias veces comparó al individuo que ignora sus orígenes con un despistado que se acerca al mostrador de una aerolínea sin boleto en el bolsillo y sin saber a dónde va ni de dónde viene. Para alguien así, el remedio tiene que ser la historia, su historia, esa historia que debe procurar conocer y hacer suya. Diría que para don Miguel son dos los componentes necesarios de la historia, dos elementos que debemos saber combinar sin confundirlos: objetividad y convicción. O, si se quiere, conocimiento y apropiación. Sin convicción la historia resulta algo inerte, un mero ejercicio académico, mientras que prescindir de la objetividad conduce tarde o temprano a visiones ideológicas que suplantan las complejidades y riquezas del pasado y justifican políticas que convienen a minorías poderosas. Pero confundir ambas actitudes, y que nuestras ganas de creer dicten lo que fue y lo que somos, distorsiona nuestras identidades. Ya se ha dicho que los mexicanos, antes que historia, lo que en realidad queremos son mitos, relatos edificantes de buenos contra malos. Una de las varias aportaciones de Miguel León-Portilla ha sido justo ponernos ante un espejo que nos ha devuelto una imagen bastante más compleja y profunda de nosotros mismos y de nuestras múltiples raíces culturales (indígenas, europeas y aun asiáticas y africanas). Somos la consecuencia de esos mundos que vinieron a encontrarse (a coincidir, chocar, luchar, fundir) en esta región del planeta pero también somos algo más, diferente y original. “También”: una palabra que tanto nos cuesta emplear a la hora de definirnos y que don Miguel siempre usó sin recelo  a lo largo de su generosa vida intelectual.