Cuando
me enteré de que Alfred Brendel había muerto cruzaron por mi mente recuerdos
felices de las tantas buenas grabaciones suyas que he disfrutado a lo largo de
muchos años. También recordé la admiración que siempre me provocó ese estilo sobrio
que, casi una extravagancia en nuestros días, nunca se dejó seducir ni por las modas
ni por los alardes técnicos. Pero, además, sentí de manera vaga que perdía a un
viejo maestro, a alguien a quien no sólo seguí con gusto en su discografía,
sino a un artista con el que realmente aprendí algunas cosas sobre cómo
escuchar música. En lo que sigue intento precisar esa impresión, intercalando algunas
citas del propio Brendel que tal vez auxilien un poco a estas ideas medio borrosas.
Para
empezar, ahí están sus libros y sus muchas conferencias, entrevistas y clases
en internet. Son un verdadero tesoro. En ellos se aprende bastante sobre la
forma de interpretar de Brendel y sobre algunos otros detalles técnicos, históricos
y estéticos de la música, todos desmenuzados por el pianista y escritor con
mucha claridad y su proverbial sentido del humor. Son también testimonios de la hondura,
relevancia cultural y persistencia de la música culta occidental. Pocos músicos
han escrito y charlado sobre música tan bien como Brendel.
Podemos
sucumbir a la música, por así decir, con los ojos cerrados, y simplemente
“hacerla”. Podemos formalizarla, intelectualizarla, poetizarla, psicologizarla […] Ha prevalecido en mí la inclinación por
confrontar la música conscientemente y por relacionarla con los placeres del
lenguaje.
No
obstante, mi mayor fuente de instrucción han sido sus discos. Esto se explica
porque, por mera casualidad, descubrí muy joven en grabaciones de Brendel
varias composiciones que aún admiro y escucho con fervor. Recuerdo en
particular que así sucedió con las tres últimas sonatas para piano de
Beethoven, algunas de las sonatas y conciertos de Mozart (los últimos siete),
la fantasía Wanderer de Schubert y el
concierto para piano de Schönberg. Cuando nos enamoramos de una pieza musical siempre
guardamos un vínculo especial, mezcla de nostalgia y agradecimiento, con la
interpretación que nos la reveló, sin importar que nuestros gustos cambien
después. Para Brendel las grabaciones no eran simplemente un mal necesario,
como pensaron varios de sus contemporáneos. También las consideró una
herramienta indispensable para el desarrollo del pianista moderno y, en
consecuencia, grabó varias veces a los largo de su vida un repertorio no
demasiado amplio y que consideraba el más apropiado para su visión artística y
temperamento.
Para
mí [el
medio de los discos] fue tremendamente
importante ya que me enseñó a escucharme a mí mismo. […] Poder observar cómo una visión interior se
corresponde con lo que se toca y reparar en aquello que no lo hace o que no lo
hace en absoluto.
Pero
está además lo que he aprendido al escuchar cómo
toca Brendel, lo que he asimilado al familiarizarme con su estilo. No sé bien
cómo expresarlo. Diría que ha moldeado en buena medida mis criterios y
expectativas sobre cómo deben sonar en general ciertas obras fundamentales del
repertorio pianístico centroeuropeo y sobre cuáles son, o deberían de ser, los compromisos
del intérprete al abordarlas. Y no me refiero únicamente a minucias técnicas (por
ejemplo, cómo emplear con verdadera pericia el pedal de resonancia o cómo
construir con paciencia y sin estrépito un crescendo
vigoroso, detalles en los que Brendel se destacó), sino a algo más amplio (y
más significativo para quienes sólo somos melómanos). Quizá pueda describirse
como una manera de enfocar la atención y de entender cómo suena la integridad en una interpretación; cómo
es posible que un ejecutante sirva con un respeto casi religioso al compositor
sin que suene ni apocado ni repetitivo.
La
modestia innata del intérprete es de vital importancia […] Por definición, un intérprete no puede ser
un genio […] Si tiene suerte, se
disuelve en la música. Reina y sirve.
Por
lo común esperamos de un pianista que, además de ser apto, nos conmueva con su
forma de tocar o que nos maraville con su destreza. De esos pianistas hay
muchos (por fortuna, supongo). Otra cosa es combinar la necesaria destreza
manual con una penetración intelectual y una disposición moral que haga que sea
la composición misma la que ocupe toda nuestra atención, que sea su
arquitectura y la manera en que encajan sus partes lo que nos hable más fuerte,
que sintamos que entendemos la obra y nos apasionemos sin apenas distraernos
con la personalidad, aspecto o maña del intérprete (dicho de un modo aún más
oscuro: que la escuchemos desde una perspectiva que ilumine la obra desde adentro).
Intento
aquí caracterizar de manera tosca dos formas distintas de entender el
virtuosismo. Digamos que el pianista virtuoso habitual logra conmovernos con su
precisión, expresividad, colorido y agilidad (medida según la cantidad de notas
que toque por segundo). Y nunca faltan los espectadores que se dejan llevar por
las contorsiones y gestos del intérprete, sobre todo de esos solistas que, para
su propio envanecimiento, tratan a su instrumento como el domador a sus fieras
para gran júbilo de quienes van a los conciertos de música clásica a mirar
antes que a escuchar.
Se
debe sentir la emoción sin perder el control. No hay que emocionarse abiertamente
y en el piano tener los ojos llenos de lágrimas. Si pasa, que sea el público el
que llore. […] Los sentimientos ocultos a veces producen
un efecto más poderoso que los que se exteriorizan.
Sé
que exagero un poquitín cuando contrasto a estos virtuosos más, digamos, “románticos”,
y en cuyas filas hay sin duda artistas tremendos (como Vladímir Horowitz, para
acabar pronto, o quizá también Marta Argerich), con el pianismo “serio” de
otros que, como Brendel, apelan más al control, a la claridad de las texturas,
al equilibrio y la solidez del argumento musical, y que evitan el
sentimentalismo, el relumbrón, los fraseos amanerados y los cambios bruscos de
intensidad (pienso en pianistas como Backhaus, Fischer, Kempff, Pollini, Schiff
y, en cierto sentido, Claudio Arrau, un caso notable que conjugó como nadie los
dos estilos). Si enfatizo de más la oposición entre estos dos estilos, es únicamente
para explicarme un poco.
Desde
luego que, como cualquier otro pianista de prestigio, Brendel ofreció “su”
exégesis de las obras que tocaba, pero siempre trataba de, como se dice, dejar que
la música “hable por sí misma”. Tocar así no tiene nada que ver con “seguir al
pie de la letra” el texto musical (siempre incompleto, ningún intérprete está
exento de tener que tomar muchas decisiones propias) ni con una estilo apacible
o poco imaginativo. Al contrario. Algunas de las versiones más convincentes,
pero también más avasalladoras, provienen de las y los obsesivos que estudian
una y otra vez algunas cuantas partituras, convencidos de que son inagotables.
A
veces se tiene la impresión de que la obra se interpreta por sí sola, y esa
impresión no es aburrida en absoluto. Por el contrario, es una revelación.
Es
frecuente escuchar que se pinte a Brendel como un “pianista intelectual” (o, con
mayor malicia, como un “intelectual pianista”). Cierto es que fue una persona
muy culta y que su manera de concebir y de hacer música reflejan algo de ese
bagaje. Pero nunca se consideró un “pensador”, aunque se describió como un
“empirista”, “liberal y escéptico”, cultivó la poesía (cómica) y fue amigo de
Isaiah Berlin y de Ernst Gombrich. Prefería los aforismos a los sistemas
cerrados de pensamiento y aborrecía todos los fanatismos. Concebirlo como un
artista calculador y enemigo de la espontaneidad es juzgarlo mal. Más bien
buscó alcanzar una forma de equilibrio que, en las composiciones que más frecuentaba,
no necesariamente desemboca en una música sosegada, sino en una expresividad
concentrada y cautamente vigorosa, un fraseo nervioso y, en ocasiones, una
tristeza agridulce. Vale recordar además su defensa del humor y hasta del
sarcasmo en varias páginas de compositores que resultan incomprensibles si no
se escucha con claridad ese ingrediente de socarronería (en las Variaciones Diabelli, por ejemplo, o en
tantos y tantos pasajes de Haydn). Así que, contrario a lo que su “formalismo” podría
sugerir, fue un pianista sumamente atento a la variedad de caracteres y
emociones que expresan las partituras, y ciertamente expresó con fuerza los
elementos perturbadores de muchas obras maestras, aunque sin perder el
equilibrio.
Soy
un músico intuitivo que se aprovecha de la reflexión para dominarse […] En una obra de arte, el caos debiera
brillar a través del velo del orden […]
En gran medida me inclino por el caos, es decir, por lo emocional. Pero lo
único que hace que funcione la obra de arte es el velo del orden.
Alfred Brendel nación el
5 de enero de 1931 y murió el 17 de junio de 2025. No fue un niño prodigio ni en
su familia hubo músicos destacados. Tuvo varios maestros particulares, se
inscribió al Conservatorio de Graz, recibió la influencia de figuras tan
importantes como Edwin Fischer y Eduard Steuermann, pero en gran medida fue un
artista que se formó a sí mismo. Dejó varios discípulos destacados, como Paul
Lewis, Kit Armstrong y Till Fellner, que aún desarrollan sus carreras. También
dejó una legión de admiradores, el respeto de la mayoría y algunos detractores
más bien benévolos. Pero al revisar los muchos mensajes en la red que lamentaron
su muerte (de numerosos colegas, amigos, alumnos, seguidores, críticos
musicales, compañías disqueras, políticos, instituciones de cultura, escuelas
de música y universidades) me percaté de que no sólo fue una personalidad muy
respetada, una referencia fija y quizá un poco rutinaria entre los pianistas y
el público. También fue muy querido. Abundan en las condolencias las
referencias al hombre generoso, amigable, chispeante, siempre curioso y
comprometido con su arte. Me conmovió en particular toparme con un texto del pianista,
compositor y poeta Juan Carlos Garvayo para la revista musical Scherzo, de España. Ahí refiere que
Brendel, unos meses antes de fallecer, le envió su último libro con una nota en
alemán que me atrevo a citar aquí: “Querido Juan
Carlos, He aquí un libro para terminar. Es hora de parar. La vida ya ha sido
demasiado buena conmigo”. Y
cierra con estos versos felices: “Dank für alles / Freundlichkeit und /
Freundschaft / Seien Sie beide / Umarmt! (Gracias por todo /
¡Amabilidad y / Amistad se abrazan / mutuamente!)”. Gracias por todo, Alfred Brendel.
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