jueves, 13 de agosto de 2020

¿Qué es la corrupción?

 


¿Qué es la corrupción? es el título de un libro traducido recientemente al español del politólogo Leslie Holmes, especialista internacional en el tema de la corrupción y profesor de la Universidad de Melbourne. Se trata de una obra introductoria y, como tal, resulta bastante útil. En siete capítulos expone con claridad los aspectos básicos para entender la corrupción: cuál es el significado del término, por qué es un problema, cómo se puede medir, cuáles son sus causas y qué pueden hacer los Estados y las sociedades para combatirla.

Nos hemos acostumbrado, en este país y al parecer en otros, a considerar que la corrupción ni se irá ni es tan mala: es aceite del sistema, medio de ascenso social, propensión innata de la mayoría y hasta parte de nuestro folclor. Así lo atestiguan muchos dichos y declaraciones famosas: “La corrupción somos todos”; “El que no transa no avanza”; “No me den, pónganme donde hay”; “Un político pobre es un pobre político”. Y la más citada en los últimos años, emanación teorizante de un expresidente de muchas uñas y pocas luces: “La corrupción es una debilidad de orden cultural”. Por eso, y por otros motivos, conviene leer este librito de Holmes que nos invita a contemplar con frialdad los individuos, organismos, estudios, cifras, éxitos y fracasos en la lucha contra la corrupción en el mundo para alejarnos un poco de las visiones resignadas que a veces nos atenazan.

El autor parte de la constatación de que no hay un acuerdo universal sobre qué constituye un acto de corrupción, aunque acepta el predominio de una definición estrecha (el “abuso privado de un cargo público”) que ha servido como punto de partida para numerosos estudios e iniciativas. Revisa después algunos de los efectos principales del fenómeno. Entre los sociales destaca la polarización social, la desigualdad, la pobreza, el resentimiento y la sensación de inseguridad. Menciona también los efectos ambientales nocivos para subrayar enseguida las consecuencias económicas, legales y políticas. Como no ha sido posible llegar a un acuerdo unánime sobre qué es la corrupción ni distinguirlo siempre con nitidez de otros conceptos relacionados (como los “regalos”, el networking, la “delincuencia empresarial” o el “crimen organizado”), las formas de medir el fenómeno resultan ser muy diversas: estadísticas oficiales, encuestas de percepción, encuestas vivenciales, de rastreo, entrevistas, enfoque proxy y varias más. Encontramos después un par de capítulos dedicados a repasar las teorías que se ofrecen para dilucidar el origen del fenómeno: desde explicaciones psicosociales (como la “codicia”, la “oportunidad” o la inseguridad), hasta factores sistémicos (como el nivel económico, el tamaño del aparato gubernamental y la fragilidad del Estado), pasando por explicaciones culturales que apelan al “peso del pasado”, al nivel de jerarquización de la sociedad o a la religión.

Sin duda lo más valioso del libro es la gran cantidad de información que resume. Además de los datos que acabo de esbozar, aprendemos sobre decenas de organizaciones (entre las que destaca Transparencia Internacional, organismo no gubernamental e internacional con numerosos “Capítulos” en diversos países) y los instrumentos legales más conocidos en la lucha contra la corrupción (como la conocida Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción de 2003, de la cual México es Estado parte). También nos enteramos de las formas en que algunos países han tenido cierto éxito al lidiar con la corrupción. Sin embargo, la obra no es sólo un repaso de todo aquello que uno necesita saber sobre el tema. También presenta algunas (tímidas) conclusiones. Ofrezco, a vuelapluma, algunas de ellas.

Es esencial entender que, engendro polimorfo, la corrupción sólo admite para su comprensión un enfoque holístico en el que concurran sociólogos, politólogos, abogados, criminólogos, antropólogos, filósofos, economistas y quien sea que tenga algo que aportar desde la academia o la experiencia política y administrativa. No hay tal cosa como el enfoque; los individuos suelen corromperse por muchas razones. Tampoco debe esperarse que surja algún instrumento que nos permita medir el nivel de corrupción de una sociedad en términos incontrovertibles. No existe el indicador. Cómo definimos y cómo medimos la corrupción depende en buena medida del caso y tipo de corrupción que se desee investigar y solucionar. Según Holmes, podemos manejar más de una definición del fenómeno y, de hecho, podemos medirlo, “pero sólo en forma imperfecta”. Un corolario inescapable de todo esto es que la corrupción es un fenómeno tan complejo que sólo “puede ser controlado, pero nunca erradicado por completo”. No es cosa de desesperarse mucho: las mediciones, estudios, instrumentos legales, iniciativas y organizaciones internacionales que hoy batallan contra la transa mundial en gobiernos y empresas privadas apenas comenzaron a surgir en la década de los noventa del siglo pasado, con el fin de la Guerra Fría. Así que esto apenas inicia.

En contra del enfoque revisionista y funcional (que pretende rescatar los aspectos útiles, amables y aparentemente inextirpables de la corrupción), el autor destaca que en la actualidad hay un acuerdo muy amplio sobre que la corrupción puede, en algunos casos, ser beneficiosa en un corto plazo, pero que, a la larga, “los costos […] son invariablemente mayores que los beneficios”. Así que la gracia popular en dichos como “Está bien que robe, con tal de que salpique” o “Acéitame la mano” no pasa de ser lo que siempre ha sido: un elemento pintoresco del ceremonial de la corrupción que funciona para no tener que nombrar de manera directa lo repulsivo.

Los datos indican, o acaso sólo corroboran, que los países en los que hay niveles de corrupción más bajos son los que tienen mayor pib per cápita, mejor competitividad económica, calidad de la gobernanza, una democracia robusta, un compromiso fuerte con el Estado de derecho y una buena cultura jurídica extendida entre la población. Dinamarca, Finlandia y Nueva Zelanda suelen encabezar las listas de los países mejor calificados. También encontramos con que hay estudios que sugieren que, por ejemplo, las tradiciones religiosas o los efectos del colonialismo no ayudan tanto como se ha creído a explicar las diferencias entre las tasas de corrupción percibidas entre los países. Y en contra de lo que rutinariamente se piensa en algunos países, al parecer el tamaño de los gobiernos no guarda correlaciones significativas con los niveles de corrupción.

Además de los factores señalados, los casos más o menos exitosos de combate a este flagelo suelen implicar la creación de agencias anticorrupción únicas, independientes y autosuficientes, como ha ocurrido en Hong Kong y Singapur. En estos países, la concentración de esfuerzos en una sola entidad ha prevenido conflictos, derroche de recursos, problemas de coordinación y evasión de responsabilidades. Por otro lado, el sistema judicial es sin duda un instrumento indispensable en el combate a la corrupción, siempre y cuando, nos advierte el autor, se acompañe de un Estado de derecho fuerte, de castigos severos y que no esté politizado. También ha importado siempre la voluntad política, siempre y cuando los líderes  tengan, además del interés en combatir la corrupción, “la capacidad de instrumentarla”. Para decirlo en términos lógicos, la voluntad es una condición necesaria, pero no suficiente. Nunca han bastado las intenciones y, por cierto, menos aún la prédica moral y la difusión de eslóganes (“La solución somos todos”) ni campañas de “Renovación Moral” ni decálogos ni discursos edificantes. Según Holmes, en ocasiones la desesperanza de los ciudadanos ha llevado a éstos a votar por candidatos radicales, de izquierda o de derecha, que prometen acabar de una vez por todas con la corrupción. Sin embargo, las “investigaciones empíricas indican que cuando son elegidos esos extremistas en general resultan incapaces de reducir la corrupción, pero en algunos países existe una creencia muy difundida de que poseen una varita mágica”.

Holmes, Leslie, ¿Qué es la corrupción?, trad. Stella Mastrangelo, Grano de Sal/Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, México, 2019, 190 pp.

Pobre Felipe Próspero

Diego Velázquez pintó, desde luego, muchas obras maestras (“El triunfo de Baco”, “La rendición de Breda”, “El retrato de Inocencio X”, “El retrato de Juan de Pareja”, “Venus del espejo”, “Las meninas”…), pero a mí me embruja siempre el “Retrato del Príncipe Felipe Próspero”, un cuadro tardío de 1659. Este chamaco fue hijo y heredero al trono de Felipe IV y Mariana de Austria. Como pintor oficial de la corte, tocó a Velázquez retratarlo muy serio y augusto; sin embargo, antes que veneración por la dignidad del regio personaje, lo que la imagen provoca es una profunda misericordia hacia la criatura desvalida que nos mira con rostro cansado mientras deja reposar su bracito exangüe sobre el respaldo de una silla. El perrito a su lado también nos mira, aunque éste rebosante de vida y despreocupación (por cierto, es uno de los perros más encantadores que pintara Velázquez, realizado con unas cuantas pinceladas rápidas y desenvueltas). Las tinieblas del fondo y el rojo oscuro del mobiliario y de las cortinas acentúan al carácter sombrío de la composición. 

Felipe Próspero sufrió desde su nacimiento con muchos padecimientos: infecciones diversas, anemia, ataques de epilepsia. En sus ropas pueden verse colgados objetos que se pensaba que servirían como amuletos y talismanes para ahuyentar a los males espíritus y prevenir el mal de ojo (una campanilla de oro, un dije de azabache…) El niño tenía dos años cuando le posó para este retrato y falleció antes de cumplir los cuatro. Cuando pienso en la obra de Velázquez, tiendo a colocar en mi mente esta obra no tanto entre los magníficos cuadros de Felipe IV y sus descendientes, sino entre los muchos que el pintor sevillano dedicara a borrachos, enanos, idiotas, esclavos y pobres, a los perdedores de la Tierra, a los que nunca tuvieron buena estrella. Pobre Felipe Próspero.


Cruda Amarilis

 

Los madrigales  del libro quinto de Claudio Monteverdi, y en especial el titulado Cruel Amarilis, provocaron a principios del siglo XVII una de las disputas más famosas de la historia de la música entre los defensores de la prima prattica (el bien establecido polifonismo renacentista) y los de la seconda prattica (el estilo más homofónico y libre de Gesualdo, Marenzio, Monteverdi y otros). El meollo del asunto derivó del interés de algunos compositores por tratar de que los sonidos reflejaran mejor el sentido de los textos, con lo que inició un tema musicológico y filosófico vigente en nuestros días. Prestemos oídos: Cruel Amarilis es un milagro de concisión y expresividad. Con sólo cinco voces, desarrolla un minidrama amoroso (los versos son del poeta y dramaturgo Gian Battista Guarini) cuyo sentido se acentúa con múltiples recursos técnicos, como disonancias (que hoy quizá no sean tan fáciles de identificar a la primera audición), cromatismos, contrastes dinámicos y un tratamiento contrapuntístico muy suelto. Escuchamos así de una manera más “orgánica” los suspiros del amante desairado (0:31; 0:44), el siseo del áspid (1:37), la agilidad con que este animal huye (1:54), la confusión del galán desairado en la forma en que se traslapan un par de motivos melódicos distintos en las dos últimas líneas del texto del poema.

Contexto del poema: Mirtilo es un pastor enamorado de la ninfa Amarilis. Ésta también lo ama, pero debe rechazarlo porque se ha comprometido ya con Silvio, descendiente como ella de los dioses. Mirtilo expresa entonces el dolor del rechazo y la ambigüedad del objeto de su adoración. La estupenda versión que les comparto (con todo y partitura) corre a cargo de Rinaldo Alessandrini y el Concerto Italiano. La traducción del poema va, más o menos, así:

Cruel Amarillis, que aun con el nombre,
¡ay de mí!, a amar enseñas amargamente;
Amarillis, que el pálido jazmín
más pálida y más bella,
pero que el sordo áspid,
más sorda, elusiva y fiera;
ya que, al hablarte te ofendo,
yo callaré muriendo.