jueves, 13 de agosto de 2020

Pobre Felipe Próspero

Diego Velázquez pintó, desde luego, muchas obras maestras (“El triunfo de Baco”, “La rendición de Breda”, “El retrato de Inocencio X”, “El retrato de Juan de Pareja”, “Venus del espejo”, “Las meninas”…), pero a mí me embruja siempre el “Retrato del Príncipe Felipe Próspero”, un cuadro tardío de 1659. Este chamaco fue hijo y heredero al trono de Felipe IV y Mariana de Austria. Como pintor oficial de la corte, tocó a Velázquez retratarlo muy serio y augusto; sin embargo, antes que veneración por la dignidad del regio personaje, lo que la imagen provoca es una profunda misericordia hacia la criatura desvalida que nos mira con rostro cansado mientras deja reposar su bracito exangüe sobre el respaldo de una silla. El perrito a su lado también nos mira, aunque éste rebosante de vida y despreocupación (por cierto, es uno de los perros más encantadores que pintara Velázquez, realizado con unas cuantas pinceladas rápidas y desenvueltas). Las tinieblas del fondo y el rojo oscuro del mobiliario y de las cortinas acentúan al carácter sombrío de la composición. 

Felipe Próspero sufrió desde su nacimiento con muchos padecimientos: infecciones diversas, anemia, ataques de epilepsia. En sus ropas pueden verse colgados objetos que se pensaba que servirían como amuletos y talismanes para ahuyentar a los males espíritus y prevenir el mal de ojo (una campanilla de oro, un dije de azabache…) El niño tenía dos años cuando le posó para este retrato y falleció antes de cumplir los cuatro. Cuando pienso en la obra de Velázquez, tiendo a colocar en mi mente esta obra no tanto entre los magníficos cuadros de Felipe IV y sus descendientes, sino entre los muchos que el pintor sevillano dedicara a borrachos, enanos, idiotas, esclavos y pobres, a los perdedores de la Tierra, a los que nunca tuvieron buena estrella. Pobre Felipe Próspero.


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