miércoles, 13 de mayo de 2020

Conciertos y desconciertos pandémicos (2/2)


Esto apareció en Crónica Sonora el pasado primero de abril de 2020.


Si ahora nos alejamos un poco de los desenlaces dramáticos (estado de excepción; colapso del sistema capitalista global) y las teorías totalizantes (que reclaman la politización de todas las esferas de la vida), podemos explorar otros complejidades y tensiones que la pandemia nos evoca. Muchas son elementales, pero no por ello menos urgentes ni, a veces, menos espinosas. Por ejemplo, desde un plano predominantemente —aunque no sólo— médico, una epidemia plantea de manera cotidiana problemas como: ¿Quiénes y mediante qué tipo de sanciones están obligados a seguir trabajando durante una emergencia sanitaria producto de un virus muy contagioso? ¿Qué hacer cuando una práctica de salud pública entra en conflicto con los valores religiosos y morales de una comunidad? ¿Pueden los individuos rehusarse a recibir un tratamiento aunque se encuentren infectados y puedan infectar a otros? La opción misma entre aplicar una estrategia de mitigación (retrasar pero no detener la dispersión de la enfermedad) o una de contención (tratar de disminuir la dispersión hasta que se logre eliminar la enfermedad) conlleva sopesar muchos factores: comportamiento probable del agente infeccioso; disposición o no de una vacuna (y cuánto tiempo tomaría vacunas para todos); tamaño y características geográficas de los poblados (promedio de edad, nivel educativo, densidad poblacional, estado de las comunicaciones, etc.); existencia o no de pruebas rápidas y eficaces de diagnóstico; capacidad hospitalaria y cantidad de médicos especialistas en el país; posibles efectos económicos de una cuarentena; coordinación de los distintos niveles de gobierno; existencia de recursos monetarios extraordinarios; disposición de una población para acatar una cuarentena; etc. Todos estos asuntos combinan elementos médicos con juicios políticos, económicos, tecnológicos y éticos, y las distintas características de cada país obligarán muchas veces a tomar decisiones distintas. Por ejemplo, la aceptabilidad ética de una cuarenta será distinta según la importancia que cada sociedad conceda a la libertad individual frente al valor de la salud pública, y también puede tener implicaciones políticas significativas cuando una nación decide imponer a la fuerza a otro el aislamiento (piénsese en las diferencias entre China e Italia en cuanto a lo primero, o el cierre unilateral de la frontera entre Estados Unidos y México en cuanto a lo segundo).


Muchos de estos conflictos tienen la forma de un dilema. Estamos ante un dilema cuando nos vemos forzados a elegir una entre dos opciones, cada una de las cuales tiene al menos un rasgo positivo que nos interesaría conservar. Esto quiere decir que, sin importar cuál opción escojamos, tendremos que sacrificar algo que consideramos valioso; en un dilema no hay forma de elegir entre una situación absolutamente deseable y una absolutamente indeseable (como cuando optamos, por poner un ejemplo simplón, entre un delicioso platillo que nos place muchísimo pero que nos hace daño, y su versión vegana, muy saludable aunque insípida y de consistencia inadmisible). En ética, como en la política, los dilemas no se resuelven nunca de manera categórica; más bien, piden que se improvisen compromisos prácticos, llegar a posturas en las que se salve por lo menos lo que consideramos más valioso en una situación particular, en un sentido relativo (ser miembro de un partido político, por ejemplo, de seguro nos pide idear a cada rato compromisos de este tipo). Conviene quizá recordar que, en una cuarentena, también estamos ante un dilema, y si bien el sentido de urgencia que nos impone una epidemia nos hace obviar algunas alternativas que en otras circunstancias serían arduas, en una democracia siempre debemos tener en claro, en una suerte de balanza moral, aquello en lo que transigimos y el objetivo específico por el cual lo hacemos. Muchos ciudadanos reticentes, inseguros y apocados, pueden lograr mucho más que unos pocos héroes temerarios. A veces el simple decoro es una fuerza mayor en este tipo de situaciones. Albert Camus nos recuerda en su famosa y vigente novela La Peste (una posible lectura obligatoria para estos días de encierro) lo siguiente: “Puede que parezca una idea ridícula, pero el único modo de luchar contra la peste es con la decencia”.


La atención al detalle y a la decencia debería conducirnos a otro aspecto de la pandemia que, al menos en nuestras sociedades mayoritariamente pobres, no puede obviarse. Y es el hecho de que, aunque nos azota por igual como organismos vivos, el virus afecta de manera muy distinta a los individuos según su condición social. En un país cuya población económicamente activa pertenece en su mayoría al sector informal; donde hay pueblos y barrios en los que el agua entubada, indispensable para guardar las normas mínimas de higiene, simplemente no existe; donde hay carencia de médicos, medicinas y hospitales, desnutrición, hacinamiento y niveles educativos ínfimos, llamar a la cuarentena resulta ser un lujo o una invitación al desastre. A esto agreguemos la tradicional opacidad con que se maneja nuestra clase política, el clasismo y racismo mexicanos y el discurso errático de un presidente que siente que la agenda política del país se le ha ido de las manos para prefigurar culpables más culpables que otros si el virus causa estragos mayores a los previstos. No debemos dejar que eso pase.  


Espero que no se tome a mal que cierre este escrito con un pequeño relato. A veces con la literatura logramos distender un poco la mente pero sin renunciar a la perspicacia. Jean de La Fontaine (1621–1695) ofrece entre sus célebres fábulas una que viene a cuento para lo que he comentado sobre la disparidad de efectos entre las víctimas de una epidemia. Se llama Los animales con peste (Les Animaux malades de la peste). Leemos en ella que, ante la peste, todos los animales son iguales. El león, consabido rey de las bestias, observaba un día cómo el mal hacía la guerra contra todos los animales y cómo “aunque no morían todos, todos eran golpeados”. Pronto los campos se cubrieron de enfermos miserables y de cadáveres. Ante tanta y tan extendida desgracia, el monarca llamó a sus súbditos a Consejo y, para aplacar a los cielos y detener la plaga, propuso sacrificar a quien resulte ser el peor delincuente del reino; así moriría el culpable y no el inocente. Magnánimo, el león sugirió ser él mismo el sacrificado: “Yo, cruel, sanguinario, he devorado inocentes corderos, ya vacas, ya terneros; y he sido a fuerza de delito tanto de la selva terror, del bosque espanto. Empero, es deseable que cada uno como yo se acuse: que es de estricta justicia que sólo perezca el más culpable”. Entonces la zorra, siempre astuta en este tipo de narraciones, convenció al rey con halagos y embustes de que, bien visto, las bestias muertas por su señoría “debieran más agradeceros el honor especial que les hicisteis, pues en manjar real los convertisteis”. Tras el obligado aplauso general, siguieron los discursos de robos y muertes a millares del tigre, la comadreja y el oso, ninguno de los cuales pareció, tan espléndidos ellos en su rapacidad, ni más ni menos culpables que el león. Y en ésas andaban cuando el asno, medio despistado, exclamó: “Yo me acuso de que, al pasar por un campo este verano, yo hambriento y el lozano, sin guarda ni testigo, caí en la tentación y unas matitas trasquilé del prado”. Al instante muchas voces prorrumpieron: “¡Horror de horrores!” “¡Devorar la hierba ajena!” “Y un jumento”. Así los animales encontraron a la peor de las bestias, a la que serviría como expiación. El rey dictó sentencia de muerte y la ejecutó el lobo. La Fontaine concluye, como se estila en las fábulas, con una moraleja:



Te juzgarán virtuoso
Si eres aunque perverso, poderoso;
Y aunque bueno, por malo detestable,
Cuando te miran pobre miserable.

Conciertos y desconciertos pandémicos (1/2)


Esto se publicó el pasado 30 de marzo en Crónica Sonora



No cabe duda que a la filosofía le convienen los plazos dilatados, la reflexión post facto. Por algo Hegel la equiparó con el “búho de Minerva, que alza el vuelo hasta que oscurece”. Al revisar un poco los comentarios de diversos filósofos sobre la pandemia del coronavirus, me topo con unas notas de Giorgio Agamben que me hacen recordar que las prisas no van bien con el buen razonamiento. Lo que el pensador italiano indica es que el clima de pánico producido por el virus se explica 1) como una manifestación “de la tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno” y 2) como “un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerlo”. Una vez agotado el terrorismo como justificación para las medidas de excepción, remata el filósofo, “la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas más allá de todos los límites” (los tres textos a los que me refiero del autor —La invención de una epidemia”, “Contagio” y Aclaraciones”— pueden consultarse en su versión original en <https://www.quodlibet.it/>).


En un par de comentarios más, Agamben añade elementos para apuntalar su posición. Ya  no habla más de la “invención” (l’invenzione) de una “supuesta” (supposta) epidemia, pero insiste en cómo el actual estado de emergencia guarda continuidad con el combate al terrorismo —los sospechosos de estar contagiados se consideran “exactamente como (esattamente come) terroristas en potencia”—, menciona el “pánico que se busca (che si cerca) propagar” y asegura que lo más preocupante es que, después de la crisis, los gobiernos buscarán continuar con “los experimentos (gli esperimenti) que no habían conseguido realizar antes”: cierre de escuelas, fin de todas las reuniones políticas y culturales, comunicación estrictamente digital entre los seres humanos. Los comentarios de Agamben han suscitado muchas reacciones entusiastas y otras críticas, como las de su amigo y colega Jean-Luc Nancy <https://ficciondelarazon.org/2020/02/28/jean-luc-nancy-excepcion-viral/>.


Todo esto que dice Agamben me parecería extrañamente desorbitado (una teoría conspirativa más, aunque proveniente de un pensador prestigioso) de no ser porque en varios libros ha expuesto análisis brillantes de algunos de los conceptos con los que busca explicar la naturaleza del poder político y que son los mismos que pretende aplicar, acaso con algo de arrebato, para comprender la situación de hoy en Italia (como “estado de excepción” y “nuda vida”). Parecería tener prisa por ver confirmadas sus tesis en un suceso de actualidad y con ello se olvida de los matices (o de las amplias diferencias). Se trata de una maña común entre muchos pensadores de cualquier época que ansían que los conceptos grandiosos que cuesta tanto trabajo idear (“dialéctica”, “autonomía”, “contrato social”, “lucha de clases”, “derechos”) abarquen a toda costa cualquier asunto —y, si se puede, desde el plano de la eternidad—. 


Otro pensador muy popular, Slavoj Žižek, el denominado Elvis de la filosofía (aunque más bien podría recordar a una mezcla entre Marilyn Manson y Lady Gaga) ha escrito hace poco un artículo rocambolesco en el que compara el coronavirus con un golpe de karate estilo Kill Bill que asestará un ataque mortal al corazón del capitalismo global y nos llevará a “reinventar el comunismo” <https://www.rt.com/op-ed/481831-coronavirus-kill-bill-capitalism-communism/>. Y ahora, en lo que de seguro ha sido un tiempo récord, el esloveno ha concluido y publicado un libro suyo el coronavirus. Pero no me interesa tanto criticar las notas de Agamben y, menos aún, los despropósitos de Žižek; más bien lo tomo como pretexto para reflexionar, o quizá sólo para exteriorizar algunos de mis desconciertos, en torno a la filosofía y la actual pandemia.


A los filósofos siempre les ha intrigado el mal natural, es decir, las desgracias con que nos fustigan periódicamente terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas, enfermedades, sequías y otras calamidades. A nuestros antepasados lejanos les angustiaba descifrar un sentido piadoso en los porrazos que nos propina nuestro entorno (“¿Qué habremos hecho para merecer esto?”); después,  alcanzamos con la Ilustración un máximo de optimismo con la teodicea de Leibniz (“Éste es el mejor de los mundos posibles”) para transitar un poco más tarde, más o menos a partir del siglo XVIII (piénsese, por ejemplo, en el Cándido de Voltaire), a la contemplación tristona y resignada de nuestra fragilidad natural (“Que cada quien cuide su propio jardín”). Y de este pesimismo moderado hemos pasado, al parecer, a la mirada entre recelosa y morbosa que prodigamos hoy a nuestros congéneres y gobiernos para saber de qué están hechos en tiempos adversos (“¿Y para qué diablos querrán tanto papel sanitario?”). Ya no son muchos los que buscan jeroglíficos en los fenómenos naturales; nos atraen en cambio las muestras de heroísmo o perversidad de los actores en una tragedia y a los filósofos les fascinan las formas en que buscamos dominarnos los unos a los otros, y en particular las estructuras de poder político que se corresponden en forma supuestamente nítida con cada uno de nuestros miedos. 


“Una sociedad que vive en un estado de emergencia perpetua no puede ser una sociedad libre”, asegura Agamben. Fuera de contexto, suena a frase de relumbrón, tirándole a tautología. Pero con ella Agamben explora (y denuncia) las formas en que un estado de excepción prolongado (como el de una emergencia sanitaria) puede acostumbrarnos de manera peligrosa a no darnos cuenta cómo nuestras vidas comienzan a reducirse a su condición puramente biológica, y a perder de vista sus aspectos sociales, políticos y afectivos (los propiamente humanos). A diferencia de los muchos que proclaman, no sin afectación, que el miedo a perder la vida es algo que une a los hombres, Agamben advierte que en realidad “los ciega y los separa”. Las “razones de seguridad” que se nos imponen y los sacrificios que se nos piden pueden conducirnos a la supervivencia, pero a costa del temor, la inseguridad y una sociedad en la que “nuestro prójimo ha sido abolido”. Lo que está en el fondo de la discusión y del malestar que revela no es, pues, si queremos vivir, sino cómo queremos vivir, qué tipo de vida vale la pena de ser vivida. 


Todo esto está muy bien, pero ¿no les sucede un poco, como a mí, que todo esto de entrever distopías tan siniestras me suena lejano —por no decir irrespetuoso— ante los apuros cotidianos,  el sentimiento de extrañeza, los desafíos médicos, el desasosiego, la ansiedad por la salud propia y la de las personas cercanas y la tristeza por los muertos en muchas ciudades de China, España o Italia? ¿Privilegios, quizá, de filósofos arrellanados en su Himalaya intelectual? Por otro lado, podría criticarse también el afán por adelantar una agenda política en un contexto que exige más bien dejar de lado ese tipo de diferencias para atender lo apremiante (pero nótese la estructura lógica de este tipo de especulaciones totalizantes: criticarlas en tiempos de emergencia sería en sí mismo la puesta en marcha de un mecanismo de dominio que, desde luego, sólo las reafirma). 


Ciertamente hay que concurrir con este tipo de enfoques en su insistencia en el peligro que conlleva la politización de una epidemia: desde su empleo como arma en guerras comerciales, ideológicas y para atizar nacionalismos rancios (Donald Trump insiste en hablar del “virus chino”), hasta su uso interno, tanto gobiernista como opositor, en países como el nuestro, donde un gobernador ya nos explicó que los pobres son inmunes al virus; el presidente confió en que saldremos adelante ya que “por nuestras culturas somos muy resistentes a todas las calamidades” y una parte importante de la oposición política parece apostar con ansias al desastre con tal de ver confirmadas sus críticas al gobierno federal. Una cosa es segura, y es que no hay decisiones meramente “técnicas” o “científicas” para responder con eficacia a la pandemia, por lo que, excesos politiqueros aparte, cualquier estrategia sanitaria conllevará, como se ha visto estos días, consecuencias políticas, sociales, económicas y culturales que otros expertos tendrán que sopesar. Y aquí la filosofía debe también, sin duda, medir el alcance de sus elucubraciones so pena de minimizar (o dar la apariencia de minimizar) las otras dimensiones del drama.

Más que un tránsito hacia el totalitarismo administrado con pulcritud diabólica por los Estados nacionales (o más allá del fatal colapso del sistema capitalismo y el despertar del “verdadero comunismo”), la pandemia ha acentuado, entre otras tantas cosas, las limitaciones de una globalización muy incompleta que ha respondido de manera nacional —y por ello limitada— a un fenómeno planetario. Quizá el caso más lamentable en este sentido haya sido el de la Unión Europea—la región más integrada política y económicamente—, pero también hay que voltear a mirar la falta de autoridad moral y política de la ONU y las críticas a la competencia técnica de la OMS que han planteado algunos especialistas. Las reacciones tan distintas por parte de los gobiernos de los países afectados no se debieron sólo al desconocimiento real del comportamiento del nuevo virus, sino a la atención de agendas internas atadas sobre todo a lo económico y en buena medida también a la fortaleza o debilidad civil de las sociedades a las que hay que imponer las medidas de contención sanitaria y que verían así afectados algunos de sus derechos más básicos como el de libre tránsito, reunión o trabajo. Veo, pues, un panorama muy distinto al de una convergencia totalitaria (o al del nacimiento de una conciencia progresista global): ciudadanos solidarios que, sin abandonar sus diferencias políticas, se encierran para no contagiar ni contagiarse; grupos de personas que se niegan al confinamiento y, apelando a sus derechos individuales, pretenden a toda costa llevar una existencia normal; gobiernos que deciden detener sus economías y gobiernos que deciden no hacerlo, o hacerlo sólo en el último momento; gobiernos con credibilidad y gobiernos sin credibilidad alguna ante sus ciudadanos (y toda la gama intermedia entre estos dos extremos); secretarías y ministerios de salud veraces y otros no tanto; empresarios solidarios y empresarios rapaces; algunas o muchas dificultades para aplicar medidas de control (en las democracias occidentales) y pocas o nulas dificultades para hacerlo (en las sociedades orientales, más habituadas al autoritarismo y a la obediencia política). Sospecho también una serie de consecuencias políticas en este momento impredecibles pero de seguro muy variadas y que en alguna medida dependerán del éxito o fracaso de cada país en atajar las consecuencias económicas y humanas de la pandemia. Tampoco pienso que las libertades se verán afectadas en los países en las que son más robustas, aunque en los lugares en los que no es así los mecanismos de sujeción y control político probablemente se verán reforzados, como en el caso chino. Circula un pequeño aunque recomendable documental sobre China y la epidemia de la Deutsche Welle en <https://www.dw.com/es/china-diario-de-una-cuarentena/av-52800736>. Supongo que en cierto sentido prefiero, incluso en medio de una crisis del tipo que nos azota, las imágenes de desconcierto y desbarajuste que vimos en Madrid o Milán que el orden escrupuloso y lúgubre que puede apreciarse en este testimonio de las calles en Pekín.