Por invitación de un
amigo cajemense que extraño me puse a seleccionar mis diez álbumes favoritos.
Si me hubieran pedido que mencionara mis cincuenta álbumes favoritos me habría
sentido mucho, pero mucho más cómodo. Pero bueno, ni modo. Van diez. Sin ningún
orden en particular; sólo como se me fueron ocurriendo.

1. Nunca he estado seguro
de aquello de que el jazz “es la música clásica de Estados Unidos”, pero si hubo
un compositor que hizo lo propio por introducir el jazz en la sala de
conciertos y por dotarlo de un aura respetable —sea lo que sea que eso
signifique— y un contenido ancho —una música que “comenta” la vida entera—, ése
fue Duke Ellington. La suite “Black, Brown and Beige” fue compuesta en 1943 y
existe registro sonora del concierto en el que se estrenó. Sin embargo, no fue
sino hasta 1958 que Duke decidió volver a la partitura y grabarla en estudio.
La partitura sufrió varios recortes y contó con la participación,
afortunadísima, de la tremenda voz de Mahalia Jackson. Al principio la cantante
se mostró reacia a participar en el proyecto: nunca había trabajado con una
orquesta de jazz y, lo que es peor, guardaba reservas morales respecto al
asunto. “No sé Duke… Mira que nunca he hecho algo así, pero… Bueno, si tú lo dices
Duke… Si tú dices que todo estará bien… Ok… Hagámoslo.” Salvado el primer
escollo, lo demás consistió en una sesión luminosa de la que surgió uno de los
grandes, pero grandes discos de jazz, que encima representa el testimonio
político de un artista afroamericano fundamental que comenta sobre los
orígenes, tragedias y triunfos de su cultura.
“Black, Brown and Beige”
consta de seis partes (en realidad cinco partes y un epílogo), y es una odisea
que recorre la historia de los negros estadounidenses desde la esclavitud y el
trabajo en los campos agrícolas hasta su emancipación espiritual y cultural. No
se encontrarán en la obra momentos de desasosiego, y predominan ampliamente los
pasajes gozosos y confiados en los que el compositor comenta con desenfado
sobre la vida afroamericana y la fe de los oprimidos en Dios. Con la luminosa melodía
“Come Sunday” se expresa la liberación final, y en un sentido político —y,
desde luego, musical, por toda la gran tradición de música litúrgica negra en
los Estados Unidos— también la apropiación del cristianismo y la inserción con
derecho propio en la cultura occidental. El epílogo de la suite es una
improvisación de Mahalia Jackson con base en el Salmo 23. Duke le pidió a la
cantante que sólo se dejara llevar por el texto bíblico y después le añadió a
la voz grabada un discreto acompañamiento orquestal que cierra la obra.

2. Hay ocasiones en que
en la grabación de un disco todo marcha sobre ruedas. Éste es uno de esos
casos. Un elenco de estrellas y un formidable director (que más o menos
empezaba por ese entonces) que, por fin, juegan en equipo. Belleza en las
cuerdas, equilibrio perfecto entre lo jocoso y la desdicha y un sentido de
teatralidad y de ritmo narrativo que fluye como en ninguna otra versión. ¡Y
pensar que el productor (Walter Legge) eligió a Giulini como su tercera opción!
Hay grabaciones en las que algunos de los cantantes brillan más o en las que la
música resulta más estremecedora. Pero ninguna ofrece la experiencia rotunda y
completa del Don Giovanni de Mozart y Da Ponte como esta grabación del otoño de
1959. Para la isla desierta.

3. La lista de los grandes pianistas del siglo XX no es pequeña y hay para
todos los gustos. Sin embargo, si me obligaran a elegir a un pianista y sólo a
uno, bajo amenaza de muerte o de vivir en un mundo con campañas presidenciales
permanentes, elegiría a Dinu Lipatti (Bucarest, 1917–Ginebra, 1950). La portada
que les comparto es la de una recopilación de las muy pocas grabaciones que nos
dejó en su corta vida. En cualquiera de sus pistas se podrá entender realmente
qué significa que un artista colosal ponga toda su técnica e imaginación al
servicio de la partitura (y del “espíritu del compositor”, diría Lipatti).
Clávense (y para eso cualquier grabación de Lipatti puede servir) en la pureza
de su sonido, la transparencia absoluta de las texturas y el completo dominio
de la arquitectura de cada pieza. No conozco a otro pianista que entregue unas
gemas tan pulidas y que irradien por sí solas (como si el ejecutante hubiera
desaparecido detrás de ellas) tanta belleza y dignidad.
Decía
Yehudi Menuhin que este pianista rumano “era la manifestación de un reino
espiritual, renuente a todo dolor y sufrimiento”. Si sólo se escucha la música
de Lipatti, la apreciación de Menuhin parece justa. Pero con esa frase el
famoso violinista quiso decir algo más, y en un sentido bastante literal. Las
últimas dos pistas del disco que les comparto son dos piezas de Franz Schubert,
que Lipatti ejecutó, agotado y con grandes dolores, el 16 de septiembre de 1950
en el Festival Internacional de Música de Besancon. Murió menos de tres meses
después, por linfoma de Hodgkin, a los 33 años de edad. Escúchenlas.

4. Bringing it all back
home de Bob Dylan salió a la venta en marzo de 1965 y aproximadamente 20 años
después escuché por primera vez un par de canciones de ese álbum, gracias a la benevolencia de unos amigos mayores
que yo que se preocupaban entonces por ayudarme a dar sentido a mis incipientes
y más bien cerriles gustos musicales. Era la primera vez que escuchaba al tal
Dylan. Lo primero que golpeó mis oídos fue “Mr. Tambourine Man”, la primera
rola del lado dos, y lo que siguió fue un momento de absoluto frenesí combinado
con episodios de angustia y pena. Lo primero fue porque, por fin, ahí estaba lo
que me imaginé de manera vaga que podía existir: un cantante y una música de
rock que combinaba inteligencia, literatura y desparpajo; que nos decía con su
voz rasposa y desinhibida qué éramos y qué podíamos ser. La mera neta escupida
en nuestra cara. Tuve también la impresión inmediata de haberme topado con la
fuente original de la que emanaban como copias borrosas todos los músicos
gringos e ingleses que me gustaban en ese momento. Lo segundo que menciono de
esta experiencia decisiva se refiere a que, justo esa noche, yo traía puesta
una playera de una banda ridícula muy de moda por aquellos días. Para cuando
sonaba “Subterranean Homesick Blues” sentí que la playera me picaba y luego que
me quemaba. Debo haber escuchado el resto del álbum dándole la espalda a todos
o encerrado en el cuarto de baño, no recuerdo bien qué fue lo que hice. Confío
en la pésima memoria de aquellos amigos y en mi propio pudor para llevarme a la
tumba el nombre de esa agrupación musical calamitosa que esa noche adornaba
impúdicamente mi pecho adolescente.

5. De todas las
sinfonías, la número 3 en mi bemol mayor (llamada “Heroica”) de Beethoven es la
que más me conmueve e intriga. Desde los
primeros dos acordes orquestales con que inicia, cualquiera con dos oídos medio
puestos se percata de que algo grande ha empezado a sonar (y así lo percibieron
muchos músicos posteriores, que quisieron ver en esta sinfonía el inicio mismo
de la música romántica). Se conoce muy bien la anécdota que liga la obra con
Napoleón (la dedicatoria original, el violento borrón en la partitura y todo
eso), pero no siempre se recuerda que el músico la compuso durante el periodo
de redacción de su sombrío “Testamento de Heiligenstadt”, lo que también
conecta la tercera sinfonía con el drama de la propia vida del compositor, que
en ese tiempo se debatía entre suicidarse o aceptar la vida de un músico con una
misión pero que fatalmente perdería el oído por completo. Y a eso suena
bastante la obra, a un periplo vehemente que nos lleva a través de la
desesperación, la angustia y el abandono completo de toda esperanza (¡todo
parece perdido durante la fuga del segundo movimiento!) hasta la reafirmación
triunfante de la voluntad humana (aunque, ojo, no en un sentido nietzscheano).
Hay
montones de grabaciones de la “Heroica”. Curiosamente, y éste es uno de los
motivos de la intriga que señalé al inicio, en realidad no son muchas las que
convencen por completo. La mayoría no consigue comunicar el hervidero de
emociones ni la continua tensión entre lo épico y lo íntimo que presentimos en
cada pasaje de esta obra ni a lógica del drama que se despliega ¿Habrá de plano
música fuera del alcance de los músicos? ¿Música que sólo podemos imaginar y
escuchar en la cabeza? Entre las interpretaciones que se acercan a mi ideal de
la “Heroica” están las de Bruno Walter, Otto Klemperer (sobre todo la grabación
monoaural de 1956), Carlo Maria Giulini (con la Filarmónica de Los Ángeles) y,
claro, las varias grabaciones de Wilhelm Fürtwangler (en particular la
grabación de 1944 con la Filarmónica de Viena). En interpretaciones con
instrumentos originales, destacaría los registros de Christopher Hogwood y la
de Roger Norrington. Tras cavilar un poco, he elegido como mi versión favorita
la grabación en vivo de 1987 de Sergiu Celibidache (un director que usualmente
no se asocia con Beethoven, lo sé) con la Filarmónica de Múnich. No es una
interpretación exenta de controversias, pero es una que me transporta a ese
lugar indefinible en el que uno siente que la música nace por primera vez.

6. La obra comienza con
un solemne golpe de gong. Tras unos breves acordes y una breve fanfarria
aparece el tema principal, primero como ostinato en el bajo y más tarde variado
por el saxofón y después cantado: “A Love Su-preme,
a Love Su-preme, A Love Su-preme” (mi–sol–mi–la). Lo que maravilla y captura de
inmediato los oídos hasta del proverbial artillero es una suite dividida en
cuatro partes (Agradecimiento, Resolución, Cumplimiento y Salmo) que acaso
constituya la media hora más intensa que pueda encontrarse en cualquier
grabación de estudio de la historia del jazz. De la alineación no comento nada,
sólo la consigno: John Coltrane en el tenor, McCoy Tyner en el piano, Jimmy
Garrison en el bajo y Elvin Jones en la batería (¿se puede pedir más?).
“Mi música es la expresión espiritual de todo lo que soy —
de mi fe, mi conocimiento, mi ser—“, mencionó alguna vez Coltrane, y “A Love
Supreme” (1964) es una suerte de confirmación y ofrenda de la fe reencontrada
(los dos abuelos de Coltrane fueron reverendos y, según él mismo, su fe de la
infancia le ayudó a superar sus adicciones a la heroína y al alcohol a finales
de los cincuenta) aunque enriquecida con el estudio de fuentes islámicas,
judías, hinduistas y budistas. “I believe in all religions”, declaró en las
notas de su siguiente disco, “Meditations (1965). Las intenciones religiosas y
hasta místicas que quiso plasmar en “A Love Supreme” son explícitas (el disco
viene con un poema laudatorio y un breve texto en el que el compositor explica
que ha tenido un despertar religioso y que desea con su disco agradecer a Dios)
y la música combina elementos orientales y jazzísticos para instaurar una
atmósfera extática en el que el saxofón tenor de Coltrane predica con fervor su
mensaje. Hay un pasaje muy significativo en el que el saxofonista toca el tema
en todas las notas de la escala sin un orden aparente, echando mano de un
antiguo artificio con el que se buscaba recrear musicalmente la ubicuidad del
Eterno. Y luego está el hermosísimo Salmo con el que concluye la suite: tras
arengar a los fieles, el reverendo (sacerdote, imán, rabino) Coltrane desciende
del púlpito para desplegar un intenso ejercicio de introspección que debe ser
lo más parecido que he escuchado a rezar con un saxofón. No recuerdo muchos
álbumes de jazz con inspiración religiosa (y no me refiero para nada a esos
petardos del género New Age o “Espiritual”). Aparte de “A Love Supreme” y de
los que siguieron influidos por él, como los de Alice Coltrane o de Pharoah
Sanders, apenas si me vienen a la memoria algo de Albert Ayler, Don Cherry y Duke
Ellington, no mucho más. Ahí les encargo si recuerdan alguno bueno.

7. El ciclo de canciones
Dichterliebe (“Amor de poeta”) op. 48 de Robert Schumann fue lo que propició mi
actual afición por el arte del lied. Dichterliebe es una secuencia de dieciséis
canciones para voz y piano basada en poemas de Heinrich Heine. Lo que me
impactó desde un inicio fue la manera en que el compositor hilvana los versos
con su música para sumergirse en el complejo mundo interior de un amante no
correspondido. Si bien la obra no presenta una narración lineal, las
asociaciones puramente musicales y a elección de los poemas contribuyen a
formar una unidad que alberga un periplo emocional de lo más variado: desde
ensueños y alegrías sencillas, lamentos y sollozos nostálgicos, hasta desvaríos
casi místicos y arrebatos de una ironía amarguísima. Hay, sí, hartas menciones
a flores, pajaritos, lágrimas, gemidos y sueños (el arsenal obligado del
romanticismo) pero todo está contenido en una atmósfera entre irreal y
siniestra que en buena medida es producto de la musicalización de Schumann,
quien no se contenta con imaginarse “cómo suenan” los versos de Heine, sino que
indaga en su sentido más profundo e incluso los “comenta” (¡sobre todo desde el
piano!), en un ejercicio que, si vale el anacronismo, sería lo que hoy
conocemos como una “deconstrucción”.
Hay hartas versiones del Dichterliebe, pero yo amo esta
grabación de Peter Schreier (tenor) y Christoph Eschenbach (piano) del año de
1991. La de Schreier no es la voz más hermosa (para ello recomendaría a Fritz
Wünderlich), pero sus interpretaciones suelen ser siempre muy expresivas e
inteligentes, y sin duda logra, según yo, captar todos los matices emotivos de
la partitura de Schumann y ese espíritu fronterizo tan elusivo en el que se
mueve…
Hacia fines de los noventa Peter Schreier se presentó en el
Palacio de Bellas Artes para cantar el Dichterliebe. Temiendo lo peor, me había
resignado a no asistir debido al costo elevado de los boletos y a que, además,
estaba seguro de que ya se habían agotado. Pero una tarde mi esposa me
sorprendió con la noticia de que había conseguido dos boletos (ella también es
fan del Dichterliebe y de toda la producción musical de Schumann). Lo que
presencié aquella noche fue uno de los conciertos que más he disfrutado en mi
vida (¡gracias mi amor!). Cierto, Schreier ya no era el de sus mejores tiempos
(su voz titubeaba en la notas más altas y, de hecho, se retiró de los
escenarios poco después), pero nada de ello impidió disfrutar, deslumbrado, una
muestra de cómo se canta lied, ese género aparentemente sencillo pero para el
cual se requiere mucho, pero mucho más que una buena voz.

8. Di con Eric Dolphy
(Los Ángeles, 1928) en una etapa en que exploraba las vertientes más hoscas del
jazz, y su disco “Out to Lunch” (1964) satisfizo mi apetito por una música que,
sin ser “free jazz” ni un rompimiento estridente con la tradición, era lo
suficientemente libre y, al mismo tiempo, ofrecía un sentido severo de la forma
que lo conectaba con compositores como Bartók, Varèse y Stravinski. En “Out to
Lunch” Dolphy interpreta los tres instrumentos que mejor dominaba (el saxofón
alto, la flauta y el clarinete bajo) y aún disfruto muchísimo sus melodías
irregulares, intervalos amplios, sus muchos colores (producidos por su empleo
de diversas técnicas extendidas) y la manera en que hace que sus instrumentos
chillen, bufen y susurren a imitación de las inflexiones de la voz humana.
Todas las composiciones de esta grabación son del propio Dolphy, y encontramos
en ellas referencias a Thelonius Monk (que recibe un homenaje en la pieza
titulada "Hat and Beard") y ecos de Charles Mingus y Ornette Coleman.
La música discurre sofisticada y sin concesiones, pero con el toque justo de
swing, bop y hasta una pizquita de funk que vuelven cada pista una delicia. A
esto hay que añadir el calibre de la alienación de los músicos que acompañaron
a Dolphy en esa sesión: un muy joven Freddie Hubbard en la trompeta, Bobby
Hutcherson en el vibráfono, Richard Davis en el contrabajo y Tony Williams en
la batería. La combinación Davis/Williams en esta grabación conforma una de las
bases rítmicas más sutiles que he escuchado. “Out to Lunch” es una de las
cumbres más altas de la vanguardia jazzística de los años sesenta y un disco
icónico de la compañía Blue Note. Eric Dolphy falleció sólo cuatro meses
después de grabar “Out to Lunch” debido a un coma diabético en Berlín en 1964.
Vaya uno a saber de todo lo que nos perdimos por esa tragedia.

9. El volumen VI de las
sinfonías de Mozart con The Academy of Ancient Music y la dirección de
Christopher Hogwood fue una de las primeras cosas de las que me hice durante la
entonces naciente y hoy agonizante fiebre de los discos compactos. Se trata de
un álbum de 1983 de tres discos con seis sinfonías del compositor de Salzburgo: la 35 en re mayor, 38 en re
mayor, 39 en mi bemol mayor, 40 en sol menor, 41 en do mayor y 31 en re mayor
(en sus dos versiones). Para ese entonces ya me había quedado claro que Mozart
era como de otro planeta y me comenzaban a interesar además las
interpretaciones con instrumentos originales, por lo que no dudé en probar…
Nada más al abrir la carpetilla del álbum, descubrí una foto de Hogwood
revisando una partitura con pantalones de mezclilla deslavados y una estampa à
la Bruce Springsteen. Eso, que no quiere decir nada, quiso decir mucho en
aquellos días en que no entendía tanta solemnidad y fantochería alrededor de
una música que, para mí, simplemente era la más emocionante y honda que
cualquier hijo de vecino podía aspirar a escuchar. Y en cuanto al contenido de
los discos pues, bueno, eso es justo lo que me hace volver con cierta
frecuencia a estas versiones que conservan aún bastante franqueza y desparpajo
y permiten evocar con nitidez la emoción que suscitaron esas interpretaciones
pioneras (hasta donde sé, la de Hogwood fue la primera grabación completa de
todas las sinfonías de Mozart) que emplearon instrumentos y criterios de ejecución
antiguos. Quizá hoy suenen algo toscas (la capacidad de los ejecutantes de los
instrumentos originales ha avanzado mucho desde entonces) y ciertamente no son
idóneas para quienes precisan de un Mozart circunspecto y trascendental, pero
funcionan de maravilla para quienes les interesa un Mozart más arriesgado y más
de este mundo. ¿Un Mozart más Mozart?

10. Glenn Gould
(1932–1982) grabó las célebres “Variaciones Goldberg” BWV 988 de J.S. Bach en
dos ocasiones, en 1955 y en 1981. Respecto a sus razones para abordar de nuevo
esa obra durante su madurez, el pianista canadiense mencionó alguna vez en una
entrevista que, si bien le parecía que en la primera versión había algunas
“cosas buenas”, le daba la impresión de que se trataba de una serie de
comentarios independientes del tema original, y que deseaba ahora registrar una
ejecución con un sentido más fuerte de cohesión, que explorara con más rigor
las relaciones matemáticas entre las diversas partes de la obra. Mencionó
además que quería grabar la pieza en estéreo y con el entonces novedoso sistema
dolby. Lo que consiguió fue algo apabullante: una mezcla de la lógica más
severa con una poesía entre nostálgica y adusta, que dota al conjunto de las
treinta variaciones —que, por cierto, tienen la peculiaridad de basarse en la
línea, muy sencilla, del bajo y no en la melodía de la hermosa aria— de un
efecto de inevitabilidad y que nos deja, en el silencio espeso que sobreviene
tras la escucha de la repetición final del aria, con la sensación de lo
permanente que contribuye a entrever ese estado de “asombro y serenidad” que es
el fin, según Gould, de todo arte.
Circula por ahí un video imperdible de Bruno
Monsaingeon en el que podemos ver a Gould durante la grabación de este célebre
disco. Lo vemos y escuchamos con algunas de las excentricidades que también lo
hicieron famoso: la sillita que nunca cambiaba, el tapete bajo sus pies, el
piano colocado a una altura precisa, la cabeza entre las teclas y ese canturreo
continuo que hacía rabiar a muchos. También pedía durante sus grabaciones que
el estudio estuviera a una temperatura precisa y era sumamente selectivo en cuanto
a las obras que interpretaba. No menos sonadas eran sus opiniones sobre otros
músicos y compositores. Por ejemplo, sobre Mozart señaló un día que en realidad
no había muerto demasiado joven, sino “demasiado viejo” —y de ahí que
prefiriera tocar al Mozart temprano y evitara al de madurez—.
Hay muchas versiones disponibles de las “Variaciones
Goldberg”, así como varias transcripciones (para cuerdas, guitarra, órgano y
hasta mandolina), pero ninguna escapa a su comparación con la versión de Glenn
Gould. Recomendaría, además de los dos registros del canadiense, las que nos
dejó Tatiana Nicolayeva, la gran matriarca del pianismo ruso, y, entre los más
recientes, vale la pena darse una vuelta por la grabación de —la también
canadiense— Angela Hewitt, la segunda grabación de András Schiff —en ECM— y,
sobre todo, la grabación —para el sello Sony— del año 2000 de Murray Perahia.
Entre las grabaciones en clavecín —el instrumento para el que originalmente fue
compuesta la obra— prefiero cualquiera de las dos grabaciones que ha realizado
el francés Pierre Hantaï.