martes, 19 de agosto de 2025

Alfred Brendel o el virtuosismo de la inteligencia

 


Cuando me enteré de que Alfred Brendel había muerto cruzaron por mi mente recuerdos felices de las tantas buenas grabaciones suyas que he disfrutado a lo largo de muchos años. También recordé la admiración que siempre me provocó ese estilo sobrio que, casi una extravagancia en nuestros días, nunca se dejó seducir ni por las modas ni por los alardes técnicos. Pero, además, sentí de manera vaga que perdía a un viejo maestro, a alguien a quien no sólo seguí con gusto en su discografía, sino a un artista con el que realmente aprendí algunas cosas sobre cómo escuchar música. En lo que sigue intento precisar esa impresión, intercalando algunas citas del propio Brendel que tal vez auxilien un poco a estas ideas medio borrosas.

Para empezar, ahí están sus libros y sus muchas conferencias, entrevistas y clases en internet. Son un verdadero tesoro. En ellos se aprende bastante sobre la forma de interpretar de Brendel y sobre algunos otros detalles técnicos, históricos y estéticos de la música, todos desmenuzados por el pianista y escritor con mucha claridad y su proverbial sentido del  humor. Son también testimonios de la hondura, relevancia cultural y persistencia de la música culta occidental. Pocos músicos han escrito y charlado sobre música tan bien como Brendel.

Podemos sucumbir a la música, por así decir, con los ojos cerrados, y simplemente “hacerla”. Podemos formalizarla, intelectualizarla, poetizarla, psicologizarla […] Ha prevalecido en mí la inclinación por confrontar la música conscientemente y por relacionarla con los placeres del lenguaje.

No obstante, mi mayor fuente de instrucción han sido sus discos. Esto se explica porque, por mera casualidad, descubrí muy joven en grabaciones de Brendel varias composiciones que aún admiro y escucho con fervor. Recuerdo en particular que así sucedió con las tres últimas sonatas para piano de Beethoven, algunas de las sonatas y conciertos de Mozart (los últimos siete), la fantasía Wanderer de Schubert y el concierto para piano de Schönberg. Cuando nos enamoramos de una pieza musical siempre guardamos un vínculo especial, mezcla de nostalgia y agradecimiento, con la interpretación que nos la reveló, sin importar que nuestros gustos cambien después. Para Brendel las grabaciones no eran simplemente un mal necesario, como pensaron varios de sus contemporáneos. También las consideró una herramienta indispensable para el desarrollo del pianista moderno y, en consecuencia, grabó varias veces a los largo de su vida un repertorio no demasiado amplio y que consideraba el más apropiado para su visión artística y temperamento.

Para mí [el medio de los discos] fue tremendamente importante ya que me enseñó a escucharme a mí mismo. […] Poder observar cómo una visión interior se corresponde con lo que se toca y reparar en aquello que no lo hace o que no lo hace en absoluto.

Pero está además lo que he aprendido al escuchar cómo toca Brendel, lo que he asimilado al familiarizarme con su estilo. No sé bien cómo expresarlo. Diría que ha moldeado en buena medida mis criterios y expectativas sobre cómo deben sonar en general ciertas obras fundamentales del repertorio pianístico centroeuropeo y sobre cuáles son, o deberían de ser, los compromisos del intérprete al abordarlas. Y no me refiero únicamente a minucias técnicas (por ejemplo, cómo emplear con verdadera pericia el pedal de resonancia o cómo construir con paciencia y sin estrépito un crescendo vigoroso, detalles en los que Brendel se destacó), sino a algo más amplio (y más significativo para quienes sólo somos melómanos). Quizá pueda describirse como una manera de enfocar la atención y de entender cómo suena la integridad en una interpretación; cómo es posible que un ejecutante sirva con un respeto casi religioso al compositor sin que suene ni apocado ni repetitivo.

La modestia innata del intérprete es de vital importancia […] Por definición, un intérprete no puede ser un genio […] Si tiene suerte, se disuelve en la música. Reina y sirve.

Por lo común esperamos de un pianista que, además de ser apto, nos conmueva con su forma de tocar o que nos maraville con su destreza. De esos pianistas hay muchos (por fortuna, supongo). Otra cosa es combinar la necesaria destreza manual con una penetración intelectual y una disposición moral que haga que sea la composición misma la que ocupe toda nuestra atención, que sea su arquitectura y la manera en que encajan sus partes lo que nos hable más fuerte, que sintamos que entendemos la obra y nos apasionemos sin apenas distraernos con la personalidad, aspecto o maña del intérprete (dicho de un modo aún más oscuro: que la escuchemos desde una perspectiva que ilumine la obra desde adentro).

Intento aquí caracterizar de manera tosca dos formas distintas de entender el virtuosismo. Digamos que el pianista virtuoso habitual logra conmovernos con su precisión, expresividad, colorido y agilidad (medida según la cantidad de notas que toque por segundo). Y nunca faltan los espectadores que se dejan llevar por las contorsiones y gestos del intérprete, sobre todo de esos solistas que, para su propio envanecimiento, tratan a su instrumento como el domador a sus fieras para gran júbilo de quienes van a los conciertos de música clásica a mirar antes que a escuchar.

Se debe sentir la emoción sin perder el control. No hay que emocionarse abiertamente y en el piano tener los ojos llenos de lágrimas. Si pasa, que sea el público el que llore. […] Los sentimientos ocultos a veces producen un efecto más poderoso que los que se exteriorizan.

Sé que exagero un poquitín cuando contrasto a estos virtuosos más, digamos, “románticos”, y en cuyas filas hay sin duda artistas tremendos (como Vladímir Horowitz, para acabar pronto, o quizá también Marta Argerich), con el pianismo “serio” de otros que, como Brendel, apelan más al control, a la claridad de las texturas, al equilibrio y la solidez del argumento musical, y que evitan el sentimentalismo, el relumbrón, los fraseos amanerados y los cambios bruscos de intensidad (pienso en pianistas como Backhaus, Fischer, Kempff, Pollini, Schiff y, en cierto sentido, Claudio Arrau, un caso notable que conjugó como nadie los dos estilos). Si enfatizo de más la oposición entre estos dos estilos, es únicamente para explicarme un poco.

Desde luego que, como cualquier otro pianista de prestigio, Brendel ofreció “su” exégesis de las obras que tocaba, pero siempre trataba de, como se dice, dejar que la música “hable por sí misma”. Tocar así no tiene nada que ver con “seguir al pie de la letra” el texto musical (siempre incompleto, ningún intérprete está exento de tener que tomar muchas decisiones propias) ni con una estilo apacible o poco imaginativo. Al contrario. Algunas de las versiones más convincentes, pero también más avasalladoras, provienen de las y los obsesivos que estudian una y otra vez algunas cuantas partituras, convencidos de que son inagotables.

A veces se tiene la impresión de que la obra se interpreta por sí sola, y esa impresión no es aburrida en absoluto. Por el contrario, es una revelación.

Es frecuente escuchar que se pinte a Brendel como un “pianista intelectual” (o, con mayor malicia, como un “intelectual pianista”). Cierto es que fue una persona muy culta y que su manera de concebir y de hacer música reflejan algo de ese bagaje. Pero nunca se consideró un “pensador”, aunque se describió como un “empirista”, “liberal y escéptico”, cultivó la poesía (cómica) y fue amigo de Isaiah Berlin y de Ernst Gombrich. Prefería los aforismos a los sistemas cerrados de pensamiento y aborrecía todos los fanatismos. Concebirlo como un artista calculador y enemigo de la espontaneidad es juzgarlo mal. Más bien buscó alcanzar una forma de equilibrio que, en las composiciones que más frecuentaba, no necesariamente desemboca en una música sosegada, sino en una expresividad concentrada y cautamente vigorosa, un fraseo nervioso y, en ocasiones, una tristeza agridulce. Vale recordar además su defensa del humor y hasta del sarcasmo en varias páginas de compositores que resultan incomprensibles si no se escucha con claridad ese ingrediente de socarronería (en las Variaciones Diabelli, por ejemplo, o en tantos y tantos pasajes de Haydn). Así que, contrario a lo que su “formalismo” podría sugerir, fue un pianista sumamente atento a la variedad de caracteres y emociones que expresan las partituras, y ciertamente expresó con fuerza los elementos perturbadores de muchas obras maestras, aunque sin perder el equilibrio.

Soy un músico intuitivo que se aprovecha de la reflexión para dominarse […] En una obra de arte, el caos debiera brillar a través del velo del orden […] En gran medida me inclino por el caos, es decir, por lo emocional. Pero lo único que hace que funcione la obra de arte es el velo del orden.

Alfred Brendel nación el 5 de enero de 1931 y murió el 17 de junio de 2025. No fue un niño prodigio ni en su familia hubo músicos destacados. Tuvo varios maestros particulares, se inscribió al Conservatorio de Graz, recibió la influencia de figuras tan importantes como Edwin Fischer y Eduard Steuermann, pero en gran medida fue un artista que se formó a sí mismo. Dejó varios discípulos destacados, como Paul Lewis, Kit Armstrong y Till Fellner, que aún desarrollan sus carreras. También dejó una legión de admiradores, el respeto de la mayoría y algunos detractores más bien benévolos. Pero al revisar los muchos mensajes en la red que lamentaron su muerte (de numerosos colegas, amigos, alumnos, seguidores, críticos musicales, compañías disqueras, políticos, instituciones de cultura, escuelas de música y universidades) me percaté de que no sólo fue una personalidad muy respetada, una referencia fija y quizá un poco rutinaria entre los pianistas y el público. También fue muy querido. Abundan en las condolencias las referencias al hombre generoso, amigable, chispeante, siempre curioso y comprometido con su arte. Me conmovió en particular toparme con un texto del pianista, compositor y poeta Juan Carlos Garvayo para la revista musical Scherzo, de España. Ahí refiere que Brendel, unos meses antes de fallecer, le envió su último libro con una nota en alemán que me atrevo a citar aquí: “Querido Juan Carlos, He aquí un libro para terminar. Es hora de parar. La vida ya ha sido demasiado buena conmigo”. Y cierra con estos versos felices: “Dank für alles / Freundlichkeit und / Freundschaft / Seien Sie beide / Umarmt! (Gracias por todo / ¡Amabilidad y / Amistad se abrazan / mutuamente!)”. Gracias por todo, Alfred Brendel.

 


 

 

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