jueves, 14 de septiembre de 2023

Giulini devela el misterio de Bruckner

Anton Bruckner
Sinfonía no. 9 en re menor
(Edición Leopold Nowak)
Filarmónica de Viena
Carlo Maria Giulini (director)
Deutsche Grammophon
1988
Calificación: 10/10

 


A casi doscientos años del natalicio de Josef Anton Bruckner (1824–1896) parece como si apenas comenzamos a conocerlo. Salvo los bruckneritas de pro que lo veneran como a un santo y no dudan de su evangelio, cualquiera que desee entender con un mínimo de ecuanimidad el carácter y la música de este artista peculiar se topará sin remedio con un alud de estudios biográficos e históricos, además de un laberinto de ediciones de su música que sigue dividiendo las opiniones tanto de musicólogos como de intérpretes. ¿Cómo era Bruckner? ¿Era en realidad ese tipo inseguro de sí mismo, cándido, rústico, mojigato, tan poca cosa? Y si así fuera, ¿cómo compaginar un personaje así con esas composiciones increíblemente sofisticadas y ambiciosas? Y su música, ¿mira más hacia el pasado o más hacia el futuro? ¿Hay que interpretarlo enfatizando sus elementos clásicos y románticos o hay que resaltar más bien su modernismo y misticismo? ¿Un Bruckner más desgarrado y pasional o más objetivo y contemplativo? Desde luego que no me pondré a tratar de responder estas cuestiones (y otras anejas como, por ejemplo, la manera en que la recepción nazi distorsionó su imagen para convertirlo en prototipo del “artista ario”), pero creo que vale la pena que las tengan en mente quienes se interesen en escuchar por primera vez esta música. Y añado algo más para los novicios: la tarea es trabajosa, y lo más probable es que la primera (y la segunda, y quizá la tercera) vez que lo escuchen se sientan nada más que apabullados por la gigantez, el estruendo de las masas sonoras, las disonancias y la amplitud de las estructuras; pero las recompensas son increíbles para quienes persistan.

La novena sinfonía de Bruckner, la última que compuso (aunque el cuarto movimiento quedó incompleto), es la única que, al menos de manera explícita, el compositor dedicó “dem lieben Gott” (“al amado Dios”). Describirla es un poco insensato, así que me limito a apuntar las siguientes observaciones borrosas: el primer movimiento, “Feierlich, misterioso” (“Solemne, misterioso”), presenta en plan monumental tres grupos temáticos (una manera típica de Bruckner de expandir la forma sonata hasta volverla casi irreconocible) e impone por su gran poderío y la alternancia de episodios oscuros (“misteriosos”) y pasajes afirmativos. El segundo movimiento, un scherzo, es bastante peculiar no por su forma (que presenta la acostumbrada estructura tripartita “ABA”; es decir, un tema, un trío y de nuevo el primer tema), sino por su contenido: suena perturbador, maquinal (¿o quizá “diabólico?), como un bramido que augura los terribles acontecimientos por surgir a la vuelta del siglo. Y el tercer movimiento, “Adagio —Langsam, feierlich” (“Adagio —Lento, solemne”), es simplemente uno de los momentos más conmovedores de la música occidental. Bruckner la llamó “Abschied vom Leben” (“Adiós a la vida”). Comienza con un tema tortuoso, de tonalidad indefinida, casi expresionista y que anticipa a Mahler. Apenas en siete compases ese tema nos lleva de la zozobra a la serenidad más luminosa. Más adelante, los episodios introspectivos son casi borrados por la irrupción de un tutti colosal que es como una voz cósmica o como el anuncio del mysterium tremendum del que se habla en la fenomenología de la religión (ya les decía yo que esta música es casi imposible de definir en términos que no sean meramente técnicos, que tampoco dicen mucho). Tras más turbulencias, el movimiento cierra con una cadencia de lo más serena que se balancea con suavidad a lo largo de los últimos compases. A veces el gran arte nos fuerza a rebajar nuestro ego y a alcanzar perspectivas grandiosas, que pueden parecer paradójicas (por el carácter polisémicos de la música misma) pero que nos alejan de la autoindulgencia y del sentimentalismo y, quién sabe, quizá sí nos lleven en nuestros mejores momentos a tener visiones de lo bueno y de lo posible. Con Bruckner eso puede sucedernos a la vuelta de cada página.


A diferencia de la mayoría de sus sinfonías, la novena de Bruckner cuenta con varios registros discográficos excelentes. Están los de Eugen Jochum (sobre todo la que hizo con Dresde), Günter Wand (de preferencia con Berlín), Daniel Barenboim (también con Berlín), Sergiu Celibidache (obviamente la de Munich), Claudio Abbado (con Lucerna; creo que fue el último disco que grabó)… Bueno, hasta Karajan tiene una versión más que decente (la de 1966). Pero si tuviera que quedarme con sólo una, elegiría sin duda la de Carlo Maria Giulini con la Filarmónica de Viena de 1988 (puede escucharse aquí: Bruckner - Symphony No.9 Giulini Wiener - Bing video). Se trata de una interpretación más serena y objetiva de la obra, alejada de las visiones cataclísmicas de, por ejemplo, Fürtwangler y otros directores de la primera mitad del siglo XX. Creo que Giulini, si seguimos con las imágenes religiosas, revela el evangelio completo, el mensaje completo de la sinfonía. El maestro italiano tiene todas las herramientas: un fraseo refinado, equilibrios perfectos, colores medio oscuros, tempi bien juzgados, expresividad, potencia, humanismo y, sobre todo, la cohesión estructural necesaria para ir construyendo una obra con un empuje y fuerza irresistibles. Esto último es crucial porque Bruckner escribía agrupando sus temas en grandes bloques o módulos, muchas veces separados por silencios. De la habilidad de un director para unir con coherencia estos bloques depende que podamos tener una experiencia casi trascendental o nos demos la aburrida de nuestras vidas.

Sugerencias para empezar a escuchar a Bruckner: Quizá la séptima sinfonía sea la más “accesible” (y es también una de las más bellas). O intenten con la cuarta, una de las más tocadas, o la primera. Si una sinfonía completa resulta ser demasiado, puede intentarse la escucha de uno de los scherzi. Por ejemplo, el scherzo de la misma séptima, o el de la tercera o el de la sexta… Y de ahí puede pasarse a uno de los movimientos lentos de cualquiera de las sinfonías, que muchas veces son el núcleo emocional de la obra entera. También es importante que esta música se escuche a buen volumen con buenas bocinas; fue escrita para sobrecogernos y no para arrullarnos.

miércoles, 6 de septiembre de 2023

Bryars y su Titanic envejecen mal

 Y bien, continúa esto de las reseñas musicales. Va aquí la tercera entrega.

Gavin Bryars
The Sinking of the Titanic/Jesus’ Blood Never Failed Me Yet
The Cockpit Ensemble
Producido por Brian Eno
Virgin
1975/1998 (remasterización)
CDVE 938 7423 8 45970 2 3
Calificación: 6/10

Durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado, John Cage y después muchos otros en Europa y Norteamérica comenzaron a ensanchar al máximo lo que entendemos como música. Durante las dos décadas siguientes, una serie abigarrada de corrientes musicales florecieron en un movimiento que hoy agrupamos, de manera vaga, con la etiqueta de “música experimental”: música concreta, improvisación libre, minimalismo, eclecticismo, empleo de medios electrónicos, orientalismo, composición aleatoria, amateurismo… Los blasones de identidad fueron la libertad, el atrevimiento y cualquier cosa que fuera fiel a la sentencia “Todo es música” y contrario a las muy doctas pretensiones de control total de los parámetros musicales de la Escuela de Darmstadt.

Gavin Bryars (n. 1943) es un compositor y contrabajista británico que formó parte de la etapa tardía de la fiesta experimentalista. Después de tocar en un trío de free jazz se interesó por la composición y en 1969 escribió The Sinking of the Titanic, para ensamble de cuerdas y cinta magnética. Escuchamos en esta pieza un himno episcopal (Otoño, supuestamente tocado durante el hundimiento mismo del Titanic) y fragmentos de otras piezas sobre un trasfondo de sonidos espectrales (voces, ¿metal retorciéndose?, una cajita de música, ruidos alterados bajo el agua) todos relacionados con el hundimiento del famoso trasatlántico. En 1971 Bryars presentó Jesus’ Blood Never Failed Me Yet, para orquesta y voz grabada. La grabación (el fragmento de un himno religioso cantado por un vagabundo) sirve de loop a lo largo de toda la pieza, mientras que las secciones de la orquesta aportan diversas armonías como “comentarios” a cada repetición de la voz. El resultado en ambos casos pretende ser hipnotizante, quizá a la manera del minimalismo; también debería cautivarnos la ansiedad y poesía de una música que va quedando atrapada en el fondo del océano y la tonada agridulce de un indigente que agradece a Dios. Pero tengo mis reparos. Mi reserva principal es que la mayoría de este tipo de “piezas” fueron más manifiestos que obras; más ideas interesantes que objetos sonoros con pretensiones de permanecer en el repertorio (o en una discoteca). Como tales, su ambiente natural es la interpretación en vivo. Además, al menos en el caso de The Sinking of the Titanic, hay elementos de improvisación, decisiones que pueden tomar los músicos o el compositor que supongo que pueden apreciarse mejor en el momento mismo de su producción. De ahí que el propio Bryars haya ejecutado (y en algunos casos grabado) otras versiones de ambas obras (hay incluso una interpretación de Jesus’ Blood con Tom Waits haciendo la segunda voz).

Me parece que, interesante y todo (y realmente vale la pena escucharse siquiera una vez), el disco (una remasterización de la grabación original de 1975) ha perdido frescura. Por lo que he podido leer y escuchar, durante los años setenta, e incluso un poco después, tuvo su brillo. Pero como arte conceptual o pop art las obras grabadas aquí ya no suenan incisivas ni sugestivas y más bien afloran sus aspectos más dóciles. Qué paradoja: el desarrollo de la música experimental, al menos en casos como éste, hizo que elementos como la tonalidad, la repetición, lo melodioso e incluso cierta sensiblería, todos valores generalmente asociados con el tradicionalismo, volvieran a ser respetables.