(Gracias al gran Benjamín A. por publicarme esta semblanza en: http://www.cronicasonora.com/ha-muerto-amos-oz/ )
El inicio de año ha
resultado más penoso sin la presencia tonificante de Amos Oz. Sin ser
sorpresiva, la noticia de su muerte no dejó de consternarme y de hacerme pensar
con tristeza cuánto lo extrañaré porque, en mi casa, Amos Oz no es sólo el
nombre de un novelista formidable y un ensayista lúcido, sino una especie de
viejo conocido del que platicamos con familiaridad mi esposa y yo en la mesa y
del que nos llegan mensajes alentadores del otro lado del mundo. Desde luego
que siempre esperábamos (me punza usar el pasado) con ansias su última novela,
pero también, y con el mismo entusiasmo, sus entrevistas, artículos,
declaraciones, fotografías… Recibíamos además con frecuencia noticias suyas a
través de Fania, su hija, que nos advertía de los avances y retrocesos en el estado
de salud de su padre y nos contaba detalles de su casa en medio del desierto
del Néguev, de sus hábitos e incluso de su gato, sorprendentemente parecido al
nuestro. “Deberían venir a conocerlo. Con gusto los recibirá. Le he contado
sobre ustedes”, nos decía. “¿Que si puede leer en español? No mucho”. “No
importa. Le enviaremos Pedro Páramo,
en una edición bonita. Lucirá mucho en uno de sus libreros”. Cosas así delinearon
la presencia afable y benéfica de Amos Oz en mi vida.
Entre las virtudes que
encuentro y disfruto en la escritura de Oz destacaría la sencillez y
desenvoltura con que aborda y desarrolla cuestiones de suyo muy complejas. Eso
casi siempre es, creo, indicio de un gran escritor. Para ello se vale de
personajes comunes, incluso a veces hasta repulsivos de tan ordinarios (como el
conferencista “ridículo y prescindible” de Amor
tardío). Las relaciones de familia, las mujeres, el amor y la muerte son
algunos de los temas que exploró con delicadeza y compasión. También el
antisemitismo, la vida en los kibbutzim
y el miedo, el odio y la locura que con tanta facilidad se desatan en el
Oriente Próximo para arruinar las vidas sencillas de incontables varones y mujeres,
judíos y no judíos. ¿Cómo es posible idear con tanta ponderación ficciones y
juicios políticos en un ambiente tan propicio para visiones desesperanzadas y
extremas? La respuesta podría ser sencilla: en medio del estruendo de políticos
vociferantes, generales, líderes religiosos, terroristas feroces y dos pueblos desavenidos
quizá irremediablemente pero condenados a vivir lado a lado, el escritor
israelí guarda silencio y presta oído con atención: “Seguimos siendo una nación
de ocho millones de ciudadanos, ocho millones de primeros ministros, ocho
millones de profetas y mesías. Todos gritan a voz en cuello, nadie escucha
jamás, excepto yo. Yo escucho a veces. Es así como me gano la vida”.
Para Oz, la curiosidad es
o debería considerarse una virtud moral: “Una persona curiosa es ligeramente
mejor persona, mejor padre, mejor pareja, mejor vecino y colega que una persona
no curiosa. También mejor amante”. Pero mantenernos dispuestos a observar con
serenidad a la gente y lo que nos rodea no basta. Hace falta además imaginar a
los otros, y a veces imaginar que estamos en la piel de alguien más, en
particular de quienes no son como nosotros y quizá nos odian. Porque, en
ocasiones, “los hechos se convierten en enemigos terribles de la verdad”. La
incapacidad de imaginarnos a los distintos es, desde luego, una de las raíces
del conflicto con los palestinos, de ese “absurdo conflicto inmobiliario con el
Islam”, como asevera Fima (el personaje de la novela con el mismo nombre,
también traducida como La tercera
condición). Es verdad que imaginarme como el otro no necesariamente me
lleva a aceptar su propia narrativa; sin embargo, al menos “me lleva a buscar
un acuerdo”. Y lo contrario del acuerdo “no es idealismo ni devoción; lo
contrario de acuerdo es fanatismo y muerte”.
A estas destrezas morales
Oz añadiría, quizá, el amor por las palabras: por su sonido, sus connotaciones,
su historia y su capacidad para transfigurar la realidad. En Los judíos y las palabras, escrito con
su hija Fania, se explora con gozo y afecto por la tradición la idea de que el
secreto de la supervivencia y continuidad del judaísmo a lo largo de tanto
tiempo no hay que buscarlo en favores divinos ni en los genes, sino en el
lenguaje (o los lenguajes) de los judíos. El judaísmo no es asunto de linajes
ni de lazos de sangre; es, ante todo, una gran biblioteca de textos en hebreo y
otras lenguas que nutre una discusión transmitida de generación a generación y
que ha definido y preservado por siglos lo que significa ser judío. Al llevar
consigo sus libros, los millones de judíos dispersos a la fuerza por el mundo han
llevado consigo todo lo que necesitan para seguir siendo judíos. Profetas,
escribas, talmudistas, rabinos y filósofos, pero también literatos, cineastas y
comediantes son quienes han consignado en formatos diversos esos dilatados
debates sobre asuntos profanos y divinos, triviales y trascendentes. Detrás de
la intrigante verborrea judía de seguro habrá, como vio Freud, mecanismos
psicológicos extraños en funcionamiento; pero también hay, aseguran con acierto
los Oz, padre e hija, “una creencia, profundamente enraizada, en el poder de
las palabras para re-crear la realidad; muchas veces mediante el rezo, pero en
no menos ocasiones mediante la argumentación que busca alcanzar la verdad”.
Ya no habrá de Amos
Oz mensajes alentadores provenientes del otro lado del mundo. No habrá más
noticias suyas ni habrá quien represente la voz de la sensatez en medio de un
conflicto doloroso entre dos pueblos que con igual derecho se disputan un
pequeño trozo de tierra para vivir. Y, aunque me niego a creerlo, quizá con su
muerte haya desaparecido también la última voz del sionismo humanista. Ahora sus
palabras se han sumado a esa añeja tradición textual que los judíos han
construido con tenacidad por siglos y de seguro continuarán resonando con
fuerza en nuestros esfuerzos y disputas por imaginar con benevolencia a los
otros, amar a quienes podamos amar y alcanzar acuerdos mutuamente provechosos
con quienes, de cualquier forma, hemos de compartir el mundo.
Estaba esperando esta entrada en tu blog. En cuanto me enteré de la noticia pensé en ustedes. Me apena decir que aún no he leído un libro de Oz, adquirí recientemente uno, Un descanso verdadero, aún no he abierto pero muy pronto lo haré. En la contraportada se lee: "Elocuente, humano, incluso religioso en el más profundo sentido de la palabra, Oz emerge como un hombre obsesionado con la simple decencia y determinado por encima de todo a contar la verdad, pese a quien pese". En estos tiempos en el que se retoman discursos polarizados, donde no hay decencia ni sensatez, hace aún mayor la pena cuando mueren personas como él.
ResponderBorrarQuerido Javier, la novela Un descanso verdadero es, a mi juicio, una de las mejores obras de Oz. Qué mejor puerta a su literatura que ésa. Y sí, echaremos de mano la voz de AMos Oz entre tanta gritería e indecencia.
Borrar