martes, 11 de junio de 2013

Memoria de Robert Schumann




A raíz de una escucha reciente de la Kreisleriana de Schumann en una portentosa versión de Vladimir Horowitz (muchas veces criticado por efectista y pirotécnico pero que, en esta obra, está realmente fabuloso o, en todo caso, su estilo le va muy bien a la pieza), revivo un texto sobre el compositor alemán que escribí no hace tanto, cuando se cumplieron 150 años de su muerte. En relación con lo que sostengo a continuación, creo que algo —aunque quizá no demsiado—ha cambiado en relación con Schumann en años recientes. Su persistencia en el catálogo discográfico a pesar de la crisis de la industria musical, la ejecución y grabación de obras suyas que antes se ninguneaban —como sus cuartetos, oberturas y música sacra— así como la progresiva desaparición de la costumbre de ejecutar sus sinfonías con orquestaciones de otros, nos permite hablar de una afianzamiento de su figura en el canon musical, más allá de su repertorio pianístico.


MEMORIA DE ROBERT SCHUMANN

Hace unos días se recordó el 150 aniversario de la muerte de Robert Alexander Schumann, ocurrida el 29 de julio de 1856 en un asilo psiquiátrico cerca de Bonn cuando el compositor tenía apenas 46 años de vida. De todos los grandes compositores que integran el canon de la música occidental, el caso de Schumann destaca por el hecho de que su música, tanto en la época en que fue concebida como en nuestros días, ha sido objeto de críticas que incluso pretenden restarle méritos y considerarla no tanto la obra de un artista consumado como la producción caprichosa y perdidamente romántica de un amateur talentoso y proclive al sentimentalismo fácil, con más entusiasmo que recursos técnicos o ideas expresivas claras. Su misma biografía —repleta de episodios febriles— y su final hundimiento en la locura seguramente han contribuido a fomentar esta imagen ramplona.
Sería muy sencillo declarar falsa esta interpretación bajo el cargo de ignorancia e invitar a los críticos a escuchar con más atención. Pero lo cierto es que el trabajo de Schumann no se presta a consideraciones fáciles ni a juicios unánimes; la suya es una música que a menudo suena trabajosa, que es intransigente hacia el escucha y que acaso nos pide cierta complicidad para captar sus —profusas— riquezas. Con lo de “trabajosa” me refiero a esa persistente densidad de textura, a sus extensas síncopas, irisados arabescos, fluctuaciones armónicas, sucesiones de acordes macizos y saltos enérgicos de registro, entre otras características recurrentes. Pero nada de esto debería bastar para suponer que estamos ante un músico desprovisto de disciplina formal, productor de música amorfa, como muchos críticos lo consideraron en sus días. Tampoco concuerdo con la otra imagen romántica de una música “que se desprende de los socavones de la demencia”, como se lee en el poema De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios de Francisco Hernández. El verdadero drama de Schumann y su locura consiste justamente en su lucha por no sucumbir a ella, y si bien es cierto que, hacia el final de su vida, decía que escuchaba melodías que le dictaban personalmente Schubert y Mendelssohn, bien muertos para entonces, lo habitual en esos últimos años era su conciencia de la enfermedad que lo aquejaba y de la manera progresiva en que iba acabando con sus facultades creadoras y con su capacidad para relacionarse con las personas. Hay que recordar que fue él mismo quien pidió, tras un intento de suicidio, ser internado en el asilo. Y, como han visto algunos de sus biógrafos, quizás su cultivo tardío de fugas, corales y otras formas musicales muy estrictas en términos formales, no obedecía a la exigencia de perfeccionarse en una carrera, cuyo fin ya presentía, sino a la necesidad de una terapia para tratar de frenar su inminente desintegración.
Lo aparentemente “confuso” en el arte de Schumann puede intentar explicarse en términos estilísticos, pero me parece que responde también al contenido de la música. En cuanto a lo primero, Schumann carecía del talento — o quizás sólo del interés— arquitectónico de los grandes sinfonistas que le precedieron; lo suyo era la idea rápida, el pasaje fugaz, la trama caleidoscópica, la sucesión de imágenes y sentimientos. El patchwork antes que el desarrollo lineal. Él mismo rechazó de manera explícita la rigidez formal que se esperaba en la música de su época: “¡Como si todas las imágenes mentales debieran subordinarse a una o dos formas! ¡Como si cada idea no naciera de su forma preestablecida! ¡Como si cada obra de arte no tuviese su propio sentido y por consiguiente su propia forma!” Es cierto que también trabajó en obras con estructura narrativa. Piénsese por ejemplo en Carnaval, op. 9, en las Davidbündlertänze, op. 6, o en sus hermosos ciclos de canciones, como el Dichterliebe, op. 48, o el Liederkreis, op. 39. Pero la unidad alcanzada en estos trabajos no es una unidad formal, basada de manera estricta en la forma sonata, el desarrollo de motivos o de progresiones armónicas. Ni siquiera, en el caso de las canciones, por el significado de los versos. Se trata más bien de una unidad “poética” o afectiva, no una impuesta sólo por procedimientos de escritura. De hecho, Schumann desdeña la jerarquía del recurso basado en un tema y su desarrollo e incluso, muchas veces, parece prescindir de la idea misma de una melodía con acompañamiento cuando presenta sus pensamientos como ideas armónicas y melódicas a la vez. La coherencia la proporciona, sobre todo, la unidad de la experiencia subjetiva del artista expresada en el flujo sonoro. La Fantasía, op. 17 para piano es ejemplar en este sentido. La estructura fluye directamente de las ideas musicales y de su significado personal, aunque toma de la forma sonata el “gesto”, la apariencia. Los temas se presentan no como inicios de algo, sino que se invocan, flotan y vuelven a diluirse en el tejido de la obra, no de acuerdo con su posición lógica en la trama de los sonidos, sino en función de su cualidad expresiva. En la ausencia de jerarquías formales percibo un ideal de simultaneidad en las notas y los motivos antes que un discurso que se desarrolla a plenitud conforme se avanza. Y ¿qué mantiene unidas a las ocho siniestras fantasías para piano que integran la Kresleriana, op. 16, que constituyen un todo homogéneo a pesar de los humores opuestos que las habitan? No hay melodías que predominen, la armonía es indecisa; si acaso el ritmo se presta por momentos como eje organizador de la escritura. Y el final, vivace e scherzando, desconcierta por la forma en que la música sale de escena a hurtadillas. No es para nada la conclusión ineludible dictada por la estructura precedente: es el estado equívoco, entre la incredulidad y el alivio, de quien despierta de una pesadilla.
Roland Barthes sostuvo en un famoso ensayo sobre las Kreisleriana que no escuchaba en esas piezas ninguna obra con un plan inteligible, sino el cuerpo mismo de Schumann que late, que golpea. Ciertamente hay demasiado Schumann en la música de Schumann. Diría que es algo casi obsceno. Él no es capaz de tomar una distancia objetiva respecto a su escritura. No hay momentos complacientes en sus composiciones y su música incomoda como nos incomoda una persona demasiado espontánea. Me resulta difícil creer que haya alguien a quien no le agrade la figura de Schumann pero sí su música. Uno puede, como suele suceder, odiar a Richard Wagner y amar sus óperas; desinteresarse de la vida de Mozart y vivir con su música. De ahí que quizás conocer algo de la vida de Schumann sea requisito para apreciarlo a cabalidad.
Se ha dicho de Schumann que él no reza, como Bach, no canta, como Schubert, no dialoga, como Mozart, no afirma, como Bruckner. Schumann habla, nos habla a cada uno de nosotros, al que quiera oírlo. Y lo que nos dice tiene poco de edificante: su testimonio es de perplejidad. Uno de los más grandes melodistas de la historia no se complace ni busca reconfortarnos con su canturreo. Emplea sus dotes para preguntarse quién es, qué siente, si es digno, si ama lo suficiente y con el corazón puro. Y lo que se pregunta de inmediato resuena en nosotros y se convierte en incertidumbre propia. Al explorarse, Schumann nos empuja a explorarnos. No conozco a otro músico tan capaz de hundirnos en nosotros mismos como él. Al mismo tiempo, el contenido de sus ideas musicales, la cualidad de sus temas y la inquietud de su ritmo nos hablan de una aterradora ausencia de límites, de límites entre la alegría y la pena, lo trivial y lo sublime, la risa y el llanto, la niñez y la madurez, la vigilia y el sueño, lo real y lo fantástico, lo absurdo y lo serio, lo ridículo y lo grave. Quizás también por ello incomoda. Uno se cierra ante Schumann como ante una persona demasiado explícita. No faltan en sus obras arranques de júbilo manchados por un dejo de melancolía; momentos de triunfo acompañados por una mueca burlona.
Música hecha de enigmas y de dobles sentidos, precursora temprana del expresionismo, de una belleza extraña e inquietante, la música de Schumann aún espera su verdadero reconocimiento, aquel que lo lleve a ocupar un puesto más allá de las genealogías académicas, de su posición como un eslabón importante para explicar a otros músicos y a otras músicas. Escuchemos más a Schumann.

1 comentario:

  1. Schumann, me parece el genio más imaginativo del romanticismo y qué emocionante me resulta revisar su catálogo y ver lo mucho que tengo aún por escuchar. Si con tan solo un puñado de sus obras encuentro una riqueza abrumadora, lo que me espera... Estupenda memoria de Robert.

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