viernes, 22 de noviembre de 2013

Filosofía para la democracia




En el conjunto reciente de obras académicas que examinan la realidad de nuestro país y auguran su estrella, el breve libro de Guillermo Hurtado México sin sentido (Siglo XXI-UNAM, 2011) destaca por la llaneza de sus ideas y por la transparencia de su discurso, a medias entre el análisis filosófico y la arenga política y social. En poco menos de 80 páginas ligeras, el autor presenta sin gran opulencia académica un diagnóstico de nuestros problemas como nación, propone una salida y nos invita a replantearnos nuestro proyecto de futuro. Hurtado, doctor en filosofía por Oxford e investigador de la UNAM, adopta en su opúsculo un tono a menudo vehemente que sorprende a quienes estamos más habituados a estudios comedidos, atiborrados de citas y tecnicismos y, sobre todo, mucho, pero mucho más modestos, por no decir vacilantes, en sus opiniones. De ahí el asombro que puede causar que el autor de México sin sentido no tema dirigirse a sus “compatriotas”, invoque “los intereses de la patria” y que incluso nos exhorte, al final de la obra, a que “emulemos a Hidalgo y entremos con paso firme en el recóndito camino de nuestra libertad”. Sin embargo, al avanzar un poco en la lectura se entiende que este efecto es perfectamente deliberado, pues con él y con la temática que se aborda el texto busca inscribirse en una tradición de pensamiento sobre México de cara ante “la nación” (y no, digamos, ante un comité evaluador o alguna camarilla de colegas). Durante el siglo pasado, figuras como Vasconcelos, Caso y Ramos, entre varios otros, cultivaron ese tipo de reflexión en la que se combinaba erudición y mucha imaginación filosófica con una fuerte vocación social, y en la que se buscaba no tanto agotar un objeto de estudio como sacudir conciencias y cambiar al país. Después de un proceso intenso de profesionalización y especialización de las Humanidades a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, tales discursos, a pesar de que difícilmente podemos negar la trascendencia de los asuntos que analizan, nos parecen más adecuados para políticos, columnistas, locutores, literatos o intelectuales “orgánicos”; de personajes que, en todo caso, son ajenos a la academia o actúan por fuera de ella. El texto de Hurtado es, en este sentido, un oportuno recordatorio de lo erróneo de esta apreciación.

Tras un repaso breve en el primer capítulo de los problemas que han aquejado a nuestro país en las últimas décadas, el diagnóstico que alcanza Hurtado es tajante: “Bajo nuestros problemas políticos, económicos y sociales subyace una crisis del sentido de nuestra existencia colectiva. Con esto quiero decir que nos falta cohesión, dirección y confianza” (p. 10). De ahí el “sin sentido” del título de la obra, producto de un rompimiento, tanto con el pasado como con el futuro de nuestra historia, que nos ha dejado en un “presentismo asfixiante”, con la sensación de “no ir a ningún lado”. (La comparación que hace el autor entre las celebraciones del centenario y del bicentenario de la Independencia es reveladora al respecto.) El discurso de la Revolución Mexicana ha muerto (o se encuentra en proceso de liquidación), y no tenemos todavía un relato que la sustituya; la transición democrática no ha sido todo lo que esperábamos y la violencia se ha enseñoreado del país. ¿Hacia dónde voltear para recuperar la ruta perdida?

No se encontrarán indicaciones precisas a este respecto en el libro de Hurtado. Para él, esta búsqueda de un “sentido” no nos exige que indaguemos de nuevo, como los miembros del Hiperión hace más de medio siglo, en nuestro ser. No se trata de que tengamos que perfilar los contornos definitivos de nuestra idiosincrasia ni de andar a la caza de alguna condición recóndita en el mexicano. El nuevo sentido, nos dice, debe considerarse más bien una “función integradora que incid[a] en la orientación de las prácticas de la mayoría de los miembros de [la] colectividad” (p. 17) y, como tal, nos toca construirlo a todos. Así, deberá ser en nuestras formas de convivencia política y social donde se manifieste de manera inmanente “el nuevo sentido de nuestra existencia colectiva” (p. 25). Por ello el autor considera la democracia una condición necesaria para la configuración de este nuevo sentido; no ciertamente una democracia como la actual —a su juicio “electorera”—, sino considerada una “forma de vida en común basada en cierto tipo de ideales y valores” (p. 10). La vía de la democracia representativa es ya irrenunciable a estas alturas y habrá que evitar retrocesos o recaídas en populismos y autoritarismos con cada vez más democracia; de otra forma sólo cabrá esperar que el nuevo sentido nos venga impuesto por algún grupo político o personaje iluminado que se haga del poder.

Espero no equivocarme si digo que esos llamados de Hurtado a no desesperar de la democracia, a combatir sus insuficiencias con aún más democracia y a buscar en esa responsabilidad colectiva un sentido social renovado constituyen un motivo capital en todo su ensayo y preludian además una de sus su propuestas centrales, a saber, una defensa del papel de la filosofía en la transformación nacional. Además de su función teórica, Hurtado le reclama a la filosofía una función práctica: “además de una filosofía de la democracia necesitamos una filosofía para la democracia” (p. 11). Incluso, más adelante, pide que la filosofía deje de lado su arrogancia y sea “una obrera de la democracia” (p. 56). El lugar más adecuado para que la filosofía cumpla con ese trabajo (aunque ciertamente no el único) es, de acuerdo con el autor, la escuela, a la que llama “el taller de la democracia” (p. 57), y en particular en el nivel medio superior, donde se “debe instruir a los jóvenes en las diversas habilidades conceptuales, críticas y hermenéuticas que son centrales para la práctica democrática” (p. 58). Debido a su carácter crítico y al tipo de entrenamiento conceptual que implica, la filosofía es una actividad privilegiada para la preservación y difusión de los argumentos, valores e ideales de la democracia. Con esto Hurtado se suma a propuestas similares que desde otras latitudes han formulado con elocuencia Amy Gutmann —en la teoría política— y Martha Nussbaum —en la filosofía y la literatura—, por mencionar dos casos destacados.

Consignemos entonces estas dos recomendaciones de Hurtado: que los filósofos atendamos más nuestra realidad social y que nos preparemos para enseñar filosofía a más personas (cabe advertir: a personas que no estudiarán para ser filósofos) con el objetivo de edificar una sociedad cada vez más democrática. Esto no significa, desde luego, que el autor esté a favor de una forma única y excluyente de hacer filosofía, y aclara que no piensa que todos los filósofos mexicanos tengamos la obligación ineludible de ocuparnos de los asuntos de nuestro entorno público. Cultivar la filosofía como un fin en sí mismo, enfrascarnos, digamos, en problemas alejados de la realidad social y política no son intereses que Hurtado desprecie o ignore; muy por el contrario, los ha cultivado con destreza en diversos momentos de su carrera y sin duda reconoce su valor. Sin embargo, tal vez su aquiescencia encierra una opinión más severa, pues también asegura en su libro que “si los filósofos mexicanos tienen una conciencia moral, social y política, no podrán ignorar los problemas de su realidad inmediata” (p. 52). Pero, como resulta ser, muchos filósofos mexicanos —¿acaso la mayoría?— en efecto ignoran en sus estudios “su realidad inmediata”, entonces, por modus tollens, debemos concluir que esos filósofos no tienen “una conciencia moral, social y política”. Y esto ya suena a una crítica menos benévola.

El cuarto y último capítulo de libro consiste en una reflexión sobre el bicentenario, y es, me parece, el menos rotundo en sus conclusiones. Su objetivo, en palabras del autor, es ofrecer “[a] partir de una reflexión sobre el significado de la conmemoración del bicentenario de la independencia”, […] una manera de articular nuestra democracia y nuestra filosofía con una comprensión de la historia patria” (p. 70). Es de destacar que Hurtado, en consonancia quizá con su recomendación de dejar a un lado la arrogancia de la filosofía, es respetuoso con las creencias y manifestaciones populares relacionadas con la historia —como “el grito” y los desfiles—, y considera, me parece que correctamente, erróneo e inútil pretender sustituirla con una versión académicamente saneada de “lo que verdaderamente ocurrió” —además de que nos advierte de los peligros políticos que semejante pretensión encierra—. Para él, hay que “elegir democráticamente” la versión de nuestra historia nacional —que no es lo mismo que la historia oficial— tomando en cuenta, además de su solidez académica, “el factor de integración social y orientación colectiva de la versión elegida” (p. 80).

En esta propuesta encuentro una tensión entre el talante liberal que creo percibir en Hurtado y su interés en un sentido renovado de nuestra historia, y aun de nuestro patriotismo. ¿Exige una verdadera cultura democrática algo más que la socialización de todos los ciudadanos en un una cultura política común? ¿Necesita apoyarse en alguna  concepción de un origen étnico o cultural o en cualquier tipo de discurso histórico homogéneo? Es verdad que Hurtado indica claramente que no se trata de invocar rasgos que se consideren esenciales de la comunidad ni destinos manifiestos (p. 64), sino de ideales transitorios; pero, si el ingrediente patriótico, como sea que se interprete, es necesario en cualquier proceso de democratización y construcción de ese sentido de “cohesión, dirección y confianza” que se añora, ¿no ha de entrar en conflicto con el modelo de educación para la democracia que defiende Hurtado? Quizás el autor tiene en mente aquí una forma de patriotismo en el que el amor a la libertad y a la justicia se considera compatible con el amor a la patria —un patriotismo republicano—; pero, suponiendo que sí sea, resulta por lo menos discutible si en esa forma de patriotismo atenuado no persiste un conflicto entre los derechos del individuo y la consecución del bien común, en detrimento de las libertades básicas de aquél. ¿No debió inclinarse el autor por defender una suerte de cosmopolitismo, el cual, no sólo es compatible, sino que además parece derivarse de los valores democráticos?
Con estas observaciones generales y muy apresuradas no busco reprobar ninguna de las ideas vertidas en México sin sentido, sino más bien aceptar las invitaciones para continuar reflexionando sobre estos asuntos, importantes si los hay, que a lo largo de sus páginas nos hace su autor. La mayor virtud de México sin sentido, además de la limpieza con que expone sus ideas, es recordarnos que la filosofía puede ser todo lo rigurosa que se quiera y, al mismo tiempo, ocuparse de asuntos públicos, aspirar a un número grande de lectores y ser no sólo un demoledor de teorías y creencias, una fuente de embrollos, sino un constructor de ideales, de confianzas y quizá hasta de certezas para enmendar los errores que han arruinado muchos aspectos de nuestra existencia colectiva. Mientras sigamos contemplando con repulsión las miserias argumentativas y la inconsecuencia de los actores públicos desde el encierro de nuestros cubículos y bibliotecas, seguiremos asistiendo al deterioro de nuestra cultura y habremos contribuido con nuestro ensimismamiento a esa decadencia y a perpetuar la imagen de inanidad que se le ha endilgado a la filosofía.

martes, 11 de junio de 2013

La guerra se adormila, con un ojo siempre abierto






 
 Para Mauricio Pilatowsky, que de estas cosas sabe mucho.

Hacia el final del documental Noche y niebla (1956) de Alain Resnais sobre la planeación, puesta en marcha y resultados del Holocausto, escuchamos la frase “La guerra se adormila, con un ojo siempre abierto”. La idea se expone al mismo tiempo que recorremos imágenes de los campos abandonados, cubiertos de hierba, y las ruinas de un crematorio. Nos parece, añade el narrador, como si aquello hubiera ocurrido “sólo en una época y en un solo país”. En un pasado fijo que se aleja cada vez más de nosotros. Pero ¿es así? ¿Es el Holocausto algo que “ya pasó” y yace enterrado en una época y en una cultura ajena, cada día más extraña para nosotros? ¿Nada más que un dato “histórico” destinado al escrutinio de especialistas o al morbo de los que se complacen con los testimonios de la crueldad humana?
Un síntoma relacionado con la extrañeza anterior tiene que ver con el hecho de que los testimonios de los sobrevivientes, o al menos los de los sobrevivientes que se atrevieron a hablar por primera vez, fueron muchas veces minimizados, poco difundidos, cuando no rechazados abiertamente. Se consideraron increíbles, exagerados. Incluso, como todavía sucede, hay quienes los consideran falsificaciones, documentos forjados con intenciones económicas o de propaganda malintencionada. Algunas de esas víctimas ignoradas prefirieron morir antes que continuar como fantasmas en un mundo que no quiere escuchar, que voltea la cara ante el asesinato del inocente y la deshumanización. Tal fue el caso de Primo Levi, autor del que quizá sea el documento testimonial escrito más impactante sobre la vida y la muerte en los campos, Si esto es un hombre, publicado en 1947 (aunque la obra no se hizo conocida sino hasta la década de los sesenta).
La industria cinematográfica también ha puesto de su parte para debilitar el recuerdo de lo sucedido. Su estrategia ha sido, a propósito o no, la inversa de los negacionistas: la difusión desmesurada. Lo difícil ahora es evitar conocer algo sobre el Holocausto; a todos nos toca ver con cierta frecuencia películas “de nazis” o “sobre los judíos”, hoy géneros por derecho propio. En esas cintas, de calidad sumamente desigual, no se niega nada y se muestra mucho, e incluso se realizan esfuerzos conscientes por hacer llegar el mensaje de las víctimas, por denunciar la injusticia. Sin embargo, su efecto en los espectadores resulta ambiguo, por decir lo menos. La saturación de imágenes y sonidos, los trucos de cámara para sumar “espectacularidad”, los guiones complacientes y moralistas (no faltan quienes tienen la osadía de insertar “finales felices”) cooperan para la “normalización” del Holocausto, si no en los anales de la historia sí en la cotidianeidad del esparcimiento y la trivia, de los domingos frente al televisor (“¿Qué prefieres, una de judíos o una de risa?”). El Holocausto como entretenimiento nos lo devuelve como un fenómeno domesticado, perfectamente familiar y conocido pero a la vez opaco, sin capacidad alguna de interpelarnos y de sacudir nuestras convicciones, mucho menos de hacer que nos preocupemos por honrar a las víctimas y que denunciemos la injusticia y a los verdugos del presente.
Incluso las películas sobre el tema que se consideran bien hechas pueden producir secuelas muy equívocas. Recuerdo haber leído sobre las encuestas de salida que se aplicaron tras el estreno de La lista de Schindler, el famoso largometraje de Steven Spielberg de 1993. En ese instrumento hubo quienes expresaron de distintas formas la idea básica de que “Ahora ya sé lo que se sintió estar en un campo de concentración”. ¿Qué puede significar eso? ¿Que ya no es necesario que se le recuerde a alguien lo que se sintió, ahora que ya lo sabe? Pero, hay que preguntar, ¿Se puede realmente saber lo que pasó? Y ¿cómo podemos pretender sentir lo que sintieron los que estuvieron allí? Y si soy capaz de compartir realmente el dolor de alguien más, ¿eso alivia en algo al que sufre?
La cinta de Resnais tiene la virtud de introducirnos en el corazón de la barbarie mediante imágenes rotundas y un texto que, más que interpretar o explicar lo que vemos, nos mueve a reflexionar sobre lo que no vemos ni escuchamos: la agonía, los gritos de dolor, los asesinatos en las cámaras de gas; pero también: las ideas, los métodos y estructuras organizativas que hicieron “razonable” y viable las fábricas de cadáveres, el exterminio masivo. Se trata de un relato “minimalista” bastante efectivo, que busca adoptar un punto de vista muy “objetivo” sobre el asunto que aborda sin dejar de ser por ello provocativo. Tras la descripción del sistema de arrestos y deportaciones de judíos, la organización y función económica de los campos, los métodos de tortura, las formas de asesinar y el destino de los cadáveres, se presenta una secuencia con ruinas de los campos y se incita a una reflexión final sobre quiénes fueron los responsables del Holocausto y sobre si debemos imaginarlo como un hecho pasado. Entonces aparece la frase “La guerra se adormila, con un ojo siempre abierto”. Con ella se nos advierte del peligro de suponer que el Holocausto ha concluido definitivamente, que los seres humanos hemos aprendido la lección y que jamás tendremos que enfrentarnos a algo similar, al menos no en el mundo “civilizado”. Sin embargo, es, como se nos dice en el documental, la “mala memoria” la que hace que el sueño de la guerra sea poco profundo y que el “monstruo” dormite aún bajo los escombros. A esa mala memoria contribuyen la ignorancia, la insensibilidad, la negación, el consumismo y el espectáculo. Hace falta hacer memoria, intensamente y con respeto. No pretender justificar ni entender; mucho menos comparar nuestro sufrimiento con el de los prisioneros de los campos. Debemos escuchar con atención los testimonios de las víctimas y tratar de recordar, aún cuando sea imposible hacerlo de manera literal, a quienes fueron borrados sin dejar rastro. Hacer memoria es, en este caso, un imperativo moral.
Otra  pregunta inquietante que se nos formula en Noche y niebla es: “¿Quiénes entre nosotros vigilan esta extraña atalaya para advertir de la llegada de nuevos verdugos?” Y: “¿Son sus caras de verdad diferentes de las nuestras”. No olvidar, mantener viva la memoria, implica el compromiso de que nada parecido a Auschwitz vuelva a suceder jamás. Por desgracia, nuestra “mala memoria” ha permitido ya Ruanda, Camboya, los Balcanes. Está permitiendo ahora mismo Darfur. No hemos sido capaces de “advertir de la llegada de nuevos verdugos”, y menos aún de reconocernos en ellos al menos en parte, en lo que nos toca por ignorantes, por desmemoriados, por indolentes, por no saber reconocer los signos del mal y de la injusticia y actuar en consecuencia.
           Documentos como el de Resnais nos ayudan a desarrollar un entendimiento de las ramificaciones del prejuicio, del racismo y de los estereotipos de una sociedad. Nos permite desarrollar una conciencia del valor del pluralismo y nos anima a la tolerancia en una sociedad diversificada y plural. Nos enseñan también que las instituciones y los valores democráticos no se sostienen por sí mismos, sino que necesitan ser apreciados, cuidados y protegidos. El silencio y la indiferencia hacia el sufrimiento de otros o la violación de los derechos civiles en cualquier sociedad pueden, aun sin intención, perpetuar los problemas y conducir a la violencia. Ésa es la atalaya desde la cual debemos estar atentos “para advertir la llegada de nuevos verdugos”, y quizás sea la mejor forma en que podemos honrar y cultivar la memoria de las víctimas. Noche y niebla puede verse completa y subtitulada al español en youtube.

Memoria de Robert Schumann




A raíz de una escucha reciente de la Kreisleriana de Schumann en una portentosa versión de Vladimir Horowitz (muchas veces criticado por efectista y pirotécnico pero que, en esta obra, está realmente fabuloso o, en todo caso, su estilo le va muy bien a la pieza), revivo un texto sobre el compositor alemán que escribí no hace tanto, cuando se cumplieron 150 años de su muerte. En relación con lo que sostengo a continuación, creo que algo —aunque quizá no demsiado—ha cambiado en relación con Schumann en años recientes. Su persistencia en el catálogo discográfico a pesar de la crisis de la industria musical, la ejecución y grabación de obras suyas que antes se ninguneaban —como sus cuartetos, oberturas y música sacra— así como la progresiva desaparición de la costumbre de ejecutar sus sinfonías con orquestaciones de otros, nos permite hablar de una afianzamiento de su figura en el canon musical, más allá de su repertorio pianístico.


MEMORIA DE ROBERT SCHUMANN

Hace unos días se recordó el 150 aniversario de la muerte de Robert Alexander Schumann, ocurrida el 29 de julio de 1856 en un asilo psiquiátrico cerca de Bonn cuando el compositor tenía apenas 46 años de vida. De todos los grandes compositores que integran el canon de la música occidental, el caso de Schumann destaca por el hecho de que su música, tanto en la época en que fue concebida como en nuestros días, ha sido objeto de críticas que incluso pretenden restarle méritos y considerarla no tanto la obra de un artista consumado como la producción caprichosa y perdidamente romántica de un amateur talentoso y proclive al sentimentalismo fácil, con más entusiasmo que recursos técnicos o ideas expresivas claras. Su misma biografía —repleta de episodios febriles— y su final hundimiento en la locura seguramente han contribuido a fomentar esta imagen ramplona.
Sería muy sencillo declarar falsa esta interpretación bajo el cargo de ignorancia e invitar a los críticos a escuchar con más atención. Pero lo cierto es que el trabajo de Schumann no se presta a consideraciones fáciles ni a juicios unánimes; la suya es una música que a menudo suena trabajosa, que es intransigente hacia el escucha y que acaso nos pide cierta complicidad para captar sus —profusas— riquezas. Con lo de “trabajosa” me refiero a esa persistente densidad de textura, a sus extensas síncopas, irisados arabescos, fluctuaciones armónicas, sucesiones de acordes macizos y saltos enérgicos de registro, entre otras características recurrentes. Pero nada de esto debería bastar para suponer que estamos ante un músico desprovisto de disciplina formal, productor de música amorfa, como muchos críticos lo consideraron en sus días. Tampoco concuerdo con la otra imagen romántica de una música “que se desprende de los socavones de la demencia”, como se lee en el poema De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios de Francisco Hernández. El verdadero drama de Schumann y su locura consiste justamente en su lucha por no sucumbir a ella, y si bien es cierto que, hacia el final de su vida, decía que escuchaba melodías que le dictaban personalmente Schubert y Mendelssohn, bien muertos para entonces, lo habitual en esos últimos años era su conciencia de la enfermedad que lo aquejaba y de la manera progresiva en que iba acabando con sus facultades creadoras y con su capacidad para relacionarse con las personas. Hay que recordar que fue él mismo quien pidió, tras un intento de suicidio, ser internado en el asilo. Y, como han visto algunos de sus biógrafos, quizás su cultivo tardío de fugas, corales y otras formas musicales muy estrictas en términos formales, no obedecía a la exigencia de perfeccionarse en una carrera, cuyo fin ya presentía, sino a la necesidad de una terapia para tratar de frenar su inminente desintegración.
Lo aparentemente “confuso” en el arte de Schumann puede intentar explicarse en términos estilísticos, pero me parece que responde también al contenido de la música. En cuanto a lo primero, Schumann carecía del talento — o quizás sólo del interés— arquitectónico de los grandes sinfonistas que le precedieron; lo suyo era la idea rápida, el pasaje fugaz, la trama caleidoscópica, la sucesión de imágenes y sentimientos. El patchwork antes que el desarrollo lineal. Él mismo rechazó de manera explícita la rigidez formal que se esperaba en la música de su época: “¡Como si todas las imágenes mentales debieran subordinarse a una o dos formas! ¡Como si cada idea no naciera de su forma preestablecida! ¡Como si cada obra de arte no tuviese su propio sentido y por consiguiente su propia forma!” Es cierto que también trabajó en obras con estructura narrativa. Piénsese por ejemplo en Carnaval, op. 9, en las Davidbündlertänze, op. 6, o en sus hermosos ciclos de canciones, como el Dichterliebe, op. 48, o el Liederkreis, op. 39. Pero la unidad alcanzada en estos trabajos no es una unidad formal, basada de manera estricta en la forma sonata, el desarrollo de motivos o de progresiones armónicas. Ni siquiera, en el caso de las canciones, por el significado de los versos. Se trata más bien de una unidad “poética” o afectiva, no una impuesta sólo por procedimientos de escritura. De hecho, Schumann desdeña la jerarquía del recurso basado en un tema y su desarrollo e incluso, muchas veces, parece prescindir de la idea misma de una melodía con acompañamiento cuando presenta sus pensamientos como ideas armónicas y melódicas a la vez. La coherencia la proporciona, sobre todo, la unidad de la experiencia subjetiva del artista expresada en el flujo sonoro. La Fantasía, op. 17 para piano es ejemplar en este sentido. La estructura fluye directamente de las ideas musicales y de su significado personal, aunque toma de la forma sonata el “gesto”, la apariencia. Los temas se presentan no como inicios de algo, sino que se invocan, flotan y vuelven a diluirse en el tejido de la obra, no de acuerdo con su posición lógica en la trama de los sonidos, sino en función de su cualidad expresiva. En la ausencia de jerarquías formales percibo un ideal de simultaneidad en las notas y los motivos antes que un discurso que se desarrolla a plenitud conforme se avanza. Y ¿qué mantiene unidas a las ocho siniestras fantasías para piano que integran la Kresleriana, op. 16, que constituyen un todo homogéneo a pesar de los humores opuestos que las habitan? No hay melodías que predominen, la armonía es indecisa; si acaso el ritmo se presta por momentos como eje organizador de la escritura. Y el final, vivace e scherzando, desconcierta por la forma en que la música sale de escena a hurtadillas. No es para nada la conclusión ineludible dictada por la estructura precedente: es el estado equívoco, entre la incredulidad y el alivio, de quien despierta de una pesadilla.
Roland Barthes sostuvo en un famoso ensayo sobre las Kreisleriana que no escuchaba en esas piezas ninguna obra con un plan inteligible, sino el cuerpo mismo de Schumann que late, que golpea. Ciertamente hay demasiado Schumann en la música de Schumann. Diría que es algo casi obsceno. Él no es capaz de tomar una distancia objetiva respecto a su escritura. No hay momentos complacientes en sus composiciones y su música incomoda como nos incomoda una persona demasiado espontánea. Me resulta difícil creer que haya alguien a quien no le agrade la figura de Schumann pero sí su música. Uno puede, como suele suceder, odiar a Richard Wagner y amar sus óperas; desinteresarse de la vida de Mozart y vivir con su música. De ahí que quizás conocer algo de la vida de Schumann sea requisito para apreciarlo a cabalidad.
Se ha dicho de Schumann que él no reza, como Bach, no canta, como Schubert, no dialoga, como Mozart, no afirma, como Bruckner. Schumann habla, nos habla a cada uno de nosotros, al que quiera oírlo. Y lo que nos dice tiene poco de edificante: su testimonio es de perplejidad. Uno de los más grandes melodistas de la historia no se complace ni busca reconfortarnos con su canturreo. Emplea sus dotes para preguntarse quién es, qué siente, si es digno, si ama lo suficiente y con el corazón puro. Y lo que se pregunta de inmediato resuena en nosotros y se convierte en incertidumbre propia. Al explorarse, Schumann nos empuja a explorarnos. No conozco a otro músico tan capaz de hundirnos en nosotros mismos como él. Al mismo tiempo, el contenido de sus ideas musicales, la cualidad de sus temas y la inquietud de su ritmo nos hablan de una aterradora ausencia de límites, de límites entre la alegría y la pena, lo trivial y lo sublime, la risa y el llanto, la niñez y la madurez, la vigilia y el sueño, lo real y lo fantástico, lo absurdo y lo serio, lo ridículo y lo grave. Quizás también por ello incomoda. Uno se cierra ante Schumann como ante una persona demasiado explícita. No faltan en sus obras arranques de júbilo manchados por un dejo de melancolía; momentos de triunfo acompañados por una mueca burlona.
Música hecha de enigmas y de dobles sentidos, precursora temprana del expresionismo, de una belleza extraña e inquietante, la música de Schumann aún espera su verdadero reconocimiento, aquel que lo lleve a ocupar un puesto más allá de las genealogías académicas, de su posición como un eslabón importante para explicar a otros músicos y a otras músicas. Escuchemos más a Schumann.

viernes, 7 de junio de 2013

Entrevista con Política y Rock and Roll



A continuación comparto una entrevista que no sé bien por qué me pidieron de la estación comunitaria Política y Rock and Roll, de Hermosillo, Sonora. Muchas gracias a los amigos tan queridos de Hermosillo por pensar en mí. Allá ellos.


P y RR: Entre los políticos y tecnócratas profesionales no goza de buena salud la variable o dimensión moral en el momento de diseñar o implementar políticas públicas. ¿Qué aprendizajes se pueden recuperar de dicha experiencia?
H. I: Desde un punto de vista ético, esa subestimación (cuando no desdén) hacia el componente moral incita desde luego a la crítica de la razón instrumental, es decir, a la crítica de un discurso que exalta la eficacia de las medidas adoptadas en detrimento del debate en torno de los objetivos o la adecuación de los medios. Pero cuidado, no se trata de criticar o descartar en bloque a las prácticas tecnócratas. El saber técnico especializado es insustituible en muchas áreas de la vida pública, por ejemplo en el terreno económico. El problema surge cuando los técnicos pasan de ser un grupo de asesores y se erigen en una tecnocracia, que es cuando empiezan a tomar decisiones políticas en asuntos en que deberían prevalecer, o al menos figurar, razones de índole prudencial y moral. Por otro lado, las formas de concebir y de practicar la política de muchos sectores más liberales y también de izquierda no están a salvo de esa visión que por lo común se asocia con dogmas económicos del neoliberalismo. En algunos sectores radicales, por ejemplo, los daños económicos o las violaciones a los derechos de terceros pasan a ser precios a pagar, “males menores”, un medio legítimo para alcanzar objetivos políticos. En el límite, este enfoque ha conducido a prácticas que apuestan al fracaso o a la debacle del “sistema” para hacer avanzar agendas partidistas o simplemente aspiraciones personales. Es otra forma de poner entre paréntesis valores fundamentales de las personas en aras de seguir una lógica que nos trasciende a todos y desestima nuestras necesidades y deseos aquí y ahora.
        Sin salir del terreno de la ética también es fácil advertir que esa mala salud se manifiesta en el abuso del vocabulario moral por parte de los políticos cuando se pretende sustituir el discurso de los derechos y valores por los atributos del homo economicus, esto es, de la concepción de la persona como un ser egoísta y básicamente preocupado por maximizar sus utilidades como consumidor, o cuando desde vertientes populistas se nos promete transitar a través de elecciones y de instituciones terrenales a una República en que todos nos amaremos. Este tipo de fraudes sólo vacían de contenido al discurso moral, desvirtúan los alcances de la política y, en el peor de los casos, degradan nuestra condición de ciudadanos y de personas.
 
 
 ¿Es posible conciliar la acción política con la diversidad moral, sin caer en la inmovilidad o las simulaciones?
Creo que la pregunta más bien apunta hacia un objetivo que debemos tratar de alcanzar. Sin embargo, es necesario matizar aquí el verbo “conciliar”. “Conciliar” tiene el sentido de ajustar, de hacer concordar posturas contrarias. Pero en una democracia verdaderamente tolerante y plural esto no es ni deseable ni posible. En ese tipo de sociedad siempre existirán tensiones y conflictos, en ocasiones fuertes, entre los intereses colectivos, de grupo o individuales. Un verdadero pluralismo de los valores consiste en la idea de que los valores fundamentales son irreduciblemente plurales (y quizás inconmensurables). La libertad, la igualdad jurídica, la dignidad, la propiedad o el derecho a elegir una profesión son bienes intrínsecos que no pueden ser ni jerarquizados de manera absoluta ni traducidos a un denominador común. Un corolario importante de esto es que no es posible (y sería sumamente dañino) que un individuo aislado (o un grupo cerrado de individuos) pretenda definir de manera imparcial el bien colectivo o común. Por ello, en una sociedad liberal, diría John Rawls, lo único universalmente bueno es que existan principios y reglas básicas que permitan a cada uno tratar de obtener lo que considera que es bueno respetando la misma aspiración en los demás. Ahora bien, desde luego que sería ingenuo suponer que semejante mecanismo pueda operar sin roces, colisiones y compromisos. Además, la posibilidad de que grupos desfavorecidos puedan tratar de obtener lo que consideran bueno para sus vidas pasa necesariamente por su empoderamiento, por la eliminación de las barreras económicas y sociales inmediatas que impiden que puedan ejercer sus derechos en igualdad de condiciones jurídicas y materiales. El solo reconocimiento formal únicamente refuerza la simulación y la posición de impotencia de estas personas ante las jerarquías sociales y políticas.
 
 
 Los movimientos sociales han venido incorporando en su discurso un fuerte cuestionamiento a los valores de la práctica política dominante. ¿Percibes en esos movimientos capacidades discursivas éticas alternativas a la hegemónica?
Temo (y lamento) que mi respuesta sea negativa. El alejamiento, casi divorcio, entre la sociedad y la clase política no se ha traducido en una alternativa en el discurso moral que permita insuflar valores nuevos en la práctica política dominante. Por el contrario, el hartazgo y el desencanto que produjo el hecho de que la llegada de la democracia no trajera consigo un despertar de la conciencia cívica ha provocado más bien una distorsión de la práctica política, cuando no su rechazo y sustitución por otras formas de ejercer la vida pública. Cito a Francesc Messeguer, estudiante de la Universidad Iberoamericana y participante del movimiento #YoSoy132, uno de los movimientos más significativos de los últimos años, así sea sólo por la atención con que lo siguieron los medios: “A un año de su surgimiento, ya no se trata tanto de contabilizar el número de marchas o miembros del colectivo sino de reflexionar acerca de un movimiento que innovó en la forma de hacer protesta. Con poesía y performance, el 132 no fue sino un inmenso festival cultural, cuyas constantes fueron la alegría de salir a bailar y cantar a la calle, y la esperanza de pensar que uno pertenece al movimiento como último acto de resistencia ante un mundo que está por comérselo”. Respecto al carácter festivo de la protesta, intuyo que Messeguer no conoce bien (pues quizás no le ha tocado) el ambiente que se vive en las manifestaciones, marchas, discursos y demás de los grupos de izquierda, en los que lo que predomina, en buena medida como manifestación de impotencia política, son justo esos elementos que ensalza el estudiante de la Ibero. (Es curioso cómo en nuestro país la izquierda domina ampliamente el ámbito cultural, mas no el político.) Pero lo que más me llama la atención es la última observación, la que coloca el acto público en un marco apocalíptico. Desde luego que los entusiastas del análisis posmoderno podrán exaltar la lucidez que se esconde tras esa actitud de sentirse participante del último de los actos de resistencia en el planeta. Sin embargo, en términos de impulsar cambios necesarios para mejorar el país y las condiciones de vida de millones de mexicanos pobres, el experimento de crear una organización absolutamente horizontal, sin ideario político, alegre y festivo, y que en el mejor de los casos podía aspirar únicamente a alcanzar una autoridad moral efímera, termina extinguiéndose (supongo que entre buenas tocadas y reventones) para reforzar lo que ya temíamos: que en este país la política es un trabajo irremediablemente sucio y que no hay más que la clase política que tenemos. Otro movimiento que ha despertado interés es el que encabeza el poeta Javier Sicilia, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. En él descubrimos una acción política que apela a la dignidad intrínseca de todos los seres humanos, a la no violencia y que “intenta golpear con actos la conciencia y el corazón del enemigo”, como aclara el mismo poeta en una entrevista concedida a Letras Libres en marzo de 2013. Esto lo interpreta Sicilia literalmente como una experiencia evangélica y poética. Al igual que en el discurso de #YoSoy132, se trata de romper con los argumentos “ideológicos” (los de los políticos) para posicionarse desde la moral. Ahora bien, no dudo de algunas de las bondades de estos movimientos. En particular, me parece muy importante y de una gran sensibilidad el trabajo que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad ha realizado por y con las víctimas y los familiares de las víctimas, protagonistas casi olvidados en la espiral de violencia que azota a nuestro país. Y quién duda que, por ejemplo, el EZLN, otro movimiento que ha apelado a la poesía, haya vuelto a poner a los indígenas —los eternos olvidados en este país— en la agenda de discusión pública, y reavivado el debate en torno a las autonomías y a los usos y costumbres. Lo que quiero decir es que, por su concepción misma, e incluso hasta por sus objetivos, estos movimientos se han colocado en las antípodas de las prácticas políticas que rigen a este país y, por ello, no se han erigido (y a veces ni pretenden hacerlo) como alternativas reales. Me parece que muchas veces funcionan más para satisfacer aspiraciones personales, muy legítimas, pero poco ayudan a transformar las condiciones de lo público. Además, la polarización que provoca sus discursos de pureza moral no nos ayudan a comprender los mecanismos institucionales que permitirían sanear y seguir de manera más cercana la actuación de los políticos en términos morales, a través de procedimientos de control y rendición de cuentas. En cambio, contribuye a la idealización de la sociedad civil y oculta el hecho de que las patologías de la clase política de este país (corrupción, favoritismo, machismo, homofobia, fatalismo, prepotencia) no son para nada ajenas a las del resto de la sociedad mexicana. Apelar a conversiones, exámenes de conciencia o mayor cultura literaria entre los políticos es sumamente infantil. Si nos quedamos esperando a que lleguen al poder “los buenos”, me temo que nos quedaremos esperando. Tampoco puedo dejar de mencionar el hecho de que ya sabemos, o deberíamos de saber, el tipo de consecuencias explosivas en términos de miseria humana que acarrean las mezclas del poder político con la religión o la exaltación estética. Por último, el convencimiento de que las convicciones políticas de uno son las únicas avaladas por la Moral Verdadera alimenta de una forma perversa, y con las mejores intenciones si se quiere, un mal que en buena medida es causante del atraso de México. Me refiero al escaso respeto que los mexicanos manifestamos por el cumplimiento de las leyes. No creo que haya muchos países que, como en el nuestro, los principales partidos políticos firmen un documento en el que se comprometen a cumplir con las leyes emanadas de la Constitución, como ocurrió recientemente con el caso de la adenda al Pacto por México. Reservarnos el derecho de obedecer o no, de cumplir o no, con una ley desde nuestra atalaya moral es una de las causas de la baja calidad de nuestra democracia. No se trata de defender una postura positivista a rajatabla: hay ocasiones extremas en que no cumplir la ley es incluso moralmente obligatorio. Aquí lo ideal es que las leyes se ajusten paulatinamente a nuestras intuiciones morales, deliberadas públicamente, con nuestras mejores razones, imaginación (en un ambiente festivo, si se quiere) a través de los canales institucionales que hemos creado para el caso.

domingo, 12 de mayo de 2013

Tillykke med fødselsdagen Søren Kierkegaard




Tome cualquier libro de Kierkegaard. No haga mucho caso del título; algunos (por ejemplo el de Postcriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas. Compilación mímico-patético-dialéctica. Una contribución existencial) espantan a cualquiera. Ábralo donde sea, en cualquier párrafo, en cualquier renglón. Comience a leer con mucha atención, detenidamente… No se inquiete si al principio no entiende mucho, ni le queda claro pronto qué ideas se quieren defender ni con qué argumentos. Paciencia; no es como leer a otros filósofos, eso seguro ya lo advirtió. ¿Qué quiere decirnos Kierkegaard? ¿Cómo se “inserta” su discusión en los debates filosóficos de su tiempo? ¿Discute con Hegel o con seguidores de éste? Y, ¿realmente sostiene el filósofo alemán eso que se critica tan acremente? Calma; ni la cita precisa ni la interpretación más fiel son los fuertes de Kierkegaard. Pero eso realmente no importa mucho, ya verá. ¿Que no se entienden los chistes? Bueno, recuerde que el humor escandinavo puede llegar a ser un misterio insondable. Tampoco se angustie si no está seguro de si es el propio Søren quien escribe o uno de sus seudónimos o un personaje creado por uno de sus seudónimos. Eso sucede con frecuencia. A Kierkegaard le gusta ocultarse. No se asuste tampoco cuando el autor, o quien sea que parezca dirigirse a usted, declare de pronto que nunca podrá entender nada sobre aquello de lo que escribe, o cuando nos espeta justo la tesis contraria que parecía afirmar en algún capítulo anterior. Cuidado: no falta tampoco que, tras descifrar ya muy emocionados trescientas, cuatrocientas páginas, se nos avisa que todo lo que hemos leído es superfluo. No se desanime. A estas alturas ya entendió, sin duda, que no nos están tratando de convencer de algo sencillo ni de una manera convencional. Y, si continúa leyendo pese a todo, y logra abrirse paso por un tiempo, digamos, razonable, a través de esa íntima espesura de ironías, anécdotas, exhortos, bromas amargas, frases fulgurantes, tecnicismos y citas bíblicas, podrá sin duda reconocer no sólo a una de las voces filosóficas más originales, sino, diría, más… punzantes. Acudo a diccionario y leo la siguiente definición: “Punzante (Del ant. part. act. de punzar). Punzar: 4. Dicho de algo que aflige el ánimo: Hacerse sentir interiormente.” Justo es eso, hacerse sentir interiormente. No hay forma de ser indiferentes con esos libros. Nos punzan. Nos incomodan desde dentro. Apabulla el sentido de urgencia con el que Kierkegaard busca hacernos sentir que lo que nos dice no es lo más importante, sino lo único importante en nuestras vidas. Impresiona cómo se distancia de la actitud profesoral, de aquel que llega con todo resuelto y que con espíritu despegado nos expone cómo son las cosas. No percibimos al instructor moralizante ni ese dejo tan habitual entre los filósofos de “¡vean qué listo soy!” (aunque el danés es endemoniadamente listo). No nos resulta ajeno tampoco el paisaje moral en ruinas que describe una y otra vez y que no está muy alejado de nuestras actuales manías consumistas. Pero, sobre todo, ¡qué inquietante resulta la forma en que se dirige a uno, a uno mismo, a ese lector, como siempre escribía, en singular, tan apartado del público y sus frivolidades! Nos obliga a través de los medios más tortuosos a entender que nada de lo que sepamos o creamos saber acerca de nosotros y del mundo resuelve en un ápice la tarea tremenda de ser un individuo existente, de renunciar a las inercias y comodidades y comprometernos realmente con ser todo lo que podemos ser, lo que para Kierkegaard pasa finalmente por animarnos a dar el paso y enfrentarnos solos a Dios (y por ello estimaba más a los verdaderos ateos que a los cristianos de domingo, a los que por simple costumbre o convivencia social pasaban por tales). Nada de esto puede expresarse de manera fácil ni directa. Por eso se batalla con Kierkegaard, y a ratos nos exaspera, a ratos nos cautiva. Si dijera lo que tiene que decirnos en sentencias redondas y ordenadas con pulcritud simplemente falsearía su pensamiento, dándonos la impresión de que las verdades acerca de la vida pueden ser el producto ingenuo de un sistema de pensamiento o de unas cuantas premisas sencillas. Por eso también resultan desalentadores los resúmenes de su pensamiento que encontramos en manuales y libros de historia. Pero lo que consigue en quienes no se permiten sucumbir ante las dificultades de su lectura es intenso, precioso, aunque poco reconfortante: experimentar cómo el autor parece desvanecerse tras su parloteo y puyas para dejarnos, terriblemente solos, ante el abismo que hay que decidirse a sortear de una vez para ser, al fin, personas. Søren Aabye Kierkegaard nació en Copenhague, un cinco de mayo, hace ya doscientos años. Tillykke med fødselsdagen. Feliz cumpleaños.

sábado, 4 de mayo de 2013

¿Que cómo dijo?


Imposible no reparar en un altercado menor que derivó en algo mayor, algo así como cuando de niños nuestros padres o maestros nos castigaban a todos por la malevolencia o picardía de uno o dos de nuestros camaradas. Cito:

“La discusión comenzó, de acuerdo al diario El Universal, cuando en el estado de Puebla Armando Prida, dueño del diario Síntesis, demandó a Enrique Núñez del periódico Intolerancia porque en una columna de 2009 lo llamó justamente ‘puñal’ y ‘maricón’. Dos tribunales en este estado mexicano aprobaron un derecho de indemnización y Núñez puso un amparo para evitar cualquier sanción, la cual le otorgaron.”

Primero, el autor de la nota no aclara en qué sentido de “justamente” le endilgaron los epítetos al quejoso. (Dos sentidos posibles: o el reportero está de acuerdo con los apelativos o el agraviado los considera muy apropiados para su condición pero le disgustó la forma en que se los recordaron.) Segundo, a mí me dieron más bien ganas de demandar al tal Enrique Nuñez por el nombre de su periódico pues, como bien dicen, los únicos que se merecen nuestra completa intolerancia son, precisamente, los intolerantes. Tercero, el asunto llegó hasta la Suprema Corte de Justicia, la cual resolvió dos cosas. Por un lado, que las palabras “puñal” y “maricón” son homofóbicas, cosa que no añade nada a lo que ya sabemos o deberíamos saber. Segundo, y aquí la cosa adquiere dimensiones más preocupantes, la SCJN razonó que, al ser expresiones homofóbicas pertenecen por ello a los discursos del odio, y por lo tanto no están más protegidos en el principio de la libertad de expresión. Y esto, me temo, equivale a su virtual prohibición. La Corte optó por el camino más fácil, se erige ahora en policía de las palabras y abre la puerta a prejuzgar casos en los que se emplean los términos en cuestión pero sin ningún afán de descalificar a alguien por sus preferencias sexuales o de incitar al odio contra ciertos grupos. Y ¿por qué no prohibir de una vez las palabras “joto” y “puto”? Y ya entrados en gastos, ¿Por qué no vetar también “indio”, “naco”, “negro”, “gordo”, “enano”, “gringo”, “vieja” y “hembra”?
Por un lado, tengo la impresión de que prohibir palabras tendría básicamente los mismos resultados que tiene la ley seca en evitar el consumo de alcohol. O sea ninguno, o casi ninguno. Por otro lado, el asunto no tiene que ver exactamente con las palabras, quiero decir, con las palabras solas, sino con las palabras empleadas en sus contextos particulares. Lo que se determina, o debiera determinarse, son los casos en los que sí se discrimina y en los que no se discrimina. Y eso no puede establecer simplemente señalando la presencia de tal o cual palabra. Si así fuera, habrá que esconder bajo el tapete muchísimos de nuestros chistes, albures e insultos, y qué decir de otros tipos de discursos, como los literarios y cultos. Más de un poema maravilloso de, por ejemplo, Francisco de Quevedo, en los que se emplean muchas palabras de las que no le gustan a nuestra Corte (y, peor aún, que se emplean en un sentido francamente discriminatorio), tendrán que prohibirse o restringirse su uso a ámbitos académicos y políticamente correctos.
            Lo que en el fondo me indigna es el talante antiliberal de la resolución de la SCJN. Por supuesto que no se trata de defender que la libertad de expresión debe prevalecer en todos los casos, pues no puede ser así. Como en toda forma real de libertad, es necesario que tenga límites para que adquiera sentido y pueda ejercerse. Está claro que no puede expresarse cualquier cosa en cualquier contexto. No es posible difamar, distorsionar públicamente información de carácter oficial ni incitar a la violencia contra terceros. Y es necesario y urgente combatir los discursos del odio en diversos ámbitos y también aplicar medidas legislativas que protejan y empoderen a los grupos más discriminados. Así que intervenir en el lenguaje para ejercer alguna forma de control no es algo inusual o impensable; lo verdaderamente impensable es pretender trazar alguna línea definitoria precisa y fija entre los usos injuriosos del lenguaje y lo que forman parte de la libre circulación de ideas y que, por lo tanto, deben recibir protección por parte de la ley. Como suele sucede con todas las visiones simplificadoras de la vida social, ésta de la Suprema Corte redunda en una mengua de nuestras libertades.

jueves, 25 de abril de 2013

Pensando en Ella



 

Me encuentro en el “doodle” de Google con que hoy, 25 de abril, es cumpleaños de Ella Fitzgerald. El nonagésimo sexto, para ser exactos. Celebro que se la recuerde y celebro además que a los de Google les tenga sin cuidado que sean 96 los años a los que llegaría la cantante (y no, digamos 90 o 100) y que, muy al estilo de Borges, no sucumban a la superstición de los números redondos ni al culto al sistema métrico decimal. Naturalmente, cualquier día es bueno para celebrar a Ella Jane Fitzgerald.
Algo que siempre me ha asombrado de Ella es, diría, el carácter gallardo de su voz, que proyectaba con tanto donaire y soltura que parecía que sólo podía salir de alguien dichoso, de un individuo que se la ha pasado estupendamente, y no de esa mujer que fue la niña a la que abandonó su padre, que a los quince años perdió a su madre en un accidente de tráfico, que fue enviada a un reformatorio donde padeció maltratos hasta que escapó para sobrevivir mal en las calles, que tuvo que dejar a su primer marido tras descubrir que éste ocultaba un pasado criminal, la que, como tantos colegas suyos en aquel tiempo, fue víctima de la discriminación por el color de su piel, que sufrió diversas enfermedades, incluido un mal cardiaco por el que tuvo que ser operada en 1986 y tras lo cual todos dijeron que no volvería a los escenarios, pero que volvió y cantó hasta que, en 1993, ya casi ciega por la diabetes, le fueron amputadas ambas piernas, y quiso cantar más, pero tuvo que retirarse a su casa en Beverly Hills para morir poco después, un 15 de junio de 1996.
En ello difiere de otra grande, Billie Holliday. Cuando escuchamos a Billy, a Lady Day, escuchamos las quejas de un alma atormentada, de una vida puntualmente escarnecida por la misma sociedad que la escucha con embeleso. Esto no sucede con Ella; ella nunca exhibe sus heridas, transita a menudo On the sunny side of the street, a veces en un entusiasmo altivo, pero incluso en sus momentos más umbríos, en los que hace gala de los tonos mate y grises de su opulento timbre, hay siempre como un albor de dulzura, tan alejado del regodeo en la truculencia como de la complacencia fácil.
Ella pasó con la misma destreza por el estilo swing de las big bands, la balada, el scat singing del bebop y el blues. También nos regaló esporádicas incursiones en el soul y el rock. Imitaba con gracia casi cualquier instrumento de la orquesta gracias a su portentoso  registro y grabó alrededor de doscientos discos, algunos de cancioneros de compositores como Gershwin, Porter, Berlin o Kern que se consideran hoy tesoros nacionales de la música estadounidense. Algunas de esas canciones, a veces musicalmente modestas, cuando no irremediablemente cursis, mudan con Ella en piezas de un atractivo rotundo y duradero. El propio Gershwin confesó una vez, en un cumplido sólo un poco exagerado, que únicamente cuando escuchó sus composiciones con Ella se dio cuenta de que realmente eran buenas.
           Una voz, en fin, como espejo, pulida y refulgente, que para mí simplemente ha sido la mejor. El epíteto The First Lady of Song no es otra cosa que la constatación, al menos en el mundo del jazz, y me atrevo a decir que un poco más allá, de un hecho llano para los oídos de cualquiera.

La religión a través de sus críticos



Han pasado ya más de tres siglos desde que los humanistas del siglo XVII y, más tarde, los pensadores ilustrados comenzaron a identificar la religión con una creencia endeble y carente de fundamentos suficientes. También pensaron que la creciente visión científica del mundo habría de erradicar por completo esos sistemas atávicos de pensamiento. Pero se equivocaron: a pesar del avance de las ciencias, la religión continúa teniendo una gran fuerza social. En Occidente, por ejemplo, muchos países se consideran de mayoría cristiana; sin embargo, pocos políticos arriesgarían su aceptación popular confesándose ateos, y en algunos casos mezclan incluso el discurso político con el religioso.
Este volumen recoge algunas de las críticas más célebres que se han hecho a la religión, como doctrina explicativa o como forma de vida. El abanico de críticas planteadas por pensadores como Montaigne, Kant, Hume, Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud o Weber abarca los aspectos principales de las religiones y, fundamentalmente, de la tradición religiosa central en Occidente: el judeocristianismo.

Para leer una reseña mía de este libro en la revista Diánoia, vaya a:

La última de Saramago





Después de muchas evasivas, por fin logré sumergirme en las páginas de Caín, la última novela publicada de José Saramago (1922-2010). Nunca he sido aficionado a este escritor portugués, pero me interesaba el tema sugerido por el título y, desde luego, sentía una curiosidad morbosa tras la campaña mediática que acompañó al lanzamiento del libro. Se recordará que, como ya había ocurrido con otra de Saramago (El evangelio según Jesucristo, de 1991), Caín fue hostigado por críticas de la iglesia católica y por diversas reacciones que incluyeron hasta la gansada de un diputado portugués que exigió al autor que renunciara a su nacionalidad.
          La historia de Caín, es, por supuesto, la del personaje bíblico que asesina a su hermano Abel por culpa, según Saramago, del propio Yahvé. El relato del Génesis nos dice que, tras el crimen, Yahvé condena a Caín a vagar por el mundo a la vez que lo protege de ser asesinado. Aprovechando este planteamiento, Saramago pone además a Caín a viajar por el tiempo, por lo que se convierte en testigo y juez andarín de varios episodios tremebundos del Antiguo Testamento, tales como la expulsión del Edén, el sacrificio de Isaac, la historia de Job y el diluvio universal. Así, el planteamiento del autor es simple y, al menos en principio, atractivo: volver a contarnos esas mismas historias a través de los ojos de Caín.
          Pues bien, me temo que, como suele ocurrir con tantos productos culturales hoy día, el envoltorio fue lo más deleitable del producto. Más interesante que la novela fueron los ataques de los detractores de Saramago, así como las insólitas réplicas del autor, difundidos por diversos medios electrónicos e impresos. Sucede que Caín combina de manera notable una prosa fluida y lisonjera con una carencia total de ideas módicamente interesantes sobre el asunto de que trata. El dictamen es de por sí rancio: Dios es malvado, caprichoso y berrinchudo; reacciona con violencia, permite prosperar a los malos y mortifica a los buenos. La Biblia es una historia de horror y un “manual de malas costumbres”. De ahí la osadía trágica de Caín, que resulta enaltecido en el libro por plantarse ante Yahvé y reclamarle por los niños muertos en Sodoma y Gomorra o por la destrucción de la humanidad en las aguas del diluvio.
Hay que ser de plano entusiasta de Saramago para soportar el tonito de autosuficiencia moral del autor, o para celebrar las interpretaciones tan rústicas del Antiguo Testamento. Así que, quienes gocen de la riqueza literaria de la Biblia mejor absténganse. Quienes sean ateos pero les aburre andar espantando santurrones, de plano absténganse. Y lo mismo para quienes encuentren solaz y riqueza espiritual en la Biblia.  ¿En serio habrá que recordar a los incondicionales que el mismo libro que denuesta Saramago es también uno de los orígenes de la insistencia en la libertad y equidad moral de cada ser humano, de la inmoralidad de la mentira, la envidia, el asesinato y la posibilidad de edificar un orden social superior al presente? ¿Habrá que señalar que, como el mismo autor aceptaba, la Biblia es más un reflejo de lo que somos y que, por lo tanto, la maldad no emana tanto de un escrito sino de otra parte? ¿De nosotros mismos, por ejemplo? ¿De veras hay que volver a hablar sobre todo esto?
Pero no, en Caín la única lectura que vale es la literal (¿advirtió el autor en ello su afinidad con los fundamentalismos religiosos?); buscar símbolos, lecturas menos obvias o mensajes renovados es “forzar las historias” (¿un premio Nobel que exige austeridad a la imaginación literaria?). Cualquier virtud que pudiera tener el libro se ve socavada por la machacona ramplonería de un autor preocupado por hacernos llegar su sermón aliñado con dosis de un humor sólo compartible por quienes ya comulgan con su ideario. No hay áreas grises en la vida, los buenos están de un lado, los malos de otro, y la malignidad, la verdadera perversidad que nos hace descubrir algo más en cada uno de nosotros, que nos trastorna y remueve certezas, esa, brilla por su ausencia.
Conmueve leer entrevistas en las que el autor decía que esperaba una reacción airada de la comunidad hebrea por meterse con el Antiguo Testamento, “el libro de los judíos” según él. Ya una vez le había resultado un ardid publicitario similar al comparar la política de ocupación del Estado de Israel en Gaza con los campos de concentración nazis. El hecho de que sus detractores saltaran casi exclusivamente del bando católico evidencia, entre otras cosas, su ignorancia respecto a cómo los judíos leen la Torá (para eso quizás le hubiera resultado mejor un ataque al Talmud), y su ingenuidad en suponer que “el libro de los católicos” es el Nuevo Testamento, y que por ello no debieran “tener motivos para enojarse”. Buscó ser lapidado pero una vez más resultó crucificado. Pero qué importa, si la iglesia católica volvió a hacer su trabajo y convirtió en best seller un libro sacrílego.
A Saramago le placía decir que escribía para “desasosegar”. Y en la página de la editorial Alfaguara Pilar del Río (su esposa y traductora) advertía que Caín provocaría en sus lectores desconcierto y angustia. El ateísmo militante de Saramago ni espanta ni mueve a la reflexión, y me imagino perfectamente su libro escondido bajo el ropón de algún monaguillo, un buen sitio sin duda para una lectura de chamacos traviesos, divertida e inocua. Las invectivas de las autoridades religiosas sólo manifiestan debilidad propia, así como una muy mala opinión de la sagacidad de los sus feligreses, a quienes se empeñan en seguir tratando como a menores de edad.

José Saramago, Caín, 2009, México, Alfaguara, 189 páginas.

lunes, 22 de abril de 2013

Cantinflas y el conflicto magisterial



Entre tanto lío con la CETEG y el SNTE vale la pena recordar las certeras palabras de Cantinflas en una vieja película. Al parecer, no mucho ha cambiado desde entonces en el terreno del magisterio.

"No es justo camarada secre, que a un hombre que se ha pasado la vida repartiendo la incultura inadecuada a la niñez se le abandone en esa forma. ¿Por qué? ¿Qué es eso? No hay derecho... ¡No lo voy a permitir! Moveré mis influencias, moveré mis resortes, pero como ciudadano independiente, como elector con su itinerario y como hombre libre por falta de méritos, protesto. Y exijo que se me desoiga para que así y en esa forma todo quede como debe de quedar, por una sociedad sin clases y lo que es pior, sin maistro."

El portero (1949)