lunes, 18 de abril de 2016

Das Wiener Blues



Mucho del encanto de Viena reside en su bipolaridad: tras los cuidados jardines y palacios, las carrozas con turistas boquiabiertos por las calles, los valses de Strauss y el Apfel Strudel mit Schlag, asoman por aquí y por allá señales de esa otra Viena, igual o más fascinante, que el escritor y periodista Karl Kraus describió a principios del siglo XX como el “laboratorio del fin de mundo”. Bajo su cascarón Biedermeier, en la Viena tradicionalista, tan pagada de sí misma y que aún suspira por su Sisi, se perciben los perfiles de esas corrientes artísticas, intelectuales e ideológicas que marcaron, para bien y para mal, el trazado de la cultura occidental del siglo XX: el psicoanálisis, el fascismo, la Sezession, el positivismo lógico, la arquitectura moderna, el expresionismo musical, el sionismo… La capital austriaca incubó por décadas bajos sus oropeles y bailes de salón una cultura antiburguesa y contradictoria, y no pocos abismos en los que muchos se despeñaron.

Sólo en un lugar así podía haber nacido, en 1930, un artista tan singular como Friedrich Gulda, que lo mismo representó lo más culto y exquisito de la tradición musical vienesa que la sensualidad y desenfado (e incluso la vulgaridad) de la música popular contemporánea. El  “terrorista del piano”, como algunos lo llamaron, fue un inconformista que con la misma convicción transitó de Beethoven al jazz, del folk a la libre improvisación o de Mozart al rave. Ya en la década de los cincuenta y sesenta era célebre tanto por su manera de tocar como por sus extravagancias. Acostumbraba presentarse a sus recitales sin un programa definido, y lo mismo comenzaba tocando a Chopin para terminar con algo de jazz o improvisación, que empezaba con Bach y remataba con sus propias variaciones sobre el tema Light my fire de, por supuesto, The Doors. Claro que todo esto todo esto era motivo de caras largas y/o alarma entre el rancio público de las salas de concierto que no podía entender cómo uno de sus más excelsos ejecutantes de Mozart y Beethoven podía echar a perder la velada con tales disparates. A los más jóvenes el asunto no les parecía quizá tan desatinado, y muchas veces Gulda buscó entre ellos a su verdadero público. Para unos un genio, para otros un payaso provocador, él simplemente se definía, con su habitual petulancia, como el más grande músico austriaco de la segunda mitad del siglo XX. Sea como sea, no sé de nadie que haya cuestionado con seriedad sus dotes como pianista.

El núcleo de las interpretaciones de Gulda lo constituyen los clásicos vieneses, con especial énfasis en Mozart y Beethoven. También incursionó en el arte de otros compositores, como Chopin y Debussy. Para mí es uno de los más grandes mozartianos de todos los tiempos, y fue Mozart justo el músico que más amó y al que estudió durante toda su vida. También interpretó mucho a Bach, aunque no lo grabó tanto. El otro día me topé con su disco de 1972 del Libro I del Clave bien temperado, y casi de inmediato se convirtió en mi versión favorita. Con poco empleo del pedal, un estilo percutido, ritmos precisos, líneas vocales cristalinas y un sentido apabullante de la estructura, esa versión alcanza una objetividad que permite el milagro de que la música “hable por sí sola”. Esa audición, y las muchas que han seguido de esa misma grabación, me han llevado a recordar aquella verdad que dice que la de Bach es “la música de las esferas”.

No pocos músicos se han animado a traspasar las fronteras entre el clásico y el jazz. Lo han intentado con mayor o menor éxito artistas como André Previn, Keith Jarret, Branford y Wynton Marsalis, Itzhak Perlman, Chick Corea, Benny Goodman o Paquito D’Rivera. Sin duda, el pianista más dotado que ha cruzado esa barrera es Friedrich Gulda. Empezó a escuchar jazz por la radio con su padre durante los años de la Segunda Guerra Mundial. Como semejante música “degenerada”, obra de negros y judíos, era algo oficialmente prohibido por las autoridades alemanas, él y su padre (un maestro de ideas socialistas que perdió su empleo durante el nazismo) sintonizaban a escondidas las estaciones británicas y norteamericanas en busca de esos sonidos fascinantes. Después, con su amigo de la infancia Josef Erich Zawinul (el mismo que tocaría después con Cannonball Adderley, Miles Davis y Weather Report), comenzó a interpretar jazz de manera habitual y hasta aprendió a tocar el saxofón barítono. Después, en la década de los cincuenta, se propuso a toda costa desarrollar de manera paralela una carrera como jazzista, y con frecuencia se le veía llegar muy tarde en las noches a los clubes de jazz tras haber tocado a Beethoven o a Mozart en alguna de las salas más importantes de Berlín o de Nueva York. Se ganó el respeto de grandes autoridades del jazz, con quienes grabó varios discos: Dizzy Gillespie, Freddie Hubbard, Chick Corea,  Herbie Hancock y el ya mencionado Joe Zawinul son algunos de los que me vienen a la mente. También le dio por cantar, aunque para ello inventó un personaje, Albert Golowin, y por años engañó a todo el mundo con grabaciones en las que supuestamente cantaba ese personaje, a quien describió como “un marginado, cierto tipo de vienés, un diletante muy talentoso, un barítono fallido con una aversión hacia la sala de conciertos”. En cierta ocasión incluso se disfrazó como Golowin para grabar una entrevista y mantener el engaño.

Estrafalario hasta el fin, y convencido de que "para ser famoso en Austria primero hay que estar muerto", hizo difundir en 1999 la noticia de su fallecimiento para cumplir después con un concierto en la Konzerthaus de Viena que, según él, serviría como "fiesta de resurrección". Friedrich Gulda se volvió a morir, esta vez en serio, debido a un ataque al corazón el 27 de enero de 2000 en su casa en Wiessenbach, Austria. 

2 comentarios:

  1. Excelente Sitio, contribuye a dignificar la Red, Gracias Estimado Amigo don Ruben Pineda, por recomendármelo. Felicidades...!!!

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    1. Muchas gracias por su comentario. Se hace lo que se puede. Espero que se anime a darse otra vuelta por este sitio. ¿Está usted en Hermosillo? ¡Cuántos grandes amigos tengo allí! Y qué nostalgia por la tierra...

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