Publicado originalmente en Crónica Sonora:
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Para
H.V., atento amigo, magnífico anfitrión, entendido del cine
Hoy, 20 de enero de 2020,
se celebra el centenario del nacimiento de Federico Fellini (Rímini, 1920—Roma,
1993), mago inigualable, prestidigitador de sueños, gran mentiroso, cronista
del ocaso de nuestra civilización. Aprovecho la ocasión para volver a ver
algunas de sus películas este fin de semana y entre risas y estremecimientos
repaso lo mucho que sus películas han significado para mi vida. Por ejemplo: de
la primera vez que vi en la sala de cine La
dolce vita (1960) salí convertido en otro. Sacudido y un poco asustado,
duré semanas intentando explicarme lo perdido y lo ganado durante aquella
experiencia, los saldos de mi pretendida transformación. Lo primero lo entendí
al poco tiempo; lo segundo aún me esquiva. Y la verdad es que Fellini es uno de
los pocos, muy pocos, directores de cine (los cuento con los dedos de una mano
y creo que me sobra uno) cuya obra me estremece, y supongo que me beneficia, de
la misma forma indefinible y pertinaz que la gran música o la literatura
clásica.
Claro está que, como los
sueños y muchas narraciones contemporáneas, las historias de Fellini se prestan
a varias interpretaciones, y fue así desde el principio de su carrera. Su
lenguaje visual resulta inmediatamente identificable (barroco, rocambolesco,
popular, chusco), pero no siempre es fácil seguir el sentido de los personajes,
esa galería aparentemente despiadada de fracasados que se aturden con fiestas,
ruidos de motocicletas, chistes vulgares y crisis existenciales. Las tramas
mismas parece a veces inconexas y, para complicar más el asunto, el director
explora problemas del cine dentro de sus filmes, con lo que nos desconcierta con
películas dentro de películas. No sorprende entonces saber que Fellini
enfrentó a muchos opositores que calificaron a su cine, durante los cincuenta y
sesenta, de decadentista y oscuro. ¿De qué lado estaba Fellini?, se
preguntaron. ¿Denunciaba o aceptaba el capitalismo? ¿Ensalzaba o se burlaba de
los atavismos de la cultura italiana? ¿Era, pues, un cineasta de derecha o de
izquierda? ¿Qué valores defendía en sus películas?
Tomemos, por ejemplo, a
Marcello Rubini, el protagonista noctámbulo y depresivo de La dolce vita. ¿Condena o participa de buena gana del mundo en que
vive? Tullio Kezich, biógrafo indispensable de Fellini, nos cuenta que el guión
original de La dolce vita fue
rechazado por cuatro árbitros (entre ellos el productor Dino De Laurentiis)
debido a que en la película no estaban representadas las “fuerzas sanas de la
sociedad” (y hay que recordar que esto, en el contexto del neorrealismo
imperante en aquel entonces, constituía una falta grave). Y es también el
propio Kazich quien describe, me parece, al personaje que menciono en sus
justas dimensiones: “lo bastante desarraigado para estar siempre al borde del
precipicio, lo bastante sensible para estremecerse”. Lejos pues de
reduccionismos o de dialécticas de la desesperación; más cerca sin duda de lo
que podemos identificar en personas reales (y no necesariamente extraordinarias)
en situaciones de crisis. Fellini nunca abandonó esta ambigüedad moral y por
ello las críticas nunca cesaron. Sylvie Pierre, crítica de cine francesa, nos
regala una de mis invectivas favoritas contra cualquier película en un número
de Cahiers du Cinéma de 1971 (a
propósito de la deslumbrante Los payasos,
de 1970). Resumo un poco lo que dice: “la película no crea un estudio
dialéctico significativo de la sociología de su tema y se diluye en una
revelación apenas velada del complejo de castración de Fellini”. Tal cual.
Al final de Entrevista (1987), cinta en que Fellini rememora
de manera a la vez irónica y nostálgica su obra, el director nos cuenta que
muchas veces sus productores le han pedido que no concluya sus películas como
suele hacerlo, es decir, “sin una esperanza”, “sin un rayo de sol”. “¿Un rayo
de sol?”, se pregunta Fellini. “No lo sé. Intentémoslo” (y en ese momento vemos
que aparece un técnico que da el primer “claquetazo” para la cinta que acaba de
concluir pero que empieza de nuevo). Si Fellini no sabía si podía ser optimista, yo menos. Sin embargo,
diría que, en sus historias, no puede haber ni conclusiones ni principios ni
finales, y si esto no provoca que sus cintas se regodeen en lo sombrío o se complazcan
en danzas macabras es porque siempre hay, quizá no un “rayo de sol”, pero sí
una “infinita pasión por la vida” (como señaló alguna vez en una entrevista).
Por eso sus mundos nos atraen y nos repelen; sentimos repugnancia por lo
grotesco de muchos de sus personajes pero a la vez deseamos abrazarlos. Lo
grotesco: con este truco Fellini nos permite, a la vez, distanciarnos de lo que
vemos e identificar en nuestro entorno a diversas figuras de ese carnaval desbordante
de payasos viejos, enanos, prostitutas, desempleados, paparazzi, actores de
medio pelo, niños pasmados, lunáticos, bohemios, beldades fieras, magos, nostálgicos
del fascismo, aristócratas mustios y elefantes tristes. También, y de manera
insistente, parece tratar de convencernos de lo grotesco que resulta la idea
misma de pretender captar la realidad a través de una cámara.
¿Recuerda alguien la
sonrisa amarga, muy a lo Chaplin, de Giuletta Masina al final de Las noches de Cabiria (1957) cuando,
tras darse cuenta que ha sido engañada una vez más por los hombres, se topa con
una banda de músicos callejeros? ¿O la sonrisa enigmática de Marcello
Mastroianni en la playa cuando no puede escuchar lo que trata de decirle
Paolina, la inocente Paolina, en la escena final de La dolce vita? Esos momentos (y creo que los ejemplos podrán
multiplicarse) parecieran resumir mucho de lo que nos dice Fellini. La suya es
una risa agria, esperanzada aunque no optimista, y muchas veces impregnada de
ternura. Sí, claro, la vida es una monserga. Pero también es un carnaval que nunca
termina. Es grotesca; quién lo duda. Pero además es grandiosa en su misterio y
exuberancia, y hay que estar preparados para encontrarnos justo a la vuelta de
la esquina más tétrica con lo sublime, lo bello y lo afortunado.
Recomendación
para el no iniciado: Fellini realizó entre 1950 y 1989 unos
veinte largometrajes, la mayoría estupendos (con dos o tres chascos). De entre
este conjunto, hay al menos cinco obras maestras indiscutibles, y recomiendo al
principiante que las vea en este orden: La
strada (1954), Las noches de Cabiria
(1957), Amarcord (1973), La dolce vita (1960) y Ocho y medio (1963).
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