Resulta un poco chocante que el
apacible Bruno Ganz (1941–2019) persista en la memoria de tantos como el
enclenque y rabioso Adolf Hitler de la película La caída (Der Untergang,
2004), de Oliver Hirschbiegel. No es que me disguste esa actuación (de hecho,
reconozco que al personaje repulsivo logra inyectarle de manera inquietante
algo de ese magnetismo horrendo que al parecer tuvo el líder nazi), pero lo
característico del actor suizo no era el desplante camaleónico, sino el desarrollo
sobrio, casi dulce, de sus personajes. Con una severa economía de gestos y con
movimientos lentos, miradas inconsolables o sonrisas contagiosas, Ganz
construía entre largos silencios y acciones dispersas seres verídicos que se
antojan muy cercanos en su fragilidad y retraimiento. En este sentido, se me
ocurre que quizá su papel emblemático sea el de Paul, ese marinero medio
existencialista que decide perderse por los barrios de Lisboa en la estupenda
(y casi muda) película En la ciudad
blanca, de Alain Tanner (Dans la
ville blanche, 1983).
Ganz nació en Zúrich en el seno de una
familia obrera y muy joven se trasladó a Bremen para estudiar arte dramático y
“aprender verdadero alemán”, según sus propias palabras. Pronto se destacó en las
tablas y, de hecho, el teatro fue hasta sus últimos años razón primordial de su
fama y del gran respeto del que gozó en los países centroeuropeos (algunas
muestras de ese trabajo pueden verse en YouTube; por desgracia, sin
subtítulos). Al parecer, su último papel como protagonista en el Fausto de Goethe (¡en una producción que
dura más de 13 horas!) sigue siendo motivo de muchos elogios entre los
críticos. También prestó su voz para leer y grabar los versos de Hölderlin,
T.S. Eliot, Yorgos Seferis y narrar en vivo el Egmont beethoveniano (bajo la dirección de Claudio Abbado) y la Flauta mágica en el Festival de
Salzburgo. Su carrera como actor de cine comenzó a despegar sobre todo durante
los años setenta y, de esa década, cabe recordar un par de filmes que le valieron
reconocimientos importantes en varios países: El amigo americano (Der
amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977) y Nosferatu (Nosferatu: Phantom
der Nacht, Werner Herzog, 1979).
Con Wenders trabajó en dos cintas
más: Las alas del deseo (Der Himmel über Berlin, 1987) y su
secuela ¡Tan lejos y tan cerca! (In weiter Ferne, so nah!, 1993). Esta
última, aunque ofrece algunas secuencias maravillosas, se hunde mucho en una
trama farragosa. Las alas del deseo es
un asunto muy distinto. Es una película que explora con belleza y sentido (en
buena medida gracias al trabajo del escritor austriaco Peter Handke, quien
colabora en el guion) diversas dicotomías y tensiones (como la que existe entre
el plano celeste y el plano terrenal, el pasado y el presente o el lenguaje y
las imágenes) y supone quizá la apoteosis de Bruno Ganz como actor en su papel
de Damiel, el ángel que elige ser mortal con tal de probar los placeres y
desdichas de los seres humanos. Prefiere, si seguimos con el juego de las
dicotomías, el constante asombro y desconcierto infantil al tedio de los
adultos o a la presciencia igualmente monótona de los inmortales. O quizá en
ocasiones cruza sus sueños “una nostalgia (tal vez de pecado)”, como escribió
Rilke, otro frecuentador de ángeles y que tantas veces intentó nombrarlos. Damiel
resultó ser otro personaje ideal para las habilidades específicas de Ganz como
actor.
Pero, ¿cómo diablos se interpreta a
un ángel? En una entrevista con el académico y crítico Richard Raskin de 1994 el
actor habla al respecto. Señala que lo común al trabajar con un personaje
consiste en imaginarlo, en especular sobre cómo es, en qué piensa, a qué le
teme, si está enojado o si es estúpido. Pero, ¿un ángel? Un ángel no tiene
problemas psicológicos. En sentido estricto, ni siquiera tiene vida interior.
Por otro lado, andar de aquí para allá en el filme como si se estuviera siempre
a punto de volar resultaba ridículo. Así que había que abandonar la idea misma
de actuación y simplemente ser uno mismo, quizá una mera presencia física. Y
eso es justo lo que trata de hacer. En Las
alas del deseo, Ganz es un prodigio de contención que resulta a la vez
adorable por su candor. “Realmente me convertí en un ángel”, bromeaba el actor.
Cuenta además que, en una ocasión que abordó un avión, los pasajeros que lo
reconocieron manifestaron con alivio: “Ahora no nos podrá pasar nada, pues
viaja con nosotros un ángel guardián”.
Mucho del efecto que causaba en sus
espectadores dependía de su mirada. Los ojos de Bruno Ganz emanaban tristeza
pero no desconsuelo. Les faltaba para ello ese dejo de extravío tan frecuente
de quien se hunde en la angustia. La suya era una mirada afligida pero
sosegada; sólida incluso. De una tristeza digna, de quien ha visto mucho,
superado el espanto y perdonado. Quizá resulta menos chocante que uno de sus
últimos papeles haya sido el de Virgilio, en la película del siempre excesivo
Lars von Trier La casa que Jack construyó
(2018). Como se sabe, el personaje de Dante recrea a un guía que ilumina con
sus conocimientos los caminos del infierno y del purgatorio y abandona al poeta
en la entrada del paraíso, que le está vedado por su condición de pagano.
Virgilio es un compañero tocado por la tragedia, avezado en los descarríos de
los hombres, pero siempre atento y dispuesto a echar una mano. Cosas así, y aún
más, me provoca la mirada de Bruno Ganz. También me recuerda, por ejemplo, a la
música de Brahms.
Bis
später, lieber Bruno.
Hasta pronto. Te imagino perfectamente fisgoneando en nuestras mentes, sorprendido
con tu cara de niño viejo y alas tremulantes, un poco despistado en tu papel de
ese custodio benévolo que a veces anhelamos cuando estamos solos. Ahora quizá de
verdad sabes lo que ningún ángel jamás supo.
Una prosa admirable. La manera en la que se describe el histrionismo de Bruno Ganz. Su última interpretación en la cinta de Lars Von Trier fue una nota de templanza en medio del infierno al que nos ha acostumbrado el director danés. EXCELENTE TEXTO.
ResponderBorrarMagnifico texto, un guiño cómplice.
ResponderBorrarNo imagino mejor obituario, gracias por compartirnos tan bello adiós
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