martes, 31 de octubre de 2017

Un maridaje funesto





El nacionalismo de los de arriba sirve a los de arriba. El nacionalismo de los de abajo sirve también a los de arriba. El nacionalismo cuando los pobres lo llevan dentro, no mejora, es un absurdo total.

Bertold Brecht

Recuerdo que en mis andanzas como trotskista adolescente por las calles de Ciudad Obregón, me quedó muy claro que el poder avasallador del Estado no estribaba tanto en el ejército, la policía o los medios de comunicación, sino en el himno nacional, la bandera, los desfiles, la xenofobia y en todo lo que en aquel entonces se entendía como “civismo”. Puestos ante estos símbolos y valores, ni quién se atreviera a chistar. De golpe y porrazo terminaban las marchas, se silenciaban las consignas, se aquietaba la rabia y todos a casa, embelesados tras comulgar en ese “fulgor abstracto” del que nos hablaba José Emilio Pacheco. Hoy sigo sin entender qué tiene que hacer el nacionalismo con la izquierda… Antes que una virtud, parece más un maridaje funesto, un atavismo del antimperialismo y que puede confundirse con las peores causas de los actuales delirios identitarios en Europa y otros rincones. En el mejor de los casos, el nacionalismo es como un par de anteojos opacos que nos impiden la visión clara de nuestras peculiaridades, necesidades distintas y creo que incluso de nuestras mejores virtudes. ¿Se puede justificar el nacionalismo en términos morales? ¿Es válido autodefinirse en términos excluyentes hacia afuera (y hacia adentro) al margen de la solidaridad humana (y del derecho de los individuos y colectivos a definirse en los términos que consideren más apropiados para sí mismos)? La patria y sus recatos debieran ocupar un lugar muy secundario en las mentes y sensibilidades de quienes se asumen como “progresistas”.
Por cierto, este epígrafe encabeza un articulito reciente que vale un poco la pena sobre la izquierda y Cataluña:
https://elpais.com/elpais/2017/10/23/opinion/1508760641_669330.html?id_externo_rsoc=FB_CC

jueves, 26 de octubre de 2017

Diggin' Dizz




Hace 100 años, el 21 de octubre de 1917, nació en Cheraw, Carolina del Sur, John Birks Gillespie. El noveno hijo de un albañil que tocaba el piano los fines de semana, la infancia de Gillespie se vio marcada por la pobreza y la discriminación racial. También por las diabluras, los pleitos callejeros y unas ganas de sobresalir que ya desde entonces confirieron a su personalidad los atributos estrafalarios que le valieron su conocido mote: Dizzy.


Cuenta en su autobiografía (To Be or Not to Bop: Memoirs of Dizzy Gillespie, 1979) que cuando tenía unos once años comenzó a tratar de domar el trombón. Como sus brazos aún eran demasiado cortos, de ninguna forma podía alcanzar las notas más altas; pero eso, claro está, no pudo desalentar al chamaco que acababa de descubrir su fascinación por los instrumentos de aliento y que además se moría por maravillar a todos durante el siguiente festival escolar. En ésas andaba, batallando con un enorme trombón, cuando le llamó la atención un sonido metálico agudo proveniente de la casa de los vecinos. El pequeño Dizzy dejó su instrumento, corrió hacia la casa de al lado, tocó la puerta y dijo entusiasmado “De veras que me encanta cómo suena esa cosa. Déjame intentar tocarlo aunque sea una vez”. El vecino conmovido le puso la trompeta en sus manos y le enseñó cómo sostenerla. El niño puso sus labios en el instrumento y tocó con claridad un si bemol, con todas los pistones abiertos. “Realmente tienes un tono bonito”, le dijo; “así es”, respondió Dizzy. Y de inmediato comenzó a recibir su primera lección: la escala de si bemol. Más o menos así comenzó todo.


¿Tuvo Dizzy un rival que lo superara en el arte de tocar la trompeta?  En esto los críticos se dividen. Muchos responden con un rotundo “no”; otros mencionan a Satchmo, y los menos invocan a Clifford Brown, a Miles o quizá, en un plano más bien técnico, a Freddie Hubbard. Pero nadie, absolutamente nadie, cuestiona su agilidad, audacia armónica, fraseo ingenioso y su capacidad asombrosa de improvisación. Pero mal haríamos en referirnos a Dizzy como un mero trompetista; lo suyo fue algo mucho mayor, la trayectoria de un artista que combinó al virtuoso con el compositor, el arreglista, el showman, el  político y el pedagogo sabio y generoso. Y ni hablar de su influencia y jerarquía como forjador de estilos y de muchos rasgos rítmicos y armónicos que hoy son lugares comunes. En cualquier historia del jazz, Gillespie debe figurar de manera prominente en al menos tres capítulos: los consagrados a las Big Bands, al Bebop y al jazz afrocubano (el antecesor del muy conocido “jazz latino” de nuestros días). En cuanto al Bebop, es conocido que es ni más ni menos que su creador, junto con su amigo del alma y antípoda, Charlie Parker.


Hoy recuerdo a Dizzy con un puñado de sus mejores piezas: Salt Peanuts, Groovin’ High, A Night in Tunisia, Oop-Bop_Sh’bam, Things to Come… No sé cuántos discos grabó, pero seguro rebasan el centenar. Entre todos ellos prefiero aún los de los años cuarenta y cincuenta, con el estallido del Bop y el resurgimiento de las grandes bandas. Siempre, eso sí, el de los cachetes más famosos de la música y la trompeta chueca destila agudeza y alegría de vivir en cada interpretación. No sorprende que uno de los principales responsables del surgimiento del jazz moderno lamentara su confinamiento en la sala de conciertos para complacer los oídos de sólo los conocedores. Después de todo, él nos enseñó con su música que se puede ser alocado y algo bribón y, al mismo tiempo, rematadamente serio. La dignidad de su arte estriba en entretener sin condescender, en asombrarnos con sus artificios bien pensados que parecerían destinados siempre a provocarnos nada más que una sonrisa.