lunes, 25 de noviembre de 2019

La filosofía y la Cuarta Transformación


Esta reseña apareció originalmente en Crónica Sonora aquí mero.






Ante todo me gustaría recalcar que cualquier libro como éste, o cualquier empresa parecida, merece difusión y encomio. Resulta poco común, casi diría insólito, que un grupo de académicos mexicanos se reúna para discutir y escribir sobre la función que debería cumplir la filosofía en nuestro país. Lo habitual, por si hubiera que recordarlo, es el cultivo estrictamente profesional, especializado y casi hermético de una disciplina que, además del desarrollo motivado por el valor e interés intrínsecos de sus temas, en realidad (¡no lo olvidemos!) ha estado casi desde sus inicios ligada al debate público y a la tarea de suministrar elementos de crítica y de solución para los problemas sociales. ¿Deben (y pueden) recuperar los filósofos un lugar propio en el barullo vocinglero que domina nuestra arena pública? ¿Cómo, sin dejar de ser filósofos profesionales, pueden estos personajes tan singulares afrontar desde otras trincheras además de las académicas los desafíos contemporáneos?

En La filosofía y la Cuarta Transformación de México (Editorial Torres Asociados, México, 2019), Guillermo Hurtado, José Alfredo Torres y Gabriel Vargas Lozano recogen los trabajos de un coloquio organizado por el Observatorio Filosófico de México en noviembre de 2018 sobre “El papel de la filosofía en la situación actual de México”. La obra consta de diez artículos además de un prólogo y un apéndice. Se divide en tres capítulos: La cuarta transformación y su significado, Filosofía y educación en México y Filosofía, ética y política. El apéndice lo constituye la “Declaración sobre la Filosofía en la Educación” del XIX Congreso Internacional de Filosofía de la Asociación Filosófica de México. (El libro completo se puede descargar de manera gratuita y lícita aquí.

No es fácil evaluar ni resumir en pocas líneas el contenido de esta obra (de suyo desigual) y ciertamente no lo intentaré aquí. Me limitaré más bien a exponer algunas pocas impresiones y pareceres que me provocaron su lectura. Quizá importe mencionar que no todos los ensayos abordan directamente el tema general que parece manifestar el título del libro (“¿qué debe o puede hacer la filosofía en el contexto de la tan aclamada 4T?”), aunque la gran mayoría lo tiene muy presente. En todo caso, se trata de una obra que tiene por objeto reflexionar sobre el sentido “externo” de la filosofía y no tanto sobre su desarrollo “interno” o disciplinar (para una obra reciente que busca abarcar estos dos aspectos, véase mejor VV.AA., Filosofía y sociedad hoy. Una conversación, Contraste, México, 2017).

No parece haber desacuerdo sustancial entre los diez autores de la antología sobre el carácter desastroso del modelo educativo que rige en el país y sobre la importancia de que la filosofía desempeñe un papel decisivo en su seno. Las discrepancias (y, más aún, las vaguedades) comienzan cuando se trata de imaginar las características de un modelo distinto y mejor, adecuado para los desafíos cognoscitivos, cívicos y políticos del presente. Quizá demasiados párrafos se malgastan en la repetición protocolaria de las calamidades a purgar: la enseñanza nemotécnica de la filosofía, las deficiencias en las evaluaciones de los profesores y los contenidos, el carácter endógeno de la práctica filosófica, el ninguneo de la que ha sido víctima la disciplina por parte de las autoridades educativas, la creciente privatización de la enseñanza, el enfoque estrictamente laboral del modelo educativo neoliberal y las deficiencias o ausencias que socavan las recientes reformas y contrarreformas de la educación impulsadas por el Estado. No es que ninguno de estos asuntos no sea importante; todos lo son, y mucho. Sucede más bien que desespera un poco (o al menos a mí me desespera) lo indefinidos y poco sagaces que somos (y me incluyo sin discutir entre los despistados) a la hora de proponer alternativas. Y luego está el asunto del proyecto educativo de la 4T. ¿Cuál es? ¿En qué se distingue del anterior? Aquí de nuevo asoma un pequeño consenso: los autores coinciden en que no parece haber tal proyecto, que de lo que se trata es de construirlo. Los más benévolos señalan que todavía resulta “prematuro” juzgar el modelo (o no-modelo) educativo de la Cuarta Transformación, una empresa quizá fantasmagórica pero que abre una ventanita por la cual pudiera colarse la añosa madre de todas las ciencias en plan remozado y hasta subversivo. Lo que veo en todo esto es más bien cierto acuerdo respecto a lo que ya no queremos y un ayuno de ideas razonablemente concretas respecto a lo que sí queremos. También advierto un peligro: que la filosofía se convierta en un proyecto legitimador del régimen (del actual o del de cualquier época). Por eso es bueno que, en su artículo, Mario Teodoro Ramírez invoque y discuta algunas ideas de Luis Villoro quien, en un artículo de 1978, sostiene con vehemencia que la auténtica actividad filosófica se ejerce sólo con independencia del poder y de las creencias aceptadas por una comunidad y es el “tábano de la conformidad ideológica” (desde luego, cabría discutir qué tanto habría matizado don Luis esta afirmación suya a la luz de su adhesión posterior a la causa zapatista). En mi opinión, no hay tal cosa como una “filosofía legitimadora”. Eso es más bien “ideología”.

Hay esparcidos a los largo de todos los artículos de la antología comentarios de mucha valía que deben servir para atizar las discusiones y provocar propuestas. Es muy importante continuar, por ejemplo, con la discusión respecto a los contenidos y la didáctica de las materias de filosofía en el bachillerato (echadas del currículo durante el sexenio de Felipe Calderón y restituidas gracias a los esfuerzos del Observatorio Filosófico de México, un organismo que ha luchado por defender la filosofía en nuestro país); también hay que rescatar la idea de enseñar algo de filosofía mexicana (Vasconcelos, Caso, Gaos, Zea o Villoro no fueron pensadores ordinarios) y de explorar vías para que la filosofía que cultivamos en las universidades alcance públicos más amplios (no podemos esperar a que la dignidad de nuestra disciplina se restituya por sí sola sin que se difunda y pueda emplearse con provecho en las distintas áreas de todos los ciudadanos). Menciono aquí otra idea muy acertada de Gerardo de la Fuente quien nos recuerda en su ensayo que la filosofía “se ejerce de muchas maneras”; que no es una, sino muchas filosofías que se enfrentan con denuedo unas con otras. En esa lucha no necesariamente se resuelven problemas, sino que se suelen crear más. Tal es la contribución de la filosofía y resulta por ello muy empobrecedor para esta disciplina intentar reducir su riqueza aporética a una materia tan pobretona y poco emocionante como la que circula en algunos planes de estudio con el nombre de “pensamiento crítico”.

Alberto Saladino García señala en su contribución un asunto que me parece relevante y que podría generar muchas propuestas muy concretas. Se trata de la discusión sobre los criterios de evaluación a los que estamos sujetos los filósofos (y el resto de los humanistas). No es cosa menor porque esos criterios definen el perfil de nuestra profesión (dónde debemos trabajar, qué debemos producir, cómo hay que escribir, en cuáles revistas hay que publicar) y es en gran medida la culpable de la reclusión de la filosofía en facultades e institutos y de los demasiados congresos, coloquios, seminarios y conferencias que muchas veces sustituyen en la práctica (si no en la intención) el verdadero diálogo entre los colegas y ni se diga con investigadores de otras áreas y con el público en general. Tampoco encuentran en ellos espacio para ser apreciadas como se deberían la labor periodística, cultural y de difusión que algunos (muy pocos) colegas realizan, ni para el reconocimiento de otro tipo de trabajos como asesorías en dependencias públicas y empresas privadas. Ahora que se ha anunciado que se añadirá una “H” de “Humanidades” a las siglas “Conacyt” del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, conviene aprovechar tan audaz iniciativa para proponer criterios que evalúen mejor lo que hacemos en las subcomisiones que Conacyt designa para ello (al igual que en las universidades en que laboramos y en los comités de los programas de estímulos que también nos califican). Desafortunadamente, un obstáculo muy grande para todo esto es que muchos de esos criterios se empatan con sistemas de evaluación en el extranjero (en particular de Estados Unidos) que han venido a imponerse aquí y en casi todas partes como la norma incuestionable. Pero, ¿acaso no nos han dicho, con rotundo oxímoron, que vamos ahora por una ciencia “soberana”?

Mención aparte merece el artículo que presenta Guillermo Hurtado, y en el cual ofrece una caracterización de la llamada Cuarta Transformación (esa idée-force como la llama con elegancia) y del régimen que parece querer construir el presidente López Obrador. “Hacer filosofía de la transformación es participar en ella” sentencia el autor, y con ello nos recuerda también lo que se supone que la filosofía debe seguir haciendo bajo cualquier circunstancia: ofrecernos herramientas conceptuales para entender lo que está pasando. Hurtado califica de “populista” al régimen lopezobradorista (no sin ofrecer razones) y nos conmina a superar esa circunstancia dirigiendo nuestras miradas hacia el horizonte de una “quinta transformación”, una que traiga consigo una transformación democrática en la sociedad y no sólo en el gobierno, como hemos presenciado en las últimas décadas. Por cierto, esta propuesta entronca con lo que Hurtado ha desarrollado en otras partes en relación con lo que considera el papel más importante de la filosofía. La filosofía, nos dice, debe fungir como la “obrera de la democracia”, debe servir “para impulsar la democracia” y no sólo para pensarla, y la escuela debe convertirse en el “taller” de la democracia. Estas ideas se exponen y defienden en, por ejemplo, el libro La filosofía mexicana ¿incide en la sociedad actual? de Gabriel Vargas et al. (Editorial Torres Asociados, México, 2008) y en el libro del propio Hurtado que se titula México sin sentido (UNAM/Siglo XXI, México, 2011). Una reseña mía de esta obra puede leerse aquí.  

Ojalá tengamos muy pronto más obras como La filosofía y la Cuarta Transformación de México y que la lucha de Gabriel Vargas Lozano, Guillermo Hurtado y otros esforzados de la filosofía en México continúe con el respaldo decidido de muchos filósofos más (y de quienes se quieran anotar: estudiantes, directivos de escuelas, pedagogos, funcionarios públicos, padres y madres de familia). Sin embargo, al asumir esta batalla, no olvidemos un par de cosas: no hay que esperar acuerdos unánimes respecto a qué debemos proponer (la polémica y el disenso siempre formarán parte de nuestro oficio) y que, por muy vetusta y noble que sea la filosofía, no sobrevivirá por sí sola. Colocarla en un lugar digno y provechoso en nuestra cultura implica mucho más que defender nuestras convicciones o los valores intrínsecos de nuestra disciplina. También habrá que lidiar con estudiantes radicalizados, colegas insensibles o dogmáticos, directivos timoratos, funcionarios imbéciles, una sociedad en general desinformada y partidos políticos dominados por personas zafias y sin interés por el país. Así que a darle…

jueves, 17 de octubre de 2019

Travesía de invierno


En una de mis colaboraciones habituales para “La Caja de Resonancia”, programa de radio de la Universidad de Sonora, presenté una obrita del compositor ucraniano Valentín Silvéstrov (n. Kiev, 1937) basado en un poema de Alejandro Pushkin. Se trata de una muestra de sus “Silent Songs”, una serie de notables canciones interpretadas sotto voce por un barítono con acompañamiento de piano. Sobre Silvéstrov y su música ya me ocuparé después; esta vez quisiera únicamente compartir el poema de Pushkin que me atreví a traducir, o a conjeturar en español, o quizá nada más a arruinar,  para esa ocasión. Si hay un gran poeta casi desconocido en nuestra lengua ése es Pushkin. Ya Vladímir Nabokov lo declaró francamente intraducible y Roman Jakobson advirtió sobre los “infinitos matices” semánticos que resultan inseparables de esos versos en su lengua original. Y alguna vez tuve la fortuna de tener una alumna rusa quien con mucha paciencia y no menos candor trató de explicarme con poemas aprendidos de memoria cómo la textura sonora de Pushkin contribuye casi a cada momento al sentido de los versos. No obstante todo esto que digo, cuelgo por aquí este poema lírico que espero al menos insinúe vagamente la desnuda sencillez y belleza inmediata del gran Pushkin.

Travesía de Invierno
La niebla se apretuja sobre el camino
Y la luna tímida apenas aflora.
Se atenaza a las llanuras desoladas
Y deja caer migajas de luz opaca.

El trineo se desliza desbocado
Por el crudo camino invernal
Con el repique obstinado
De su monótona campanilla.

Hay un resabio de algo querido
En las interminables canciones del cochero.
Acaso de fiestas retumbantes y salvajes;
Acaso de una pena en el corazón.

Ni una hoguera, ni una choza ennegrecida.
Sólo nieve y silencio… Y adelante  
Millas y millas ganadas a punta de pala
A través de la mudez afligida de la noche.

Ansia y tristeza… Al amanecer, Nina,
Me reencontraré contigo.
Me arrellanaré junto a la chimenea
Y te contemplaré con sosiego.

Qué amargo resulta este camino.
El cochero ahora calla somnoliento
Y la campanilla abruma con su repiqueteo
Y la luna se sofoca tras la niebla.

¡Jessye Norman en Álamos!


El pasado 30 de septiembre de 2019 se nos murió la majestuosa Jessye Norman. Tuve la fortuna de escucharla muy cerquita cuando vino a Álamos hace ya nueve años. Rescato sin cambios del baúl de los recuerdos esta pequeña nota que escribí entonces para consignar esa noche mágica.

Lo que gozamos durante la velada inaugural del FAOT 2010 en Álamos fue una muestra del arte de una especie en extinción: el arte de la diva. Hoy el mundo cuenta con algunas grandes voces y muchos cantantes solventes, pero ya prácticamente han desparecido las divas. Quedan, eso sí, muchas artistas con arranques de diva, pero eso no significa nada frente a una verdadera diva. La soprano dramática Jessye Norman (Augusta, Georgia, 1945–) fue y sigue siendo una auténtica diva, en el sentido pleno del término, es decir, se trata de una cantante poseedora de una presencia escénica majestuosa, un ego arrollador, genio encrespado, voz potentísima y que se pavonea sobre el escenario para ser venerada por sus hipnotizados fieles.

La voz de Norman es extraordinaria en muchos sentidos, destacando quizás su registro impresionante que pasa sin problemas por las tesituras de soprano, mezzosoprano e incluso roza la de contralto. Al escucharla, sobre todo en su registro más grave, uno recuerda esas etiquetas ampulosas de los enólogos en las que se describe la complejidad del sabor de un vino, pues se trata de un instrumento con un timbre rico en matices, suntuoso, profundo y fuerte. Posee una voz deliciosa incluso cuando habla, enfatizado por un extrañísimo acento de ninguna parte y coloreado quizás por su gran dominio de idiomas como el alemán, el francés y el italiano.

Su fuerte ha sido, como se sabe, la ópera, de la que se ha retirado desde hace algunos años para concentrar sus energías en recitales y conciertos. Los críticos han destacado de manera unánime la integridad de sus interpretaciones, meticulosamente preparadas y ensayadas. Nunca ha ejecutado pieza alguna en el estudio de grabación ni en vivo sin antes haber estudiado a fondo el idioma de la letra de la composición y las características de su estilo. Posee una dicción casi perfecta (¡incluso cuando canta en ruso!) y, en lo particular, aparte del color de su registro bajo me impacta toda la energía contenida que transmite en sus pianissimos, es decir, cuando canta muy bajo. Y nos ha dejado registros sonoros de referencia, sobre todo en papeles de obras de Wagner, Berlioz, Schoenberg y Richard Strauss, es decir, de compositores que han creado algunos de los papeles más demandantes para la voz de todo el repertorio musical.

Pero, ¿puede cantar jazz? ¿O spirituals? Porque eso fue lo que en gran medida escuchamos la noche del jueves, en un recorrido por algunas de las cúspides del cancionero norteamericano, con piezas de Bernstein, Rodgers, Gershwin, Hammerstein y Duke Ellington, además de algunos spirituals. La duda surge porque para cantar I’ve got Rythm o Another Man Done Gone (un par de las piezas que escuchamos esa noche) no se requiere precisamente una gran voz, ni una gran técnica, aunque sí un estilo particular, capacidad de improvisación, flexibilidad rítmica, swing y quizás algo más. Los verdaderos entusiastas a veces señalan que los cantantes de jazz y de blues nacen, jamás se hacen.

Pues bien, en mi opinión Jessye Norman aporta algo genuino (además de su enorme voz, claro está) al repertorio mencionado, algo que la hace destacar fácilmente entre tanta mala música crossover que se aprovecha de un público incauto para venderles como gran arte productos complacientes y de muy dudoso gusto. Es verdad: si realmente queremos escuchar de lo que es capaz Norman, no es éste el repertorio al que debemos acudir. No pocas veces incomoda, a pesar de sus esfuerzos por disminuir la escala de su voz, la excesiva intensidad con que aborda melodías que son mejores si suenan desenfadadas, y uno puede tener de pronto la impresión que con ese calibre de voz el jazz deja de ser una animada conversación entre amigos para convertirse en algo más bien intimidante y sombrío.

Sin embargo, la conexión de Norman con el jazz, y la música afroamericana en general, no es ni reciente ni casual. No llega a esa música desde el exterior, por así decirlo. No sólo su origen étnico habla en este sentido, sino que ella misma comenzó a cantar de pequeña (a los 4 años) gospel en el templo bautista de su ciudad natal. Y a lo largo de su carrera no ha estado nunca muy alejada de la música negra y de sus cantantes (como Dinah Washington, Billie Holiday y Nat “King” Cole, a quienes ha mencionado entre sus influencias). Recientemente, en marzo de 2009, curó un festival de música afroamericana en el Carnegie Hall de Nueva York con piezas que van desde spirituals hasta hip hop, pasando por el jazz, el gospel, el soul y el rhythm and blues. Y luego está el simple y bruto hecho de que su voz es inconfundiblemente negra, algo que siempre ha subrayado con orgullo. “A la gente siempre le gusta escuchar spirituals” declaró en una entrevista en el programa televisivo 60 minutes, “y les gusta escucharlos cantados por una boca negra”.

Algo debe aceptarse: a Jessye Norman le falta swing. Pero el ritmo offbeat del jazz no le ofrece dificultad alguna, su voz encaja sin problemas en la gran tradición de la música negra de su país y además añade un sentido de dignidad y de arte elevado que realza aún más las cualidades intrínsecas del repertorio norteamericano. No es (ni jamás ha pretendido ser) una verdadera cantante de jazz; sin embargo, su aportación enriquece aún más el arte musical de los Estados Unidos. Ha sido un auténtico privilegio tenerla entre nosotros en lo que, no me cabe la menor duda, fue y será el momento más alto del FAOT 2010.

Por mi parte, me quedo con la Jessye Norman del mundo de la ópera y, en menor medida, la de las canciones de Mahler, Chausson, Richard Strauss y Alban Berg. No es mi cantante predilecta, pero cuando extraño el arte de la diva y volteo a ver un escenario repleto de voces técnicamente inmaculadas pero carentes de expresividad, sin estampa e incapaces de transmitir el sentimiento de exaltación del mundo propio de la ópera, me vuelvo sin dudar hacia Jessye Norman. Entonces me declaro su rendido fan.


jueves, 3 de octubre de 2019

Miguel León-Portilla, filósofo del tiempo mexicano (1926–2019)



Me pide de sopetón Benjamín Alonso, amigo y patrón de Crónica Sonora, que improvise unas cuantas líneas a propósito del lamentable deceso del Dr. León-Portilla. Aquí van.

Miguel León-Portilla era un bólido. No sólo su fecundidad intelectual resultaba admirable (fueron más de cuarenta libros, cientos de artículos y vaya uno a saber cuántas participaciones en coloquios, conferencias, cuerpos colegiados, proyectos editoriales, cursos, traducciones y otras empresas), sino que escucharlo departir (en clases, entrevistas, charlas informales; ahora, tristemente, sólo en grabaciones) provocaba de golpe algo más hondo que un mero interés erudito, pues embelesaba con algo que más bien rondaba el compromiso amoroso y quizá el ímpetu del misionero, no ajeno a quien reconoció como su primer y gran maestro, el padre Ángel María Garibay, y muy en línea con esos humanistas novohispanos que admiró y sobre los que escribió años después: Clavijero, Sahagún, Quiroga, las Casas…

Don Miguel combinó diversas disciplinas humanísticas con virtuosismo y en buena medida redefinió en nuestro país el oficio del historiador, ese “filósofo del tiempo”, es decir, alguien que no sólo inquiere sobre lo ocurrido durante cierto tiempo, sino que trata de integrar una imagen coherente de esos sucesos y hurga a la vez sobre su sentido. Su legado más profundo, qué duda cabe, fue rescatar y propagar la palabra más antigua de Mesoamérica, el impresionante cuerpo literario de la cultura náhuatl y de otros pueblos que habitaron en estas tierras antes de que México fuera México. Desde su tesis doctoral de 1956 en que recopila y analiza los textos filosóficos de los nahuas (y que “hizo mal hígado a algunos”) hasta sus deliciosas disquisiciones sobre la erótica náhuatl (2019) y pasando por su Visión de los vencidos (su bestseller indiscutible), León-Portilla hizo más que nadie por hacernos cercanos y grandiosos a los pueblos prehispánicos, tantas veces deformados por el prejuicio, la ignorancia y las historias oficiales. En sus páginas, y sin rechazar los datos escabrosos ni  la crítica de las fuentes tanto indígenas como españolas, los primeros mexicanos se atavían con prendas que no desmerecen ante los lustres de antiguos griegos y romanos, chinos o persas. Tampoco ante a los conquistadores ibéricos. Y ojo: los indígenas actuales también le merecieron respeto, admiración, años de estudio y hasta de defensa de sus derechos. También creyó ver en algunas de las costumbres e instituciones de los indios un baluarte contra las tendencias más deshumanizantes y depredadoras de la globalización capitalista.

Con respecto a la leyenda negra y el entuerto de la conquista, León-Portilla acuñó aquello del “encuentro de dos mundos”, expresión que le trajo críticas de no pocos nacionalistas empedernidos. Sin embargo, nunca quiso con ella minimizar ni justificar la violencia o el despojo, intrínsecos a todo acto de conquista, según se apresuraba a señalar. “Encuentro” es más bien un término que se quiere amplio para connotar “coincidencia de dos cosas o personas en un mismo lugar”, pero también “choque, enfrentamiento y lucha de quienes combaten; y también acercamiento y aun fusión”. Con ello se buscó tomar en cuenta las acciones y la perspectiva de todos los participantes, de los diversos vencedores y vencidos. Según este enfoque, el Quinto Centenario no podía ser motivo de celebración, aunque sí una oportunidad para “promover la reflexión y el estudio acerca de las múltiples implicaciones” de ese proceso que aún nos confunde.




Para León-Portilla la historia no era ni podía ser un lujo. Al margen de su valor intrínseco (que también defendió), la historia sirve para definirnos, para delimitar nuestra identidad. Varias veces comparó al individuo que ignora sus orígenes con un despistado que se acerca al mostrador de una aerolínea sin boleto en el bolsillo y sin saber a dónde va ni de dónde viene. Para alguien así, el remedio tiene que ser la historia, su historia, esa historia que debe procurar conocer y hacer suya. Diría que para don Miguel son dos los componentes necesarios de la historia, dos elementos que debemos saber combinar sin confundirlos: objetividad y convicción. O, si se quiere, conocimiento y apropiación. Sin convicción la historia resulta algo inerte, un mero ejercicio académico, mientras que prescindir de la objetividad conduce tarde o temprano a visiones ideológicas que suplantan las complejidades y riquezas del pasado y justifican políticas que convienen a minorías poderosas. Pero confundir ambas actitudes, y que nuestras ganas de creer dicten lo que fue y lo que somos, distorsiona nuestras identidades. Ya se ha dicho que los mexicanos, antes que historia, lo que en realidad queremos son mitos, relatos edificantes de buenos contra malos. Una de las varias aportaciones de Miguel León-Portilla ha sido justo ponernos ante un espejo que nos ha devuelto una imagen bastante más compleja y profunda de nosotros mismos y de nuestras múltiples raíces culturales (indígenas, europeas y aun asiáticas y africanas). Somos la consecuencia de esos mundos que vinieron a encontrarse (a coincidir, chocar, luchar, fundir) en esta región del planeta pero también somos algo más, diferente y original. “También”: una palabra que tanto nos cuesta emplear a la hora de definirnos y que don Miguel siempre usó sin recelo  a lo largo de su generosa vida intelectual.

viernes, 20 de septiembre de 2019

Los libros que me han conmovido

Hace casi un año, un buen amigo, escritor y médico, natural de Ciudad Real para más señas, me convenció para confeccionar una lista de los libros con los que más me siento en deuda. Subí cada título en entradas separadas en Facebook y ahora las recojo aquí para que no se diga que no cumplí con exhibir estas debilidades mías.






Primer día de diez. Tras aceptar el reto que me lanzara mi amigo Juan Castell Monsalve ofrezco la primera portada de diez libros que me han impactado. No es un lista de los diez que considero los mejores de la historia, sino de diez que me han conmovido profundamente y que, en algunos casos, siguen siendo una fuente de gozo, reflexión y asombro en mi vida. También he procurado ofrecer las portadas de las ediciones en que las leí por primera vez (eso, en los pocos casos en que esas portadas sobreviven, maltrechas por el paso del tiempo). Comienzo con esta novela de Albert Camus escrita en 1947; una poderosa alegoría moral que me dejó aturdido durante el final de mi adolescencia y que plantea asuntos que aún me obsesionan...





Segundo día de diez. Tras aceptar bajo presión el reto que me lanzara mi amigo Juan ofrezco la segunda portada de diez libros que me han impactado, para bien o para mal. No es un lista de los diez que considero los mejores de la historia, sino de diez que me han conmovido profundamente y que, en algunos casos, siguen siendo una fuente de gozo, reflexión y asombro en mi vida. También he procurado ofrecer las portadas de las ediciones en que las leí por primera vez (en los pocos casos en que esas portadas sobreviven). Cuando terminé de leer el Discurso del Método de René Descartes en el bachillerato me dije: “Esto quiero hacer”. Y después de cerciorarme de que, en efecto, la carrera de filosofía aún existía y que había lugares en los que se contrataba por saber sobre ese asunto (así me lo dijeron), me embarqué en el estudio de esta disciplina que me sigue deparando sorpresas, sinsabores, desconciertos y admiración. Satisfacción no: ese talante, como he descubierto, le está vedado al filósofo.






Tercer día de diez. Tras aceptar el desafío de mi amigo Juan Castell, y tras una al parecer polémica segunda selección, vuelvo a la carga y ofrezco la tercera portada de diez libros que me han impactado, para bien o para mal. No es un lista de los diez que considero los mejores de la historia, sino de diez que me han conmovido profundamente y que, en algunos casos, siguen siendo una fuente de gozo, reflexión y asombro en mi vida. El Tanáj (lo que constituye la casi totalidad del Antiguo Testamento cristiano) puede ser polémico en cualquier sentido, menos en su influencia decisiva en la configuración de la cultura judía y, en general, occidental. Consta de 39 libros repartidos en tres grupos (Ley, Profetas y Escritos) y la compleja historia de sus traducciones inicia durante el tercer siglo antes de la Era común con una versión vertida al griego para la comunidad judía de Alejandría. Acudo con frecuencia a esta traducción que presento (que inició en 1955 y se encuentra en constante revisión) de la Jewish Publication Society, pues combina rigor académico con fluidez y agrado en la lectura. Me gustaría mucho que tuviéramos una traducción así al castellano.




Cuarto día de diez. Tras caer en la celada que de manera artera me tendiera mi amigo Juan Castell  ofrezco la cuarta portada de diez libros que me han impactado. No es un lista de los diez que considero los mejores de la historia, sino de diez que me han conmovido profundamente. También he procurado ofrecer las portadas de las ediciones en que las leí por primera vez (si acaso sobreviven). Ahora va algo de poesía: “Personae” de Ezra Pound, en la traducción de Rousset Banda, el libro que me introdujo a la gran poesía norteamericana del siglo XX y, de paso, a la poesía contemporánea en general. Versos inmensos de alguien que pretendió hacer de la poesía una forma de vida. Aprendí en ellos muchas cosas, como la contemporaneidad del pasado y el gozo en la precisión de poemas que parecen breves silogismos de tan redondos, tan inevitables. También descubrí los peligros que encierra la poesía cuando sucumbe al esteticismo político.




Quinto día de diez. Sigo lidiando con el difícil reto de mi amigo Juan. Ofrezco ahora la quinta portada de diez libros que me han impactado. No es un lista de los diez que considero los mejores de la historia, sino de diez que me han conmovido profundamente y que me han influido (para bien o para mal). También he procurado ofrecer las portadas de las ediciones en que las leí por primera vez (en los pocos casos en que esas portadas sobreviven). La de hoy es una portada que, como la que ofrecí en la cuarta entrega, lleva la etiqueta “Handle with care”. No sé si será porque soy de reacción lenta o qué me pasa, pero la cosa es que una constante en mi vida ha sido siempre llegar tarde a todo. Y, por supuesto, llegué tarde al marxismo. Eso quizá me permitió una visión más ponderada de la obra del barbudo de Tréveris, y apreciar con amplitud sus “Manuscritos filosóficos económicos de 1844” a la luz de los descarríos de sus muchísimos seguidores y de los traspiés —sobre todo en sus ideas económicas— en lo que se considera su obra cumbre: “El Capital”. En los “Manuscritos” encontramos a un Marx más filósofo y menos economista; menos materialista y más hegeliano; más reflexivo y menos activista. Es la obra que generó la figura del “Marx humanista”, que contrastó con un Marx dizque “científico”, como lo llamaron, no sin desvergüenza, los grupos académicos más ortodoxos y sus gurúes. Hay en los manuscritos un intento bastante fallido de derivar categorías económicas a través de la dialéctica, pero está también un análisis muy matizado del famoso concepto de “alienación” que sigue generando interés y que creo que aún es lectura indispensable para tratar de entender la extrañeza que nos produce la sociedad en que vivimos, y la degradante deshumanización a la que nos expone.




Sexto día de diez. Mi amigo Juan Castell me ha inducido con hábiles ardides a seleccionar los diez libros que más me han impactado, para bien o para mal. No es un lista de los diez que considero los mejores de la historia, sino de diez que me han conmovido profundamente y que, en algunos casos, como sin duda en éste, siguen siendo una fuente de gozo, reflexión y asombro en mi vida. Parece que el escritor ruso Isaak Babel señaló una vez con mucho acierto: “Si el mundo pudiera escribir por sí mismo, escribiría como Tolstoi”. La enorme novela “La guerra y la paz” es muchas cosas, y entre ellas es lo que dice Babel: el mundo mismo se despliega ante nuestros ojos su sentido múltiple, irremediable, familiar e insólito a la vez. En ese tejido de la historia, el tirano Napoleón, el admirable general Kutúzov y la épica del pueblo ruso se coloca en un mismo plano de gravedad que los chismes de salón, las levedades de princesitas adolescentes que se aburren cada tarde, las tareas diarias de los campesinos humildes, los árboles y los animales. No hay leyes que determinen nuestros actos ni los resultados de las batallas; tampoco hay individuos imprescindibles y el azar nunca deja de aportar lo suyo. Las cosas son como son y los planes de los personajes no siempre se realizan… Y, sin embargo, entre las rendijas de ese escenario tan llano se cuela en cada página de la obra un sentido de trascendencia grandioso, avasallador. “La guerra y la paz” no es sólo mi novela favorita: leerla ha supuesto una de las mayores experiencias de cualquier tipo en mi vida.




Séptimo día de diez. Mi amigo Juan Castell Monsalve me ha inducido con ensalmos y hechizos importados de la Edad Media a seleccionar los diez libros que más me han movido el tapete, para bien o para mal. No es un lista de los diez que considero los mejores de la historia, sino de diez que me han conmovido profundamente y que, en algunos casos, revisito continuamente. Aunque se tata e un libro pequeñito, la influencia en el pensamiento occidental de la “Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres” (1785) es inmenso. A su brevedad, hermana una claridad de expresión que no es muy común en el resto de la obra de Kant, un filósofo con el que se puede o no estar de acuerdo, pero al que es imposible ningunear (so pena de no entender nada del mundo moderno). Ahora con el resurgimiento de nacionalismos y de la presencia cada vez mayor de poblaciones migrantes, conviene recordar una idea que con tanta fuerza defiende Kant en este libro: debemos ser capaces de reconocer la humanidad en todos y afirmar nuestra lealtad y respeto a la razón y a la capacidad moral que hay en cada uno de nosotros. Tal es la base de la ética y de la sociedad, según el filósofo prusiano. Las banderas, las etnias, las tradiciones o las lenguas pueden ser todo lo coloridas que se quiera y hasta enriquecer la vida, pero son moralmente irrelevantes.




Octavo día de diez. Juan Castell Monsalve, amigo mío, me ha inducido con artimañas extraídas del Pozuelo Seco de Don Gil a seleccionar los diez libros que más me han movido el tapete, para bien o para mal. No es un lista de los diez que considero los mejores de la historia, sino de diez que me han conmovido profundamente y que, en algunos casos, revisito continuamente. El Pirké Avot es uno de los sesenta y tres tratados de la Mishná (el código legal judío recopilado hacia el siglo III de la era común). La obra más popular de la muy extensa literatura rabínica, contiene algunas de las máximas más famosas de los rabinos de la Antigüedad y que exponen, sobre todo, la sabiduría práctica contenida en el judaísmo. La espiritualidad se entreteje con la ética y con la importancia del estudio para delinear una imagen de la mejor vida individual y colectiva posible. Hay quienes sostienen que podría ser el primer manifiesto de justicia social del mundo occidental. Dependiendo de la edición, la obra se acompaña de comentarios iluminadores de autoridades tradicionales que van desde Rashi, Maimónides y Ovadía de Bertinoro, hasta (como en el caso de la edición que muestro en la imagen) rabinos y estudiosos modernos y contemporáneos (Leo Baek, Emil Fackenheim, Judith Plaskow et alia). Va una pequeña muestra del tipo de exhortaciones que se ofrecen y discuten en el Pirké Avot: Dice el rabino Tarfón (de Judea, ca.120–140): “No es tu responsabilidad finalizar la obra [de perfeccionar el mundo], pero tampoco eres libre de desistir en ello”. O Ben Azzai (Tiberias; siglo II): “La recompensa de una mitzvá es una mitzva; y la recompensa por una transgresión es una transgresión”. O uno de los dichos más famosos y comentados de toda la obra, atribuido al famoso Hillel el Sabio (cuya principal actividad tuvo lugar entre el año 30 a.e.c. y el 10 e.c.): “Si no soy para mí mismo, ¿quién será para mí? Si no soy para los demás, ¿qué soy yo? Y si no es ahora, ¿entonces cuándo?” Ahí les dejo estas inquietudes…




¡Casi termino! Noveno día de diez. Juan Castell Monsalve me ha inducido con artimañas extraídas del Pozuelo Seco de Don Gil a seleccionar los diez libros que más me han movido el tapete, para bien o para mal. No es un lista de los diez que considero los mejores de la historia, sino de diez que me han conmovido profundamente y que, en algunos casos, revisito continuamente. Rodión Raskólnikov, un joven estudiante, pobre e “intoxicado de ideología”, se piensa superior a los demás y comete un horrendo crimen para demostrarlo. “Crimen y castigo” es la historia de la transformación de su conciencia moral desde sus delirios de superhombre hasta su redención final de la mano de Sonia, una prostituta inocente y abnegada (ya la mezcla de estas particularidades atestigua la genialidad del autor). Para Dostoievski, y eso nos muestra en su relato, el mundo tiene, querámoslo o no, una estructura moral, que sólo se nos revela en la sumisión y la fe. Mezcla de relato policíaco, crítica social y fábula religiosa, “Crimen y castigo” es una de las novelas más intensas y mejor ejecutadas de toda la literatura.





Misión cumplida. Décimo día de diez. Juan Castell Monsalve me ha pedido que comparta las portadas de los diez libros que más me han influido en mi vida, para bien o para mal. No es un lista de los diez que considero los mejores de la historia, sino de diez que me han conmovido profundamente y que, en algunos casos, revisito continuamente. Ludwig Josef Johann Wittgenstein, qué duda cabe, tiene credenciales suficientes para ser considerado el filósofo más original e influyente del siglo XX, junto con Martin Heidegger. Las “Investigaciones filosóficas” (1953) son, como todo lo que escribió el vienés, algo muy peculiar, una mezcla de recordatorios, preguntas, ejemplos imaginarios, exhortaciones y argumentos que, tras leer con atención, producen en el lector la incómoda y a la vez exultante sensación de que no se sabe decir exactamente qué es lo que aprendió, pero que abandona las páginas con la visión correcta de las cosas. Un efecto, creo yo, perfectamente calculado, si se atiende que Wittgenstein considera la filosofía no como una teoría, sino como una actividad, una terapia. También Wittgenstein me ha llevado a revalorar la importancia de la filosofía. Los abismos de la filosofía son, muchas veces (¿siempre?), sólo confusiones lingüísticas, pero apuntan hacia algo importante en nuestra naturaleza, hacia una tendencia irrevocable de estrellarnos contra los límites de nuestro lenguaje. De ahí que los problemas importantes de la vida se diriman en otra parte, en los ámbitos (prácticos, no teóricos) de la ética, la estética y la religión. “La sabiduría es gris” dice Wittgenstein (¿parafraseando a Goethe?), “En cambio, la vida y la religión son multicolores”. Y, ocupándose del “Sinn des Lebens”, nos expone: “La solución del problema de la vida se aprecia en la desaparición de ese problema. (¿No es ésta la razón por la que las personas que tras largas dudas llegaron a ver claro el sentido de la vida no pudieran decir después en qué consistía tal sentido?)”

jueves, 18 de abril de 2019

Desobedecer



Gros, F., Desobedecer, trad. Juan Vivanco, Taurus, México, 2018, 210 pp.
 
El nuevo libro de Frédéric Gros en castellano es una buena muestra del tipo de ensayo filosófico que se quiere a la vez vivo (en el sentido de “práctico”) y docto. Con un título seductor, este trabajo ofrece un examen algo desenfocado aunque por momentos muy sugerente de la importancia —más aún, de la urgencia— de desobedecer y de desobedecernos. Se sabe: desde un punto de vista tradicionalista, la desobediencia en contextos tradicionales tiene mala prensa. Desobedecer suele implicar, en semejantes contextos, obstinación, imprudencia, egoísmo, división social. La sumisión del individuo (ante el gobierno, las instituciones religiosas, el ejército) suele emparejarse con valores como el civismo, la mansedumbre, el sacrificio propio en aras de un bien común. ¿Por qué entonces desobedecer? 
Gros intenta responder a esta pregunta a través de un recorrido histórico (algo que ya nos había ofrecido en otro libro suyo titulado Andar: Una filosofía, publicado en 2015) y de una exhortación. De la mano de Sófocles, Sócrates, Dostoievski, La Boétie, San Agustín, Rousseau, Kant, Thoreau, Arendt, Foucault y Levinas, entre varios otros, se indaga sobre los significados de la sumisión, la subordinación, el conformismo y el consentimiento (todas formas de obediencia) y varios tipos de responsabilidad: integral, absoluta, infinita y global. En medio de estos análisis, y entrelazado con ellos, encontramos el alegato de Gros en favor de la desobediencia.
Por un lado, obedecer ha sido, al menos en las sociedades modernas, origen de actitudes que van desde la apatía amodorrada hasta la complicidad asesina. Gros disecciona con acierto las fruiciones de la obediencia con el término “desresponsabilidad”. Muy distinto de la irresponsabilidad, la desresponsabilidad es “obrar, ejecutar, cumplir con la seguridad de que, en todo lo que hago, el yo no interviene, yo no soy autor de nada de lo que hace el cuerpo, de lo que calcula la mente” (p. 93). Esta pasividad encuentra fácilmente un ambiente propicio en las sociedades altamente técnicas y administradas, en las que la masificación anula la visualización de nuestros semejantes y embota nuestro sentido moral. De ahí, según Gros, la “estupidez” de un Adolf Eichmann: como menciona Hannah Arendt, no es que no se diera cuenta de lo que hacía; es que el tipo era un estúpido porque no quiso formarse un juicio propio. No se trata de un déficit, de una falta de inteligencia, sino de una renuncia voluntaria (y con efectos monstruosos) a pensar por sí mismo. 
En el núcleo del razonamiento de Gros se encuentra la idea de que hay que desobedecer para ser responsables. No se trata con ello, como suelen pregonar los profesionales de la autoestima y algunos filósofos, de ser fieles a un conjunto de valores eternos ni a nosotros mismos y con magnanimidad y semblante complacido extender la mano al necesitado. La responsabilidad en serio y, con ello, el papel ético que configura la desobediencia pasa no tanto por nuestra singularidad ni por reglas abstractas, sino por ir más allá de las convicciones y basar nuestra desobediencia en “la experiencia de ser insustituibles para los demás y ante nosotros mismos”. Hay que convencerse de que no podemos delegar nuestra responsabilidad en nadie más, ni en personajes imaginarios ni en individuos que juzgamos “más capaces” o “mejor situados”. La responsabilidad es un proceso de subjetivación en el que descubrimos lo que hay de indelegable en cada uno de nosotros. Gros nos recuerda que la formulación completa de esta ética de la responsabilidad ya la había enunciado hace más de dos mil años el eminente rabino Hillel el Sabio: “Si no soy para mí, ¿quién lo será? Si sólo soy para mí, ¿qué soy? Y si no es ahora, ¿cuándo?”
A esta experiencia de ser insustituibles van aparejadas diversas figuras de la responsabilidad, entre ellas la de la responsabilidad infinita, de lo frágil. Ésta surge cuando el otro, con su desamparo mudo o su fragilidad temblorosa, nos manda y sentimos entonces el fardo de nuestra responsabilidad irremplazable. Aquí no somos responsables ante algo que nos supera (Dios, la Sociedad, la Verdad, la Justicia, mi conciencia), sino ante alguien que es más débil, más frágil, un menesteroso. Aquí el libro de Gros gira adopta un tono moralizante al señalar que la magnitud de semejante responsabilidad no tienen la finalidad de “ayudarnos a vivir” sino de “delimitar el lugar de una verdad imposible”. Se habla entonces de “provocaciones necesarias” y  “hogueras éticas” en las que hay que estar dispuesto a quemarse (p. 165). Desde luego, no pretendo discutir aquí si en realidad ese tipo de posicionamiento ético implica un límite infranqueable del pensamiento o si no es nada más que una confusión.
Con todo y sus altibajos y algunas oscuridades (muy en el estilo francés de hoy), vale mucho la pena acercarse a esta obra de Frédéric Gros. Tiene razón, y mucha, cuando expresa su asombro ante la necesidad de justificar la desobediencia en un mundo dominado por el conformismo y las injusticias, al borde de una catástrofe descomunal. En tales circunstancias, nos dice Gros justo al inicio de su ensayo, “el problema no es la desobediencia, el problema es la obediencia”.


lunes, 15 de abril de 2019

Tedium Vitae



¿Qué es el aburrimiento? Todos nos aburrimos. Unos más, otros menos, nadie escapa del ocasional agobio que trae consigo el tedio. Tener que hacer fila para un trámite o conversar sobre el clima son fuentes populares de aburrimiento, pero muchas veces el temible padecimiento reviste formas más idiosincrásicas (por ejemplo: las fiestas infantiles o los domingos de fútbol). Sin embargo, una cosa es aburrirse con algo, con la repetición de una actividad o situación tediosa, y otra muy distinta es estar aburrido, así, en general. El filósofo noruego Lars Svendsen llama con tino tedio situacional al primero y tedio existencial al segundo. Muchos estudiosos opinan que esto de andar aplatanados por la vida (el tedio existencial) es un privilegio de nosotros, los modernos. Pero, ¿acaso no se aburrían los antiguos?

De acuerdo con los doctos, quienes se aburrían en serio en tiempos remotos eran los clérigos y los nobles. Según esto, la gente del común, demasiado ocupada todo el tiempo en seguir viva, al parecer no tenía tiempo para semejante excentricidad. Así que los hastiados de tiempo completo eran los inmersos en sus propios espíritus o en el ocio que otorgaba estatus social. Es en estos estratos donde podemos encontrar los orígenes remotos de nuestro hoy tan democrático aburrimiento.

Aquí va un ejemplo. Se cuenta que, entre los siglos III y IV, el demonio de la acedia visitaba hacia el mediodía a los monjes anacoretas en los desiertos de Siria y Egipto. La soledad, el encierro y el calor agobiante hacían difícil la oración y el brío espiritual cedía lentamente a la pereza, al hastío, al sueño y a los pensamientos impuros. Según el asceta Evagrio Póntico (345–399), “El ojo del acedioso se fija en las ventanas continuamente y su mente imagina que llegan visitas […] bosteza mucho […] y, quitando la mirada del libro, la fija en la pared […] y cae en un sueño no muy profundo, y luego, poco después, el hambre le despierta el alma con sus preocupaciones.” Hoy nos repelen los retiros y nuestros demonios son otros, pero cualquiera puede reconocer en la descripción de las tribulaciones de estos monjes algunos de los rasgos de lo que se considera nuestra forma moderna de padecer el hastío.

De manera sintomática, a partir del siglo XVII las cavilaciones sobre el aburrimiento comienzan a multiplicarse. Ofrezco sólo algunos hitos: para Pascal, echamos mano desesperadamente de diversiones y distracciones para evitar quedarnos solos con nosotros mismos y aburrirnos. El tedio es la condición natural de las personas. Sin Dios, todo es ennui. Con talante prusiano, Kant despacha el asunto más rápidamente: para evitar el aburrimiento, nos exhorta a encontrar alguna ocupación de provecho. Kierkegaard sugiere que, como Dios se aburría, creó al hombre; con mayor patetismo, Schopenhauer piensa que el aburrimiento es la sensación de la futilidad de la existencia, y Heidegger nos pide que nos aburramos, pues el Langeweile nos permite acceder al sentido del Ser.

Desde luego, la tipología del aburrimiento se ha nutrido mucho de la literatura. La mayoría de los grandes escritores rusos desde Pushkin hasta Chejov han ofrecido retratos perdurables del llamado “hombre superfluo”, varón noble que combina talento, desdén, cinismo y un terrible aburrimiento. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, a Eugenio Onéguin o a Gregorio Pechorin? Y, claro, también destaca el célebre y grandísimo perezoso Oblómov, personaje central de la obra de Goncharov que Enrique Vila-Matas calificó de “la mejor novela que se ha escrito sobre la ociosidad”. Pero, aparte de sus relatos y poemas, los escritores también han ofrecido sus propias disquisiciones sobre el fenómeno que nos ocupa: Pessoa, además de llamar al aburrimiento una “niebla del espíritu”, “una borrachera de no ser nada”, nos explica con agudeza que el tedio “pesa más cuando no tiene la disculpa de la inercia. El tedio de los grandes esforzados es el peor de todos.” Y ya antes Flaubert había distinguido, con su habitual precisión, entre el “tedio común” y el “tedio moderno”.

Pienso que David Foster Wallace se une sin reparos con El rey pálido, su novela póstuma, a esta muy ilustre tradición obsesionada por el tedio de la vida. En un mundo sin Dios ni consuelos metafísicos, hiperconectado, burocratizado, inundado de información y en el que toda idea de felicidad apunta hacia el mostrador de una tienda, el autor explora el aburrimiento en su forma más letal: disecciona en más de 500 páginas bien apretadas las vidas y actividades rutinarias de un grupo de empleados de la Agencia Tributaria de Peoria, Illinois. Hay ecos de Pascal y de los monjes del desierto (a quienes, de hecho, menciona en la novela) en su tratamiento del tedio; hay también miradas duras sobre el individualismo, el éxito y otros fetiches de la cultura norteamericana. Pero hay, sobre todo, a través de la aridez de un relato centrado en los pormenores del sistema tributario y de las motivaciones de quienes trabajan para él, un retrato despiadado de la llanura de la vida contemporánea y el doloroso, insufrible aburrimiento que la sustenta.  


El rey pálido no es una lectura fácil, y quizá lo más sorprendente sea que la obra en sí funciona en forma deliberada como un dispositivo… para aburrir al lector. En efecto, Foster Wallace no se contenta con hacernos contemplar el hastío profundo de sus personajes; quiere que lo vivamos con su novela. Es cierto que pueden encontrarse en sus páginas el humor y la agudeza característicos de su autor, salpicado además aquí y allá con pasajes sencillamente luminosos. Pero hay que luchar también con cientos de páginas con descripciones fatigosas de conceptos, rutinas y jerarquías del mundo de los impuestos que, con seguridad, amilanan incluso a lectores muy experimentados. Para complicar el asunto, el relato ofrece un carácter en extremo fragmentario, polifónico y muchas veces al parecer inconexo, en parte debido a que el autor ni terminó de escribirla ni terminó de ordenarla (esas labores corrieron a cargo del editor Michael Pietsch). En buena medida, y como la anterior Broma infinita, el autor sabotea su propia creación pantagruélica y muestra la imposibilidad de decir algo grandioso en formatos tradicionales. Y, sin embargo, lo dice.

Hay algo más, y que quizá sea la verdadera aportación de Foster Wallace a la tradición del aburrimiento. Y es que el autor propone algo así como el único remedio posible al aburrimiento en las sociedades contemporáneas: dejar de huir patéticamente de él y, con un movimiento inverso, entregarnos apasionadamente a aquello que más nos aburre (y que de cualquier forma hemos de enfrentar). No se trata de una vuelta a una ética protestante o a la rudeza del self-made man, sino a una especie de voluntarismo nietzscheano en el que es posible alcanzar el éxtasis y la gratitud por estar vivos en el abandono y la concentración disciplinada e intensa en las cosas menos interesantes y cautivadoras. Al parecer no hay Übermenschen en esta concepción, pero cabe el heroísmo verdadero, el de aquellos que, solos en su puesto de trabajo, son capaces durante minutos, horas, semanas y años “de ejercer la probidad y la meticulosidad en silencio, con precisión y sensatez: sin que nadie los vea ni aplauda. Así es el mundo”. Desde luego, el suicidio del propio Foster Wallace en 2008 es un elemento a considerar en cualquier ponderación de esta propuesta singular.

domingo, 31 de marzo de 2019

Por mi raza hablará el estómago. Sobre los dimes y diretes en torno a la Conquista



(También publicado en Crónica Sonora
http://www.cronicasonora.com/por-mi-raza-hablara-el-estomag/  ). ¡Gracias Binyamin!

Antes que un suculento peligro para nuestra salud, ahora nos enteramos de que las carnitas al estilo Michoacán encarnan una amenaza para nuestra identidad. Después nos informan de una carta, al parecer tan intempestiva como arrojada, en la que el presidente de México exige perdón a España y al Vaticano por los atropellos cometidos durante la conquista. El estruendo en la prensa y las redes sociales ha sido grande, y la mayoría de las reacciones extremas. En mi opinión, todo podría quedar en dos chistes malos de no ser porque, entre malentendidos y desplantes, el asunto de fondo es serio, y es, o debería ser, el de la condición paupérrima en que subsiste hoy la mayoría de los indígenas en toda Latinoamérica. A continuación comparto algunas ideas apresuradas para abonar un poco más el barullo.

No digo que los actos simbólicos no tengan relevancia alguna. La cosa, sin embargo, no es tan simple. No repetiré aquí los detalles que muchos esgrimen para justificar o reprobar la conquista (en su mayoría me parecen innegables). Sólo la ignorancia o la ofuscación ideológica tientan a algunos a enfocar en blanco y negro una historia tan compleja. La cosa es saber si puede afirmarse que hubo actos equivalentes a lo que hoy llamaríamos “crímenes de lesa humanidad”. Y, ¿acaso se puede dudar de ello? De nuevo, no repetiré datos históricos bien conocidos. Sostengo, eso sí, que argüir que los indígenas no eran peritas en dulce, que la cosa sucedió hace mucho o que cualquier guerra conlleva inevitablemente este tipo de abusos no anula la gravedad moral de esos actos. Los pueblos indios fueron, y son, los grandes perdedores en todas las sociedades que han existido en estas tierras desde la conquista hasta nuestros días. Mi duda es si el perdón es la figura más adecuada para atender la cuestión.

De lo que expresa el presidente me gustaron dos cosas: que señala que las disculpas tendrían que ser para los pueblos indígenas y que el Estado mexicano también reconocería su parte de culpa. Sin embargo, opino que, aun si suponemos que vale exigir perdón por esos crímenes, la famosa carta es un despropósito. Lo es en buena medida porque, como han insistido muchos, tanto el sujeto que pediría perdón como el que perdonaría se han transformado y hasta fundido de múltiples formas a los largo de cinco siglos. Es verdad que, en muchos sentidos, la España actual no es aquel Reino y que México no existía. Ni los indígenas, los verdaderos agraviados y que merecerían alguna forma de reparación simbólica (y más aún de otro tipo), son los mismos de entonces: también han pasado por procesos complejos de mestizaje cultural y étnico. Más importante que lo anterior, hoy los indígenas, al menos en México, parecen preocupados en defender otras causas: el respeto a sus tierras, a sus derechos colectivos, el reconocimiento de sus lenguas o la mejora de sus condiciones materiales de vida. No veo que en sus agendas destaque exigir perdón por las atrocidades sufridas durante el siglo XVI. Tampoco he visto que participen de la iniciativa del presidente, y los pocos que han opinado sobre ella la han desestimado o incluso condenado (como lo hizo la vocera del Consejo Nacional Indígena).

En este mismo sentido, el video mismo en que el presidente y su esposa anunciaron la carta es desafortunado, entre otras cosas, por la escenografía elegida: otra vez, con un enfoque que ya podríamos haber superado, se realza el esplendor perdido, las ruinas que testimonian la grandeza de nuestros gloriosos antepasados, y se minimiza la presencia de las ricas culturas de los indígenas de hoy. Los indios del pasado nos siguen cautivando; los del presente, ni los volteamos a ver. ¿Conoceremos en este sexenio el diseño y puesta en marcha de una verdadera política que convenga y beneficie a los pueblos indios y se aleje del folclorismo y asistencialismo de las administraciones pasadas?

Sospecho además que la bravata encaja bien en la tendencia reciente del gobierno federal de definir, con declaraciones rimbombantes, la agenda de la discusión pública, los peligros que amenazan la salud de la nación. En este sentido, no es otra cosa que “una pretensión más histriónica que histórica”, como la califica con acierto Horacio Vidal en este mismo sitio electrónico (me refiero a Crónica Sonora). Veo además una ocasión perdida, pues la manera tan atrabancada con que se obviaron los protocolos diplomáticos más elementales excluye por lo pronto la posibilidad de una conmemoración en 2021 organizada por los dos gobiernos y en la que se pueda debatir, recordar, lamentar, reconciliar y divulgar los sucesos de la conquista. Un encuentro en el que domine una visión matizada y crítica del pasado, ajena a respingos nacionalistas y victimistas y, sobre todo, con una agenda atenta al presente y respetuosa de la voz de los pueblos indígenas. Agrego una inquietud más, y espero no ser el único con estos recelos: un gobierno que concede absoluciones o emite condenas en cuestiones históricas debatidas y sin contrapesos (por usar el término tan denostado hoy entre nosotros) francamente me produce inquietud. Confío en que tampoco tengo que ofrecer ejemplos de estados que en su afán por construir sus propias narrativas que los justifiquen (algo inevitable, desde luego) han entregado e impuesto a sus sociedades imágenes distorsionadas y peligrosamente selectivas de sí mismas. La memoria histórica es algo demasiado importante como para ser monopolio de un gobierno, así sea benevolente y honesto. ¿Puede esperarse que la Cuarta Transformación erija un espejo en el que todos podamos vernos reflejados?

Por último, reconozco que el presidente tiene razón cuando menciona que las reacciones tan numerosas y virulentas a su propuesta indican que “ahí está el tema, subterráneo, en el subsuelo”. ¿Cómo, si no, entender tantos desatinos y groserías de partidarios y detractores de la propuesta? Hay algo, una suerte de pleito con España, que muchos mexicanos no terminan por arreglar. El dilema que origina ese malestar es falso, pero no por ello menos real. Apenas hace un par de noches, mientras cenaba, se me cayó el taco de la boca (y no era de carnitas) al escuchar en vivo a un historiador de la UNAM bien conocido, y más que competente, exclamar que se sentiría más cómodo con sus raíces hispanas si vinieran a pedirle perdón. Otra reputada académica espetó en la prensa que los mexicanos “nada tenemos que agradecer a la conquista”. ¿Así se resumen los productos del rigor de la investigación universitaria? ¿Tiene siquiera sentido la frase entrecomillada? Y en el bando de los ayunos de ideas habría que destacar el ínclito diputado por Tabasco según el cual los españoles son “la peor de las razas”. Esto me lleva, claro, a quienes, inflamados por semejante afrenta, procedieron de inmediato a probar sus hidalguías y a los no pocos que celebraron que España trajera consigo la “civilización” a América. Otros, menos confundidos pero igualmente errados, desechan la cuestión al sostener que todos los mexicanos “somos una mezcla de españoles con indígenas”. El racismo mexicano, esa pigmentocracia que aún domina tanto en nuestras relaciones sociales, es uno de los ingredientes que explican el desconcierto y la tirria.

La política también ha contribuido a polarizar el litigio, y no resulta difícil percatarse cómo los comentaristas se atrincheran, salvo pocos casos, según sus preferencias políticas. Por un lado están los que creen compartir una agenda social con el presidente y celebran que se pida perdón por los agravios. Sus peores adalides favorecen un nacionalismo chato (y me cuesta trabajo entender que haya de otro tipo) que apela a la imagen del invasor extranjero, de la amenaza exógena cultural o física que ha obstaculizado y sigue obstaculizando nuestra grandeza intrínseca. Por el otro están los que, dispuestos a abuchear cualquier cosa que diga o haga el presidente, se burlan de la carta. Sus peores voceros patrocinan el clasismo y la discriminación más repugnante y temen por un trastrocamiento social y cultural que afecte sus intereses. Por cierto, con sus prejuicios, estos personajes se alinean con algunas de los miembros de Vox y del Partido Popular que en el otro lado del Atlántico respondieron también con insultos racistas a la dichosa carta. En España, la conquista sigue demasiado envuelta en las hazañas guerreras del Imperio, mientras acá se cultiva de preferencia, y no sin rencor, la visión de los vencidos. Algo anda mal en las aulas y en las ceremonias cívicas de ambos países.

Veo en tantos exabruptos identitarios un mismo origen: la manía de concebir nuestra identidad exclusivamente en términos verticales, es decir, en términos de raíces, a veces manifiestas, a veces recónditas, y en no querer simplemente voltear a ver lo que somos. Buscamos un pasado que nos indique lo que debemos ser. Pero una mirada, incluso distraída, no hacia abajo sino hacia los lados, revela que ese montón de personas que por designios inescrutables le tocó vivir en estas tierras no se deja atrapar en categorías sencillas. Compartimos y no compartimos muchas cosas, creemos cosas distintas, venimos en muchos colores y a veces deseamos de manera legítima vivir de formas no siempre compatibles con los demás. No somos un solo pueblo ni somos una raza (ni siquiera mestiza, pues también hay muchas formas de mestizaje y ya conocemos, o deberíamos conocer, los perjuicios causados por la propagación del mito del México mestizo: uno de ellos ha sido, desde luego, la subestimación de los pueblos indios). México es, de hecho, muchos Méxicos (como el título del memorable libro de L.B. Simpson) y no hay uno solo que sea el verdadero. Si se insiste en hablar de nuestras raíces, éstas no son dos, sino muchas, y no son sólo indígenas o europeas (que a su vez tampoco son ni fueron pueblos homogéneos). Somos, si se quiere, el producto a la vez viejo y nuevo de muchas culturas pero, para definirnos, importa más lo que somos que lo que fuimos. La identidad es algo más que un dato (genealógico o de otro tipo) a ser descubierto; implica también siempre un toma de postura con miras al futuro, con lo que como individuos y comunidades queremos ser.