Hace 100 años, el 21 de octubre de 1917, nació en Cheraw, Carolina del
Sur, John Birks Gillespie. El noveno hijo de un albañil que tocaba el piano los
fines de semana, la infancia de Gillespie se vio marcada por la pobreza y la
discriminación racial. También por las diabluras, los pleitos callejeros y unas
ganas de sobresalir que ya desde entonces confirieron a su personalidad los
atributos estrafalarios que le valieron su conocido mote: Dizzy.
Cuenta en su autobiografía (To
Be or Not to Bop: Memoirs of Dizzy Gillespie, 1979) que cuando tenía unos
once años comenzó a tratar de domar el trombón. Como sus brazos aún eran
demasiado cortos, de ninguna forma podía alcanzar las notas más altas; pero eso,
claro está, no pudo desalentar al chamaco que acababa de descubrir su
fascinación por los instrumentos de aliento y que además se moría por maravillar
a todos durante el siguiente festival escolar. En ésas andaba, batallando con un
enorme trombón, cuando le llamó la atención un sonido metálico agudo
proveniente de la casa de los vecinos. El pequeño Dizzy dejó su instrumento,
corrió hacia la casa de al lado, tocó la puerta y dijo entusiasmado “De veras
que me encanta cómo suena esa cosa. Déjame intentar tocarlo aunque sea una
vez”. El vecino conmovido le puso la trompeta en sus manos y le enseñó cómo
sostenerla. El niño puso sus labios en el instrumento y tocó con claridad un si
bemol, con todas los pistones abiertos. “Realmente tienes un tono bonito”, le
dijo; “así es”, respondió Dizzy. Y de inmediato comenzó a recibir su primera
lección: la escala de si bemol. Más o menos así comenzó todo.
¿Tuvo Dizzy un rival que lo superara en el arte de tocar la
trompeta? En esto los críticos se
dividen. Muchos responden con un rotundo “no”; otros mencionan a Satchmo, y los
menos invocan a Clifford Brown, a Miles o quizá, en un plano más bien técnico,
a Freddie Hubbard. Pero nadie, absolutamente nadie, cuestiona su agilidad,
audacia armónica, fraseo ingenioso y su capacidad asombrosa de improvisación. Pero
mal haríamos en referirnos a Dizzy como un mero trompetista; lo suyo fue algo
mucho mayor, la trayectoria de un artista que combinó al virtuoso con el
compositor, el arreglista, el showman,
el político y el pedagogo sabio y
generoso. Y ni hablar de su influencia y jerarquía como forjador de estilos y
de muchos rasgos rítmicos y armónicos que hoy son lugares comunes. En cualquier
historia del jazz, Gillespie debe figurar de manera prominente en al menos tres
capítulos: los consagrados a las Big
Bands, al Bebop y al jazz afrocubano
(el antecesor del muy conocido “jazz latino” de nuestros días). En cuanto al Bebop, es conocido que es ni más ni
menos que su creador, junto con su amigo del alma y antípoda, Charlie Parker.
Hoy recuerdo a Dizzy con un puñado de sus mejores
piezas: Salt Peanuts, Groovin’ High, A Night in Tunisia, Oop-Bop_Sh’bam,
Things to Come… No sé cuántos discos grabó,
pero seguro rebasan el centenar. Entre todos ellos prefiero aún los de los años
cuarenta y cincuenta, con el estallido del Bop
y el resurgimiento de las grandes bandas. Siempre, eso sí, el de los cachetes
más famosos de la música y la trompeta chueca destila agudeza y alegría de
vivir en cada interpretación. No sorprende que uno de los principales
responsables del surgimiento del jazz moderno lamentara su confinamiento en la
sala de conciertos para complacer los oídos de sólo los conocedores. Después de
todo, él nos enseñó con su música que se puede ser alocado y algo bribón y, al
mismo tiempo, rematadamente serio. La dignidad de su arte estriba en entretener
sin condescender, en asombrarnos con sus artificios bien pensados que
parecerían destinados siempre a provocarnos nada más que una sonrisa.
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