Vuelve el piojo maromero y ofrece ahora sus piruetas y contorsiones también en la revista Shandy, a cargo del afamado escritor Félix Franco. Va el enlace:
http://www.shandy.mx/filosofia-literatura/
Y acá el texto completo:
Claro
que no es fácil confesar que se es filósofo. A la mirada indulgente o de
intriga —del médico en el consultorio, del padre de la muchacha que rondamos o la
que se refleja en el espejo retrovisor del taxi— se suma no pocas veces la expectativa
de que debemos de tener una respuesta ingeniosa para casi cualquier pregunta. “¿Qué
nos hace falta para levantar el país?”, “¿podemos obtener lo que deseamos con
el poder de la mente?” o “¿por quién debo votar en las próximas elecciones?”
son algunas de las nobles cuestiones con las que nos toca lidiar —o al menos a
mí me ha tocado enfrentar— en esos trances. Pero ninguna tan temible como “¿qué
hacen los filósofos?” o “¿qué es la filosofía?” Ahí sí nos las vemos negras y,
cuando ofuscados por el celo profesional— o sólo por ser amables— se nos ocurre
ofrecer una respuesta más o menos seria, y endilgamos a nuestro interlocutor un
brevísimo panorama de las complejidades actuales de la disciplina, de los
problemas en los que trabaja y rematamos con el sagaz comentario de que definir
qué es la filosofía es en sí mismo un problema filosófico, lo que suele seguir
es un largo silencio que quisiéramos interpretar como respetuoso pero que,
sospechamos, oculta más bien cierta compasión e intenta reprimir… una tremenda
risotada.
Desde
que Tales de Mileto se cayó en un pozo por ir hurgando los misterios del firmamento,
la filosofía ha sido objeto de tenaz escarnio. Cuenta Platón que en aquella
ocasión el venerable sabio provocó con su peripecia la ironía de una sirvienta
tracia, intrigada porque el filósofo quisiera “conocer la cosas del cielo, pero
se olvidaba de las que tenía adelante y a sus pies” (Teeteto, 174a). Por su parte, Aristófanes se cebó en su coetáneo
Sócrates en su obra Las Nubes,
estrenada en el año 423. Entre otras burlas, el comediógrafo presenta como
muestra indisputable del genio del pensador ateniense su descubrimiento de que
los mosquitos no zumban por la boca, sino por el culo (160–164). La filosofía
aún era relativamente joven y ya Cicerón se había animado a escribir, en el año
44 antes de la era común, aquello de que “no se puede decir nada tan absurdo
que no haya sido dicho ya por un filósofo”. Y Erasmo de Róterdam también se
mofó de Sócrates —al que censura por “medir los saltos de las pulgas, mirar las
nubes y seguir el vuelo de las moscas”— y de otros pensadores a quienes tacha
de inútiles y acusa de enzarzarse en “interminables disputas acerca de las
cosas más simples”.
Nubes,
pulgas, moscas y mosquitos. ¿Será que los antiguos se regodeaban en materias
demasiado sutiles para la mente contemporánea? Pues bien, una mirada veloz —y,
si se me permite, superficial— de cualquier manual al uso aún maravilla e
inquieta al lector desprevenido. Que el mundo externo es real, que los números
existen o que bien podríamos ser todos cerebros en cubetas —sí, como en The Matrix— son preocupaciones actuales
de muchas de nuestras mentes más astutas de la filosofía. Y cuando, tembloroso,
el profano se acerca a esta vanidosa disciplina para recibir guía en los
asuntos que lo desvelan, las revelaciones que obtiene revisten muchas veces el
carácter de oráculos. Por ejemplo, a la pregunta sempiterna sobre si se puede
creer en un Dios, un filósofo reciente ha respondido que no hay tal, pero que
podría existir en el futuro.
La
profesionalización del oficio en universidades e institutos tampoco ha ayudado
mucho a mejorar nuestra imagen —sólo ha añadido la preocupación de los
contribuyentes por el destino de sus impuestos— y menos aún la reciente manía
de pensar que la verdadera filosofía es sólo la que se escribe para publicarse
en revistas especializadísimas y de preferencia extranjeras. Para entender lo
que se hace hoy en filosofía, el incierto “lector interesado” al que antaño nos
dirigíamos requiere hoy mínimo una maestría —y leer en inglés of course— para seguirnos el paso.
Y así andamos. Tenaz e inverosímil, la figura del filósofo sigue provocando
el asombro y desdén de científicos, artistas, taxistas y de no pocos —y
afligidos— padres de familia. Por supuesto, habría cosas que decir en descargo
de los filósofos. Una de ellas es que la extrañeza de la filosofía no nos es en
absoluto ajena —sí, ya sé; esto no es mucho, pero es tal vez un indicio de que
no estamos todos chiflados—. Hume, Kierkegaard, Nietzsche, Russell y
Wittgenstein, entre otras lumbreras, se han reído o al menos han encontrado
consuelo al invocar las extravagancias propias o las de sus colegas. “Se moquer
de la philosophie, c’est vraiment philosopher”, nos recuerda Blaise Pascal. No
se trata de una marrullería más de filósofo. Por algo será que, después de 2500
años, acá seguimos, entre burlas y veras, penas propias y ajenas, convencidos
de que la apuesta por la racionalidad y el cultivo del asombro son misiones tan
imposibles como indispensables… aunque demos y nos dé risa. O acaso gracias a
la risa: ¿no somos más lúcidos y percibimos mejor nuestra suerte cuando nos carcajeamos,
con mucha ciencia o sin ella, de nosotros mismos?