Esto apareció en Crónica Sonora el pasado primero de abril de 2020.
Si
ahora nos alejamos un poco de los desenlaces dramáticos (estado de excepción;
colapso del sistema capitalista global) y las teorías totalizantes (que
reclaman la politización de todas las esferas de la vida), podemos explorar
otros complejidades y tensiones que la pandemia nos evoca. Muchas son
elementales, pero no por ello menos urgentes ni, a veces, menos espinosas. Por
ejemplo, desde un plano predominantemente —aunque no sólo— médico, una epidemia
plantea de manera cotidiana problemas como: ¿Quiénes y mediante qué tipo de
sanciones están obligados a seguir trabajando durante una emergencia sanitaria
producto de un virus muy contagioso? ¿Qué hacer cuando una práctica de salud
pública entra en conflicto con los valores religiosos y morales de una
comunidad? ¿Pueden los individuos rehusarse a recibir un tratamiento aunque se
encuentren infectados y puedan infectar a otros? La opción misma entre aplicar
una estrategia de mitigación (retrasar pero no detener la dispersión de la
enfermedad) o una de contención (tratar de disminuir la dispersión hasta que se
logre eliminar la enfermedad) conlleva sopesar muchos factores: comportamiento
probable del agente infeccioso; disposición o no de una vacuna (y cuánto tiempo
tomaría vacunas para todos); tamaño y características geográficas de los poblados
(promedio de edad, nivel educativo, densidad poblacional, estado de las
comunicaciones, etc.); existencia o no de pruebas rápidas y eficaces de
diagnóstico; capacidad hospitalaria y cantidad de médicos especialistas en el
país; posibles efectos económicos de una cuarentena; coordinación de los
distintos niveles de gobierno; existencia de recursos monetarios extraordinarios;
disposición de una población para acatar una cuarentena; etc. Todos estos
asuntos combinan elementos médicos con juicios políticos, económicos,
tecnológicos y éticos, y las distintas características de cada país obligarán
muchas veces a tomar decisiones distintas. Por ejemplo, la aceptabilidad ética
de una cuarenta será distinta según la importancia que cada sociedad conceda a
la libertad individual frente al valor de la salud pública, y también puede
tener implicaciones políticas significativas cuando una nación decide imponer a
la fuerza a otro el aislamiento (piénsese en las diferencias entre China e
Italia en cuanto a lo primero, o el cierre unilateral de la frontera entre
Estados Unidos y México en cuanto a lo segundo).
Muchos
de estos conflictos tienen la forma de un dilema. Estamos ante un dilema cuando
nos vemos forzados a elegir una entre dos opciones, cada una de las cuales tiene
al menos un rasgo positivo que nos interesaría conservar. Esto quiere decir
que, sin importar cuál opción escojamos, tendremos que sacrificar algo que
consideramos valioso; en un dilema no hay forma de elegir entre una situación absolutamente
deseable y una absolutamente indeseable (como cuando optamos, por poner un
ejemplo simplón, entre un delicioso platillo que nos place muchísimo pero que nos
hace daño, y su versión vegana, muy saludable aunque insípida y de consistencia
inadmisible). En ética, como en la política, los dilemas no se resuelven nunca
de manera categórica; más bien, piden que se improvisen compromisos prácticos,
llegar a posturas en las que se salve por lo menos lo que consideramos más
valioso en una situación particular, en un sentido relativo (ser miembro de un
partido político, por ejemplo, de seguro nos pide idear a cada rato compromisos
de este tipo). Conviene quizá recordar que, en una cuarentena, también estamos
ante un dilema, y si bien el sentido de urgencia que nos impone una epidemia
nos hace obviar algunas alternativas que en otras circunstancias serían arduas,
en una democracia siempre debemos tener en claro, en una suerte de balanza moral,
aquello en lo que transigimos y el objetivo específico por el cual lo hacemos.
Muchos ciudadanos reticentes, inseguros y apocados, pueden lograr mucho más que
unos pocos héroes temerarios. A veces el simple decoro es una fuerza mayor en
este tipo de situaciones. Albert Camus nos recuerda en su famosa y vigente novela
La Peste (una posible lectura
obligatoria para estos días de encierro) lo siguiente: “Puede que parezca una
idea ridícula, pero el único modo de luchar contra la peste es con la
decencia”.
La
atención al detalle y a la decencia debería conducirnos a otro aspecto de la
pandemia que, al menos en nuestras sociedades mayoritariamente pobres, no puede
obviarse. Y es el hecho de que, aunque nos azota por igual como organismos
vivos, el virus afecta de manera muy distinta a los individuos según su
condición social. En un país cuya población económicamente activa pertenece en
su mayoría al sector informal; donde hay pueblos y barrios en los que el agua entubada,
indispensable para guardar las normas mínimas de higiene, simplemente no
existe; donde hay carencia de médicos, medicinas y hospitales, desnutrición,
hacinamiento y niveles educativos ínfimos, llamar a la cuarentena resulta ser
un lujo o una invitación al desastre. A esto agreguemos la tradicional opacidad
con que se maneja nuestra clase política, el clasismo y racismo mexicanos y el
discurso errático de un presidente que siente que la agenda política del país
se le ha ido de las manos para prefigurar culpables más culpables que otros si
el virus causa estragos mayores a los previstos. No debemos dejar que eso
pase.
Espero
que no se tome a mal que cierre este escrito con un pequeño relato. A veces con
la literatura logramos distender un poco la mente pero sin renunciar a la
perspicacia. Jean de La Fontaine (1621–1695) ofrece entre sus célebres fábulas
una que viene a cuento para lo que he comentado sobre la disparidad de efectos
entre las víctimas de una epidemia. Se llama Los animales con peste (Les
Animaux malades de la peste). Leemos en ella que, ante la peste, todos los
animales son iguales. El león, consabido rey de las bestias, observaba un día cómo
el mal hacía la guerra contra todos los animales y cómo “aunque no morían
todos, todos eran golpeados”. Pronto los campos se cubrieron de enfermos
miserables y de cadáveres. Ante tanta y tan extendida desgracia, el monarca llamó
a sus súbditos a Consejo y, para aplacar a los cielos y detener la plaga, propuso
sacrificar a quien resulte ser el peor delincuente del reino; así moriría el
culpable y no el inocente. Magnánimo, el león sugirió ser él mismo el
sacrificado: “Yo, cruel, sanguinario, he devorado inocentes corderos, ya vacas,
ya terneros; y he sido a fuerza de delito tanto de la selva terror, del bosque
espanto. Empero, es deseable que cada uno como yo se acuse: que es de estricta
justicia que sólo perezca el más culpable”. Entonces la zorra, siempre astuta en
este tipo de narraciones, convenció al rey con halagos y embustes de que, bien
visto, las bestias muertas por su señoría “debieran más agradeceros el honor
especial que les hicisteis, pues en manjar real los convertisteis”. Tras el
obligado aplauso general, siguieron los discursos de robos y muertes a millares
del tigre, la comadreja y el oso, ninguno de los cuales pareció, tan
espléndidos ellos en su rapacidad, ni más ni menos culpables que el león. Y en
ésas andaban cuando el asno, medio despistado, exclamó: “Yo me acuso de que, al
pasar por un campo este verano, yo hambriento y el lozano, sin guarda ni
testigo, caí en la tentación y unas matitas trasquilé del prado”. Al instante
muchas voces prorrumpieron: “¡Horror de horrores!” “¡Devorar la hierba ajena!”
“Y un jumento”. Así los animales encontraron a la peor de las bestias, a la que
serviría como expiación. El rey dictó sentencia de muerte y la ejecutó el lobo.
La Fontaine concluye, como se estila en las fábulas, con una moraleja:
Te
juzgarán virtuoso
Si eres aunque perverso, poderoso;
Y aunque bueno, por malo detestable,
Cuando te miran pobre miserable.
Si eres aunque perverso, poderoso;
Y aunque bueno, por malo detestable,
Cuando te miran pobre miserable.
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