miércoles, 19 de febrero de 2020

George Steiner y el misterio de la música

A continuación una evocación del gran George Steiner, muerto recientemente. Como comienza a ser costumbre, esta notita se publicó antes para todos ustedes en Crónica Sonora. Para quienes prefieran leerla en ese medio acaparador del empeño cáncano, píquenle aquí. Para los fieles lectores del Piojo en su modalidad VIP, pásenle a lo barrido:



El pasado 3 de febrero murió el gran crítico literario y filósofo de la cultura George Steiner en Cambridge, Reino Unido, a los 90 años. Quizá algunos no recuerden que, además de filólogo eminentísimo, fue un melómano apasionado y docto para quien la música ocupó siempre un lugar privilegiado en su pensamiento. Valgan estas pocas líneas para evocar una de las obsesiones capitales (y más íntimas) de este pensador imprescindible.

“Hablamos de la música”, nos dice Steiner en su último libro publicado (La poesía del pensamiento. Del helenismo a Celan), pero hablar de la música “es alimentar una ilusión”. No es un objeto cualquiera, y nuestras palabras no logran nunca agotar su sentido. Este fenómeno es lo que Nietzsche llamó, y Steiner conviene en ello, el mysterium tremendum de la música. Es algo que gozamos (y pensamos que entendemos) de manera muy individual, pero que roza en lo universal. Si hay un lenguaje, junto con las matemáticas, que puede aspirar a ser calificado de universal, ése es el de la música. Usamos las palabras para interpretar una novela, compuesta también de palabras. Podemos hablar con bastante precisión de la composición de un cuadro: sobre sus colores, contrastes, líneas de composición y de fuerza. Pero ante una sonata para piano de Mozart o Schubert, casi cualquier cosa que digamos elude su sentido, ese significado para nosotros a la vez tan cercano y tan recóndito. Simplemente no lo podemos parafrasear. Sobre este asunto, a Steiner le gustaba también repetir una anécdota: una vez un alumno de Schumann, tras escuchar a su maestro interpretar un estudio particularmente complicado, le pidió que le explicara su sentido. Schumann se limitó a sentarse de nuevo al piano y volvió a tocar la pieza completa. He ahí su sentido.

Pues bien, esto de la música que no logramos asir con el lenguaje fue para Steiner no sólo una curiosidad intelectual, sino acaso la inagotable fuente de sentido que precede a cualquier acto lingüístico, la intuición de lo real, de lo que existe per se, un atisbo de trascendencia. Fue algo que persiguió con su mente y exploró en su alma sin jamás pretender que lo hubiera comprendido del todo.  En otro  de sus libros, su famoso estudio sobre Heidegger, encontramos que el ejemplo de la música y su carácter escurridizo se emplea para exponer uno de los conceptos más difíciles de entender del filósofo alemán: aquello de la “pregunta por el ser”. Según Heidegger, el Ser se ha vuelto una simple objetividad para la ciencia y, en contraste con la civilización griega de la Antigüedad, la nuestra es una que se caracteriza por el “retiro del Ser” y, más aún, por su “olvido”. Pero, ¿cuál puede ser el sentido de ese Ser diferente de las existencias concretas que pueblan nuestro mundo? Steiner piensa que el misterio de la música puede ayudarnos a entender estas preocupaciones rimbombantes. “¿Qué es la música?”, se pregunta. “¿La melodía es el ser de la música?” ¿Su ritmo, el timbre, las notas impresas o las vibraciones en el aire? La música es todo eso pero es más aún otra cosa que todo eso. En la música, el ser y su sentido son inseparables. No podemos decir: “acá están sus componentes; acá lo que nos dice”. Así, con una “analogía titubeante”, como la califica Steiner, podría entenderse el Ser de Heidegger: a la vez histórico y trascendente, cercano e inaprensible, que buscamos y se nos escapa siempre.


Para Steiner, los grandes poetas y los grandes compositores han estado (y no pensaba otra cosa Heidegger) más cerca de esa fuente inagotable del ser que el resto de todos nosotros. Por eso acostumbraba escribir que Hölderlin y Goethe, Bach y Beethoven, no se valían del lenguaje o de los sonidos para expresar lo que querían comunicarnos: por el contrario, es el lenguaje o la música los que hablan o suenan a través de ellos, y escuchar a los grandes maestros de la música nos confiere en Occidente, como se sintió tentado a afirmar, nuestra “dignidad esencial”. Cabe añadir que nuestro pensador no fue en absoluto indiferente a los peligros ideológicos y deshumanizadores de esta supuesta grandeza esencial, de esta autoenunciación de la verdad (¡recordemos el periplo lamentable del mismo Heidegger!) y escribió al respecto líneas adoloridas e iluminadoras que lo llevaron a otra pregunta ardua: “¿Puede la música mentir?”

Cierro con una recomendación. La editorial mexicana Grano de Sal publicó apenas el año pasado (2019) una selección de los escritos de Steiner consagrados exclusivamente a la música. Se trata de un repertorio estupendo de artículos, reseñas y conferencias traducidos y reunidos por Rafael Vargas Escalante y constituye la única obra de George Steiner publicada originalmente (en su conjunto, desde luego) en castellano. Se titula Necesidad de música. Vale mucho la pena.


jueves, 6 de febrero de 2020

La falacia nuestra de todos los días

Ahora el piojo maromero se pone magisterial y discurre en tono didáctico sobre una falacia (de las muchas que andan por ahí) muy pero muy popular en la discusión pública y en las pleitos en las redes sociales. Como ya se ha hecho costumbre, esta nota resabida apareció antes y en exclusiva en Crónica Sonora. Se sugiere pasar a aplaudir, quejarse o patalear a la sección de comentarios que la mencionada Crónica tiene para esos propósitos: píquele aquí.





¿Qué es una falacia? Trataré de explicarlo un poco. En términos más o menos sencillos, es un argumento que pretende ser válido, o que incluso nos parece válido, pero que, de hecho, no lo es. Y que un argumento sea válido significa que no es posible que, si sus premisas son verdaderas, su conclusión sea falsa. “Si todos los árboles son plantas y el fresno es un árbol, no es posible que el fresno no sea una planta.” Ahora bien, las falacias se dividen en formales e informales. Las primeras son las que podemos demostrar que son inválidas con el instrumental (muy técnico) de la lógica matemática, mientras que las segundas son inválidas debido a su contenido, por lo que dicen (y no tanto, aunque también, por cómo lo dicen). “Charles Manson era vegetariano, así que los vegetarianos no son personas de confiar”: he aquí una falacia informal conocida como “Generalización apresurada” y es un clásico que no puede faltar en las disputas más chafas y los discursos del odio (es, por ejemplo, la fuente de la mayoría de los estereotipos que endilgamos a diversos grupos humanos). Una aserción sola no puede ser una falacia: si alguien afirma, por ejemplo, que  “México envía violadores y criminales a los Estados Unidos” (frase cortesía del creador de “It’s really cold outside” y de “I will be phenomenal to women!”), lo que sostiene no es ni siquiera un argumento, sino una proposición que puede ser verdadera o falsa (en este caso, una mentira rastrera). Y, claro, no hay que olvidar que todos, absolutamente todos, podemos incurrir en falacias: por superficiales, por ignorantes, por burros, por las prisas y también por bribones, pues a menudo sirven para engañar.

Esto de clasificar y detectar falacias puede volverse muy complicado, aunque lo anterior no es sino una muestra de algunas nociones muy básicas que se supone que todos deberíamos medio saber para discutir con un poco de sentido: para ser capaces de evaluar nuestras inferencias y las de los otros, de abrirnos a las razones y de desterrar posturas injustificables y declaraciones atronadoras en las redes sociales, entre otros males. Pero veamos un ejemplo más de falacia. Otro argumento chanchullero tremendamente popular, muy preciado por los políticos de campanillas (y por sus esforzados seguidores) para darse con todo: se trata de la falacia conocida con el latinajo ad hominem (es decir, “contra la persona”). No es difícil de entender: es cuando, en vez de prestar atención a una crítica que nos hacen, atacamos a la persona que nos critica (y suponemos así que desacreditamos la crítica misma). Supongamos que A y B se enfrascan en una discusión y sucede lo siguiente:

     1. A sostiene la afirmación P.
     2. B sostiene la afirmación no-P.
     3. A ataca a B mediante alguna característica o circunstancia negativa x que atribuye a B.
     4. A concluye que, como ya decía, P.

Por ejemplo, A y B podrían ser dos ciudadanos que discuten sobre las bondades o defectos de un nuevo impuesto a la venta de cigarrillos:

     1. A: “Pues a mí me parece que ese nuevo impuesto es un fiasco” [P].
   2. B: “Claro que no; por lo que te expliqué, estoy seguro de que traerá beneficios” [no-P].
     3. A: “Pues obvio, ¡tú dices eso porque ni fumas!” [B es x].
     4. A: “Definitivamente, el nuevo impuesto es un fiasco [P]”.

O sea que, en este intercambio, A se abstiene de atender las razones que le ofrece B y más bien desvía la atención hacia una característica de B (la de no ser fumador). Pero, como debería ser obvio, que B sea o no sea fumador es por completo irrelevante para determinar la verdad o falsedad de P (si conviene o no aplicar el nuevo impuesto a los cigarrillos). Y lo mismo vale aun si la característica que representa x fuera el de ser mentiroso, malvado, ignorante o dueño de una tabacalera.



Muchas veces utilizamos (o implicamos) una falacia de este tipo cuando decimos cosas como “No pierdo el tiempo respondiendo a ignorantes”, “¿Cómo puede decirme que no beba si él es un borracho?” o “Lo que afirmas es un disparate, como todo lo que sostienen los de izquierda”. Como decía, cualquiera puede, queriéndolo o no, cometer una falacia o caer víctima de una de ellas. Ahora bien, la falacia ad hominem se ha vuelto un arma tan empleada que ya aburriría si no fuera porque daña, y mucho, la discusión pública. Lo que intento compartir aquí no es una mera “exquisitez” lógica: tiene que ver con cómo evaluamos los méritos o defectos de las políticas que se supone que nos sacarán del atolladero en que vivimos como país. Así que, supongamos, y me parece mucho suponer, que quienes critican hoy al presidente o a la Cuarta Transformación no fueran críticos de los gobiernos anteriores. Que hubieran estado “calladitos como momias”. Pues bien, de acuerdo con lo que vimos, el hecho (real o falso, no importa para lo que quiero explicar) de que los críticos de hoy del gobierno no fueran críticos en el pasado no resta ni un ápice a la posible verdad (o mentira) que contienen sus reproches contra el actual presidente. Ese hecho resulta por completo irrelevante, igualito que en el caso de los dos tipos que discuten respecto al impuesto a los cigarrillos. Los juicios críticos se deben evaluar por lo que dicen, no por quién los dice. Claro está que exhibir los defectos de los adversarios para descartarlos (o estigmatizarlos como “conservadores”, “fifís” o “chairos”) rinde mucho en términos políticos, pero mientras tanto polariza a la población, falta a la verdad, al respeto intelectual, a la coherencia con uno mismo, aumenta la opacidad y la posibilidad de cometer errores, conmina a la animadversión, a no escucharnos y, en fin, no honra a la buena voluntad ni a la disposición que se requiere de la clase política y de la ciudadanía de este país para comenzar a  enderezar el rumbo.