jueves, 6 de febrero de 2020

La falacia nuestra de todos los días

Ahora el piojo maromero se pone magisterial y discurre en tono didáctico sobre una falacia (de las muchas que andan por ahí) muy pero muy popular en la discusión pública y en las pleitos en las redes sociales. Como ya se ha hecho costumbre, esta nota resabida apareció antes y en exclusiva en Crónica Sonora. Se sugiere pasar a aplaudir, quejarse o patalear a la sección de comentarios que la mencionada Crónica tiene para esos propósitos: píquele aquí.





¿Qué es una falacia? Trataré de explicarlo un poco. En términos más o menos sencillos, es un argumento que pretende ser válido, o que incluso nos parece válido, pero que, de hecho, no lo es. Y que un argumento sea válido significa que no es posible que, si sus premisas son verdaderas, su conclusión sea falsa. “Si todos los árboles son plantas y el fresno es un árbol, no es posible que el fresno no sea una planta.” Ahora bien, las falacias se dividen en formales e informales. Las primeras son las que podemos demostrar que son inválidas con el instrumental (muy técnico) de la lógica matemática, mientras que las segundas son inválidas debido a su contenido, por lo que dicen (y no tanto, aunque también, por cómo lo dicen). “Charles Manson era vegetariano, así que los vegetarianos no son personas de confiar”: he aquí una falacia informal conocida como “Generalización apresurada” y es un clásico que no puede faltar en las disputas más chafas y los discursos del odio (es, por ejemplo, la fuente de la mayoría de los estereotipos que endilgamos a diversos grupos humanos). Una aserción sola no puede ser una falacia: si alguien afirma, por ejemplo, que  “México envía violadores y criminales a los Estados Unidos” (frase cortesía del creador de “It’s really cold outside” y de “I will be phenomenal to women!”), lo que sostiene no es ni siquiera un argumento, sino una proposición que puede ser verdadera o falsa (en este caso, una mentira rastrera). Y, claro, no hay que olvidar que todos, absolutamente todos, podemos incurrir en falacias: por superficiales, por ignorantes, por burros, por las prisas y también por bribones, pues a menudo sirven para engañar.

Esto de clasificar y detectar falacias puede volverse muy complicado, aunque lo anterior no es sino una muestra de algunas nociones muy básicas que se supone que todos deberíamos medio saber para discutir con un poco de sentido: para ser capaces de evaluar nuestras inferencias y las de los otros, de abrirnos a las razones y de desterrar posturas injustificables y declaraciones atronadoras en las redes sociales, entre otros males. Pero veamos un ejemplo más de falacia. Otro argumento chanchullero tremendamente popular, muy preciado por los políticos de campanillas (y por sus esforzados seguidores) para darse con todo: se trata de la falacia conocida con el latinajo ad hominem (es decir, “contra la persona”). No es difícil de entender: es cuando, en vez de prestar atención a una crítica que nos hacen, atacamos a la persona que nos critica (y suponemos así que desacreditamos la crítica misma). Supongamos que A y B se enfrascan en una discusión y sucede lo siguiente:

     1. A sostiene la afirmación P.
     2. B sostiene la afirmación no-P.
     3. A ataca a B mediante alguna característica o circunstancia negativa x que atribuye a B.
     4. A concluye que, como ya decía, P.

Por ejemplo, A y B podrían ser dos ciudadanos que discuten sobre las bondades o defectos de un nuevo impuesto a la venta de cigarrillos:

     1. A: “Pues a mí me parece que ese nuevo impuesto es un fiasco” [P].
   2. B: “Claro que no; por lo que te expliqué, estoy seguro de que traerá beneficios” [no-P].
     3. A: “Pues obvio, ¡tú dices eso porque ni fumas!” [B es x].
     4. A: “Definitivamente, el nuevo impuesto es un fiasco [P]”.

O sea que, en este intercambio, A se abstiene de atender las razones que le ofrece B y más bien desvía la atención hacia una característica de B (la de no ser fumador). Pero, como debería ser obvio, que B sea o no sea fumador es por completo irrelevante para determinar la verdad o falsedad de P (si conviene o no aplicar el nuevo impuesto a los cigarrillos). Y lo mismo vale aun si la característica que representa x fuera el de ser mentiroso, malvado, ignorante o dueño de una tabacalera.



Muchas veces utilizamos (o implicamos) una falacia de este tipo cuando decimos cosas como “No pierdo el tiempo respondiendo a ignorantes”, “¿Cómo puede decirme que no beba si él es un borracho?” o “Lo que afirmas es un disparate, como todo lo que sostienen los de izquierda”. Como decía, cualquiera puede, queriéndolo o no, cometer una falacia o caer víctima de una de ellas. Ahora bien, la falacia ad hominem se ha vuelto un arma tan empleada que ya aburriría si no fuera porque daña, y mucho, la discusión pública. Lo que intento compartir aquí no es una mera “exquisitez” lógica: tiene que ver con cómo evaluamos los méritos o defectos de las políticas que se supone que nos sacarán del atolladero en que vivimos como país. Así que, supongamos, y me parece mucho suponer, que quienes critican hoy al presidente o a la Cuarta Transformación no fueran críticos de los gobiernos anteriores. Que hubieran estado “calladitos como momias”. Pues bien, de acuerdo con lo que vimos, el hecho (real o falso, no importa para lo que quiero explicar) de que los críticos de hoy del gobierno no fueran críticos en el pasado no resta ni un ápice a la posible verdad (o mentira) que contienen sus reproches contra el actual presidente. Ese hecho resulta por completo irrelevante, igualito que en el caso de los dos tipos que discuten respecto al impuesto a los cigarrillos. Los juicios críticos se deben evaluar por lo que dicen, no por quién los dice. Claro está que exhibir los defectos de los adversarios para descartarlos (o estigmatizarlos como “conservadores”, “fifís” o “chairos”) rinde mucho en términos políticos, pero mientras tanto polariza a la población, falta a la verdad, al respeto intelectual, a la coherencia con uno mismo, aumenta la opacidad y la posibilidad de cometer errores, conmina a la animadversión, a no escucharnos y, en fin, no honra a la buena voluntad ni a la disposición que se requiere de la clase política y de la ciudadanía de este país para comenzar a  enderezar el rumbo.

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