miércoles, 15 de noviembre de 2023

Mi kit de emergencia para discutir sobre Medio Oriente

 Estas líneas, nacidas del desánimo, aparecieron antes en la Crónica Sonora del gran Benyi: 

Mi kit de emergencia para discutir sobre Medio Oriente – CRÓNICA SONORA (cronicasonora.com)

En estos días se me ha hecho muy difícil evadir lecturas, discusiones y algún pleitecito a propósito de la situación en Medio Oriente. Confieso que algunos de esos intercambios han resultado ser muy útiles y hasta diría que consoladores (la lucidez de algunas personas siempre apacigua en momentos difíciles), pero otros sólo me alarman y angustian por los prejuicios de los que hacen gala, el desconocimiento que exhiben o por la combinación de ambas cosas. Desde luego que no me pasa por la cabeza que ande por ahí sin descubrir una manera diáfana de exponer el conflicto y su posible solución; por el contrario, además de embrollado, en un asunto como éste influyen mucho, siempre y de manera inevitable, nuestras ansias y sesgos de naturaleza política, religiosa o ideológica. Para los actores directos, les va también lo que consideran su identidad y hasta su miedo a perderse como naciones. Y a todos nos puede ganar en mayor o menor medida la tristeza, el azoro y aturdimiento ante tanta simple crueldad. A mí me deprime no entender casi nada y sentir que debo resignarme a que el dolor, el odio y la muerte pronuncien siempre la última palabra. Por eso me irrita toparme (y peor: discutir) con quienes llegan blandiendo recetas facilonas para acabar con el problema y que con arrogancia emiten veredictos de culpabilidad o inocencia, nos dicen quiénes son víctimas y quiénes verdugos, quiénes sufren más y merecen nuestra compasión y a quiénes debemos desaprobar con repugnancia.

En estas formas distorsionadas de percibir los hechos hay, cómo no, mucha mala ideología; de ésa que, aunque tengamos una perspectiva más o menos clara de los hechos, trastorna nuestra brújula moral y diluye nuestra empatía. También hay ignorancia, prejuicios y esquemas de análisis demasiado simples. Cuesta mucho por todo ello mantener con cabeza despejada y en una misma balanza tantos agravios y reclamos, tantas voces que se gritan y las innumerables razones, buenas y malas, que han llevado a que las negociaciones para la paz fracasen una y otra vez y a que el mal se imponga.

Así que (de manera bastante impulsiva, lo reconozco) expongo a continuación una lista de cuestiones que creo que envician de entrada y terminan por descarrilar cualquier discusión medianamente fructífera del conflicto al reducirla a un vano intercambio de eslóganes que no nos ayudan a pensar (pero que, eso sí, halagan bien sabroso nuestros egos: nada como sentir que estamos del lado de los jodidos y de la Historia). Son sólo los que se me ocurrieron, algunos que me han expresado y otros que he advertido que forman parte de los presupuestos de algunos de mis interlocutores. La mayoría son concepciones muy generales y, desde luego, hay varias que se me han escapado. Así que, de toparme con un antagonista hipotético, le diría algo así como, mira, en verdad no me interesa discutir contigo el asunto del conflicto árabe-israelí si:

1)     Sostienes que Israel no tiene derecho a existir o piensas que las aspiraciones nacionales de los palestinos no son igualmente legítimas.

2)     No condenas incondicionalmente la violencia de los grupos terroristas contra la población israelí o consideras que se pueden justificar o minimizar los bombardeos sobre la población civil palestina.

3)     Afirmas que Israel no tiene derecho a defenderse y que los ataques que sufre por parte de militantes palestinos no son graves, o que los llamados a “aniquilar” al otro de parte de políticos y militantes de ambos bandos son mera palabrería.

4)     Niegas que los pobladores de Gaza y Cisjordania sufren sistemáticamente de abusos, despojos y discriminación por parte de las autoridades israelíes y te indignas (o te parece inconcebible) que reaccionen de forma violenta.

5)     Confundes a los judíos con los israelíes.

6)     Equiparas a Israel con la Alemania nazi.

7)     Igualas a Hamás o a Hezbolá con los palestinos.

8)     Supones que todos o muchos palestinos son terroristas o que apoyan a terroristas.

9)     Crees que el castigo colectivo a una población, mediante bloqueo o bombardeo, no es injusto y que es un método eficaz para debilitar a un gobierno enemigo.

10)  Te imaginas que Israel es un proyecto colonialista que debería ser “desmantelado” o que los árabes de Gaza y Cisjordania deberían ser reubicados en Egipto, Jordania o en algún otro lugar.

11)  Piensas que los gobernantes israelíes son soberbios y expansionistas porque son judíos o supones que los dirigentes palestinos son violentos y atrasados porque son árabes.

12)  Piensas que los asentamientos judíos en Cisjordania no son un obstáculo para la paz.

13)  Niegas el empleo de escudos humanos por parte de grupos radicales en Palestina.

14)  Concibes que es posible sentar en una mesa a negociar a terroristas y a nacionalistas religiosos.

15)  Reaccionas como si la vida de un niño palestino valiera menos que la de un niño israelí (o al revés).

16)  Estimas que en todo esto hay sólo una víctima y sólo un victimario; si no aceptas o no estás dispuesto a vislumbrar la realidad de dos tragedias.

17)  Sientes que Israel o Palestina deben “portarse bien” para tener derecho a un hogar en el mundo.

18)  Citas la Biblia para explicar tu posición sobre el conflicto.

19)  Crees que puedes saber “quién tiró la primera piedra” y además juzgas que algo así zanjaría el asunto, o que todo se reduce a ver “quién llegó primero”.

20)  Reivindicas el “derecho” del actual régimen iraní a poseer armas nucleares.

21)  Estás seguro de que este conflicto nunca se solucionará.


jueves, 14 de septiembre de 2023

Giulini devela el misterio de Bruckner

Anton Bruckner
Sinfonía no. 9 en re menor
(Edición Leopold Nowak)
Filarmónica de Viena
Carlo Maria Giulini (director)
Deutsche Grammophon
1988
Calificación: 10/10

 


A casi doscientos años del natalicio de Josef Anton Bruckner (1824–1896) parece como si apenas comenzamos a conocerlo. Salvo los bruckneritas de pro que lo veneran como a un santo y no dudan de su evangelio, cualquiera que desee entender con un mínimo de ecuanimidad el carácter y la música de este artista peculiar se topará sin remedio con un alud de estudios biográficos e históricos, además de un laberinto de ediciones de su música que sigue dividiendo las opiniones tanto de musicólogos como de intérpretes. ¿Cómo era Bruckner? ¿Era en realidad ese tipo inseguro de sí mismo, cándido, rústico, mojigato, tan poca cosa? Y si así fuera, ¿cómo compaginar un personaje así con esas composiciones increíblemente sofisticadas y ambiciosas? Y su música, ¿mira más hacia el pasado o más hacia el futuro? ¿Hay que interpretarlo enfatizando sus elementos clásicos y románticos o hay que resaltar más bien su modernismo y misticismo? ¿Un Bruckner más desgarrado y pasional o más objetivo y contemplativo? Desde luego que no me pondré a tratar de responder estas cuestiones (y otras anejas como, por ejemplo, la manera en que la recepción nazi distorsionó su imagen para convertirlo en prototipo del “artista ario”), pero creo que vale la pena que las tengan en mente quienes se interesen en escuchar por primera vez esta música. Y añado algo más para los novicios: la tarea es trabajosa, y lo más probable es que la primera (y la segunda, y quizá la tercera) vez que lo escuchen se sientan nada más que apabullados por la gigantez, el estruendo de las masas sonoras, las disonancias y la amplitud de las estructuras; pero las recompensas son increíbles para quienes persistan.

La novena sinfonía de Bruckner, la última que compuso (aunque el cuarto movimiento quedó incompleto), es la única que, al menos de manera explícita, el compositor dedicó “dem lieben Gott” (“al amado Dios”). Describirla es un poco insensato, así que me limito a apuntar las siguientes observaciones borrosas: el primer movimiento, “Feierlich, misterioso” (“Solemne, misterioso”), presenta en plan monumental tres grupos temáticos (una manera típica de Bruckner de expandir la forma sonata hasta volverla casi irreconocible) e impone por su gran poderío y la alternancia de episodios oscuros (“misteriosos”) y pasajes afirmativos. El segundo movimiento, un scherzo, es bastante peculiar no por su forma (que presenta la acostumbrada estructura tripartita “ABA”; es decir, un tema, un trío y de nuevo el primer tema), sino por su contenido: suena perturbador, maquinal (¿o quizá “diabólico?), como un bramido que augura los terribles acontecimientos por surgir a la vuelta del siglo. Y el tercer movimiento, “Adagio —Langsam, feierlich” (“Adagio —Lento, solemne”), es simplemente uno de los momentos más conmovedores de la música occidental. Bruckner la llamó “Abschied vom Leben” (“Adiós a la vida”). Comienza con un tema tortuoso, de tonalidad indefinida, casi expresionista y que anticipa a Mahler. Apenas en siete compases ese tema nos lleva de la zozobra a la serenidad más luminosa. Más adelante, los episodios introspectivos son casi borrados por la irrupción de un tutti colosal que es como una voz cósmica o como el anuncio del mysterium tremendum del que se habla en la fenomenología de la religión (ya les decía yo que esta música es casi imposible de definir en términos que no sean meramente técnicos, que tampoco dicen mucho). Tras más turbulencias, el movimiento cierra con una cadencia de lo más serena que se balancea con suavidad a lo largo de los últimos compases. A veces el gran arte nos fuerza a rebajar nuestro ego y a alcanzar perspectivas grandiosas, que pueden parecer paradójicas (por el carácter polisémicos de la música misma) pero que nos alejan de la autoindulgencia y del sentimentalismo y, quién sabe, quizá sí nos lleven en nuestros mejores momentos a tener visiones de lo bueno y de lo posible. Con Bruckner eso puede sucedernos a la vuelta de cada página.


A diferencia de la mayoría de sus sinfonías, la novena de Bruckner cuenta con varios registros discográficos excelentes. Están los de Eugen Jochum (sobre todo la que hizo con Dresde), Günter Wand (de preferencia con Berlín), Daniel Barenboim (también con Berlín), Sergiu Celibidache (obviamente la de Munich), Claudio Abbado (con Lucerna; creo que fue el último disco que grabó)… Bueno, hasta Karajan tiene una versión más que decente (la de 1966). Pero si tuviera que quedarme con sólo una, elegiría sin duda la de Carlo Maria Giulini con la Filarmónica de Viena de 1988 (puede escucharse aquí: Bruckner - Symphony No.9 Giulini Wiener - Bing video). Se trata de una interpretación más serena y objetiva de la obra, alejada de las visiones cataclísmicas de, por ejemplo, Fürtwangler y otros directores de la primera mitad del siglo XX. Creo que Giulini, si seguimos con las imágenes religiosas, revela el evangelio completo, el mensaje completo de la sinfonía. El maestro italiano tiene todas las herramientas: un fraseo refinado, equilibrios perfectos, colores medio oscuros, tempi bien juzgados, expresividad, potencia, humanismo y, sobre todo, la cohesión estructural necesaria para ir construyendo una obra con un empuje y fuerza irresistibles. Esto último es crucial porque Bruckner escribía agrupando sus temas en grandes bloques o módulos, muchas veces separados por silencios. De la habilidad de un director para unir con coherencia estos bloques depende que podamos tener una experiencia casi trascendental o nos demos la aburrida de nuestras vidas.

Sugerencias para empezar a escuchar a Bruckner: Quizá la séptima sinfonía sea la más “accesible” (y es también una de las más bellas). O intenten con la cuarta, una de las más tocadas, o la primera. Si una sinfonía completa resulta ser demasiado, puede intentarse la escucha de uno de los scherzi. Por ejemplo, el scherzo de la misma séptima, o el de la tercera o el de la sexta… Y de ahí puede pasarse a uno de los movimientos lentos de cualquiera de las sinfonías, que muchas veces son el núcleo emocional de la obra entera. También es importante que esta música se escuche a buen volumen con buenas bocinas; fue escrita para sobrecogernos y no para arrullarnos.

miércoles, 6 de septiembre de 2023

Bryars y su Titanic envejecen mal

 Y bien, continúa esto de las reseñas musicales. Va aquí la tercera entrega.

Gavin Bryars
The Sinking of the Titanic/Jesus’ Blood Never Failed Me Yet
The Cockpit Ensemble
Producido por Brian Eno
Virgin
1975/1998 (remasterización)
CDVE 938 7423 8 45970 2 3
Calificación: 6/10

Durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado, John Cage y después muchos otros en Europa y Norteamérica comenzaron a ensanchar al máximo lo que entendemos como música. Durante las dos décadas siguientes, una serie abigarrada de corrientes musicales florecieron en un movimiento que hoy agrupamos, de manera vaga, con la etiqueta de “música experimental”: música concreta, improvisación libre, minimalismo, eclecticismo, empleo de medios electrónicos, orientalismo, composición aleatoria, amateurismo… Los blasones de identidad fueron la libertad, el atrevimiento y cualquier cosa que fuera fiel a la sentencia “Todo es música” y contrario a las muy doctas pretensiones de control total de los parámetros musicales de la Escuela de Darmstadt.

Gavin Bryars (n. 1943) es un compositor y contrabajista británico que formó parte de la etapa tardía de la fiesta experimentalista. Después de tocar en un trío de free jazz se interesó por la composición y en 1969 escribió The Sinking of the Titanic, para ensamble de cuerdas y cinta magnética. Escuchamos en esta pieza un himno episcopal (Otoño, supuestamente tocado durante el hundimiento mismo del Titanic) y fragmentos de otras piezas sobre un trasfondo de sonidos espectrales (voces, ¿metal retorciéndose?, una cajita de música, ruidos alterados bajo el agua) todos relacionados con el hundimiento del famoso trasatlántico. En 1971 Bryars presentó Jesus’ Blood Never Failed Me Yet, para orquesta y voz grabada. La grabación (el fragmento de un himno religioso cantado por un vagabundo) sirve de loop a lo largo de toda la pieza, mientras que las secciones de la orquesta aportan diversas armonías como “comentarios” a cada repetición de la voz. El resultado en ambos casos pretende ser hipnotizante, quizá a la manera del minimalismo; también debería cautivarnos la ansiedad y poesía de una música que va quedando atrapada en el fondo del océano y la tonada agridulce de un indigente que agradece a Dios. Pero tengo mis reparos. Mi reserva principal es que la mayoría de este tipo de “piezas” fueron más manifiestos que obras; más ideas interesantes que objetos sonoros con pretensiones de permanecer en el repertorio (o en una discoteca). Como tales, su ambiente natural es la interpretación en vivo. Además, al menos en el caso de The Sinking of the Titanic, hay elementos de improvisación, decisiones que pueden tomar los músicos o el compositor que supongo que pueden apreciarse mejor en el momento mismo de su producción. De ahí que el propio Bryars haya ejecutado (y en algunos casos grabado) otras versiones de ambas obras (hay incluso una interpretación de Jesus’ Blood con Tom Waits haciendo la segunda voz).

Me parece que, interesante y todo (y realmente vale la pena escucharse siquiera una vez), el disco (una remasterización de la grabación original de 1975) ha perdido frescura. Por lo que he podido leer y escuchar, durante los años setenta, e incluso un poco después, tuvo su brillo. Pero como arte conceptual o pop art las obras grabadas aquí ya no suenan incisivas ni sugestivas y más bien afloran sus aspectos más dóciles. Qué paradoja: el desarrollo de la música experimental, al menos en casos como éste, hizo que elementos como la tonalidad, la repetición, lo melodioso e incluso cierta sensiblería, todos valores generalmente asociados con el tradicionalismo, volvieran a ser respetables. 

lunes, 28 de agosto de 2023

Nicola Benedetti no es de relumbrón

 

Como les decía hace unos días, ofrezco ahora pequeñas reseñas semanales de música. Me lo pidieron mucho; pues ahora se amuelan. Más que “reseñas”, son registros de mis impresiones de amateur que quizá sirvan para que alguien con mejor oído disfrute de una buena grabación o se emocione con algún intérprete. Comentaré discos viejos y recientes según mis manías (y que conste que mis hábitos de melómano son un verdadero relajo) por el solo placer de compartir mis entusiasmos y uno que otro disgusto. Va pues la segunda entrega de estas notas.

Baroque
Nicola Benedetti (violín solista) y Benedetti Baroque Orchestra
Corelli/Geminiani, Vivaldi
Decca
2021
485 1664
Calificación: 9/10


Debo iniciar con una confesión. Tardé en decidirme a escuchar a Benedetti por culpa de esas compañías que, sin saber ya qué vendernos, y como si no tuvieran catálogos invaluables, se dedican ahora a tratar de encandilarnos con la última pianista de minifalda o el más reciente violinista bonito que medio baila mientras toca diversos géneros y resulta que además es muy espiritual (caricaturizo; pero no miento). Todo eso me pone en guardia, al menos en lo que se refiere al lanzamiento de nuevos artistas (compositores incluidos). Ahora bien, Nicola Benedetti es guapa, simpática, tiene una gran base de adoradores y sus videos promocionales son a veces de un gusto, digamos, dudoso. Así que tuve que ponerme en guardia. Error. Error garrafal pues, al menos este disco, el único que conozco de ella, revela a una artista comprometida con las exigencias más severas de su instrumento y que además toca con entusiasmo una música que, dicho burdamente, le corre por las venas (Benedetti es escocesa de padre italiano y de madre escocesa e italiana). Por cierto, ¿se han fijado que entre los mejores violinistas de hoy figuran muchas mujeres? Hahn, Mutter, Jansen, Fischer, Batiashvili, Mullova, Chang, Faust, Ibraguimova, Podger… todas estupendas; dos o más de ellas colosales. Corren buenos tiempos para el repertorio de ese instrumento tan pequeño y tan mandón después del imperio patriarcal de los Menuhin, Oistrakh, Kogan, Heifetz, Stern, Kremer, Perlman, Venguerov y otros que dominó durante el siglo pasado.

El álbum de marras abre con una obra de Francesco Geminiani: el Concerto grosso en re menor, “La Folía”, basado en una sonata de Corelli. Un “concerto grosso” es una composición que contrapone un pequeño conjunto de solistas (dos o más) con un grupo mayor de intérpretes. Es una forma musical llena de detalles, diálogos, contrastes y colorido armónico. En el caso en cuestión, la obra se construye mediante una serie de variaciones ingeniosas sobre una zarabanda (una danza de compás ternario, lenta y elegante). Después vienen tres conciertos para violín completos de Antonio Vivaldi (re mayor, mi bemol mayor y si menor) y un movimiento suelto del concierto (Andante) del concierto en si bemol mayor del mismo compositor. Los conciertos “solistas” de Vivaldi presentan, en contraste con los concerti grossi, un esquema que permite al intérprete mostrar más virtuosismo y una mayor gama de emociones. Junto a los trabajos de otros compositores (como Bach, con quien el veneciano es comparado a menudo de manera muy injusta) pueden parecer obras sencillas; pero una escucha reiterada (y, muy importante, contextualizada) permite descubrir las riquezas de un modelo que fue revolucionario y que siguió desarrollándose por lo menos hasta la estética romántica del siglo decimonónico con la idea de un enfrentamiento apasionado entre una voz solitaria y heroica y una poderosa (a veces ominosa) masa sonora.

Lo que primero emociona de Baroque es el goce que envuelven las interpretaciones. Benedetti reunió para este proyecto a un grupo de amigos (especialistas en música antigua) y juntos destilan convicción, brío y un gusto contagioso al tocar una música que es accesible para el oyente y propicia para la improvisación y el diálogo creativo entre los instrumentistas. Me gustan en particular dos de las piezas: el concerto grosso de Geminiani por su sentido teatral y su fogoso bajo continuo (en esta época los compositores sólo anotaban en la partitura las notas fundamentales de la línea del bajo, de manera que los intérpretes al clavecín, al órgano, en las cuerdas graves o el laúd debían “completar” lo escrito según su gusto y creatividad) y el concierto de Vivaldi en si menor debido a su sofisticación armónica (escuchen, por ejemplo, el larghetto). También señalo que me gustó mucho el sonido del violín de Benedetti, un Stradivarius de 1717 tocado aquí con cuerdas de tripa. El disco finaliza, de una manera un poquitín débil, con un andante suelto de otro concierto de Vivaldi, quizá puesto ahí para que tuviera el efecto de una especie de exit music. Me habría gustado más que terminara con algo muy enérgico, más acorde con el ánimo exaltado que predomina en el resto del álbum.

Ahora sigue escuchar más a Benedetti y a ver qué tal. Por fortuna sus discos están todos disponibles en plataformas e incluso en físico pueden encontrarse varios de ellos. Por su estilo y volumen (no muy alto), su concierto para violín de Mendelssohn me parece una opción interesante. También ha grabado, entre otros, a Elgar, Szymanowsky, Shostakovich y un concierto que mezcla elementos de jazz y clásico escrito para ella por Wynton Marsalis. Hay por ahí además diversos documentos visuales, incluido una serie de diez clips (que inicia con éste: <https://www.youtube.com/watch?v=VVb0zTV4TEc>) y que son una joya para antes o después de escuchar el disco: Ahí nos explican de qué va la pieza de Geminiani, la base del bajo sobre la que se construyen las variaciones y varios otros detalles que intervienen en la interpretación, como la notación, el tempo, el bajo continuo, la ornamentación, la improvisación, las cadenzas y apoyaturas. Muy recomendable.

viernes, 18 de agosto de 2023

Alexander Mélnikov a cuatro pianos

 

Por aclamación multitudinaria ofrezco ahora pequeñas reseñas semanales de música. Más que “reseñas” son registros de mis impresiones de amateur que quizá sirvan para que alguien con mejores oídos (y verdadero entrenamiento musical) disfrute de una buena grabación o se emocione con algún intérprete nuevo. Atenderé discos viejos y recientes según mis manías (y que conste que mis hábitos de melómano son un verdadero relajo). Lo hago por el solo placer de compartir mis entusiasmos y uno que otro disgusto.


Alexander Mélnikov
Four Pianos. Four Pieces
Obras de Schubert, Chopin, Liszt y Stravinski
Harmonia Mundi
2018
HMM 902299

Comienzo con un álbum del pianista ruso Alexander Mélnikov (n. 1973) que escuché ayer. Four Pianos. Four Pieces es un álbum original: presenta en orden cronológico cuatro obras en sendos pianos históricos de Schubert (Fantasía Wanderer), Chopin (Études op. 10), Liszt (Réminiscences de Don Juan) y Stravinski (Trois Mouvements de Pétrouchka). Las cuatro llevan hasta el límite las posibilidades técnicas del piano de la época en que fueron compuestas, y lo que en primer lugar percibe incluso el oyente más distraído es el gran contraste sonoro entre un Alois Graff construido entre 1828 y 1835, un Érard de 1837, un Bösendorfer de 1875 y un Steinway actual. Así que, para una inmersión en la historia del piano, este disco es un buen preámbulo porque nos lleva de un pianoforte rico en matices tímbricos, colores mate (en la Fantasía Wanderer la diferencia entre el primer movimiento en do mayor y el segundo movimiento en tonalidad menor es tal que parecería que el pianista ha cambiado de instrumento) y acordes un poco turbios (el artefacto en cuestión tiene ¡cinco pedales! No tengo idea de la función del cuarto y quinto, y por algo habrán desaparecido) hasta un instrumento que es todo agilidad, claridad, brillo y con contrastes dinámicos bien definidos (aunque menos cálido que el pianoforte). Mélnikov no persigue la quimera de una interpretación “históricamente fiel”, sino que más bien, según él mismo explica, trata de entender cómo las virtudes y limitaciones de cada uno de los pianos afecta las decisiones que el ejecutante debe tomar para la realización de cada pieza.

Ahora bien, los resultados de semejante enfoque son, en este caso, estupendos. Mélnikov es de esos pianistas que combinan solvencia técnica, sensibilidad y, sobre todo, mucha inteligencia (me recuerda a otros artistas como Schiff, Lubimov o Perahia, por mencionar sólo a tres activos) y no se regodea nunca con la mera pirotecnia a la que invitan, por ejemplo, las piezas seleccionadas en esta grabación. Me gusta en particular la poesía y el colorido brumoso que extrae de la obra de Schubert, la más demandante técnicamente de entre todas las que éste compuso (se cuenta que, al tratar de estrenarla muy orondo ante sus amigos en una de sus célebres veladas, interrumpió de pronto su ejecución y, cerrando con violencia la tapa del instrumento, exclamó: “¡Que el diablo toque esa cosa!”). También destacaría la ejecución impresionante de la pieza de Stravinski, la cual sobresale entre otras también muy buenas (incluida una versión contundente de Maurizio Pollini de los años setenta) por la manera en que va construyendo el sentido dramático de la pieza y que nos acerca más en nuestra imaginación a las peripecias del desventurado muñeco de trapo y aserrín. Lo de Chopin diré que está bien, y me reservo por el momento detalles al respecto por mi (conocidísima) aversión hacia la música del genial (pues no seré yo quien le escatime virtudes) compositor polaco. Baste decir que los Études op. 10 son doce piezas breves enfocadas en el desarrollo de la destreza técnica de infortunados estudiantes. El tercero de ellos, en mi mayor, presenta una de las melodías más sentidas y conocidas de Chopin que, según esto, llevó al famélico compositor a llevarse el dorso de la mano a la frente para exclamar, casi en un suspiro, “¡Ah! Mi patria…!" Y, sí; acepto sin reservas que se trata de una melodía bellísima. Y en cuanto a Liszt, el germen de su pieza es, claro está, el famoso libertino de la ópera de Mozart, de la cual el austrohúngaro toma un par de temas (no recuerdo si más) para desarrollar un conjunto de variaciones brillantes, virtuosísimas y divertidas. Un disco, en fin, recomendable, interesante también por el asunto histórico, pleno de un pianismo elástico y bien meditado. Si hubiera que otorgarle una calificación, le pondría un 8/10.



viernes, 9 de junio de 2023

Lo que nos une es el sentimiento de pérdida

 


Nick Cave es uno de los pocos músicos del rock que piensa antes de hablar o de escribir. O que simplemente piensa. Preocupado por la relación que guarda con su público, fundó en 2018 el sitio The Red Hand Files, <https://www.theredhandfiles.com/>, una suerte de consultorio filosófico (y algo más: “un extraño ejercicio de vulnerabilidad y transparencia comunal”, como señala el propio Cave). Ahí el cantante responde a todo tipo de preguntas de sus fans, algunas simplonas, otras más sustanciosas. Las respuestas casi siempre son interesantes, meditadas y honestas. Va un ejemplo, en el que un tal Beau le lanza sin decir agua va el enigma eterno.



¿Cuál es el sentido de la vida?
Beau, Essex, Inglaterra

Querido Beau:

Para entender el sentido de la vida debemos entender primero qué significa ser humano. Me parece que el elemento común que nos une a todos es la pérdida, por lo que el sentido de la vida debe ponderarse en relación con esa dimensión. Nuestras pérdidas individuales pueden ser pequeñas o grandes. Pueden ser la acumulación de mermas de las que apenas nos percatamos en lo individual o pueden ser grandes catástrofes. El sentimiento de pérdida impregna nuestros cuerpos desde el momento en que nos expulsan del vientre materno hasta el final de nuestros días, cuando, subsumidos por él, nos convertimos en la esencia de la pérdida misma. Al final nos convertimos en el dolor del mundo tras acumular innumerables pérdidas a lo largo de nuestra vida. Estas pérdidas son múltiples y habituales; son tanto monstruosas como triviales. Son pérdidas de la dignidad, pérdidas de la autonomía, pérdidas de la confianza, pérdidas del espíritu, pérdidas de los objetivos o de la fe y, desde luego, pérdidas de nuestros seres queridos. Son decepciones cotidianas y esporádicas o grandes heridas históricas que proyectan sus sombras sobre el predicamento humano y nos hacen recordar el temible potencial que guarda nuestra propia pérdida de humanidad. Somos capaces de las mayores atrocidades y de los sufrimientos más profundos, que culminan en un vasto dolor colectivo. Ésta es la condición que todos compartimos.

Y, con todo, la felicidad y la alegría siguen irrumpiendo en esta condición común. Al parecer la vida está llena de una belleza insistente, sistémica e irreprimible. Pero estos momentos de felicidad no se experimentan en soledad, sino que son casi totalmente relacionales y dependen de la conexión con el Otro, ya sea la gente, la naturaleza, el arte o Dios. Aquí es donde se establece el sentido, en la conexión, instalado en nuestro sufrimiento compartido.

Creo que somos criaturas buscadoras de sentido, y estos sentimientos de sentido, relacionales y conectivos, casi siempre se encuentran en la bondad. La bondad es la fuerza que nos hace unirnos, y esto, Beau, es lo que creo que intento decir: a pesar de nuestro estado colectivo de pérdida y nuestro potencial para el mal, existe una gran red de bondad, tejida por innumerables bondades humanas cotidianas.

Estos actos de bondad, a menudo pequeños y aparentemente intrascendentes, y que el escritor soviético Vasili Grossman denominó actos de “bondad insignificante e irreflexiva” o de “bondad inadvertida”, se unen para crear un Bien oculto y poderoso que contrarresta las fuerzas del mal e impide que el sufrimiento abrume al mundo. Nos tendemos la mano y nos unimos en la oscuridad que nos abraza. Al hacerlo, triunfamos sobre nuestras pérdidas colectivas y personales. Mediante la bondad nos predisponernos, de manera sorprendente y milagrosa, para el sentido. Descubrimos, en el más mínimo gesto de buena voluntad que yace a ante nuestra mutua y monumental pérdida, “el sentido”.

Te quiere,
Nick

jueves, 4 de mayo de 2023

Pensar a México con razón porosa. Entrevista a Carlos Pereda

Una vez más, gracias a Crónica Sonora y a su infatigable director, Benjamín Alonso. Enlace de la publicación original: Pensar a México con razón porosa. Entrevista a Carlos Pereda – CRÓNICA SONORA (cronicasonora.com)




El filósofo uruguayo y mexicano Carlos Pereda (n. 1944) visitó Hermosillo el pasado mes de marzo con motivo de la conmemoración del 41 aniversario del Colegio de Sonora. Impartió en esa ocasión una conferencia sobre filosofía de la historia y presentó su nuevo libro, el Diccionario de injusticias (Siglo XXI/UNAM), del cual es editor. Pereda es profesor emérito del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Hombre de múltiples intereses, pensador original y maestro generoso, ha desarrollado por muchos años una teoría de la argumentación. Con esa herramienta ha incursionado de manera provechosa en la epistemología, la filosofía política, la historia de las ideas, la literatura y en varios campos más. Entre sus muchas publicaciones están los libros Conversar es humano (El Colegio Nacional/FCE, 1991), Razón e incertidumbre (Siglo XXI, 1994), Vértigos argumentales. Una ética de la disputa (Anthropos, 1994), Crítica de la razón arrogante (Taurus/Alfaguara, 1999), Los aprendizajes del exilio (Siglo XXI, 2008), Sobre la confianza (Herder, 2009), Patologías del juicio. Un ensayo sobre literatura, moralidad y estética nómada (Secretaría de Cultura/UNAM, 2018) y La libertad. Un panfleto civil (UNAM, 2020). En 2021 publicó Pensar a México. Entre otros reclamos (UNAM/Gedisa), una obra que, entre otras cosas, plantea los vicios habituales en que caemos al querer reflexionar sobre el pasado y el presente de nuestro país. Es a propósito de este libro que Pereda aceptó gustoso responder a las siguientes preguntas.

 

1)      Leer tus libros resulta en ocasiones un placer tortuoso. Me apresuro a señalar que siempre escribes con mucha claridad y en un tono afable, sin ser nunca condescendiente. A lo que me refiero con “tortuoso” es que siempre piensas con tus lectores y entre vueltas y rodeos provocas que realicemos un duro ejercicio de introspección. Has desarrollado a lo largo de los años una perspectiva de la argumentación que exige evaluarnos, ser flexibles, mirar y tantear lo que es importante en la vida. Indagar “yendo del vivir y su autocomprensión al pensar con rigor y razonar con no menos rigor”. Una brújula que mencionas para no naufragar en este ir y venir es el ejercicio de la “razón porosa”. ¿En qué se parece y en qué no se parece esta capacidad al ideal moderno de autonomía personal?

 

Muchas gracias por considerar que escribo con claridad, que me expreso con claridad. Ése es mi propósito, pero a menudo es difícil lograrlo porque la realidad es “tortuosa”. En efecto, con frecuencia se plantean dilemas entre simplificar la expresión o simplificar el pensamiento o simplificar la realidad que se piensa y se expresa. Por supuesto, al plantearse estos dilemas, debemos ser conscientes que siempre debemos esforzarnos por que gane la realidad. Por otra parte, es preciso no olvidar que la realidad o, mejor, las realidades, si se les permite —si no se hacen trampas feroces y la saboteamos sin cesar—, tarde o temprano algún fragmento de esa realidad o realidades acaban por desbordar nuestras expresiones y nuestros pensamientos. Más todavía, cuando mentimos o nos mentimos, tarde o temprano resistencias imprevistas se suelen hacer cargo de ponernos contra la pared y de echar a perder nuestros disfraces y nuestras máscaras. Precisamente, el concepto de razón porosa tiene esa pretensión: no sólo aceptar las realidades que se muestran, sino también aquellas que esconden y se “enmascaran”. Pero —ésa es la apuesta— con razón porosa a la larga se destruyen disfraces y escondites.

Acaso se pregunte: con los usos porosos de tal razón ¿cómo es posible captar tanto lo que se muestra como lo que se esconde y hasta se busca suprimir? Atendamos un momento la expresión “razón porosa”. Literalmente los adjetivos “porosa”, “poroso”, aluden a una superficie con orificios visibles o invisibles a simple vista. Por ejemplo, superficies de ese tipo en la piel de los mamíferos —que permiten filtrar o absorber aire, líquidos…—, son decisivas para la vida. La propuesta de defender una razón porosa considera que algo análogo sucede con los usos de la razón si éstos se encuentran normativamente bien encaminados. Si éste es el caso, con argumentos se es capaz de atender incluso sucesos que, aunque ocasionan graves alteraciones y fracturas sociales, muchas veces no son percibidos como tales. De ahí que haya que defender una saludable equivalencia entre actuar con autonomía y actuar con razón porosa. Insisto: quien no procura cultivar una razón porosa se abraza a las peores dependencias.

 

2)      Examinas en Pensar a México ese vicio del pensamiento que son las expresiones excluyentes de la identidad. Un vicio de lo más explosivo si pensamos en fenómenos actuales como los populismos de derecha en Europa o el islamismo. En México las políticas de la identidad son recurrentes a lo largo de nuestra historia y hasta el día de hoy ejercen una influencia poderosa en la manera en que nos definimos. Muchas veces son también un obstáculo para entender y cultivar un sentido diverso de la identidad más de acuerdo con nuestras múltiples pertenencias. ¿Por dónde hay que comenzar para comenzar a educar (y educarnos) en un sentido más generoso (y realista) de nuestras identidades?

 

Las expresiones “identidad personal” o “identidad social” son ambiguas, y, por supuesto, la expresión “políticas de la identidad” hereda esa ambigüedad. De ahí que todas esas expresiones pueden usarse con razón porosa o, con el contraejemplo característico de tal razón, con razón arrogante. Por ejemplo, si la identidad personal se piensa con razón porosa conforma el modo que tiene un animal humano de autocomprenderse con autoestima. Notoriamente, los animales humanos necesitan de varios grados de autoestima no sólo para subsistir, sino para actuar con algunas virtudes y habitar el mundo con cierta felicidad. Cuando se vive de esa manera, con razón porosa los animales humanos son capaces de abrirse a los otros animales humanos: de satisfacer sus necesidades y, a la vez, de participar en sus trabajos, en sus penas, en sus luchas, en sus goces, en sus alegrías.

Por el contrario, cuando las identidades personales, y las sociales, se comprenden a partir de la razón arrogante, las políticas de la identidad se convierten en lógicas de la exclusión. Se excluyen y hasta se persiguen ciertas preferencias sexuales, ciertos colores de piel, ciertas creencias políticas o religiosas. Tales mecanismos de exclusión no pocas veces conducen a terribles persecuciones de cualquier Otra u Otro. En general, se busca enloquecidamente cancelar lo Otro. No exagero: la ambición de esas prácticas de la razón arrogante es convertir la existencia humana en la ininterrumpida monotonía del Siempre es bueno más de lo mismo. Los ricos con los ricos y los pobres con los pobres. Los miserables tienen que permanecer en su lugar: para siempre como miserables. Que nadie cambie el lugar prefijado por su nacimiento… Sin embargo ¿no son éstos los lemas de las escuelas en donde se aprende a no dejar de ser miserable?

 

3)      Al menos desde Aristóteles sabemos que enojarse por algo o con alguien de manera adecuada y en la proporción correcta no es siempre fácil de lograr. El término “resentimiento” aparece en diversas ocasiones a lo largo del libro Pensar a México. Se trata de un veneno que es en buena medida causa de la “monotonía” en la discusión pública actual. No resisto preguntarte qué nos hace falta para cambiar nuestro resentimiento, ese encerrarnos en nuestra identidad de agraviados, en indignación, sin duda una forma más productiva del enojo.

 

Para responder regreso de nuevo a la palabra “monotonía”, que significa: uniformidad, falta de variedad, rigidez, endurecimiento del cuerpo, inflexibilidad de la mente, inmovilidad social. Estamos frente a un vicio que demuestra una culpable escasez de recursos, un firme compromiso con el tedio. Por ejemplo, un lenguaje monótono emplea constantemente las mismas palabras: es un lenguaje haragán. Un trabajo monótono implica repetir de manera mecánica los mismos movimientos del cuerpo: es un trabajo esclavizante. Una política monótona no admite dudas y menos aún, opciones. Lamentablemente, en éste y en otros casos la monotonía no sólo aburre: intoxica. Por ejemplo, el lenguaje haragán nos intoxica para que persistamos en la haraganería, y así, frente a las muy diversas situaciones —políticas, económicas, culturales…— sólo tengamos dos respuestas, en muchas circunstancias dos respuestas de la razón arrogante: el “todo está mal” y el “todo está bien”. Por eso, sospecho que la alternativa no es meramente convertir los enojos y resentimientos en indignación. Porque también infatigablemente se puede repetir como un títere y con la misma indignación “todo está mal”, “todo está bien”. De lo que se trata es de abandonar las intoxicaciones de la monotonía y, con razón porosa, ser capaz de atender detalles, graduar las creencias, mitigar los excesos, matizar las afirmaciones demasiado rotundas: actuar “por algo o con alguien de manera adecuada y en la proporción correcta”.

 

4)      En algún lugar leí que Octavio Paz preguntó a un joven Alejandro Rossi (y espero no recordar del todo mal este episodio) que para qué estudiaba filosofía. El poeta formuló su pregunta de manera amable y movido por un interés genuino, y lo más interesante fue que nunca cuestionó las bondades intrínsecas de la disciplina, sino que más bien mostraba preocupación por el lugar de la filosofía en la cultura de aquel entonces. Han pasado muchas cosas para la filosofía desde entonces (por ejemplo, el fortalecimiento de su profesionalización en las universidades). ¿Cómo ves ese papel de la filosofía en el seno de nuestra cultura actual? ¿Tiene futuro entre nosotros la filosofía?

 

Tal vez habría que haberle respondido a Paz con un tu quoque [nota del entrevistador: Tu quoque significa en latín “tú también”; se trata de un tipo de falacia ad hominem]: para qué, con qué propósito, Paz continuaba no sólo escribiendo versos, sino leyéndolos en público y, además, dándose el trabajo de llevar sus poemas a editoriales para que se los publicaran. ¿Acaso el papel de la poesía no se encuentra en muchas sociedades en tan poca estima como el papel de la filosofía? Retomando algunas de las consideraciones anteriores sobre la razón porosa y en contra de la monotonía, ese repetir y repetirse que intoxica, me atrevería a diagnosticar: si algún día tuviésemos sociedades sin poesía y sin filosofía, habitaríamos pseudo-sociedades en dónde no dejarían de circular las mismas palabras y se repetirían de manera mecánica los mismos comportamientos sin que hubiesen encuentros y desencuentros en que los animales humanos pudiesen reconocerse como personas. Esas sociedades de Monótonas y Monótonos poco a poco habrán abolido la razón porosa.


jueves, 9 de marzo de 2023

Un libro para abrir bien los oídos

 


Asegura Eduardo Huchín Sosa (Campeche, 1979) que no hay razón para avergonzarnos si no sabemos de música y que “los que dicen que saben tampoco es que sepan mucho”. Vale la pena creerle y leer su más reciente libro Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles (Turner, 2022, 236 pp.), una variopinta colección de escritos amenísimos que muestran que, en efecto, eso de “saber de música” y de averiguar “quiénes saben de música” no es algo tan obvio. El autor explora en siete capítulos (más un epílogo) las conexiones, a menudo sorprendentes, entre diversos géneros de música y entre músicos que usualmente se mantienen celosamente separados detrás de muros sociales o etiquetas académicas, y con ello pone en entredicho varias de nuestras nociones rutinarias acerca del arte y del entretenimiento.

Para mí no hay muchos pasatiempos más sabrosos que el de charlar con los amigos sobre música (desde luego, escuchar música tendría que ser uno de ellos), y Calla y escucha transcurre muchas veces como una de esas conversaciones. En sus páginas he podido enterarme, por mencionar sólo algunas de las cosas que no sabía, que tras escuchar un disco de Art Tatum que le había puesto su padre, Oscar Peterson exclamó: “¡Es una genialidad! ¿Quiénes son esos dos que tocan?” (p. 67), que Paul McCartney admiró y procuró a Luciano Berio (p. 131) o que a ni más ni menos Georg Philipp Telemann le dijeron (¿sus padres?) que, si seguía componiendo, terminaría de “malabarista, equilibrista, músico itinerante o entrenador de monos” (p. 164). Y le estaré siempre agradecido al autor por ponerme al tanto de la existencia del pianista Bruno Gelber, de la cantante de góspel Arizona Dranes y de la fabulosa Wanda Jackson, la “primera rockera de la historia”. Debo mencionar también que el capítulo III reanimó mi gusto por Les Luthiers con el análisis de la desternillante “aria agraria” y el “tarareo conceptual” de, obviamente, el insólito Johann Sebastian Mastropiero (p. 93).

Con todo, y aunque deleitoso y muy informativo, el autor recurre al anecdotario más bien como un espacio para la extrañeza y el cuestionamiento de verdades recibidas en torno a qué significa “saber de música”, cómo hay que escribir sobre ella, de qué manera se debe escuchar, qué determina el éxito de una pieza musical, cómo surge una revolución en la historia de la música, cómo se relaciona ésta con el mercado, con la religión, con lo visual, con el humor… A Huchín Sosa no le interesa (ni, supongo, considera posible) descubrir respuestas terminantes para estas incógnitas. En lugar de eso, lo que surge de la lectura son insinuaciones, pistas que nos hacen recordar que eso que llamamos “música” no es para nada una entidad homogénea y que nuestras formas de aproximarnos a ella (de disfrutarla, analizarla, tocarla, consumirla, evaluarla…) son literalmente inabarcables y muchas veces, como ilustra el libro, impredecibles. En definitiva, no hay cómo agotar el misterio de la música; pero, como el propio autor nos recuerda que recomienda el crítico Greil Marcus, “en vez de resolver en su totalidad un misterio, importa volverlo un misterio mejor” (p. 24).

A ver, ¿quiénes saben realmente de música? ¿Los músicos “académicos”? ¿Los intérpretes? ¿Los productores? ¿El público? ¿Sabe más de música quien lee con fluidez la partitura de una pieza y comprende su estructura que quien sólo escucha esa misma pieza con pasmo y experimenta con ello un cambio en su vida? Me atreveré a ensayar aquí una respuesta a lo Huchín Sosa. Hace poco veía una entrevista que el pianista, compositor y director de orquesta André Previn le hacía a Ella Fitzgerald. “Y dígame, ¿cómo escoge usted a los pianistas que la acompañan? ¿Qué características busca en ellos?” La cantante, un poco como disculpándose y con esa voz de niña siempre encantadora, comenzó a responder: “Pues mire, como yo no soy música, ya sabe, no sé leer partituras y esas cosas, pues…” Y en ese momento Previn alza la mano para interrumpirla, firme, aunque amablemente, y para preguntarle asombrado: “¿Será necesario que rebata eso?” 

Destaco también el epílogo, de apenas cinco páginas, cuyo subtítulo revela mucho del espíritu de la obra: “Elogio del intermediario”. Los intermediarios serían, en este caso, todos aquellos que se interponen con su propio ruido entre nosotros y la música: intérpretes, fans, críticos, productores, biógrafos, “los musicólogos que explican una sinfonía, los que auditan con lupa un riff de los Stones, los que le encuentran sentido a un video de Iron Maiden” (p. 214). El autor concluye que ese “ruido de fondo” es el que paradójicamente nos puede enseñar a escuchar mejor. Para quienes nos acercamos a la música desde la curiosidad intelectual, la búsqueda de deleite o, para decirlo con Borges, la inminencia de una revelación; para quienes no analizamos partituras ni tocamos instrumentos, ese ruido de fondo nos ofrece elementos para abrir más los oídos.

Como pilón encontramos una bibliografía comentada en la cual puede leerse lo siguiente: “los buenos libros de música llevan a leer, escuchar, releer” y a “escuchar de nuevo” (p. 217). No creo equivocarme si digo que esta publicación de Eduardo Huchín Sosa es uno de esos buenos libros.

miércoles, 8 de marzo de 2023

David Bowie, la filosofía y unos zapatos amarillos

 


Hace unos días tuve de nuevo el deleite de participar en vivo en la radio gracias a Rubén Pineda y a Edmundo Armenta, quienes me invitaron a colaborar en un programa para conmemorar la muerte del fabuloso David Bowie a través de la frecuencia de Política y Rock & Roll Radio (106.7 FM) en Hermosillo. Lo que sigue es más o menos algo de lo que improvisé en esa ocasión.

Qué buena idea ha sido ésta de recordar el aniversario luctuoso de David Bowie (1947–2016) a través de la lista de las 100 lecturas favoritas del músico inglés y que recoge el periodista John O’Connell en su libro El club de lectura de David Bowie, publicado apenas el año pasado en nuestro idioma. En esa lista hay, previsiblemente, más o menos de todo: desde clásicos como Homero y Dante, modernos y contemporáneos como Flaubert, Eliot, Camus, Burgess, Mishima, Kerouac, Amis y DeLillo, hasta tiras cómicas de los cincuenta y ochenta. También hay obras de reflexión sobre asuntos culturales, políticos y artísticos. De este último grupo me llamó la atención de inmediato el libro de un filósofo del arte: Más allá de la Caja BrilloLas artes visuales desde la perspectiva posthistórica, de Arthur C. Danto.  Pero, ¿qué tienen que ver —me pregunté— Bowie y un pensador más bien académico como Danto? Pues Andy Warhol, desde luego. Ambos fueron subyugados por las innovaciones y el hálito glamoroso del artista de las latas de sopa Campbell’s y el peluquín plateado.

En la obra Más allá de la Caja Brillo Warhol es el héroe de una reflexión que concluye ni más ni menos que con la proclamación del fin del arte. Según Danto, todo ocurrió con la exposición de 1964 en la Stable Gallery de Nueva York. En ella, Warhol presentó unas cajas de madera de los productos de limpieza Brillo que resultaban prácticamente indiscernibles de las cajas originales que se apilaban entonces en cualquier supermercado. Con ello, el artista visual literalmente igualó a los objetos artísticos con los objetos cotidianos y detuvo de una vez por todas cualquier pretensión de “desarrollo” o “sentido histórico” en el mundo del arte. A partir de entonces, todo podía ser arte, y los creadores no estaban ya obligados a entender nada, explicar nada, ni a expresar nada. Tampoco los espectadores que visitaban entre incrédulos y divertidos la exposición requerían de un conocimiento especial para entender lo que pasaba ahí porque lo que veían eran objetos muy familiares de su entorno. Libertad, pluralismo y accesibilidad fueron las nuevas consignas, y algunas de esas actitudes persisten aún hoy en el mundillo del arte.




En 1972 apareció el álbum Hunky Dory, de David Bowie. Es uno de mis discos favoritos del de Brixton y resulta que contiene una canción sobre Andy Warhol. Dice Bowie que comenzó a admirar a Warhol desde muy joven y que se entusiasmó muy pronto por sus propuestas estéticas (y quizá también por la historia del hijo de inmigrantes pobres que alcanzó la cúspide del éxito en Nueva York). Según el propio músico, la canción pretendía ser una oda (algo oscura, si se quiere) a Warhol y la compuso antes de conocerlo. “Andy Warhol looks a Scream / Hang him on my wall / Andy Warhol, Silver Screen / Can’t tell them apart at all”, repite el estribillo. Cuando por fin pudo estar frente a su ídolo, y con el afán algo inocente de hacer buenas migas, se le ocurrió presentarle la canción. Fue en septiembre de 1971. Ahí estaba Andy, con su tez cadavérica rodeado de su séquito habitual de jóvenes hermosos. Todos escucharon con atención, pero a Andy no le gustó en absoluto. Al terminar la pieza, simplemente se puso de pie y se marchó a atender otros asuntos. Uy. Mal rollo. “¿Qué no sabes que él es muy quisquilloso con cualquier mención sobre su aspecto?” Al poco tiempo Andy regresó a la habitación y esta vez sí congeniaron. Pero no fue la música de Bowie lo que llamó la atención de artista norteamericano, sino sus extravagantes zapatos amarillo canario con hebillas doradas estilo Mary Jane. O algo así; vaya uno a saber cómo serían exactamente. Resulta que, antes de ser Warhol, Andrew Warhola (su verdadero nombre) fue un artista comercial de éxito y una de sus ocupaciones predilectas consistió en diseñar anuncios para calzado. Charlaron un rato sobre zapatos y otros temas simplones, y Warhol hasta aprovechó la ocasión para sacar varias fotografías del atractivo rostro del joven y (me imagino) de sus esplendorosos zapatos. Tiempo después, en alguna entrevista, Bowie afirmó que ni los que conocieron a Warhol conocieron realmente a Warhol. El tipo era un enigma.

Warhol murió en 1987, y unos años después tanto Danto como Bowie volvieron a establecer un vínculo significativo con su ídolo; el primero con un libro y el segundo como actor en una película. Danto publicó en 2009 Andy Warhol, que no es precisamente una biografía, sino “un estudio sobre aquello que hace de Warhol un artista fascinante desde una perspectiva filosófica”. También es, podría decirse, una ofrenda de gratitud y un recuento maravillado de la “experiencia transformadora” que, de acuerdo con Danto, “me convirtió en filósofo del arte”; un filósofo del arte, cabe añadir, que hoy puede considerarse uno de los más importantes de la segunda mitad del siglo XX.

Por su parte, Bowie participó como actor en 1996 en la estupenda película Basquiat, del neoyorquino Julian Schnabel. La cinta trata sobre la vida del artista callejero, autodestructivo y muy talentoso Jean-Michel Basquiat, quien alcanzó cierta fama durante los ochenta y fue protégé de Warhol. Bowie aparece, por supuesto, como el mismísimo Warhol. Y ahí lo podemos ver, batallando con sus (hay que decirlo) exiguas cualidades histriónicas, interpretando con respeto y devoción a su ídolo de juventud. Sin embargo, hay algo que me parece muy rescatable en esta actuación de Bowie, y es que muestra a un Warhol otoñal y algo desvalido que revela lo que han afirmado muchos biógrafos y fans del gurú del pop, a saber, que detrás de la fachada del astro refulgente, del sujeto frívolo, fiestero y autoritario se escondía un individuo profundamente solo, inseguro de sí mismo y necesitado de amor. El niño enfermizo de mamá, el chico pobre de Pittsburgh, víctima de la crueldad de sus compañeritos de escuela y de la pobreza extrema. En sus diarios, a menudo Warhol se describía a sí mismo sin ninguna piedad: “La gracia difractada, la decadente palidez, el glamour que arranca de la desesperación”. “Aún estoy obsesionado por la idea de verme en el espejo y no ver a nadie, nada”.

Habría mucho más que decir sobre las afinidades entre la figura de Warhol y la estética de Bowie, así como de las interpretaciones tan sugerentes de Danto sobre la relevancia de las creaciones del primero. Por lo pronto subamos el volumen de nuestra radio y deleitémonos con las gozosas estridencias de “Andy Warhol”, canción de 1972 del álbum Hunky Dory. Con ustedes, el gran camaleón, Ziggy Stardust, el Duque Blanco, David Jones, David Bowie.



lunes, 27 de febrero de 2023

Dostoievski mira hacia adentro

 

Tras una larga pausa, va esta colaboración del baúl de los recuerdos. Se escribió en noviembre de 2021, a propósito del bicentenario del gran escritor ruso, y se publicó en Crónica Sonora.

En la primavera de 1872 Dostoievski recibió en su casa al pintor Vasili Perov, quien llegó con el encargo de retratar al famoso escritor. Tras estudiar atentamente a su modelo desde varios ángulos y en distintos estados de ánimo, produjo un cuadro realmente notable. Ahí tenemos al gran novelista, enterito, tal como es posible imaginarlo en los momentos en que era más él mismo. Se lo ve algo cansado, con un abrigo que parece aplastarle los hombros de tan pesado. El rostro luce estragado, es casi el de un anciano (aunque apenas había cumplido 51 años); las barbas rojizas se ven ralas y las manos insinúan languidez (la luz se refleja con habilidad en la frente y en esas manos para dotar de un sentido de estabilidad a toda la composición). Pero es en la mirada del escritor donde se produce lo curioso: está claro que Dostoievski mira hacia adentro, fija su atención en lo que ocurre en su mente. Es esa mirada la que transfigura lo que, de otro modo, quizá podría parecer un semblante más bien pedestre, el rostro de un campesino o hasta el de un criminal, según opinó el crítico literario Georges Brandes. A mí me hace recordar el semblante del profeta Jeremías cuando lamenta la destrucción de Jerusalén, tal como lo pintó Rembrandt.



El mundo interior de Dostoievski intentó contener todas las efusiones del alma humana, desde las más ruines hasta las más elevadas, y en sus novelas ubicó a una miríada de personajes no siempre verosímiles en cuanto a sus reacciones y actos cotidianos, pero terriblemente verdaderos en lo que nos dicen acerca de nuestros miedos, corrupciones y anhelos; acerca de lo que significa y puede significar la vida misma. No por común deja de ser cierta aquella observación según la cual ningún novelista (de Rusia o de cualquier otra parte) ha explorado tan profundamente el corazón de las personas como Dostoievski.

Claro está que, como sabrá cualquiera que haya leído al menos una de las grandes novelas de madurez del autor (Crimen y castigoEl idiotaLos demoniosLos hermanos Karamázov), lo que el mejor explorador del alma humana descubre no es nada tranquilizador: en casi todas sus obras los personajes pendencieros, arrogantes, malévolos y bufonescos sobrepasan en número, y por mucho, a los buenos (como, digamos, Alexei Karamázov o el príncipe Muishkin), e incluso éstos no dejan de parecer impotentes y algo ridículos. Muchos han atribuido esta visión sombría de los seres humanos a la vida y al carácter del propio escritor que tuvo una existencia, si no desgraciada, sí llena de golpes durísimos, como el fingido fusilamiento por el que lo hicieron pasar, el destierro a Siberia, un primer matrimonio desgraciado, la falta crónica de dinero, la muerte de su primogénita Sonia y la epilepsia que padeció durante casi toda su vida adulta. Ésos y otros hechos contribuyeron a formar una personalidad hosca, irritable y rencorosa; también alimentaron sus consabidas actitudes xenófobas y reaccionarias. Pero también podemos encontrar la razón en otro lugar; por ejemplo, en sus penetrantes ideas metafísicas y religiosas. 

Para Dostoievski, las personas somos (fuimos creados) realmente libres; libres no sólo porque tendemos a rebelarnos contra cualquier sujeción externa, sino libres incluso para actuar en contra de nuestros propios intereses, algo que suele resultarnos incluso agradable. Dice el protagonista de Apuntes del subsuelo: “¡Oh, decid quién fue el primero que anunció, el primero en proclamar que el hombre sólo comete bajezas porque no comprende sus verdaderos intereses, y que, si le ilustrasen sobre este punto, si le abriesen los ojos sobre su verdadero interés, sobre su interés normal, al punto se volvería bueno y generoso!” La libertad nos mueve a ser lo que somos, pero también engendra supuestos superhombres que se creen que están encima de los demás (como Raskólnikov o Stavroguin), y eso es causa del mal y del sufrimiento (una idea que se expone con maestría en el famoso relato del Gran Inquisidor en Los hermanos Karamázov). Quizá esta idea sea el fundamento de las muchas críticas que el escritor dirigió contra los liberales y socialistas de su época: cualquier intento de ingeniería social está condenada al fracaso por inútil (porque no se puede cambiar la naturaleza humana) y porque sólo engendrará una mayor miseria. Aquí se asoma de nuevo el profeta ruso.

Desde luego que Dostoievski creyó que la salida de este escenario tan penoso pasaba por la religión cristiana (y, más en concreto, en su versión ortodoxa rusa). Aceptar libremente el sufrimiento y practicar la compasión es lo único que nos salva, nos reconcilia con la vida y nos procura la redención. Ahora bien, en nuestros días y fuera del ámbito religioso, la compasión no tiene tan buena reputación, y se la suele identificar con un sentimiento blando y poco eficaz, y a veces con la santurronería. Pero en esto Dostoievski no sólo es enfático, sino que pienso que aquí encontramos una de las mayores glorias en las obras que escribió, en esa manera en que nos mueve, como lectores, a sentir compasión por personajes que, de topárnoslos en la calle, los evitaríamos y juzgaríamos como abominables. Compadecer a alguien requiere humildad y entereza; ayudarlo nos pide conocerlo como es, amarlo en su degradación y actuar en su beneficio. Si somos rechazados, debemos rebajar nuestro orgullo y pedir perdón a quien pretendíamos salvar. El propio novelista intentó en su vida aceptar el sufrimiento y practicar la compasión (al grado que algunos de sus biógrafos sostienen que confundió esta virtud con el amor erótico) y ensalzó en sus narraciones una perspectiva religiosa que nos sumerge en la vida antes que extraernos de ella. En el cuadro de Perov, la mirada de Dostoievski es también la mirada de una profunda compasión.

Fiódor Dostoievski (1821–1881) cumple doscientos años y no parece que su diagnóstico de la especie humana haya perdido relevancia; por el contrario, sus ideas acerca de nuestras desventuras y presunciones suenan tan vigentes como cuando se escribieron. Quizá el molde religioso en que se encuadraban originalmente ha perdido algo de lustre, pero sus visiones psicológicas y sociales nos persiguen todavía como revelaciones de lo que hemos sido y advertencias lúgubres acerca de lo que no podremos ser nunca.