viernes, 22 de febrero de 2019

¡Hasta pronto, Bruno!



Resulta un poco chocante que el apacible Bruno Ganz (1941–2019) persista en la memoria de tantos como el enclenque y rabioso Adolf Hitler de la película La caída (Der Untergang, 2004), de Oliver Hirschbiegel. No es que me disguste esa actuación (de hecho, reconozco que al personaje repulsivo logra inyectarle de manera inquietante algo de ese magnetismo horrendo que al parecer tuvo el líder nazi), pero lo característico del actor suizo no era el desplante camaleónico, sino el desarrollo sobrio, casi dulce, de sus personajes. Con una severa economía de gestos y con movimientos lentos, miradas inconsolables o sonrisas contagiosas, Ganz construía entre largos silencios y acciones dispersas seres verídicos que se antojan muy cercanos en su fragilidad y retraimiento. En este sentido, se me ocurre que quizá su papel emblemático sea el de Paul, ese marinero medio existencialista que decide perderse por los barrios de Lisboa en la estupenda (y casi muda) película En la ciudad blanca, de Alain Tanner (Dans la ville blanche, 1983).



Ganz nació en Zúrich en el seno de una familia obrera y muy joven se trasladó a Bremen para estudiar arte dramático y “aprender verdadero alemán”, según sus propias palabras. Pronto se destacó en las tablas y, de hecho, el teatro fue hasta sus últimos años razón primordial de su fama y del gran respeto del que gozó en los países centroeuropeos (algunas muestras de ese trabajo pueden verse en YouTube; por desgracia, sin subtítulos). Al parecer, su último papel como protagonista en el Fausto de Goethe (¡en una producción que dura más de 13 horas!) sigue siendo motivo de muchos elogios entre los críticos. También prestó su voz para leer y grabar los versos de Hölderlin, T.S. Eliot, Yorgos Seferis y narrar en vivo el Egmont beethoveniano (bajo la dirección de Claudio Abbado) y la Flauta mágica en el Festival de Salzburgo. Su carrera como actor de cine comenzó a despegar sobre todo durante los años setenta y, de esa década, cabe recordar un par de filmes que le valieron reconocimientos importantes en varios países: El amigo americano (Der amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977) y Nosferatu (Nosferatu: Phantom der Nacht,  Werner Herzog, 1979).

Con Wenders trabajó en dos cintas más: Las alas del deseo (Der Himmel über Berlin, 1987) y su secuela ¡Tan lejos y tan cerca! (In weiter Ferne, so nah!, 1993). Esta última, aunque ofrece algunas secuencias maravillosas, se hunde mucho en una trama farragosa. Las alas del deseo es un asunto muy distinto. Es una película que explora con belleza y sentido (en buena medida gracias al trabajo del escritor austriaco Peter Handke, quien colabora en el guion) diversas dicotomías y tensiones (como la que existe entre el plano celeste y el plano terrenal, el pasado y el presente o el lenguaje y las imágenes) y supone quizá la apoteosis de Bruno Ganz como actor en su papel de Damiel, el ángel que elige ser mortal con tal de probar los placeres y desdichas de los seres humanos. Prefiere, si seguimos con el juego de las dicotomías, el constante asombro y desconcierto infantil al tedio de los adultos o a la presciencia igualmente monótona de los inmortales. O quizá en ocasiones cruza sus sueños “una nostalgia (tal vez de pecado)”, como escribió Rilke, otro frecuentador de ángeles y que tantas veces intentó nombrarlos. Damiel resultó ser otro personaje ideal para las habilidades específicas de Ganz como actor.



Pero, ¿cómo diablos se interpreta a un ángel? En una entrevista con el académico y crítico Richard Raskin de 1994 el actor habla al respecto. Señala que lo común al trabajar con un personaje consiste en imaginarlo, en especular sobre cómo es, en qué piensa, a qué le teme, si está enojado o si es estúpido. Pero, ¿un ángel? Un ángel no tiene problemas psicológicos. En sentido estricto, ni siquiera tiene vida interior. Por otro lado, andar de aquí para allá en el filme como si se estuviera siempre a punto de volar resultaba ridículo. Así que había que abandonar la idea misma de actuación y simplemente ser uno mismo, quizá una mera presencia física. Y eso es justo lo que trata de hacer. En Las alas del deseo, Ganz es un prodigio de contención que resulta a la vez adorable por su candor. “Realmente me convertí en un ángel”, bromeaba el actor. Cuenta además que, en una ocasión que abordó un avión, los pasajeros que lo reconocieron manifestaron con alivio: “Ahora no nos podrá pasar nada, pues viaja con nosotros un ángel guardián”.

Mucho del efecto que causaba en sus espectadores dependía de su mirada. Los ojos de Bruno Ganz emanaban tristeza pero no desconsuelo. Les faltaba para ello ese dejo de extravío tan frecuente de quien se hunde en la angustia. La suya era una mirada afligida pero sosegada; sólida incluso. De una tristeza digna, de quien ha visto mucho, superado el espanto y perdonado. Quizá resulta menos chocante que uno de sus últimos papeles haya sido el de Virgilio, en la película del siempre excesivo Lars von Trier La casa que Jack construyó (2018). Como se sabe, el personaje de Dante recrea a un guía que ilumina con sus conocimientos los caminos del infierno y del purgatorio y abandona al poeta en la entrada del paraíso, que le está vedado por su condición de pagano. Virgilio es un compañero tocado por la tragedia, avezado en los descarríos de los hombres, pero siempre atento y dispuesto a echar una mano. Cosas así, y aún más, me provoca la mirada de Bruno Ganz. También me recuerda, por ejemplo, a la música de Brahms.



Bis später, lieber Bruno. Hasta pronto. Te imagino perfectamente fisgoneando en nuestras mentes, sorprendido con tu cara de niño viejo y alas tremulantes, un poco despistado en tu papel de ese custodio benévolo que a veces anhelamos cuando estamos solos. Ahora quizá de verdad sabes lo que ningún ángel jamás supo.