lunes, 12 de diciembre de 2016

Recuerdos de Fidel



A mí no me tocó la Revolución cubana. Cuando la descubrí durante mi adolescencia —a principios de los años ochenta— tenía un aire de hecho consumado pero que, a la vez, necesitaba expandirse por el resto de América Latina para afianzarse y crear por fin ese “hombre nuevo” que pregonaba el Ché Guevara. Por ello, para mi generación el triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional en 1979, y su posterior lucha contra los contrarrevolucionarios financiados por el gobierno de Ronald Reagan, fue lo que nos proveyó de motivos para pensar que nuestras sociedades podían cambiar y nos ofreció sustancia para imaginar un futuro resplandeciente. Después vinieron las elecciones de 1990, el gobierno de Violeta Chamorro y el desconcierto ante un movimiento que, en aquellos años, nos parecía que de plano se había hecho el harakiri. Además, acababa de caer el Muro de Berlín, los cimientos de la Unión Soviética comenzaban a crujir y en Cuba arrancaba el llamado “periodo especial”. Fue entonces que muchos de mi edad volteamos a ver, ahora sí en serio, qué ocurría en la isla de Fidel Castro.

Lo que fui averiguando a través de los años difería mucho de la idea que había heredado. Antes conocí la imagen de la Cuba de los circuitos progres y artísticos de la Ciudad de México. Era la Cuba de las peñas, las canciones de Pablo y Silvio (“Vivo en un país libre/cual solamente puede ser libre…”), de los festivales y plantones solidarios, posters del Ché, gorras y chaquetas verde oliva (lo ideal entonces era traer pinta de estar listo para irse a meter al monte en cualquier momento). Leíamos entonces con fruición a José Martí (cuya apropiación por la Revolución cubana siempre me pareció forzada), así como, entre otros, a Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, el periódico Granma y los discursos de Fidel, siempre tan estrambóticos como estimulantes. Creer en y apoyar a Cuba significaba en ese entonces, sobre todo, creer en la liberación del yugo del capitalismo imperial mediante la organización popular, la propaganda, la pureza de motivos y, llegado el caso, la lucha armada —algunos de mis conocidos recibieron entrenamiento con guerrilleros mexicanos; otro viajaron y se educaron en países del bloque soviético o en la misma Cuba con la intención de regresar y contribuir a la causa en México—. El periódico La Jornada (fundado en 1984) y las revistas Nexos (en ese entonces identificado con el marxismo y no, como ahora, con el pri) y Proceso nos ayudaban a reforzar esa interpretación redentorista de la Revolución. Cuba, se sabe, era como el jovencito David quien, como se narra en I Samuel 17, fue el único entre los israelitas que se atrevió a enfrentar al malvado gigante Goliat con sólo una honda y cinco piedras. El propio Castro no hizo mucho por excluir estas descripciones religiosas de la lucha que encabezaba, e incluso en más de una ocasión se comparó a sí mismo con Cristo.

Recuerdo que Fidel tenía entonces para muchos de nosotros un aura de titán, de coloso magnánimo cuyos ocasionales delirios y arrebatos histriónicos no eran nada comparados con su liderazgo en el continente y con las posibilidades que abría con su mano dura para fundar una sociedad más justa. Sin embargo, como decía, yo no conocí la Revolución cubana durante sus años triunfales, de manera que las gestas de los barbudos de Sierra Maestra y de Playa Girón me parecían ya muy lejanas, en los albores míticos —y debidamente oficializados— de la epopeya en la que tanto nos empeñábamos en creer, y algunos comenzábamos a sentir recelos ante la estampa del héroe revolucionario que comenzaba a envejecer, cada vez más solo en el poder, con sus mismas fobias, sus mismas rabietas y su mismo uniforme militar. Lo primero que no me cuadró con la imagen que heredé en mi juventud fue el hecho innegable del exilio cubano. ¿Cuánta gente había abandonado la isla desde 1959? Un cálculo conservador propone una cifra algo mayor a un millón de personas. Algunos opositores al régimen se atreven a hablar de más de tres millones. Sea cual sea la cifra real, ¿cómo era posible que tanta gente prefiriera abandonar —aun arriesgando sus vidas— la sociedad del futuro para ir a malvivir a la Estados Unidos, España o —peor aún— México? Y ¿por qué prácticamente nadie, ni los pobres de Latinoamérica, buscaban emigrar hacia allá? Las imágenes y los testimonios de los miles de balseros que se aventuraban —y que continúan aventurándose— a cruzar el Estrecho de la Florida no podían seguirse interpretando como mera propaganda antirrevolucionaria, ni mucho menos resultaban admisibles los términos con que se denigraba y descalificaba —y que tristemente aún se emplea en ciertos sectores de la izquierda— a toda esa gente: “escoria”, “lacras”, “degenerados”, “gusanos”, “antisociales” (términos que, por cierto, no hace mucho habían manejado con soltura otros mandones siniestros al otro lado del Atlántico). Más tarde descubrí que ese afán por injuriar a los “escapados” tuvo su origen durante una de las oleadas más famosas de exiliados, el éxodo de Mariel de 1980, cuando Castro permitió la salida de todos los “elementos antisociales” e incluso ordenó vaciar algunas cárceles de delincuentes comunes para incluirlos en los botes de quienes partían. El estigma que ello causó en los miles que huyeron (en total, más de 125 mil en siete meses, de los cuales se calcula que un 15% lo constituían esos presos liberados) fue muy doloroso. Hoy, sin embargo, la mayoría de los “marielitos” y sus descendientes viven integrados sin problemas en la sociedad norteamericana. Independientemente de los números, ese recurso de deshumanizar a quienes piensan o viven de manera distinta empleando la fuerza estatal suscitó en mi mente analogías obvias con las peores tiranías del siglo xx.

Hay que recordar que, en aquellos años, la información nos llegaba con una lentitud que hoy resulta pasmosa. Tampoco podíamos, como ahora, confirmar y comparar fuentes con facilidad. Una de las primeras publicaciones que nos ofreció retratos discordantes de lo que nosotros suponíamos un paraíso fue la revista Vuelta de Octavio Paz (también recuerdo la importancia que tuvo para mi visión del socialismo en el mundo el encuentro La Experiencia de la Libertad, organizado por el propio Paz y Enrique Krauze en 1990). Confieso, no sin pena, que leer Vuelta en aquel tiempo en los círculos de izquierda no era algo para andar divulgando así como así. Hacía tiempo que Paz había caído de la gracia del progresismo nacional —e incluso quemado en efigie— y a muchos la apertura hacia el escenario internacional y el liberalismo explícito del grupo de artistas e intelectuales que rodeaban al poeta los hacía sospechosos de ser —claro está— “proyanquis” y compinches del gobierno en turno. En todo caso, en las páginas de Vuelta (y después de Letras Libres) fui descubriendo a los espléndidos escritores de la disidencia cubana como Guillermo Cabrera Infante, José Lezama Lima, Severo Sarduy, Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas. Todos ellos, y algunos más, habían caído en desgracia en su país y muchos padecieron los rigores de la cárcel y del exilio. Además, para mi sorpresa, ninguno era adulador del capitalismo norteamericano. Fue así que me comencé a familiarizar con muchos críticos (cubanos y de otras latitudes) del régimen de Castro que distaban mucho de ser propagandistas de derecha o contrarrevolucionarios resentidos. Reconocí lo obvio: denunciar los males en Cuba no implicaba aplaudir las injusticias en otros lugares.

Castro afirmó con plena seguridad que la historia lo absolvería. Pero la evaluación de su figura, al menos en el corto plazo, enfrenta sombras difíciles de disipar. Al paso de los años algunos comprobamos con inquietud que el Comandante en Jefe se quedaba solo: ¿dónde quedaron Camilo Cienfuegos, Huber Matos y otros líderes del Movimiento 26 de Julio? ¿Por qué dejó al Ché a su suerte en Bolivia? Mediante la cárcel, el exilio, el paredón o “accidentes”, Castro eliminó sistemáticamente cualquier viso de oposición, cualquier obstáculo para controlar personalmente todo lo que ocurría en la isla. En poco tiempo sólo quedaban él y Raúl, su discreto y disciplinado hermano. La “Cuba de Castro” dejaba de ser una perífrasis para convertirse en una descripción inequívoca de lo que ocurría en la isla. El juicio y fusilamiento del general Arnaldo Ochoa y de otros tres militares en 1989 —acusados de narcotráfico—dejó una huella importante en muchos de mi generación, y comprobaba la arbitrariedad del régimen y el crudo significado de  “Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada”. Después aprendí que el fin del idilio de muchos intelectuales del mundo con el castrismo había comenzado años antes, en 1971, con el vergonzoso caso del poeta Heberto Padilla, acusado de atacar en sus versos a la Revolución y obligado a acusarse a sí mismo en público. Poco después del juicio del general Ochoa, tuvo lugar en 1991 el Cuarto Congreso del Partido Comunista de Cuba. Castro sostuvo entonces que la isla “antes se hundiría” que abandonar el marxismo-leninismo, y con ello quedaba claro que enterraba cualquier posible acercamiento con la perestroika de Gorbachov que había provocado no pocas ilusiones entre muchos de nosotros.

Tratar de hacerse una idea del desempeño económico y social de Cuba desde fuera no es tan fácil. Si bien hay a la mano trabajos académicos sobre el asunto —y no se diga cuantiosas páginas en Internet dedicadas tanto a denostar como a ensalzar al régimen cubano—, los datos de los que parten los análisis no suelen ser confiables ni completos, y a veces no son de fácil interpretación. La evidencia anecdótica suele confundirse con los datos “duros” y las acusaciones de falsear información son muy frecuentes entre los interlocutores. Sin embargo, incluso defensores tenaces del régimen cubano han tenido que admitir las carencias y ataduras que se padecen en la isla. Lo que ocurre, nos aclaran, es que el embargo económico impuesto por Estados Unidos ha obligado a tomar medidas de austeridad y control político. De esta manera, el argumento basado en el embargo —que es real, cínico e inmoral, no me cabe la menor duda— ha permitido a muchos relativizar los graves atropellos a los derechos humanos en Cuba. No puedo coincidir con este razonamiento. Basta echar un ojo, así sea de manera superficial, a la historia reciente para ver que las libertades en Cuba comenzaron a desvanecerse desde el primer año de la Revolución. Mientras que Castro encabezaba en 1959 una importante reforma agraria, expropiaba los bienes mal habidos durante la era de Batista y ordenaba convertir cuarteles militares en escuelas, al mismo tiempo desaparecía organizaciones estudiantiles, cerraba todos los periódicos no oficialistas, cooptaba los sindicatos y prohibía los partidos políticos. También comenzó por deshacerse de cualquier posible contrapeso político, comenzando por los personajes moderados agrupados alrededor del gobierno de Manuel Urrutia, nombrado por los rebeldes presidente provisional de Cuba. Todo esto ocurría poco antes del rompimiento con Estados Unidos y la imposición del embargo económico total a la isla. Por lo demás, ¿realmente justifica el embargo los fusilamientos, las terribles umap, los encarcelamientos, la prohibición de salir del país, las desigualdades económicas entre la nomenclatura y el resto de la población y, en fin, el control sistemático por parte del Estado de la vida de los cubanos? ¿Es razón, por ejemplo, para la persecución de homosexuales ejercida por el gobierno de Casto —los “enfermitos” como les decía— y su reclusión en campos de trabajos forzados? Tampoco, en el terreno económico, el embargo parece disculpar al Comandante del voluntarismo económico que ejerció durante la era de apoyo soviético y, después, con los petrodólares de Chávez, y que, en el mejor de los casos, legó un país estancado y sin autonomía alimentaria.

Los cuestionables logros en materia educativa, sanitaria y deportiva, tan cacareados por el gobierno cubano, no son suficientes para paliar los daños que causa a su población un régimen totalitario. Los éxitos en ésos y otros rubros de la Unión Soviética, mucho más impresionantes que los de Cuba, no sirvieron para justificar el Gulag ni para evitar la autodestrucción de ese sistema tiránico. Tampoco el desarrollo económico durante la dictadura de Pinochet —menos longeva que la de Castro y que además terminó con un plebiscito— disculpa un ápice las atrocidades cometidas durante ese tiempo contra el pueblo chileno. No hay bienestar posible sin libertad —ni, desde luego, libertad sin bienestar—. El desplome del “socialismo real” fue algo más que la afortunada desaparición de un conjunto de despotismos: fue también la despedida de muchas de nuestras certezas, de ideas que muchos considerábamos indisputables. Comenzamos entonces a adoptar, no sin desconcierto, otras nociones, quizá menos luminosas, como que las libertades y los valores democráticos no admiten aplazamientos, o que  combatir la pobreza era más importante que desaparecer la desigualdad. Sobre todo, vislumbramos que existían diferencias sociales irreductibles. No existía el dichoso fin de la historia y ciertamente no había dictaduras benevolentes. Ante este panorama, algunos de mis amigos y yo abandonamos definitivamente el catecismo revolucionario cubano y adquirimos una perspectiva más bien sombría de la guerra entre los dos grandes bloques políticos que se disputaban el mundo y nuestras mentes. Veíamos, por un lado, el capitalismo norteamericano que empleaba la fachada de las libertades los derechos humanos para imponer su agenda política y económica en el resto de América; por el otro, un dictador que se defendía con la retórica antiyanqui mientras se empeñaba en utilizar a la isla como finca personal. Y, en medio, claro está, la gente común de Cuba que cómodamente nos habíamos empeñado en tildar de héroes cuando en realidad ni habían elegido su situación ni, por lo visto, muchos la deseaban. No celebramos el triunfo de ningún bando en la guerra ideológica que llegaba a su fin con la caída de la Unión Soviética, el descrédito de Castro y el auge del neoliberalismo. La sensación que teníamos era más de consternación ante la perspectiva de tener que resignarnos a una vida de consumismo atolondrado y de indiferencia hacia la suerte de nuestros congéneres. Con todo, hubo algo que nos permitió recoger los restos del naufragio y comenzar a imaginar otra forma de vida: éramos, digamos, modestamente libres. Una de las primeras declaraciones del escritor Reinaldo Arenas al llegar a la Florida tras salir de Cuba —bajo una identidad falsa y en calidad de homosexual— fue: “La diferencia entre el sistema comunista y el capitalista es que, aunque los dos nos dan una patada en el culo, en el comunista te la dan y tienes que aplaudir, y en el capitalista te la dan y uno puede gritar: yo vine aquí a gritar”. No nos había pasado por la cabeza que, en efecto, gritar no es poca cosa.