miércoles, 13 de mayo de 2020

Conciertos y desconciertos pandémicos (1/2)


Esto se publicó el pasado 30 de marzo en Crónica Sonora



No cabe duda que a la filosofía le convienen los plazos dilatados, la reflexión post facto. Por algo Hegel la equiparó con el “búho de Minerva, que alza el vuelo hasta que oscurece”. Al revisar un poco los comentarios de diversos filósofos sobre la pandemia del coronavirus, me topo con unas notas de Giorgio Agamben que me hacen recordar que las prisas no van bien con el buen razonamiento. Lo que el pensador italiano indica es que el clima de pánico producido por el virus se explica 1) como una manifestación “de la tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno” y 2) como “un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerlo”. Una vez agotado el terrorismo como justificación para las medidas de excepción, remata el filósofo, “la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas más allá de todos los límites” (los tres textos a los que me refiero del autor —La invención de una epidemia”, “Contagio” y Aclaraciones”— pueden consultarse en su versión original en <https://www.quodlibet.it/>).


En un par de comentarios más, Agamben añade elementos para apuntalar su posición. Ya  no habla más de la “invención” (l’invenzione) de una “supuesta” (supposta) epidemia, pero insiste en cómo el actual estado de emergencia guarda continuidad con el combate al terrorismo —los sospechosos de estar contagiados se consideran “exactamente como (esattamente come) terroristas en potencia”—, menciona el “pánico que se busca (che si cerca) propagar” y asegura que lo más preocupante es que, después de la crisis, los gobiernos buscarán continuar con “los experimentos (gli esperimenti) que no habían conseguido realizar antes”: cierre de escuelas, fin de todas las reuniones políticas y culturales, comunicación estrictamente digital entre los seres humanos. Los comentarios de Agamben han suscitado muchas reacciones entusiastas y otras críticas, como las de su amigo y colega Jean-Luc Nancy <https://ficciondelarazon.org/2020/02/28/jean-luc-nancy-excepcion-viral/>.


Todo esto que dice Agamben me parecería extrañamente desorbitado (una teoría conspirativa más, aunque proveniente de un pensador prestigioso) de no ser porque en varios libros ha expuesto análisis brillantes de algunos de los conceptos con los que busca explicar la naturaleza del poder político y que son los mismos que pretende aplicar, acaso con algo de arrebato, para comprender la situación de hoy en Italia (como “estado de excepción” y “nuda vida”). Parecería tener prisa por ver confirmadas sus tesis en un suceso de actualidad y con ello se olvida de los matices (o de las amplias diferencias). Se trata de una maña común entre muchos pensadores de cualquier época que ansían que los conceptos grandiosos que cuesta tanto trabajo idear (“dialéctica”, “autonomía”, “contrato social”, “lucha de clases”, “derechos”) abarquen a toda costa cualquier asunto —y, si se puede, desde el plano de la eternidad—. 


Otro pensador muy popular, Slavoj Žižek, el denominado Elvis de la filosofía (aunque más bien podría recordar a una mezcla entre Marilyn Manson y Lady Gaga) ha escrito hace poco un artículo rocambolesco en el que compara el coronavirus con un golpe de karate estilo Kill Bill que asestará un ataque mortal al corazón del capitalismo global y nos llevará a “reinventar el comunismo” <https://www.rt.com/op-ed/481831-coronavirus-kill-bill-capitalism-communism/>. Y ahora, en lo que de seguro ha sido un tiempo récord, el esloveno ha concluido y publicado un libro suyo el coronavirus. Pero no me interesa tanto criticar las notas de Agamben y, menos aún, los despropósitos de Žižek; más bien lo tomo como pretexto para reflexionar, o quizá sólo para exteriorizar algunos de mis desconciertos, en torno a la filosofía y la actual pandemia.


A los filósofos siempre les ha intrigado el mal natural, es decir, las desgracias con que nos fustigan periódicamente terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas, enfermedades, sequías y otras calamidades. A nuestros antepasados lejanos les angustiaba descifrar un sentido piadoso en los porrazos que nos propina nuestro entorno (“¿Qué habremos hecho para merecer esto?”); después,  alcanzamos con la Ilustración un máximo de optimismo con la teodicea de Leibniz (“Éste es el mejor de los mundos posibles”) para transitar un poco más tarde, más o menos a partir del siglo XVIII (piénsese, por ejemplo, en el Cándido de Voltaire), a la contemplación tristona y resignada de nuestra fragilidad natural (“Que cada quien cuide su propio jardín”). Y de este pesimismo moderado hemos pasado, al parecer, a la mirada entre recelosa y morbosa que prodigamos hoy a nuestros congéneres y gobiernos para saber de qué están hechos en tiempos adversos (“¿Y para qué diablos querrán tanto papel sanitario?”). Ya no son muchos los que buscan jeroglíficos en los fenómenos naturales; nos atraen en cambio las muestras de heroísmo o perversidad de los actores en una tragedia y a los filósofos les fascinan las formas en que buscamos dominarnos los unos a los otros, y en particular las estructuras de poder político que se corresponden en forma supuestamente nítida con cada uno de nuestros miedos. 


“Una sociedad que vive en un estado de emergencia perpetua no puede ser una sociedad libre”, asegura Agamben. Fuera de contexto, suena a frase de relumbrón, tirándole a tautología. Pero con ella Agamben explora (y denuncia) las formas en que un estado de excepción prolongado (como el de una emergencia sanitaria) puede acostumbrarnos de manera peligrosa a no darnos cuenta cómo nuestras vidas comienzan a reducirse a su condición puramente biológica, y a perder de vista sus aspectos sociales, políticos y afectivos (los propiamente humanos). A diferencia de los muchos que proclaman, no sin afectación, que el miedo a perder la vida es algo que une a los hombres, Agamben advierte que en realidad “los ciega y los separa”. Las “razones de seguridad” que se nos imponen y los sacrificios que se nos piden pueden conducirnos a la supervivencia, pero a costa del temor, la inseguridad y una sociedad en la que “nuestro prójimo ha sido abolido”. Lo que está en el fondo de la discusión y del malestar que revela no es, pues, si queremos vivir, sino cómo queremos vivir, qué tipo de vida vale la pena de ser vivida. 


Todo esto está muy bien, pero ¿no les sucede un poco, como a mí, que todo esto de entrever distopías tan siniestras me suena lejano —por no decir irrespetuoso— ante los apuros cotidianos,  el sentimiento de extrañeza, los desafíos médicos, el desasosiego, la ansiedad por la salud propia y la de las personas cercanas y la tristeza por los muertos en muchas ciudades de China, España o Italia? ¿Privilegios, quizá, de filósofos arrellanados en su Himalaya intelectual? Por otro lado, podría criticarse también el afán por adelantar una agenda política en un contexto que exige más bien dejar de lado ese tipo de diferencias para atender lo apremiante (pero nótese la estructura lógica de este tipo de especulaciones totalizantes: criticarlas en tiempos de emergencia sería en sí mismo la puesta en marcha de un mecanismo de dominio que, desde luego, sólo las reafirma). 


Ciertamente hay que concurrir con este tipo de enfoques en su insistencia en el peligro que conlleva la politización de una epidemia: desde su empleo como arma en guerras comerciales, ideológicas y para atizar nacionalismos rancios (Donald Trump insiste en hablar del “virus chino”), hasta su uso interno, tanto gobiernista como opositor, en países como el nuestro, donde un gobernador ya nos explicó que los pobres son inmunes al virus; el presidente confió en que saldremos adelante ya que “por nuestras culturas somos muy resistentes a todas las calamidades” y una parte importante de la oposición política parece apostar con ansias al desastre con tal de ver confirmadas sus críticas al gobierno federal. Una cosa es segura, y es que no hay decisiones meramente “técnicas” o “científicas” para responder con eficacia a la pandemia, por lo que, excesos politiqueros aparte, cualquier estrategia sanitaria conllevará, como se ha visto estos días, consecuencias políticas, sociales, económicas y culturales que otros expertos tendrán que sopesar. Y aquí la filosofía debe también, sin duda, medir el alcance de sus elucubraciones so pena de minimizar (o dar la apariencia de minimizar) las otras dimensiones del drama.

Más que un tránsito hacia el totalitarismo administrado con pulcritud diabólica por los Estados nacionales (o más allá del fatal colapso del sistema capitalismo y el despertar del “verdadero comunismo”), la pandemia ha acentuado, entre otras tantas cosas, las limitaciones de una globalización muy incompleta que ha respondido de manera nacional —y por ello limitada— a un fenómeno planetario. Quizá el caso más lamentable en este sentido haya sido el de la Unión Europea—la región más integrada política y económicamente—, pero también hay que voltear a mirar la falta de autoridad moral y política de la ONU y las críticas a la competencia técnica de la OMS que han planteado algunos especialistas. Las reacciones tan distintas por parte de los gobiernos de los países afectados no se debieron sólo al desconocimiento real del comportamiento del nuevo virus, sino a la atención de agendas internas atadas sobre todo a lo económico y en buena medida también a la fortaleza o debilidad civil de las sociedades a las que hay que imponer las medidas de contención sanitaria y que verían así afectados algunos de sus derechos más básicos como el de libre tránsito, reunión o trabajo. Veo, pues, un panorama muy distinto al de una convergencia totalitaria (o al del nacimiento de una conciencia progresista global): ciudadanos solidarios que, sin abandonar sus diferencias políticas, se encierran para no contagiar ni contagiarse; grupos de personas que se niegan al confinamiento y, apelando a sus derechos individuales, pretenden a toda costa llevar una existencia normal; gobiernos que deciden detener sus economías y gobiernos que deciden no hacerlo, o hacerlo sólo en el último momento; gobiernos con credibilidad y gobiernos sin credibilidad alguna ante sus ciudadanos (y toda la gama intermedia entre estos dos extremos); secretarías y ministerios de salud veraces y otros no tanto; empresarios solidarios y empresarios rapaces; algunas o muchas dificultades para aplicar medidas de control (en las democracias occidentales) y pocas o nulas dificultades para hacerlo (en las sociedades orientales, más habituadas al autoritarismo y a la obediencia política). Sospecho también una serie de consecuencias políticas en este momento impredecibles pero de seguro muy variadas y que en alguna medida dependerán del éxito o fracaso de cada país en atajar las consecuencias económicas y humanas de la pandemia. Tampoco pienso que las libertades se verán afectadas en los países en las que son más robustas, aunque en los lugares en los que no es así los mecanismos de sujeción y control político probablemente se verán reforzados, como en el caso chino. Circula un pequeño aunque recomendable documental sobre China y la epidemia de la Deutsche Welle en <https://www.dw.com/es/china-diario-de-una-cuarentena/av-52800736>. Supongo que en cierto sentido prefiero, incluso en medio de una crisis del tipo que nos azota, las imágenes de desconcierto y desbarajuste que vimos en Madrid o Milán que el orden escrupuloso y lúgubre que puede apreciarse en este testimonio de las calles en Pekín.

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