Tan
trastornados nos trae a todos la pandemia del coronavirus que resulta fácil desatender
algunas fechas significativas para la cultura y la historia. Por ejemplo, más o
menos pasaron de noche los 250 años del enorme Friedrich Hölderlin el pasado 20
marzo o, para los más nostálgicos, el 150 aniversario de Lenin el 22 abril. Pero
nada debería justificar que se nos olviden los quinientos años de la muerte de
ni más ni menos que Raffaello Sanzio, el divino Rafael, el artista que, junto
con Leonardo y Miguel Ángel, es culmen del Renacimiento y uno de esos pocos creadores
que verdaderamente nos impide creer que somos una especie sin remedio.
Nació
en Urbino el 6 de abril de 1483 y murió en Roma, también un seis de abril, en
1520. Su padre fue un pintor no muy talentoso que, sin embargo, inculcó en su
hijo las ideas plásticas y humanistas en boga y muy pronto reparó en sus capacidades
innatas. Al quedar huérfano a temprana edad, Rafael continuó su formación en
diversos talleres, y el primer gran maestro que lo acogió fue Pietro Perugino.
Después trabajó en diversos sitios del norte de Italia y recibió la influencia
enérgica de Leonardo en Florencia y de Miguel Ángel en Roma. En esta ciudad
fijó residencia, se ganó el favor de dos papas, decoró el Vaticano y fue
nombrado arquitecto de la Basílica de san Pedro. Carismático, generoso, de
carácter pacífico y muy guapo, fue uno de esos raros artistas de gran calibre
que al parecer se sintió satisfecho con su vida. Nunca se casó, tuvo muchas
amantes y murió a los 37 años, en la cúspide de su carrera y tras una noche
(según Giorgio Vasari) de “excesivas relaciones sexuales” con su amante
Margherite Luti, la inmortal Fornarina (aunque, en detrimento de tan
feliz leyenda, algunos envidiosos aseguran que fue la malaria la que lo hizo
colgar los pinceles).
Para
degustar apropiadamente el arte de Rafael, es habitual compararlo con el de su
rival, Miguel Ángel. Dos temperamentos distintos, dos artes que contrastan. El
uno las ensoñaciones de un espíritu optimista y urbano; el otro las visiones de
un genio depresivo y paranoico. Más hábil, Rafael apunta hacia el equilibrio y
ritmo entre las imágenes, la dulzura de los rasgos y la idealización; más
sublime, Miguel Ángel se concentra en la rotundidad de las figuras individuales
y en la fuerza del mensaje. El de Urbino se consagra a la forma; el toscano al
concepto.
Claro que la
generalización anterior admite más de un reparo, sobre todo tratándose de
creadores de semejante anchura. En el caso de Rafael, la imagen de un pintor
complaciente e idealista se derrumba cuando uno considera, por ejemplo, sus
retratos de madurez, de gran realismo, perspicacia psicológica y miradas que nos
interpelan (por ejemplo, Retrato de Baltasar Castiglione o León X y
dos cardenales). Sin embargo, ¿cómo resistirse a los aspectos más dulces
del pincel de Rafael? Las alrededor de cincuenta madonne que pintó a lo
largo de toda su carrera (y entre las que hay al menos una docena de obras
maestras indiscutibles) son muestra de un género que busca plegarse a un
mercado específico (a saber, el de las devociones privadas de los
patrocinadores). En sus escenas predominan la gracia, la intimidad y una
espiritualidad serena. Pueden resultar candorosas para el ojo moderno, pero el
observador medianamente atento descubre sin dificultad los toques de genialidad
que las hacen especiales. Examinemos, por ejemplo, la Madonna Aldobrandini, pintado entre 1509 y 1510. Es un cuadro
típico de Rafael, de su producción intermedia. Reparemos en la belleza del
rostro ovalado de María, la delicadeza con que pretende cubrir a su hijo con el
manto e impedir que Juan el Bautista tome el clavel rojo que el Niño, un poco
altivo, como quizá se esperaría de un infante con esa edad, le muestra. Fijémonos
en la destreza con que el artista ordena las figuras en forma piramidal (una
herencia de Leonardo) sin que la composición se sienta pesada en absoluto. Hay también
un juego de miradas entre los tres personajes que sugiere con suavidad un
parlamento espiritual, un intercambio de pensamientos agridulces. Conviene
reparar en algunos simbolismos: la piel de camello y la tez más morena de Juan el
Bautista permiten identificar al personaje y anticipan su prédica en el
desierto; el rostro de Jesús, de aspecto ligeramente mayor, representa su
presciencia, y el clavel rojo la pasión en la cruz. La meditación que parece
unir las miradas de los tres personajes es la de la muerte del Cristo.
Cuando
se contemplan en orden cronológico todas estas madonne se aprecia la
verdad contenida en la observación, avalada por no pocos críticos e
historiadores, de que la obra de Rafael alcanza de manera paulatina lo que
todos los artistas precedentes del Renacimiento ambicionaron: la completa
armonía de los personajes en su entorno; cuadros y frescos repletas de figuras resueltas
con absoluta soltura, que producen la ilusión de no estar representadas y se
despliegan con completa naturalidad. E.H. Gombrich, por ejemplo, escribe en su
famosa Historia del arte que Rafael logró materializar lo que muchos
habían buscado con denuedo: “la composición perfecta y armoniosa de figuras que
se mueven libremente”.
No obstante, si de
nuevo extrañamos lo sublime y grandioso en Rafael, basta voltear a ver,
digamos, la muy célebre Madonna sistina. Muchos se han obsesionado con
esta obra: Goethe, Hegel, Dostoievski, Picasso, Dalí. Heidegger incluso le
dedica un ensayo, y muchos otros han ofrecido interpretaciones variopintas de
este ícono del arte occidental. Una vez más, estamos ante una poderosa
composición piramidal: la Virgen con el Niño al centro y arriba; más abajo y a
nuestra derecha, santa Bárbara y a la izquierda san Sixto Papa. Y abajo, unos
angelitos más que famosos (se dice que Rafael tomó como sus modelos a unos
niños que miraban con impotencia el interior de una panadería tras un
escaparate). Es posible que el óleo (de dimensiones respetables: 265 x 196 cm) estuviera
destinado a ser colocado en un altar de la iglesia de san Sixto, en Piacenza.
La escena impacta por varias razones y no pretendo agotarlas aquí.
Veamos sólo algunas. Por un lado está el efecto netamente teatral, pues
pareciera que las cortinas verdes se acaban de abrir para revelarnos de golpe
una aparición celestial. Eso, supongo, es lo que esperaríamos de una epifanía:
que nos tome de golpe y sojuzgue; que sea algo que padezcamos y no tanto que
contemplemos. Adviértase como la Virgen parece surgir de frente y de arriba
hacia abajo a través de un espacio muy profundo (efecto al cual contribuye
también la difusa luz dorada a sus espaldas, la cama de nubes, los angelitos en
primer plano y el habilísimo escorzo en la mano de san Sixto y con la cual
parece interceder por los fieles). Por otro lado, nadie puede dejar de advertir
la extrema belleza del rostro de una muy joven Virgen y la delicadeza con que
sostiene y a la vez presenta al Niño. ¿Hacia dónde miran? ¿A los fieles en la
iglesia? Esto es improbable, pues casi con certeza la altura en la que estaba
colocado el cuadro (hoy en la Gemäldegalerie de Dresde) no permitía ver las
figuras de frente, sino de abajo hacia arriba, como quizá indica la dirección
en que mira la santa. Y luego está la dificultad (en este caso, una dichosa
obsesión) de tratar de interpretar esas miradas. Dostoievski vio “inocencia y
tristeza” en los semblantes y “humildad y sufrimiento” en los ojos del Niño y
la Virgen. Recordemos que las madonne suelen prefigurar, a veces con
mucha sutileza, la muerte en la cruz, y quizá esa anticipación ominosa (a la
vez que salvadora, de acuerdo con los creyentes) empaña la serenidad
característica de otras representaciones similares. A veces, cuando contemplo
esta imagen, me parece percibir en las figuras demasiado humanas de María y el
Niño y el cielo infinito que parece empujarlos el poder de algo mayor, el mysterium
tremendum que se abre paso entre nuestras débiles figuraciones de lo
eterno. Suelo ser de los que defienden la pertinencia cognoscitiva del arte (es
decir, que en la experiencia estética captamos también algo del sentido del
mundo) pero, en casos como éste, ante una obra que arroba tanto y en la que los
elementos de la composición se conjugan con tanta potencia, recuerdo con
convicción la idea del literato alemán Heinrich von Kleist de que el arte es
aquello a través de lo cual “algo incomprensible viene al mundo”. En no pocas
ocasiones, el arte de Rafael alcanzó a prefigurar ese tipo de visiones fascinantes.
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