A continuación comparto una entrevista que no sé bien por qué me pidieron de la estación comunitaria Política y Rock and Roll, de Hermosillo, Sonora. Muchas gracias a los amigos tan queridos de Hermosillo por pensar en mí. Allá ellos.
P y RR: Entre
los políticos y tecnócratas profesionales no goza de buena salud la variable o
dimensión moral en el momento de diseñar o implementar políticas públicas. ¿Qué
aprendizajes se pueden recuperar de dicha experiencia?
H. I: Desde un punto de vista ético, esa subestimación (cuando no desdén)
hacia el componente moral incita desde luego a la crítica de la razón
instrumental, es decir, a la crítica de un discurso que exalta la eficacia de
las medidas adoptadas en detrimento del debate en torno de los objetivos o la
adecuación de los medios. Pero cuidado, no se trata de criticar o descartar en
bloque a las prácticas tecnócratas. El saber técnico especializado es
insustituible en muchas áreas de la vida pública, por ejemplo en el terreno
económico. El problema surge cuando los técnicos pasan de ser un grupo de
asesores y se erigen en una tecnocracia, que es cuando empiezan a tomar
decisiones políticas en asuntos en que deberían prevalecer, o al menos figurar,
razones de índole prudencial y moral. Por otro lado, las formas de concebir y
de practicar la política de muchos sectores más liberales y también de
izquierda no están a salvo de esa visión que por lo común se asocia con dogmas
económicos del neoliberalismo. En algunos sectores radicales, por ejemplo, los
daños económicos o las violaciones a los derechos de terceros pasan a ser
precios a pagar, “males menores”, un medio legítimo para alcanzar objetivos
políticos. En el límite, este enfoque ha conducido a prácticas que apuestan al
fracaso o a la debacle del “sistema” para hacer avanzar agendas partidistas o
simplemente aspiraciones personales. Es otra forma de poner entre paréntesis
valores fundamentales de las personas en aras de seguir una lógica que nos
trasciende a todos y desestima nuestras necesidades y deseos aquí y ahora.
Sin salir del terreno de la ética también es fácil
advertir que esa mala salud se manifiesta en el abuso del vocabulario moral por
parte de los políticos cuando se pretende sustituir el discurso de los derechos
y valores por los atributos del homo economicus, esto es, de la concepción de la persona como
un ser egoísta y básicamente preocupado por maximizar sus utilidades como
consumidor, o cuando desde vertientes populistas se nos promete transitar a
través de elecciones y de instituciones terrenales a una República en que todos
nos amaremos. Este tipo de fraudes sólo vacían de contenido al discurso moral,
desvirtúan los alcances de la política y, en el peor de los casos, degradan
nuestra condición de ciudadanos y de personas.
Creo que la pregunta más bien apunta hacia un objetivo que debemos
tratar de alcanzar. Sin embargo, es necesario matizar aquí el verbo
“conciliar”. “Conciliar” tiene el sentido de ajustar, de hacer concordar
posturas contrarias. Pero en una democracia verdaderamente tolerante y plural
esto no es ni deseable ni posible. En ese tipo de sociedad siempre existirán
tensiones y conflictos, en ocasiones fuertes, entre los intereses colectivos,
de grupo o individuales. Un verdadero pluralismo de los valores consiste en la
idea de que los valores fundamentales son irreduciblemente plurales (y quizás
inconmensurables). La libertad, la igualdad jurídica, la dignidad, la propiedad
o el derecho a elegir una profesión son bienes intrínsecos que no pueden ser ni
jerarquizados de manera absoluta ni traducidos a un denominador común. Un
corolario importante de esto es que no es posible (y sería sumamente dañino)
que un individuo aislado (o un grupo cerrado de individuos) pretenda definir de
manera imparcial el bien colectivo o común. Por ello, en una sociedad liberal,
diría John Rawls, lo único universalmente bueno es que existan principios y
reglas básicas que permitan a cada uno tratar de obtener lo que considera que
es bueno respetando la misma aspiración en los demás. Ahora bien, desde luego
que sería ingenuo suponer que semejante mecanismo pueda operar sin roces,
colisiones y compromisos. Además, la posibilidad de que grupos desfavorecidos
puedan tratar de obtener lo que consideran bueno para sus vidas pasa
necesariamente por su empoderamiento, por la eliminación de las barreras
económicas y sociales inmediatas que impiden que puedan ejercer sus derechos en
igualdad de condiciones jurídicas y materiales. El solo reconocimiento formal
únicamente refuerza la simulación y la posición de impotencia de estas personas
ante las jerarquías sociales y políticas.
Temo (y lamento) que mi respuesta sea negativa.
El alejamiento, casi divorcio, entre la sociedad y la clase política no se ha
traducido en una alternativa en el discurso moral que permita insuflar valores
nuevos en la práctica política dominante. Por el contrario, el hartazgo y el
desencanto que produjo el hecho de que la llegada de la democracia no trajera
consigo un despertar de la conciencia cívica ha provocado más bien una
distorsión de la práctica política, cuando no su rechazo y sustitución por
otras formas de ejercer la vida pública. Cito a Francesc Messeguer, estudiante
de la
Universidad Iberoamericana y participante del movimiento
#YoSoy132, uno de los movimientos más significativos de los últimos años, así
sea sólo por la atención con que lo siguieron los medios: “A un año de su
surgimiento, ya no se trata tanto de contabilizar el número de marchas o
miembros del colectivo sino de reflexionar acerca de un movimiento que innovó
en la forma de hacer protesta. Con poesía y performance,
el 132 no fue sino un inmenso festival cultural, cuyas constantes fueron la
alegría de salir a bailar y cantar a la calle, y la esperanza de pensar que uno
pertenece al movimiento como último acto de resistencia ante un mundo que está
por comérselo”. Respecto al carácter festivo de la protesta, intuyo que
Messeguer no conoce bien (pues quizás no le ha tocado) el ambiente que se vive
en las manifestaciones, marchas, discursos y demás de los grupos de izquierda,
en los que lo que predomina, en buena medida como manifestación de impotencia
política, son justo esos elementos que ensalza el estudiante de la Ibero. (Es curioso cómo en
nuestro país la izquierda domina ampliamente el ámbito cultural, mas no el
político.) Pero lo que más me llama la atención es la última observación, la
que coloca el acto público en un marco apocalíptico. Desde luego que los
entusiastas del análisis posmoderno podrán exaltar la lucidez que se esconde
tras esa actitud de sentirse participante del último de los actos de
resistencia en el planeta. Sin embargo, en términos de impulsar cambios
necesarios para mejorar el país y las condiciones de vida de millones de
mexicanos pobres, el experimento de crear una organización absolutamente
horizontal, sin ideario político, alegre y festivo, y que en el mejor de los
casos podía aspirar únicamente a alcanzar una autoridad moral efímera, termina
extinguiéndose (supongo que entre buenas tocadas y reventones) para reforzar lo
que ya temíamos: que en este país la política es un trabajo irremediablemente
sucio y que no hay más que la clase política que tenemos. Otro movimiento que
ha despertado interés es el que encabeza el poeta Javier Sicilia, el Movimiento
por la Paz con
Justicia y Dignidad. En él descubrimos una acción política que apela a la
dignidad intrínseca de todos los seres humanos, a la no violencia y que
“intenta golpear con actos la conciencia y el corazón del enemigo”, como aclara
el mismo poeta en una entrevista concedida a Letras Libres en marzo de 2013. Esto lo interpreta Sicilia
literalmente como una experiencia evangélica y poética. Al igual que en el
discurso de #YoSoy132, se trata de romper con los argumentos “ideológicos” (los
de los políticos) para posicionarse desde la moral. Ahora bien, no dudo de
algunas de las bondades de estos movimientos. En particular, me parece muy
importante y de una gran sensibilidad el trabajo que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad ha
realizado por y con las víctimas y los familiares de las víctimas,
protagonistas casi olvidados en la espiral de violencia que azota a nuestro
país. Y quién duda que, por ejemplo, el EZLN, otro movimiento que ha apelado a
la poesía, haya vuelto a poner a los indígenas —los eternos olvidados en este país— en la agenda de discusión
pública, y reavivado el debate en torno a las autonomías y a los usos y
costumbres. Lo que quiero decir es que, por su concepción misma, e incluso
hasta por sus objetivos, estos movimientos se han colocado en las antípodas de
las prácticas políticas que rigen a este país y, por ello, no se han erigido (y
a veces ni pretenden hacerlo) como alternativas reales. Me parece que muchas
veces funcionan más para satisfacer aspiraciones personales, muy legítimas,
pero poco ayudan a transformar las condiciones de lo público. Además, la
polarización que provoca sus discursos de pureza moral no nos ayudan a
comprender los mecanismos institucionales que permitirían sanear y seguir de
manera más cercana la actuación de los políticos en términos morales, a través
de procedimientos de control y rendición de cuentas. En cambio, contribuye a la
idealización de la sociedad civil y oculta el hecho de que las patologías de la
clase política de este país (corrupción, favoritismo, machismo, homofobia,
fatalismo, prepotencia) no son para nada ajenas a las del resto de la sociedad
mexicana. Apelar a conversiones, exámenes de conciencia o mayor cultura
literaria entre los políticos es sumamente infantil. Si nos quedamos esperando
a que lleguen al poder “los buenos”, me temo que nos quedaremos esperando.
Tampoco puedo dejar de mencionar el hecho de que ya sabemos, o deberíamos de
saber, el tipo de consecuencias explosivas en términos de miseria humana que
acarrean las mezclas del poder político con la religión o la exaltación
estética. Por último, el convencimiento de que las convicciones políticas de
uno son las únicas avaladas por la Moral Verdadera alimenta de una forma
perversa, y con las mejores intenciones si se quiere, un mal que en buena
medida es causante del atraso de México. Me refiero al escaso respeto que los
mexicanos manifestamos por el cumplimiento de las leyes. No creo que haya
muchos países que, como en el nuestro, los principales partidos políticos
firmen un documento en el que se comprometen a cumplir con las leyes emanadas
de la Constitución, como ocurrió recientemente con el caso de la adenda al
Pacto por México. Reservarnos el derecho de obedecer o no, de cumplir o no, con
una ley desde nuestra atalaya moral es una de las causas de la baja calidad de
nuestra democracia. No se trata de defender una postura positivista a rajatabla:
hay ocasiones extremas en que no cumplir la ley es incluso moralmente
obligatorio. Aquí lo ideal es que las leyes se ajusten paulatinamente a
nuestras intuiciones morales, deliberadas públicamente, con nuestras mejores
razones, imaginación (en un ambiente festivo, si se quiere) a través de los
canales institucionales que hemos creado para el caso.
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