¿Qué es el aburrimiento? Todos nos
aburrimos. Unos más, otros menos, nadie escapa del ocasional agobio que trae
consigo el tedio. Tener que hacer fila para un trámite o conversar sobre el
clima son fuentes populares de aburrimiento, pero muchas veces el temible
padecimiento reviste formas más idiosincrásicas (por ejemplo: las fiestas
infantiles o los domingos de fútbol). Sin embargo, una cosa es aburrirse con
algo, con la repetición de una actividad o situación tediosa, y otra muy
distinta es estar aburrido, así, en general. El filósofo noruego Lars Svendsen
llama con tino tedio situacional al primero y tedio existencial al segundo. Muchos
estudiosos opinan que esto de andar aplatanados por la vida (el tedio
existencial) es un privilegio de nosotros, los modernos. Pero, ¿acaso no se
aburrían los antiguos?
De acuerdo con los doctos, quienes se
aburrían en serio en tiempos remotos eran los clérigos y los nobles. Según esto,
la gente del común, demasiado ocupada todo el tiempo en seguir viva, al parecer
no tenía tiempo para semejante excentricidad. Así que los hastiados de tiempo
completo eran los inmersos en sus propios espíritus o en el ocio que otorgaba
estatus social. Es en estos estratos donde podemos encontrar los orígenes
remotos de nuestro hoy tan democrático aburrimiento.
Aquí va un ejemplo. Se cuenta que, entre
los siglos III y IV, el demonio de la acedia visitaba hacia el mediodía a los
monjes anacoretas en los desiertos de Siria y Egipto. La soledad, el encierro y
el calor agobiante hacían difícil la oración y el brío espiritual cedía
lentamente a la pereza, al hastío, al sueño y a los pensamientos impuros. Según
el asceta Evagrio Póntico (345–399), “El ojo del acedioso se fija en las
ventanas continuamente y su mente imagina que llegan visitas […] bosteza mucho
[…] y, quitando la mirada del libro, la fija en la pared […] y cae en un sueño
no muy profundo, y luego, poco después, el hambre le despierta el alma con sus
preocupaciones.” Hoy nos repelen los retiros y nuestros demonios son otros,
pero cualquiera puede reconocer en la descripción de las tribulaciones de estos
monjes algunos de los rasgos de lo que se considera nuestra forma moderna de padecer
el hastío.
De manera sintomática, a partir del
siglo XVII las cavilaciones sobre el aburrimiento comienzan a multiplicarse.
Ofrezco sólo algunos hitos: para Pascal, echamos mano desesperadamente de
diversiones y distracciones para evitar quedarnos solos con nosotros mismos y
aburrirnos. El tedio es la condición natural de las personas. Sin Dios, todo es
ennui. Con talante prusiano, Kant
despacha el asunto más rápidamente: para evitar el aburrimiento, nos exhorta a
encontrar alguna ocupación de provecho. Kierkegaard sugiere que, como Dios se
aburría, creó al hombre; con mayor patetismo, Schopenhauer piensa que el
aburrimiento es la sensación de la futilidad de la existencia, y Heidegger nos
pide que nos aburramos, pues el Langeweile
nos permite acceder al sentido del Ser.
Desde luego, la tipología del
aburrimiento se ha nutrido mucho de la literatura. La mayoría de los grandes
escritores rusos desde Pushkin hasta Chejov han ofrecido retratos perdurables
del llamado “hombre superfluo”, varón noble que combina talento, desdén,
cinismo y un terrible aburrimiento. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, a Eugenio
Onéguin o a Gregorio Pechorin? Y, claro, también destaca el célebre y
grandísimo perezoso Oblómov, personaje central de la obra de Goncharov que
Enrique Vila-Matas calificó de “la mejor novela que se ha escrito sobre la
ociosidad”. Pero, aparte de sus relatos y poemas, los escritores también han
ofrecido sus propias disquisiciones sobre el fenómeno que nos ocupa: Pessoa,
además de llamar al aburrimiento una “niebla del espíritu”, “una borrachera de
no ser nada”, nos explica con agudeza que el tedio “pesa más cuando no tiene la
disculpa de la inercia. El tedio de los grandes esforzados es el peor de todos.”
Y ya antes Flaubert había distinguido, con su habitual precisión, entre el
“tedio común” y el “tedio moderno”.
Pienso que David Foster Wallace se une
sin reparos con El rey pálido, su novela
póstuma, a esta muy ilustre tradición obsesionada por el tedio de la vida. En
un mundo sin Dios ni consuelos metafísicos, hiperconectado, burocratizado, inundado
de información y en el que toda idea de felicidad apunta hacia el mostrador de
una tienda, el autor explora el aburrimiento en su forma más letal: disecciona
en más de 500 páginas bien apretadas las vidas y actividades rutinarias de un
grupo de empleados de la Agencia Tributaria de Peoria, Illinois. Hay ecos de
Pascal y de los monjes del desierto (a quienes, de hecho, menciona en la
novela) en su tratamiento del tedio; hay también miradas duras sobre el
individualismo, el éxito y otros fetiches de la cultura norteamericana. Pero
hay, sobre todo, a través de la aridez de un relato centrado en los pormenores
del sistema tributario y de las motivaciones de quienes trabajan para él, un
retrato despiadado de la llanura de la vida contemporánea y el doloroso,
insufrible aburrimiento que la sustenta.
El
rey pálido no es una lectura fácil, y quizá lo más sorprendente sea que la obra
en sí funciona en forma deliberada como un dispositivo… para aburrir al lector.
En efecto, Foster Wallace no se contenta con hacernos contemplar el hastío
profundo de sus personajes; quiere que lo vivamos con su novela. Es cierto que
pueden encontrarse en sus páginas el humor y la agudeza característicos de su
autor, salpicado además aquí y allá con pasajes sencillamente luminosos. Pero
hay que luchar también con cientos de páginas con descripciones fatigosas de
conceptos, rutinas y jerarquías del mundo de los impuestos que, con seguridad,
amilanan incluso a lectores muy experimentados. Para complicar el asunto, el
relato ofrece un carácter en extremo fragmentario, polifónico y muchas veces al
parecer inconexo, en parte debido a que el autor ni terminó de escribirla ni
terminó de ordenarla (esas labores corrieron a cargo del editor Michael
Pietsch). En buena medida, y como la anterior Broma infinita, el autor sabotea su propia creación pantagruélica y
muestra la imposibilidad de decir algo grandioso en formatos tradicionales. Y,
sin embargo, lo dice.
Hay algo más, y que quizá sea la verdadera
aportación de Foster Wallace a la tradición del aburrimiento. Y es que el autor
propone algo así como el único remedio posible al aburrimiento en las
sociedades contemporáneas: dejar de huir patéticamente de él y, con un
movimiento inverso, entregarnos apasionadamente a aquello que más nos aburre (y
que de cualquier forma hemos de enfrentar). No se trata de una vuelta a una
ética protestante o a la rudeza del self-made
man, sino a una especie de voluntarismo nietzscheano en el que es posible
alcanzar el éxtasis y la gratitud por estar vivos en el abandono y la concentración
disciplinada e intensa en las cosas menos interesantes y cautivadoras. Al
parecer no hay Übermenschen en esta
concepción, pero cabe el heroísmo verdadero, el de aquellos que, solos en su
puesto de trabajo, son capaces durante minutos, horas, semanas y años “de
ejercer la probidad y la meticulosidad en silencio, con precisión y sensatez:
sin que nadie los vea ni aplauda. Así es el mundo”. Desde luego, el suicidio
del propio Foster Wallace en 2008 es un elemento a considerar en cualquier
ponderación de esta propuesta singular.
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