domingo, 31 de marzo de 2019

Por mi raza hablará el estómago. Sobre los dimes y diretes en torno a la Conquista



(También publicado en Crónica Sonora
http://www.cronicasonora.com/por-mi-raza-hablara-el-estomag/  ). ¡Gracias Binyamin!

Antes que un suculento peligro para nuestra salud, ahora nos enteramos de que las carnitas al estilo Michoacán encarnan una amenaza para nuestra identidad. Después nos informan de una carta, al parecer tan intempestiva como arrojada, en la que el presidente de México exige perdón a España y al Vaticano por los atropellos cometidos durante la conquista. El estruendo en la prensa y las redes sociales ha sido grande, y la mayoría de las reacciones extremas. En mi opinión, todo podría quedar en dos chistes malos de no ser porque, entre malentendidos y desplantes, el asunto de fondo es serio, y es, o debería ser, el de la condición paupérrima en que subsiste hoy la mayoría de los indígenas en toda Latinoamérica. A continuación comparto algunas ideas apresuradas para abonar un poco más el barullo.

No digo que los actos simbólicos no tengan relevancia alguna. La cosa, sin embargo, no es tan simple. No repetiré aquí los detalles que muchos esgrimen para justificar o reprobar la conquista (en su mayoría me parecen innegables). Sólo la ignorancia o la ofuscación ideológica tientan a algunos a enfocar en blanco y negro una historia tan compleja. La cosa es saber si puede afirmarse que hubo actos equivalentes a lo que hoy llamaríamos “crímenes de lesa humanidad”. Y, ¿acaso se puede dudar de ello? De nuevo, no repetiré datos históricos bien conocidos. Sostengo, eso sí, que argüir que los indígenas no eran peritas en dulce, que la cosa sucedió hace mucho o que cualquier guerra conlleva inevitablemente este tipo de abusos no anula la gravedad moral de esos actos. Los pueblos indios fueron, y son, los grandes perdedores en todas las sociedades que han existido en estas tierras desde la conquista hasta nuestros días. Mi duda es si el perdón es la figura más adecuada para atender la cuestión.

De lo que expresa el presidente me gustaron dos cosas: que señala que las disculpas tendrían que ser para los pueblos indígenas y que el Estado mexicano también reconocería su parte de culpa. Sin embargo, opino que, aun si suponemos que vale exigir perdón por esos crímenes, la famosa carta es un despropósito. Lo es en buena medida porque, como han insistido muchos, tanto el sujeto que pediría perdón como el que perdonaría se han transformado y hasta fundido de múltiples formas a los largo de cinco siglos. Es verdad que, en muchos sentidos, la España actual no es aquel Reino y que México no existía. Ni los indígenas, los verdaderos agraviados y que merecerían alguna forma de reparación simbólica (y más aún de otro tipo), son los mismos de entonces: también han pasado por procesos complejos de mestizaje cultural y étnico. Más importante que lo anterior, hoy los indígenas, al menos en México, parecen preocupados en defender otras causas: el respeto a sus tierras, a sus derechos colectivos, el reconocimiento de sus lenguas o la mejora de sus condiciones materiales de vida. No veo que en sus agendas destaque exigir perdón por las atrocidades sufridas durante el siglo XVI. Tampoco he visto que participen de la iniciativa del presidente, y los pocos que han opinado sobre ella la han desestimado o incluso condenado (como lo hizo la vocera del Consejo Nacional Indígena).

En este mismo sentido, el video mismo en que el presidente y su esposa anunciaron la carta es desafortunado, entre otras cosas, por la escenografía elegida: otra vez, con un enfoque que ya podríamos haber superado, se realza el esplendor perdido, las ruinas que testimonian la grandeza de nuestros gloriosos antepasados, y se minimiza la presencia de las ricas culturas de los indígenas de hoy. Los indios del pasado nos siguen cautivando; los del presente, ni los volteamos a ver. ¿Conoceremos en este sexenio el diseño y puesta en marcha de una verdadera política que convenga y beneficie a los pueblos indios y se aleje del folclorismo y asistencialismo de las administraciones pasadas?

Sospecho además que la bravata encaja bien en la tendencia reciente del gobierno federal de definir, con declaraciones rimbombantes, la agenda de la discusión pública, los peligros que amenazan la salud de la nación. En este sentido, no es otra cosa que “una pretensión más histriónica que histórica”, como la califica con acierto Horacio Vidal en este mismo sitio electrónico (me refiero a Crónica Sonora). Veo además una ocasión perdida, pues la manera tan atrabancada con que se obviaron los protocolos diplomáticos más elementales excluye por lo pronto la posibilidad de una conmemoración en 2021 organizada por los dos gobiernos y en la que se pueda debatir, recordar, lamentar, reconciliar y divulgar los sucesos de la conquista. Un encuentro en el que domine una visión matizada y crítica del pasado, ajena a respingos nacionalistas y victimistas y, sobre todo, con una agenda atenta al presente y respetuosa de la voz de los pueblos indígenas. Agrego una inquietud más, y espero no ser el único con estos recelos: un gobierno que concede absoluciones o emite condenas en cuestiones históricas debatidas y sin contrapesos (por usar el término tan denostado hoy entre nosotros) francamente me produce inquietud. Confío en que tampoco tengo que ofrecer ejemplos de estados que en su afán por construir sus propias narrativas que los justifiquen (algo inevitable, desde luego) han entregado e impuesto a sus sociedades imágenes distorsionadas y peligrosamente selectivas de sí mismas. La memoria histórica es algo demasiado importante como para ser monopolio de un gobierno, así sea benevolente y honesto. ¿Puede esperarse que la Cuarta Transformación erija un espejo en el que todos podamos vernos reflejados?

Por último, reconozco que el presidente tiene razón cuando menciona que las reacciones tan numerosas y virulentas a su propuesta indican que “ahí está el tema, subterráneo, en el subsuelo”. ¿Cómo, si no, entender tantos desatinos y groserías de partidarios y detractores de la propuesta? Hay algo, una suerte de pleito con España, que muchos mexicanos no terminan por arreglar. El dilema que origina ese malestar es falso, pero no por ello menos real. Apenas hace un par de noches, mientras cenaba, se me cayó el taco de la boca (y no era de carnitas) al escuchar en vivo a un historiador de la UNAM bien conocido, y más que competente, exclamar que se sentiría más cómodo con sus raíces hispanas si vinieran a pedirle perdón. Otra reputada académica espetó en la prensa que los mexicanos “nada tenemos que agradecer a la conquista”. ¿Así se resumen los productos del rigor de la investigación universitaria? ¿Tiene siquiera sentido la frase entrecomillada? Y en el bando de los ayunos de ideas habría que destacar el ínclito diputado por Tabasco según el cual los españoles son “la peor de las razas”. Esto me lleva, claro, a quienes, inflamados por semejante afrenta, procedieron de inmediato a probar sus hidalguías y a los no pocos que celebraron que España trajera consigo la “civilización” a América. Otros, menos confundidos pero igualmente errados, desechan la cuestión al sostener que todos los mexicanos “somos una mezcla de españoles con indígenas”. El racismo mexicano, esa pigmentocracia que aún domina tanto en nuestras relaciones sociales, es uno de los ingredientes que explican el desconcierto y la tirria.

La política también ha contribuido a polarizar el litigio, y no resulta difícil percatarse cómo los comentaristas se atrincheran, salvo pocos casos, según sus preferencias políticas. Por un lado están los que creen compartir una agenda social con el presidente y celebran que se pida perdón por los agravios. Sus peores adalides favorecen un nacionalismo chato (y me cuesta trabajo entender que haya de otro tipo) que apela a la imagen del invasor extranjero, de la amenaza exógena cultural o física que ha obstaculizado y sigue obstaculizando nuestra grandeza intrínseca. Por el otro están los que, dispuestos a abuchear cualquier cosa que diga o haga el presidente, se burlan de la carta. Sus peores voceros patrocinan el clasismo y la discriminación más repugnante y temen por un trastrocamiento social y cultural que afecte sus intereses. Por cierto, con sus prejuicios, estos personajes se alinean con algunas de los miembros de Vox y del Partido Popular que en el otro lado del Atlántico respondieron también con insultos racistas a la dichosa carta. En España, la conquista sigue demasiado envuelta en las hazañas guerreras del Imperio, mientras acá se cultiva de preferencia, y no sin rencor, la visión de los vencidos. Algo anda mal en las aulas y en las ceremonias cívicas de ambos países.

Veo en tantos exabruptos identitarios un mismo origen: la manía de concebir nuestra identidad exclusivamente en términos verticales, es decir, en términos de raíces, a veces manifiestas, a veces recónditas, y en no querer simplemente voltear a ver lo que somos. Buscamos un pasado que nos indique lo que debemos ser. Pero una mirada, incluso distraída, no hacia abajo sino hacia los lados, revela que ese montón de personas que por designios inescrutables le tocó vivir en estas tierras no se deja atrapar en categorías sencillas. Compartimos y no compartimos muchas cosas, creemos cosas distintas, venimos en muchos colores y a veces deseamos de manera legítima vivir de formas no siempre compatibles con los demás. No somos un solo pueblo ni somos una raza (ni siquiera mestiza, pues también hay muchas formas de mestizaje y ya conocemos, o deberíamos conocer, los perjuicios causados por la propagación del mito del México mestizo: uno de ellos ha sido, desde luego, la subestimación de los pueblos indios). México es, de hecho, muchos Méxicos (como el título del memorable libro de L.B. Simpson) y no hay uno solo que sea el verdadero. Si se insiste en hablar de nuestras raíces, éstas no son dos, sino muchas, y no son sólo indígenas o europeas (que a su vez tampoco son ni fueron pueblos homogéneos). Somos, si se quiere, el producto a la vez viejo y nuevo de muchas culturas pero, para definirnos, importa más lo que somos que lo que fuimos. La identidad es algo más que un dato (genealógico o de otro tipo) a ser descubierto; implica también siempre un toma de postura con miras al futuro, con lo que como individuos y comunidades queremos ser.