Gros, F., Desobedecer,
trad. Juan Vivanco, Taurus, México, 2018, 210 pp.
El nuevo libro de Frédéric Gros
en castellano es una buena muestra del tipo de ensayo filosófico que se quiere
a la vez vivo (en el sentido de “práctico”) y docto. Con un título seductor, este
trabajo ofrece un examen algo desenfocado aunque por momentos muy sugerente de la
importancia —más aún, de la urgencia— de desobedecer y de desobedecernos. Se
sabe: desde un punto de vista tradicionalista, la desobediencia en contextos
tradicionales tiene mala prensa. Desobedecer suele implicar, en semejantes
contextos, obstinación, imprudencia, egoísmo, división social. La sumisión del
individuo (ante el gobierno, las instituciones religiosas, el ejército) suele
emparejarse con valores como el civismo, la mansedumbre, el sacrificio propio
en aras de un bien común. ¿Por qué entonces desobedecer?
Gros intenta responder a esta
pregunta a través de un recorrido histórico (algo que ya nos había ofrecido en
otro libro suyo titulado Andar: Una
filosofía, publicado en 2015) y de una exhortación. De la mano de Sófocles,
Sócrates, Dostoievski, La Boétie, San Agustín, Rousseau, Kant, Thoreau, Arendt,
Foucault y Levinas, entre varios otros, se indaga sobre los significados de la
sumisión, la subordinación, el conformismo y el consentimiento (todas formas de
obediencia) y varios tipos de responsabilidad: integral, absoluta, infinita y
global. En medio de estos análisis, y entrelazado con ellos, encontramos el
alegato de Gros en favor de la desobediencia.
Por un lado, obedecer ha sido, al
menos en las sociedades modernas, origen de actitudes que van desde la apatía amodorrada
hasta la complicidad asesina. Gros disecciona con acierto las fruiciones de la
obediencia con el término “desresponsabilidad”. Muy distinto de la
irresponsabilidad, la desresponsabilidad es “obrar, ejecutar, cumplir con la
seguridad de que, en todo lo que hago, el yo no interviene, yo no soy autor de
nada de lo que hace el cuerpo, de lo que calcula la mente” (p. 93). Esta pasividad
encuentra fácilmente un ambiente propicio en las sociedades altamente técnicas
y administradas, en las que la masificación anula la visualización de nuestros
semejantes y embota nuestro sentido moral. De ahí, según Gros, la “estupidez”
de un Adolf Eichmann: como menciona Hannah Arendt, no es que no se diera cuenta
de lo que hacía; es que el tipo era un estúpido porque no quiso formarse un
juicio propio. No se trata de un déficit, de una falta de inteligencia, sino de
una renuncia voluntaria (y con efectos monstruosos) a pensar por sí mismo.
En el núcleo del razonamiento de
Gros se encuentra la idea de que hay que desobedecer para ser responsables. No
se trata con ello, como suelen pregonar los profesionales de la autoestima y
algunos filósofos, de ser fieles a un conjunto de valores eternos ni a nosotros
mismos y con magnanimidad y semblante complacido extender la mano al
necesitado. La responsabilidad en serio y, con ello, el papel ético que
configura la desobediencia pasa no tanto por nuestra singularidad ni por reglas
abstractas, sino por ir más allá de las convicciones y basar nuestra desobediencia
en “la experiencia de ser insustituibles para los demás y ante nosotros mismos”.
Hay que convencerse de que no podemos delegar nuestra responsabilidad en nadie
más, ni en personajes imaginarios ni en individuos que juzgamos “más capaces” o
“mejor situados”. La responsabilidad es un proceso de subjetivación en el que
descubrimos lo que hay de indelegable en cada uno de nosotros. Gros nos
recuerda que la formulación completa de esta ética de la responsabilidad ya la había
enunciado hace más de dos mil años el eminente rabino Hillel el Sabio: “Si no
soy para mí, ¿quién lo será? Si sólo soy para mí, ¿qué soy? Y si no es ahora,
¿cuándo?”
A esta experiencia de ser
insustituibles van aparejadas diversas figuras de la responsabilidad, entre
ellas la de la responsabilidad infinita, de lo frágil. Ésta surge cuando el
otro, con su desamparo mudo o su fragilidad temblorosa, nos manda y sentimos
entonces el fardo de nuestra responsabilidad irremplazable. Aquí no somos
responsables ante algo que nos supera (Dios, la Sociedad, la Verdad, la
Justicia, mi conciencia), sino ante alguien que es más débil, más frágil, un
menesteroso. Aquí el libro de Gros gira adopta un tono moralizante al señalar
que la magnitud de semejante responsabilidad no tienen la finalidad de “ayudarnos
a vivir” sino de “delimitar el lugar de una verdad imposible”. Se habla
entonces de “provocaciones necesarias” y “hogueras éticas” en las que hay que estar
dispuesto a quemarse (p. 165). Desde luego, no pretendo discutir aquí si en
realidad ese tipo de posicionamiento ético implica un límite infranqueable del
pensamiento o si no es nada más que una confusión.
Con todo y sus altibajos y
algunas oscuridades (muy en el estilo francés de hoy), vale mucho la pena
acercarse a esta obra de Frédéric Gros. Tiene razón, y mucha, cuando expresa su
asombro ante la necesidad de justificar la desobediencia en un mundo dominado
por el conformismo y las injusticias, al borde de una catástrofe descomunal. En
tales circunstancias, nos dice Gros justo al inicio de su ensayo, “el problema
no es la desobediencia, el problema es la obediencia”.
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