Esto se publicó el pasado 30 de marzo en Crónica Sonora
No cabe duda que a la filosofía
le convienen los plazos dilatados, la reflexión post facto. Por algo Hegel la equiparó con el “búho de Minerva, que
alza el vuelo hasta que oscurece”. Al revisar un poco los comentarios de
diversos filósofos sobre la pandemia del coronavirus, me topo con unas notas de
Giorgio Agamben que me hacen recordar que las prisas no van bien con el buen
razonamiento. Lo que el pensador italiano indica es que el clima de pánico
producido por el virus se explica 1) como una manifestación “de la tendencia
creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno” y
2) como “un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos
que ahora intervienen para satisfacerlo”. Una vez agotado el terrorismo como
justificación para las medidas de excepción, remata el filósofo, “la invención
de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas más allá de
todos los límites” (los tres textos a los que me refiero del autor —La
invención de una epidemia”, “Contagio” y Aclaraciones”— pueden consultarse en
su versión original en <https://www.quodlibet.it/>).
En un par de comentarios más,
Agamben añade elementos para apuntalar su posición. Ya no habla más de la “invención” (l’invenzione) de una “supuesta” (supposta) epidemia, pero insiste en cómo
el actual estado de emergencia guarda continuidad con el combate al terrorismo
—los sospechosos de estar contagiados se consideran “exactamente como (esattamente come) terroristas en
potencia”—, menciona el “pánico que se busca (che si cerca) propagar” y asegura que lo más preocupante es que,
después de la crisis, los gobiernos buscarán continuar con “los experimentos (gli esperimenti)
que no habían conseguido realizar antes”: cierre de escuelas, fin de todas las
reuniones políticas y culturales, comunicación estrictamente digital entre los
seres humanos. Los comentarios de Agamben han suscitado muchas reacciones
entusiastas y otras críticas, como las de su amigo y colega Jean-Luc Nancy <https://ficciondelarazon.org/2020/02/28/jean-luc-nancy-excepcion-viral/>.
Todo esto que dice Agamben me
parecería extrañamente desorbitado (una teoría conspirativa más, aunque proveniente
de un pensador prestigioso) de no ser porque en varios libros ha expuesto
análisis brillantes de algunos de los conceptos con los que busca explicar la
naturaleza del poder político y que son los mismos que pretende aplicar, acaso con
algo de arrebato, para comprender la situación de hoy en Italia (como “estado de
excepción” y “nuda vida”). Parecería tener prisa por ver confirmadas sus tesis
en un suceso de actualidad y con ello se olvida de los matices (o de las amplias
diferencias). Se trata de una maña común entre muchos pensadores de cualquier
época que ansían que los conceptos grandiosos que cuesta tanto trabajo idear
(“dialéctica”, “autonomía”, “contrato social”, “lucha de clases”, “derechos”) abarquen
a toda costa cualquier asunto —y, si se puede, desde el plano de la eternidad—.
Otro pensador muy popular, Slavoj
Žižek, el denominado Elvis de la
filosofía (aunque más bien podría recordar a una mezcla entre Marilyn Manson y
Lady Gaga) ha escrito hace poco un artículo rocambolesco en el que compara el
coronavirus con un golpe de karate estilo Kill
Bill que asestará un ataque mortal al corazón del capitalismo global y nos
llevará a “reinventar el comunismo” <https://www.rt.com/op-ed/481831-coronavirus-kill-bill-capitalism-communism/>.
Y ahora, en lo que de seguro ha sido un tiempo récord, el esloveno ha concluido
y publicado un libro suyo el coronavirus. Pero no me interesa tanto criticar
las notas de Agamben y, menos aún, los despropósitos de Žižek; más bien lo tomo
como pretexto para reflexionar, o quizá sólo para exteriorizar algunos de mis
desconciertos, en torno a la filosofía y la actual pandemia.
A los filósofos siempre les ha
intrigado el mal natural, es decir, las desgracias con que nos fustigan
periódicamente terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas, enfermedades,
sequías y otras calamidades. A nuestros antepasados lejanos les angustiaba
descifrar un sentido piadoso en los porrazos que nos propina nuestro entorno (“¿Qué
habremos hecho para merecer esto?”); después, alcanzamos con la Ilustración un máximo de
optimismo con la teodicea de Leibniz (“Éste es el mejor de los mundos
posibles”) para transitar un poco más tarde, más o menos a partir del siglo
XVIII (piénsese, por ejemplo, en el Cándido
de Voltaire), a la contemplación tristona y resignada de nuestra fragilidad natural
(“Que cada quien cuide su propio jardín”). Y de este pesimismo moderado hemos
pasado, al parecer, a la mirada entre recelosa y morbosa que prodigamos hoy a
nuestros congéneres y gobiernos para saber de qué están hechos en tiempos
adversos (“¿Y para qué diablos querrán tanto papel sanitario?”). Ya no son
muchos los que buscan jeroglíficos en los fenómenos naturales; nos atraen en
cambio las muestras de heroísmo o perversidad de los actores en una tragedia y
a los filósofos les fascinan las formas en que buscamos dominarnos los unos a
los otros, y en particular las estructuras de poder político que se
corresponden en forma supuestamente nítida con cada uno de nuestros miedos.
“Una sociedad que vive en un
estado de emergencia perpetua no puede ser una sociedad libre”, asegura
Agamben. Fuera de contexto, suena a frase de relumbrón, tirándole a tautología.
Pero con ella Agamben explora (y denuncia) las formas en que un estado de
excepción prolongado (como el de una emergencia sanitaria) puede acostumbrarnos
de manera peligrosa a no darnos cuenta cómo nuestras vidas comienzan a
reducirse a su condición puramente biológica, y a perder de vista sus aspectos
sociales, políticos y afectivos (los propiamente humanos). A diferencia de los
muchos que proclaman, no sin afectación, que el miedo a perder la vida es algo
que une a los hombres, Agamben advierte que en realidad “los ciega y los
separa”. Las “razones de seguridad” que se nos imponen y los sacrificios que se
nos piden pueden conducirnos a la supervivencia, pero a costa del temor, la
inseguridad y una sociedad en la que “nuestro prójimo ha sido abolido”. Lo que
está en el fondo de la discusión y del malestar que revela no es, pues, si
queremos vivir, sino cómo queremos vivir, qué tipo de vida vale la pena de ser
vivida.
Todo esto está muy bien, pero ¿no
les sucede un poco, como a mí, que todo esto de entrever distopías tan
siniestras me suena lejano —por no decir irrespetuoso— ante los apuros
cotidianos, el sentimiento de extrañeza,
los desafíos médicos, el desasosiego, la ansiedad por la salud propia y la de
las personas cercanas y la tristeza por los muertos en muchas ciudades de
China, España o Italia? ¿Privilegios, quizá, de filósofos arrellanados en su
Himalaya intelectual? Por otro lado, podría criticarse también el afán por
adelantar una agenda política en un contexto que exige más bien dejar de lado
ese tipo de diferencias para atender lo apremiante (pero nótese la estructura
lógica de este tipo de especulaciones totalizantes: criticarlas en tiempos de
emergencia sería en sí mismo la puesta en marcha de un mecanismo de dominio que,
desde luego, sólo las reafirma).
Ciertamente hay que concurrir con
este tipo de enfoques en su insistencia en el peligro que conlleva la
politización de una epidemia: desde su empleo como arma en guerras comerciales,
ideológicas y para atizar nacionalismos rancios (Donald Trump insiste en hablar
del “virus chino”), hasta su uso interno, tanto gobiernista como opositor, en
países como el nuestro, donde un gobernador ya nos explicó que los pobres son
inmunes al virus; el presidente confió en que saldremos adelante ya que “por
nuestras culturas somos muy resistentes a todas las calamidades” y una parte
importante de la oposición política parece apostar con ansias al desastre con
tal de ver confirmadas sus críticas al gobierno federal. Una cosa es segura, y es
que no hay decisiones meramente “técnicas” o “científicas” para responder con
eficacia a la pandemia, por lo que, excesos politiqueros aparte, cualquier
estrategia sanitaria conllevará, como se ha visto estos días, consecuencias
políticas, sociales, económicas y culturales que otros expertos tendrán que
sopesar. Y aquí la filosofía debe también, sin duda, medir el alcance de sus
elucubraciones so pena de minimizar (o dar la apariencia de minimizar) las
otras dimensiones del drama.
Más que un tránsito
hacia el totalitarismo administrado con pulcritud diabólica por los Estados
nacionales (o más allá del fatal colapso del sistema capitalismo y el despertar
del “verdadero comunismo”), la pandemia ha acentuado, entre otras tantas cosas,
las limitaciones de una globalización muy incompleta que ha respondido de
manera nacional —y por ello limitada— a un fenómeno planetario. Quizá el caso
más lamentable en este sentido haya sido el de la Unión Europea—la región más
integrada política y económicamente—, pero también hay que voltear a mirar la
falta de autoridad moral y política de la ONU y las críticas a la competencia
técnica de la OMS que han planteado algunos especialistas. Las reacciones tan
distintas por parte de los gobiernos de los países afectados no se debieron sólo
al desconocimiento real del comportamiento del nuevo virus, sino a la atención
de agendas internas atadas sobre todo a lo económico y en buena medida también
a la fortaleza o debilidad civil de las sociedades a las que hay que imponer las
medidas de contención sanitaria y que verían así afectados algunos de sus
derechos más básicos como el de libre tránsito, reunión o trabajo. Veo, pues,
un panorama muy distinto al de una convergencia totalitaria (o al del
nacimiento de una conciencia progresista global): ciudadanos solidarios que,
sin abandonar sus diferencias políticas, se encierran para no contagiar ni
contagiarse; grupos de personas que se niegan al confinamiento y, apelando a
sus derechos individuales, pretenden a toda costa llevar una existencia normal;
gobiernos que deciden detener sus economías y gobiernos que deciden no hacerlo,
o hacerlo sólo en el último momento; gobiernos con credibilidad y gobiernos sin
credibilidad alguna ante sus ciudadanos (y toda la gama intermedia entre estos
dos extremos); secretarías y ministerios de salud veraces y otros no tanto; empresarios
solidarios y empresarios rapaces; algunas o muchas dificultades para aplicar
medidas de control (en las democracias occidentales) y pocas o nulas dificultades
para hacerlo (en las sociedades orientales, más habituadas al autoritarismo y a
la obediencia política). Sospecho también una serie de consecuencias políticas
en este momento impredecibles pero de seguro muy variadas y que en alguna
medida dependerán del éxito o fracaso de cada país en atajar las consecuencias
económicas y humanas de la pandemia. Tampoco pienso que las libertades se verán
afectadas en los países en las que son más robustas, aunque en los lugares en
los que no es así los mecanismos de sujeción y control político probablemente
se verán reforzados, como en el caso chino. Circula un pequeño aunque
recomendable documental sobre China y la epidemia de la Deutsche Welle en <https://www.dw.com/es/china-diario-de-una-cuarentena/av-52800736>.
Supongo que en cierto sentido prefiero, incluso en medio de una crisis del tipo
que nos azota, las imágenes de desconcierto y desbarajuste que vimos en Madrid
o Milán que el orden escrupuloso y lúgubre que puede apreciarse en este testimonio
de las calles en Pekín.
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