sábado, 4 de mayo de 2013

¿Que cómo dijo?


Imposible no reparar en un altercado menor que derivó en algo mayor, algo así como cuando de niños nuestros padres o maestros nos castigaban a todos por la malevolencia o picardía de uno o dos de nuestros camaradas. Cito:

“La discusión comenzó, de acuerdo al diario El Universal, cuando en el estado de Puebla Armando Prida, dueño del diario Síntesis, demandó a Enrique Núñez del periódico Intolerancia porque en una columna de 2009 lo llamó justamente ‘puñal’ y ‘maricón’. Dos tribunales en este estado mexicano aprobaron un derecho de indemnización y Núñez puso un amparo para evitar cualquier sanción, la cual le otorgaron.”

Primero, el autor de la nota no aclara en qué sentido de “justamente” le endilgaron los epítetos al quejoso. (Dos sentidos posibles: o el reportero está de acuerdo con los apelativos o el agraviado los considera muy apropiados para su condición pero le disgustó la forma en que se los recordaron.) Segundo, a mí me dieron más bien ganas de demandar al tal Enrique Nuñez por el nombre de su periódico pues, como bien dicen, los únicos que se merecen nuestra completa intolerancia son, precisamente, los intolerantes. Tercero, el asunto llegó hasta la Suprema Corte de Justicia, la cual resolvió dos cosas. Por un lado, que las palabras “puñal” y “maricón” son homofóbicas, cosa que no añade nada a lo que ya sabemos o deberíamos saber. Segundo, y aquí la cosa adquiere dimensiones más preocupantes, la SCJN razonó que, al ser expresiones homofóbicas pertenecen por ello a los discursos del odio, y por lo tanto no están más protegidos en el principio de la libertad de expresión. Y esto, me temo, equivale a su virtual prohibición. La Corte optó por el camino más fácil, se erige ahora en policía de las palabras y abre la puerta a prejuzgar casos en los que se emplean los términos en cuestión pero sin ningún afán de descalificar a alguien por sus preferencias sexuales o de incitar al odio contra ciertos grupos. Y ¿por qué no prohibir de una vez las palabras “joto” y “puto”? Y ya entrados en gastos, ¿Por qué no vetar también “indio”, “naco”, “negro”, “gordo”, “enano”, “gringo”, “vieja” y “hembra”?
Por un lado, tengo la impresión de que prohibir palabras tendría básicamente los mismos resultados que tiene la ley seca en evitar el consumo de alcohol. O sea ninguno, o casi ninguno. Por otro lado, el asunto no tiene que ver exactamente con las palabras, quiero decir, con las palabras solas, sino con las palabras empleadas en sus contextos particulares. Lo que se determina, o debiera determinarse, son los casos en los que sí se discrimina y en los que no se discrimina. Y eso no puede establecer simplemente señalando la presencia de tal o cual palabra. Si así fuera, habrá que esconder bajo el tapete muchísimos de nuestros chistes, albures e insultos, y qué decir de otros tipos de discursos, como los literarios y cultos. Más de un poema maravilloso de, por ejemplo, Francisco de Quevedo, en los que se emplean muchas palabras de las que no le gustan a nuestra Corte (y, peor aún, que se emplean en un sentido francamente discriminatorio), tendrán que prohibirse o restringirse su uso a ámbitos académicos y políticamente correctos.
            Lo que en el fondo me indigna es el talante antiliberal de la resolución de la SCJN. Por supuesto que no se trata de defender que la libertad de expresión debe prevalecer en todos los casos, pues no puede ser así. Como en toda forma real de libertad, es necesario que tenga límites para que adquiera sentido y pueda ejercerse. Está claro que no puede expresarse cualquier cosa en cualquier contexto. No es posible difamar, distorsionar públicamente información de carácter oficial ni incitar a la violencia contra terceros. Y es necesario y urgente combatir los discursos del odio en diversos ámbitos y también aplicar medidas legislativas que protejan y empoderen a los grupos más discriminados. Así que intervenir en el lenguaje para ejercer alguna forma de control no es algo inusual o impensable; lo verdaderamente impensable es pretender trazar alguna línea definitoria precisa y fija entre los usos injuriosos del lenguaje y lo que forman parte de la libre circulación de ideas y que, por lo tanto, deben recibir protección por parte de la ley. Como suele sucede con todas las visiones simplificadoras de la vida social, ésta de la Suprema Corte redunda en una mengua de nuestras libertades.

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