Me gustaría compartir algunas de las inquietudes que me suscita la lectura de la Guía ética para la transformación de México. Considero que cualquier iniciativa seria que motive la discusión en torno a los valores y las conductas sociales debe valorarse y tomarse en serio; mucho de lo que está mal en este país es producto de la simulación y del descuido con respecto a estos temas. Propondré aquí de manera muy ceñida tres temas para debatir de la Guía; todos ellos giran en mayor o menor medida en torno del asunto que, de entrada, parece ser el más espinoso de todo esto: el hecho de que sea el Estado la institución que ha publicado el folleto.
1. El título. Celebro que se haya dado marcha atrás a la idea inicial de llamar al folleto una “constitución moral”, cosa que habría sido un error descomunal. Sin embargo, sospecho que “guía” tampoco resulta del todo una palabra afortunada. Una “guía”, si no me equivoco, es algo (o alguien) que nos dirige de manera más o menos metódica para la realización de una actividad o para alcanzar un objetivo. En este sentido, no parecer ser que “guía” sea un término adecuado para describir un proyecto que, en palabras de los propios autores, posee un “carácter polémico”, que se quiere que “aliente la discusión” y que “está abierto a la corrección” (p. 8). Hay guías buenas, regulares o malas, pero por lo general uno no lee libros con títulos como Guía para descubrir Roma, Guía del apicultor moderno o Guía para ser buenos padres de hijos adolescentes para polemizar con ellos o enriquecerlos. Más aún, cuando se aplica a cuestiones morales, el término “guía” adquiere un tonillo paternalista, de recetario sentencioso si no es que mandón, que en definitiva no se aviene bien con una ética moderna que debería basarse en procesos de deliberación racional y en la autonomía de los sujetos morales. Si el asunto era proponer una serie de definiciones e ideas para provocar un debate, ¿por qué no se eligieron vocablos menos equívocos como “propuesta”, “invitación”, “esbozo”, “moción” o “iniciativa”?
2. La laicidad. Aquí viene lo bueno, el aspecto de la Guía ética que provocó de inmediato protestas y chiflidos entre muchos periodistas e intelectuales. El conflicto versa sobre qué significa el “laicismo” y cómo debe honrar un Estado esa ideología. ¿Viola la Guía ética la laicidad del Estado mexicano? En un sentido no lo creo así, pues una definición llana de “laicidad” tiene que ver estrictamente con la separación entre los ámbitos religioso y civil en el funcionamiento de la sociedad, y se supone que la Guía no fomenta ni prohíbe ninguna doctrina religiosa. Pero, ¿le toca al Estado pregonar contenidos éticos entre la población más allá del ámbito de las leyes y los derechos? Con respecto a esto, vale recordar que el artículo 24 constitucional instituye la libertad de “convicciones éticas” (y “de conciencia y de religión”), y que el término “ética” no vuelve a aparecer más en ese documento. En ningún lugar se establece que el Estado deba responsabilizarse o intervenir en este asunto (como sí se establecen sus responsabilidades y los valores que deberá promover a través de la educación pública). Aquí es donde me pregunto si una propuesta como la Guía no desfigura el “papel pedagógico” del Estado al proclamar una serie de valores que no están (todos) contenidos ya en la legislación vigente. Es verdad que el principio del laicismo (contenido en el artículo 40 de nuestra constitución política) no es sinónimo de neutralidad ni en la práctica ni en lo normativo. Por ejemplo, y de acuerdo con el artículo tercero constitucional, la educación que imparte el Estado debe ser, entre otras cosas, laica, y “se basará en los resultados del progreso científico, luchará contra la ignorancia y sus efectos, la servidumbre, los fanatismos y los prejuicios”. Es decir, que el Estado no se desentiende de los valores en el ámbito público. Sin embargo, no estoy seguro de que la Guía se avenga bien, ya sea en su forma o en varios de sus apartados, con este ideal liberal e ilustrado de formación ciudadana; hay en ella muy pocos materiales para abordar la justificación de los valores, para el ejercicio autónomo de la razón moral, y sí mucho de condescendencia — justo la figura contraria de ese ideal—. A fines del siglo XVIII, Immanuel Kant atribuyó nuestra “minoría de edad” en un sentido moral a la incapacidad de servirnos de nuestra propia inteligencia sin la “guía” (Anleitung) de otros. Tampoco concuerdo con quienes esperan que nuestros gobernantes y funcionarios nos eduquen “con el ejemplo”. Las reglas de conducta y funcionamiento de los integrantes del Estado están ya expuestos de manera explícita en diversos documentos y que los cumplan no es ningún modelo de virtud sino una obligación legal. Que un presidente, gobernador, legislador, alcalde o policía actúe en alguna situación delicada o de emergencia de una manera particularmente heroica o inspiradora en beneficio de la nación o comunidad es algo de agradecerse, pero no algo que se les pueda exigir (son los casos en que decimos que alguien decide actuar “más allá del deber”).
3. Valores contenciosos. Otros han criticado la presencia de algunos valores en la Guía por considerarlos religiosos, como el amor al prójimo, el perdón o la redención. Es verdad que estas nociones tienen una raigambre claramente religiosa (por ejemplo, en Levítico 19:18 podemos encontrar la sentencia que funda la noción de amor más influyente en Occidente), pero no puede negarse que han pasado también por un proceso intenso de secularización que los ha transformado y desvinculado en un sentido importante (aunque en varios casos no del todo) de sus fuentes originales. Además, si tomáramos al pie de la letra esa objeción, también habría que desterrar de la discusión pública valores como la dignidad, la igualdad, la gratitud o la libertad, todos ellos en la Guía y todos más o menos rastreables en la Biblia. Pero otra cosa es si, aprensiones jacobinas aparte, son defendibles como valores morales. Nunca han faltado (y no hablo sólo de religiosos) quienes insisten en que lo que le hace falta a la moral es el amor, pues el amor es el manantial del que manan todos los valores. La Guía ensalza (en el apartado 5) el amor y, con frenesí metafísico, afirma que es “diverso y a la vez es uno solo” (p. 11). Olvida mencionar que, en la diversidad de sus expresiones (como amor filial, de pareja, fraterno, etc.) el amor es también, en sus manifestaciones más intensas, fuente de inmoralidad, cuando quien ama es capaz de sacrificarlo todo con tal de poseer u honrar a quien ama o aquello que ama. La sumisión apasionada a un Dios, a un Líder, a un Grupo, a una Nación, a un ideal de Humanidad o de Progreso muchas veces abre la puerta a espejismos inhumanos. Desde luego, aquí se podría objetar que, en tales casos, no se trata de un amor “verdadero” o “auténtico”. Sin embargo, habría que responder, ¿cómo podemos saber cuándo estamos ante un caso de amor “del bueno”? Con la aplicación de criterios morales, desde luego. Pero, si es así, ¿dónde queda la idea del amor como fundamento ético? Otro caso muy controvertible (y recuerdo a las y los lectores que aquí resumo mucho mis opiniones) es el del perdón (apartado 9), el cual se recomiendo en virtud de su “enorme potencia liberadora” (p. 13). Mencionaré sólo dos cosas al respecto: que perdonar nos haga sentirnos mejor, libres del “rencor” la “sed de venganza” y del “odio” (p. 14) no es un argumento moral en absoluto; de hecho, quien perdona por estos motivos podría ser, ahora sí en términos éticos, acusado por no honrar ciertos valores como el respeto a sí mismo, a las víctimas (en caso de que éstas sean otras personas) o a la justicia. Por otro lado, recomendar el perdón como una virtud generalizable desfigura su sentido al hacerlo un acto deseable para todos (casi un “deber”) y no un derecho inalienable de las víctimas. Al menos en contextos seculares, nadie está obligado a conceder su perdón.
Dejo aquí mis observaciones. La Guía también contiene contradicciones y tesis irreflexivas que no menciono en estas líneas. Sólo he querido exponer mis perplejidades ante el hecho de que el Estado, mediante una llamada “guía”, se haya propuesto emprender una campaña de difusión de valores. El Estado ya está obligado a hacer realidad y garantizar una serie muy rica de valores en el espacio público (derechos humanos, pluralidad de opiniones, no discriminación, dignidad de las personas, laicidad, democracia, igualdad de género, convivencia armónica, etcétera) y pretender constituirse en un actor importante en la discusión y edificación de una cosmovisión constituida por un conjunto de principios, valores y preceptos (“generalmente considerados como positivos”, como se afirma en la presentación del documento) desvirtúa sus deberes y sienta un precedente resbaladizo de intervención en una esfera en que podrían verse afectadas nuestras libertades de conciencia y de convicciones éticas.
Eterno agradecimiento para contigo, Héctor
ResponderBorrarUn abrazo
Atte
ResponderBorrarBenjamín Alonso, editor de Crónica Sonora