(También publicado en Crónica Sonora
http://www.cronicasonora.com/por-mi-raza-hablara-el-estomag/ ). ¡Gracias Binyamin!
Antes que un suculento peligro
para nuestra salud, ahora nos enteramos de que las carnitas al estilo Michoacán
encarnan una amenaza para nuestra identidad. Después nos informan de una carta,
al parecer tan intempestiva como arrojada, en la que el presidente de México exige
perdón a España y al Vaticano por los atropellos cometidos durante la
conquista. El estruendo en la prensa y las redes sociales ha sido grande, y la
mayoría de las reacciones extremas. En mi opinión, todo podría quedar en dos
chistes malos de no ser porque, entre malentendidos y desplantes, el asunto de
fondo es serio, y es, o debería ser, el de la condición paupérrima en que
subsiste hoy la mayoría de los indígenas en toda Latinoamérica. A continuación
comparto algunas ideas apresuradas para abonar un poco más el barullo.
No digo que los actos simbólicos
no tengan relevancia alguna. La cosa, sin embargo, no es tan simple. No repetiré
aquí los detalles que muchos esgrimen para justificar o reprobar la conquista
(en su mayoría me parecen innegables). Sólo la ignorancia o la ofuscación
ideológica tientan a algunos a enfocar en blanco y negro una historia tan
compleja. La cosa es saber si puede afirmarse que hubo actos equivalentes a lo
que hoy llamaríamos “crímenes de lesa humanidad”. Y, ¿acaso se puede dudar de
ello? De nuevo, no repetiré datos históricos bien conocidos. Sostengo, eso sí,
que argüir que los indígenas no eran peritas en dulce, que la cosa sucedió hace
mucho o que cualquier guerra conlleva inevitablemente este tipo de abusos no anula
la gravedad moral de esos actos. Los pueblos indios fueron, y son, los grandes
perdedores en todas las sociedades que han existido en estas tierras desde la
conquista hasta nuestros días. Mi duda es si el perdón es la figura más
adecuada para atender la cuestión.
De lo que expresa el presidente
me gustaron dos cosas: que señala que las disculpas tendrían que ser para los
pueblos indígenas y que el Estado mexicano también reconocería su parte de
culpa. Sin embargo, opino que, aun si suponemos que vale exigir perdón por esos
crímenes, la famosa carta es un despropósito. Lo es en buena medida porque,
como han insistido muchos, tanto el sujeto que pediría perdón como el que perdonaría
se han transformado y hasta fundido de múltiples formas a los largo de cinco
siglos. Es verdad que, en muchos sentidos, la España actual no es aquel Reino y
que México no existía. Ni los indígenas, los verdaderos agraviados y que merecerían
alguna forma de reparación simbólica (y más aún de otro tipo), son los mismos
de entonces: también han pasado por procesos complejos de mestizaje cultural y
étnico. Más importante que lo anterior, hoy los indígenas, al menos en México,
parecen preocupados en defender otras causas: el respeto a sus tierras, a sus
derechos colectivos, el reconocimiento de sus lenguas o la mejora de sus
condiciones materiales de vida. No veo que en sus agendas destaque exigir
perdón por las atrocidades sufridas durante el siglo XVI. Tampoco he visto que
participen de la iniciativa del presidente, y los pocos que han opinado sobre
ella la han desestimado o incluso condenado (como lo hizo la vocera del Consejo
Nacional Indígena).
En este mismo sentido, el video
mismo en que el presidente y su esposa anunciaron la carta es desafortunado,
entre otras cosas, por la escenografía elegida: otra vez, con un enfoque que ya
podríamos haber superado, se realza el esplendor perdido, las ruinas que testimonian
la grandeza de nuestros gloriosos antepasados, y se minimiza la presencia de
las ricas culturas de los indígenas de hoy. Los indios del pasado nos siguen
cautivando; los del presente, ni los volteamos a ver. ¿Conoceremos en este
sexenio el diseño y puesta en marcha de una verdadera política que convenga y
beneficie a los pueblos indios y se aleje del folclorismo y asistencialismo de
las administraciones pasadas?
Sospecho además que la bravata
encaja bien en la tendencia reciente del gobierno federal de definir, con
declaraciones rimbombantes, la agenda de la discusión pública, los peligros que
amenazan la salud de la nación. En este sentido, no es otra cosa que “una
pretensión más histriónica que histórica”, como la califica con acierto Horacio
Vidal en este mismo sitio electrónico (me refiero a Crónica Sonora). Veo además
una ocasión perdida, pues la manera tan atrabancada con que se obviaron los
protocolos diplomáticos más elementales excluye por lo pronto la posibilidad de
una conmemoración en 2021 organizada por los dos gobiernos y en la que se pueda
debatir, recordar, lamentar, reconciliar y divulgar los sucesos de la
conquista. Un encuentro en el que domine una visión matizada y crítica del
pasado, ajena a respingos nacionalistas y victimistas y, sobre todo, con una
agenda atenta al presente y respetuosa de la voz de los pueblos indígenas.
Agrego una inquietud más, y espero no ser el único con estos recelos: un
gobierno que concede absoluciones o emite condenas en cuestiones históricas
debatidas y sin contrapesos (por usar el término tan denostado hoy entre
nosotros) francamente me produce inquietud. Confío en que tampoco tengo que
ofrecer ejemplos de estados que en su afán por construir sus propias narrativas
que los justifiquen (algo inevitable, desde luego) han entregado e impuesto a
sus sociedades imágenes distorsionadas y peligrosamente selectivas de sí
mismas. La memoria histórica es algo demasiado importante como para ser
monopolio de un gobierno, así sea benevolente y honesto. ¿Puede esperarse que
la Cuarta Transformación erija un espejo en el que todos podamos vernos
reflejados?
Por último, reconozco que el
presidente tiene razón cuando menciona que las reacciones tan numerosas y
virulentas a su propuesta indican que “ahí está el tema, subterráneo, en el subsuelo”.
¿Cómo, si no, entender tantos desatinos y groserías de partidarios y
detractores de la propuesta? Hay algo, una suerte de pleito con España, que
muchos mexicanos no terminan por arreglar. El dilema que origina ese malestar
es falso, pero no por ello menos real. Apenas hace un par de noches, mientras
cenaba, se me cayó el taco de la boca (y no era de carnitas) al escuchar en
vivo a un historiador de la UNAM bien conocido, y más que competente, exclamar
que se sentiría más cómodo con sus raíces hispanas si vinieran a pedirle
perdón. Otra reputada académica espetó en la prensa que los mexicanos “nada
tenemos que agradecer a la conquista”. ¿Así se resumen los productos del rigor
de la investigación universitaria? ¿Tiene siquiera sentido la frase entrecomillada?
Y en el bando de los ayunos de ideas habría que destacar el ínclito diputado
por Tabasco según el cual los españoles son “la peor de las razas”. Esto me
lleva, claro, a quienes, inflamados por semejante afrenta, procedieron de
inmediato a probar sus hidalguías y a los no pocos que celebraron que España
trajera consigo la “civilización” a América. Otros, menos confundidos pero
igualmente errados, desechan la cuestión al sostener que todos los mexicanos
“somos una mezcla de españoles con indígenas”. El racismo mexicano, esa
pigmentocracia que aún domina tanto en nuestras relaciones sociales, es uno de
los ingredientes que explican el desconcierto y la tirria.
La política también ha
contribuido a polarizar el litigio, y no resulta difícil percatarse cómo los comentaristas
se atrincheran, salvo pocos casos, según sus preferencias políticas. Por un
lado están los que creen compartir una agenda social con el presidente y
celebran que se pida perdón por los agravios. Sus peores adalides favorecen un
nacionalismo chato (y me cuesta trabajo entender que haya de otro tipo) que
apela a la imagen del invasor extranjero, de la amenaza exógena cultural o
física que ha obstaculizado y sigue obstaculizando nuestra grandeza intrínseca.
Por el otro están los que, dispuestos a abuchear cualquier cosa que diga o haga
el presidente, se burlan de la carta. Sus peores voceros patrocinan el clasismo
y la discriminación más repugnante y temen por un trastrocamiento social y
cultural que afecte sus intereses. Por cierto, con sus prejuicios, estos
personajes se alinean con algunas de los miembros de Vox y del Partido Popular
que en el otro lado del Atlántico respondieron también con insultos racistas a
la dichosa carta. En España, la conquista sigue demasiado envuelta en las hazañas
guerreras del Imperio, mientras acá se cultiva de preferencia, y no sin rencor,
la visión de los vencidos. Algo anda mal en las aulas y en las ceremonias
cívicas de ambos países.
Veo en tantos exabruptos
identitarios un mismo origen: la manía de concebir nuestra identidad
exclusivamente en términos verticales, es decir, en términos de raíces, a veces
manifiestas, a veces recónditas, y en no querer simplemente voltear a ver lo
que somos. Buscamos un pasado que nos indique lo que debemos ser. Pero una mirada,
incluso distraída, no hacia abajo sino hacia los lados, revela que ese montón
de personas que por designios inescrutables le tocó vivir en estas tierras no
se deja atrapar en categorías sencillas. Compartimos y no compartimos muchas
cosas, creemos cosas distintas, venimos en muchos colores y a veces deseamos de
manera legítima vivir de formas no siempre compatibles con los demás. No somos
un solo pueblo ni somos una raza (ni siquiera mestiza, pues también hay muchas
formas de mestizaje y ya conocemos, o deberíamos conocer, los perjuicios
causados por la propagación del mito del México mestizo: uno de ellos ha sido,
desde luego, la subestimación de los pueblos indios). México es, de hecho,
muchos Méxicos (como el título del memorable libro de L.B. Simpson) y no hay
uno solo que sea el verdadero. Si se insiste en hablar de nuestras raíces,
éstas no son dos, sino muchas, y no son sólo indígenas o europeas (que a su vez
tampoco son ni fueron pueblos homogéneos). Somos, si se quiere, el producto a la
vez viejo y nuevo de muchas culturas pero, para definirnos, importa más lo que
somos que lo que fuimos. La identidad es algo más que un dato (genealógico o de
otro tipo) a ser descubierto; implica también siempre un toma de postura con
miras al futuro, con lo que como individuos y comunidades queremos ser.
Excelente articulo, muy claro y digerible.
ResponderBorrarMuy buen artículo. Yo como español poco he de decir respecto a los problemas de identidad del común de los mexicanos, pero respecto a la Historia, yo como novelista y amante de ella sólo digo que es sobre todo Historia.
ResponderBorrarAgradezco la referencia al texto escrito por este servidor y publicado en Crónica Sonora. ¡Saludos a Héctor Islas Azais!
ResponderBorrarDe acuerdo contigo respecto de que debemos con urgencia voltear a ver a los pueblos indígenas de hoy y hacer que se dignifiquen sus vidas en todos los aspectos, pues recurrir a los de la Historia para exaltarlos y olvidar a los actuales, no es hacerles justicia. Gran artículo.
ResponderBorrarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrarMe ha gustado mucho todo lo que dices ¡empezando por el título! He leído muchas opiniones sobre esto y por fin encuentro algo reflexivo. Lo de la carta lo dejo en un mero artificio propagandístico pues no encuentro una sincera búsqueda ennoblecedora, si no hubiese sido de otra manera. Pero bien que se generen preguntas sobre nosotros mismos. Son muy importante tus puntualizaciones de que somos un país más diverso y dinámico de lo que generalmente se nos dice, la larga urgencia de terminar con el racismo (pigmentismo), reconocer la riqueza cultural actual de los indígenas, asi como el observarnos y proyectarnos en conjunto.
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