viernes, 7 de junio de 2013

Entrevista con Política y Rock and Roll



A continuación comparto una entrevista que no sé bien por qué me pidieron de la estación comunitaria Política y Rock and Roll, de Hermosillo, Sonora. Muchas gracias a los amigos tan queridos de Hermosillo por pensar en mí. Allá ellos.


P y RR: Entre los políticos y tecnócratas profesionales no goza de buena salud la variable o dimensión moral en el momento de diseñar o implementar políticas públicas. ¿Qué aprendizajes se pueden recuperar de dicha experiencia?
H. I: Desde un punto de vista ético, esa subestimación (cuando no desdén) hacia el componente moral incita desde luego a la crítica de la razón instrumental, es decir, a la crítica de un discurso que exalta la eficacia de las medidas adoptadas en detrimento del debate en torno de los objetivos o la adecuación de los medios. Pero cuidado, no se trata de criticar o descartar en bloque a las prácticas tecnócratas. El saber técnico especializado es insustituible en muchas áreas de la vida pública, por ejemplo en el terreno económico. El problema surge cuando los técnicos pasan de ser un grupo de asesores y se erigen en una tecnocracia, que es cuando empiezan a tomar decisiones políticas en asuntos en que deberían prevalecer, o al menos figurar, razones de índole prudencial y moral. Por otro lado, las formas de concebir y de practicar la política de muchos sectores más liberales y también de izquierda no están a salvo de esa visión que por lo común se asocia con dogmas económicos del neoliberalismo. En algunos sectores radicales, por ejemplo, los daños económicos o las violaciones a los derechos de terceros pasan a ser precios a pagar, “males menores”, un medio legítimo para alcanzar objetivos políticos. En el límite, este enfoque ha conducido a prácticas que apuestan al fracaso o a la debacle del “sistema” para hacer avanzar agendas partidistas o simplemente aspiraciones personales. Es otra forma de poner entre paréntesis valores fundamentales de las personas en aras de seguir una lógica que nos trasciende a todos y desestima nuestras necesidades y deseos aquí y ahora.
        Sin salir del terreno de la ética también es fácil advertir que esa mala salud se manifiesta en el abuso del vocabulario moral por parte de los políticos cuando se pretende sustituir el discurso de los derechos y valores por los atributos del homo economicus, esto es, de la concepción de la persona como un ser egoísta y básicamente preocupado por maximizar sus utilidades como consumidor, o cuando desde vertientes populistas se nos promete transitar a través de elecciones y de instituciones terrenales a una República en que todos nos amaremos. Este tipo de fraudes sólo vacían de contenido al discurso moral, desvirtúan los alcances de la política y, en el peor de los casos, degradan nuestra condición de ciudadanos y de personas.
 
 
 ¿Es posible conciliar la acción política con la diversidad moral, sin caer en la inmovilidad o las simulaciones?
Creo que la pregunta más bien apunta hacia un objetivo que debemos tratar de alcanzar. Sin embargo, es necesario matizar aquí el verbo “conciliar”. “Conciliar” tiene el sentido de ajustar, de hacer concordar posturas contrarias. Pero en una democracia verdaderamente tolerante y plural esto no es ni deseable ni posible. En ese tipo de sociedad siempre existirán tensiones y conflictos, en ocasiones fuertes, entre los intereses colectivos, de grupo o individuales. Un verdadero pluralismo de los valores consiste en la idea de que los valores fundamentales son irreduciblemente plurales (y quizás inconmensurables). La libertad, la igualdad jurídica, la dignidad, la propiedad o el derecho a elegir una profesión son bienes intrínsecos que no pueden ser ni jerarquizados de manera absoluta ni traducidos a un denominador común. Un corolario importante de esto es que no es posible (y sería sumamente dañino) que un individuo aislado (o un grupo cerrado de individuos) pretenda definir de manera imparcial el bien colectivo o común. Por ello, en una sociedad liberal, diría John Rawls, lo único universalmente bueno es que existan principios y reglas básicas que permitan a cada uno tratar de obtener lo que considera que es bueno respetando la misma aspiración en los demás. Ahora bien, desde luego que sería ingenuo suponer que semejante mecanismo pueda operar sin roces, colisiones y compromisos. Además, la posibilidad de que grupos desfavorecidos puedan tratar de obtener lo que consideran bueno para sus vidas pasa necesariamente por su empoderamiento, por la eliminación de las barreras económicas y sociales inmediatas que impiden que puedan ejercer sus derechos en igualdad de condiciones jurídicas y materiales. El solo reconocimiento formal únicamente refuerza la simulación y la posición de impotencia de estas personas ante las jerarquías sociales y políticas.
 
 
 Los movimientos sociales han venido incorporando en su discurso un fuerte cuestionamiento a los valores de la práctica política dominante. ¿Percibes en esos movimientos capacidades discursivas éticas alternativas a la hegemónica?
Temo (y lamento) que mi respuesta sea negativa. El alejamiento, casi divorcio, entre la sociedad y la clase política no se ha traducido en una alternativa en el discurso moral que permita insuflar valores nuevos en la práctica política dominante. Por el contrario, el hartazgo y el desencanto que produjo el hecho de que la llegada de la democracia no trajera consigo un despertar de la conciencia cívica ha provocado más bien una distorsión de la práctica política, cuando no su rechazo y sustitución por otras formas de ejercer la vida pública. Cito a Francesc Messeguer, estudiante de la Universidad Iberoamericana y participante del movimiento #YoSoy132, uno de los movimientos más significativos de los últimos años, así sea sólo por la atención con que lo siguieron los medios: “A un año de su surgimiento, ya no se trata tanto de contabilizar el número de marchas o miembros del colectivo sino de reflexionar acerca de un movimiento que innovó en la forma de hacer protesta. Con poesía y performance, el 132 no fue sino un inmenso festival cultural, cuyas constantes fueron la alegría de salir a bailar y cantar a la calle, y la esperanza de pensar que uno pertenece al movimiento como último acto de resistencia ante un mundo que está por comérselo”. Respecto al carácter festivo de la protesta, intuyo que Messeguer no conoce bien (pues quizás no le ha tocado) el ambiente que se vive en las manifestaciones, marchas, discursos y demás de los grupos de izquierda, en los que lo que predomina, en buena medida como manifestación de impotencia política, son justo esos elementos que ensalza el estudiante de la Ibero. (Es curioso cómo en nuestro país la izquierda domina ampliamente el ámbito cultural, mas no el político.) Pero lo que más me llama la atención es la última observación, la que coloca el acto público en un marco apocalíptico. Desde luego que los entusiastas del análisis posmoderno podrán exaltar la lucidez que se esconde tras esa actitud de sentirse participante del último de los actos de resistencia en el planeta. Sin embargo, en términos de impulsar cambios necesarios para mejorar el país y las condiciones de vida de millones de mexicanos pobres, el experimento de crear una organización absolutamente horizontal, sin ideario político, alegre y festivo, y que en el mejor de los casos podía aspirar únicamente a alcanzar una autoridad moral efímera, termina extinguiéndose (supongo que entre buenas tocadas y reventones) para reforzar lo que ya temíamos: que en este país la política es un trabajo irremediablemente sucio y que no hay más que la clase política que tenemos. Otro movimiento que ha despertado interés es el que encabeza el poeta Javier Sicilia, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. En él descubrimos una acción política que apela a la dignidad intrínseca de todos los seres humanos, a la no violencia y que “intenta golpear con actos la conciencia y el corazón del enemigo”, como aclara el mismo poeta en una entrevista concedida a Letras Libres en marzo de 2013. Esto lo interpreta Sicilia literalmente como una experiencia evangélica y poética. Al igual que en el discurso de #YoSoy132, se trata de romper con los argumentos “ideológicos” (los de los políticos) para posicionarse desde la moral. Ahora bien, no dudo de algunas de las bondades de estos movimientos. En particular, me parece muy importante y de una gran sensibilidad el trabajo que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad ha realizado por y con las víctimas y los familiares de las víctimas, protagonistas casi olvidados en la espiral de violencia que azota a nuestro país. Y quién duda que, por ejemplo, el EZLN, otro movimiento que ha apelado a la poesía, haya vuelto a poner a los indígenas —los eternos olvidados en este país— en la agenda de discusión pública, y reavivado el debate en torno a las autonomías y a los usos y costumbres. Lo que quiero decir es que, por su concepción misma, e incluso hasta por sus objetivos, estos movimientos se han colocado en las antípodas de las prácticas políticas que rigen a este país y, por ello, no se han erigido (y a veces ni pretenden hacerlo) como alternativas reales. Me parece que muchas veces funcionan más para satisfacer aspiraciones personales, muy legítimas, pero poco ayudan a transformar las condiciones de lo público. Además, la polarización que provoca sus discursos de pureza moral no nos ayudan a comprender los mecanismos institucionales que permitirían sanear y seguir de manera más cercana la actuación de los políticos en términos morales, a través de procedimientos de control y rendición de cuentas. En cambio, contribuye a la idealización de la sociedad civil y oculta el hecho de que las patologías de la clase política de este país (corrupción, favoritismo, machismo, homofobia, fatalismo, prepotencia) no son para nada ajenas a las del resto de la sociedad mexicana. Apelar a conversiones, exámenes de conciencia o mayor cultura literaria entre los políticos es sumamente infantil. Si nos quedamos esperando a que lleguen al poder “los buenos”, me temo que nos quedaremos esperando. Tampoco puedo dejar de mencionar el hecho de que ya sabemos, o deberíamos de saber, el tipo de consecuencias explosivas en términos de miseria humana que acarrean las mezclas del poder político con la religión o la exaltación estética. Por último, el convencimiento de que las convicciones políticas de uno son las únicas avaladas por la Moral Verdadera alimenta de una forma perversa, y con las mejores intenciones si se quiere, un mal que en buena medida es causante del atraso de México. Me refiero al escaso respeto que los mexicanos manifestamos por el cumplimiento de las leyes. No creo que haya muchos países que, como en el nuestro, los principales partidos políticos firmen un documento en el que se comprometen a cumplir con las leyes emanadas de la Constitución, como ocurrió recientemente con el caso de la adenda al Pacto por México. Reservarnos el derecho de obedecer o no, de cumplir o no, con una ley desde nuestra atalaya moral es una de las causas de la baja calidad de nuestra democracia. No se trata de defender una postura positivista a rajatabla: hay ocasiones extremas en que no cumplir la ley es incluso moralmente obligatorio. Aquí lo ideal es que las leyes se ajusten paulatinamente a nuestras intuiciones morales, deliberadas públicamente, con nuestras mejores razones, imaginación (en un ambiente festivo, si se quiere) a través de los canales institucionales que hemos creado para el caso.

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