jueves, 22 de marzo de 2018

El logos me da risa





Vuelve el piojo maromero y ofrece ahora sus piruetas y contorsiones también en la revista Shandy, a cargo del afamado escritor Félix Franco. Va el enlace:

http://www.shandy.mx/filosofia-literatura/ 

Y acá el texto completo:


Claro que no es fácil confesar que se es filósofo. A la mirada indulgente o de intriga —del médico en el consultorio, del padre de la muchacha que rondamos o la que se refleja en el espejo retrovisor del taxi— se suma no pocas veces la expectativa de que debemos de tener una respuesta ingeniosa para casi cualquier pregunta. “¿Qué nos hace falta para levantar el país?”, “¿podemos obtener lo que deseamos con el poder de la mente?” o “¿por quién debo votar en las próximas elecciones?” son algunas de las nobles cuestiones con las que nos toca lidiar —o al menos a mí me ha tocado enfrentar— en esos trances. Pero ninguna tan temible como “¿qué hacen los filósofos?” o “¿qué es la filosofía?” Ahí sí nos las vemos negras y, cuando ofuscados por el celo profesional— o sólo por ser amables— se nos ocurre ofrecer una respuesta más o menos seria, y endilgamos a nuestro interlocutor un brevísimo panorama de las complejidades actuales de la disciplina, de los problemas en los que trabaja y rematamos con el sagaz comentario de que definir qué es la filosofía es en sí mismo un problema filosófico, lo que suele seguir es un largo silencio que quisiéramos interpretar como respetuoso pero que, sospechamos, oculta más bien cierta compasión e intenta reprimir… una tremenda risotada.


Desde que Tales de Mileto se cayó en un pozo por ir hurgando los misterios del firmamento, la filosofía ha sido objeto de tenaz escarnio. Cuenta Platón que en aquella ocasión el venerable sabio provocó con su peripecia la ironía de una sirvienta tracia, intrigada porque el filósofo quisiera “conocer la cosas del cielo, pero se olvidaba de las que tenía adelante y a sus pies” (Teeteto, 174a). Por su parte, Aristófanes se cebó en su coetáneo Sócrates en su obra Las Nubes, estrenada en el año 423. Entre otras burlas, el comediógrafo presenta como muestra indisputable del genio del pensador ateniense su descubrimiento de que los mosquitos no zumban por la boca, sino por el culo (160–164). La filosofía aún era relativamente joven y ya Cicerón se había animado a escribir, en el año 44 antes de la era común, aquello de que “no se puede decir nada tan absurdo que no haya sido dicho ya por un filósofo”. Y Erasmo de Róterdam también se mofó de Sócrates —al que censura por “medir los saltos de las pulgas, mirar las nubes y seguir el vuelo de las moscas”— y de otros pensadores a quienes tacha de inútiles y acusa de enzarzarse en “interminables disputas acerca de las cosas más simples”.


Nubes, pulgas, moscas y mosquitos. ¿Será que los antiguos se regodeaban en materias demasiado sutiles para la mente contemporánea? Pues bien, una mirada veloz —y, si se me permite, superficial— de cualquier manual al uso aún maravilla e inquieta al lector desprevenido. Que el mundo externo es real, que los números existen o que bien podríamos ser todos cerebros en cubetas —sí, como en The Matrix— son preocupaciones actuales de muchas de nuestras mentes más astutas de la filosofía. Y cuando, tembloroso, el profano se acerca a esta vanidosa disciplina para recibir guía en los asuntos que lo desvelan, las revelaciones que obtiene revisten muchas veces el carácter de oráculos. Por ejemplo, a la pregunta sempiterna sobre si se puede creer en un Dios, un filósofo reciente ha respondido que no hay tal, pero que podría existir en el futuro.


La profesionalización del oficio en universidades e institutos tampoco ha ayudado mucho a mejorar nuestra imagen —sólo ha añadido la preocupación de los contribuyentes por el destino de sus impuestos— y menos aún la reciente manía de pensar que la verdadera filosofía es sólo la que se escribe para publicarse en revistas especializadísimas y de preferencia extranjeras. Para entender lo que se hace hoy en filosofía, el incierto “lector interesado” al que antaño nos dirigíamos requiere hoy mínimo una maestría —y leer en inglés of course— para seguirnos el paso.

Y así andamos. Tenaz e inverosímil, la figura del filósofo sigue provocando el asombro y desdén de científicos, artistas, taxistas y de no pocos —y afligidos— padres de familia. Por supuesto, habría cosas que decir en descargo de los filósofos. Una de ellas es que la extrañeza de la filosofía no nos es en absoluto ajena —sí, ya sé; esto no es mucho, pero es tal vez un indicio de que no estamos todos chiflados—. Hume, Kierkegaard, Nietzsche, Russell y Wittgenstein, entre otras lumbreras, se han reído o al menos han encontrado consuelo al invocar las extravagancias propias o las de sus colegas. “Se moquer de la philosophie, c’est vraiment philosopher”, nos recuerda Blaise Pascal. No se trata de una marrullería más de filósofo. Por algo será que, después de 2500 años, acá seguimos, entre burlas y veras, penas propias y ajenas, convencidos de que la apuesta por la racionalidad y el cultivo del asombro son misiones tan imposibles como indispensables… aunque demos y nos dé risa. O acaso gracias a la risa: ¿no somos más lúcidos y percibimos mejor nuestra suerte cuando nos carcajeamos, con mucha ciencia o sin ella, de nosotros mismos?